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Myron marcó el número de Chaz Landreaux desde el teléfono del coche.

Como no era un experto en automoción, Myron tardó media hora en cambiar el neumático y durante los primeros kilómetros condujo despacio por miedo a que su gran pericia en el cambio de ruedas hiciera que el neumático se saliera de la llanta y se fuera rodando. En cuanto se sintió más seguro, aceleró para acudir a tiempo a su cita con Christian.

Chaz contestó a su llamada y Myron le explicó brevemente lo que le había ocurrido.

—Ya han estado aquí —le dijo Chaz.

Había mucho ruido de fondo. El llanto de un bebé, algo que se rompía al caer al suelo, risas de niños. Chaz pegó un grito para que se callaran.

—¿Cuándo? —le preguntó Myron.

—Hace una hora. Eran tres hombres.

—¿Te han hecho daño?

—No, sólo me han inmovilizado y amenazado. Me han dicho que me iban a romper las piernas si no cumplía con mi contrato.

«Romperle las piernas —se dijo Myron—, qué originales.»

Chaz Landreaux era un jugador de baloncesto, alumno de último año en la Universidad Georgia State que probablemente iba a ser elegido en la primera ronda de selección oficial de jugadores o draft de la NBA. Su historia era la del típico chico pobre que había empezado jugando en las calles. Tenía seis hermanos, dos hermanas y ningún padre. Los nueve vivían con su madre en una zona que, de mejorar radicalmente, tal vez algún día podría haberse llamado «gueto pobre».

En el primer curso de la universidad, el subordinado de un representante muy influyente llamado Roy O’Connor había hablado con Chaz, cuatro años antes de que ningún agente tuviera permiso para hablar con Chaz, y le había ofrecido una iguala de cinco mil dólares por anticipado más una mensualidad de doscientos cincuenta dólares si firmaba un contrato por el que O’Connor se convertiría en su agente cuando entrara en la liga profesional.

Chaz había dudado. Sabía que las normas establecidas por la NCAA le prohibían firmar un contrato mientras pudiera ser elegido por el draft, por lo que el contrato se consideraría inválido. Sin embargo, el enviado de Roy le aseguró que aquello no iba a presentar ningún problema. Se limitarían a posponer el contrato para hacer ver que Chaz lo había firmado tras su último año de elegibilidad y lo guardarían en una caja fuerte hasta que llegara el momento oportuno. Y así nadie se daría cuenta.

Chaz no había sabido muy bien qué hacer. Por un lado sabía que era ilegal, pero por otro también era consciente de lo que podía llegar a suponer todo ese dinero para su madre y sus ocho hermanos, que vivían en un antro de dos habitaciones. Llegados a ese punto, Roy O’Connor entró en escena y le ofreció el aliciente definitivo: si en cualquier momento Chaz decidía cambiar de opinión, podría devolver el dinero y cancelar el contrato.

Cuatro años más tarde, Chaz cambió de opinión y prometió devolver hasta el último centavo, pero Roy O’Connor le dijo que ni hablar, que tenía un contrato con ellos y que seguiría adelante con él.

Tampoco es que fuera una argucia innovadora. Había muchísimos agentes que hacían lo mismo. Norby Walters y Lloyd Bloom, dos de los representantes más importantes del país, habían sido arrestados por ello. Las amenazas tampoco eran infrecuentes, pero la cosa no solía pasar de ahí y todo se quedaba en palabras y nada más. Ningún agente quería arriesgarse a que el asunto llegara a salir a la luz. Si el chico se mantenía en sus trece, el representante se echaba atrás para evitarse problemas.

Sin embargo, Roy O’Connor no actuaba así. Roy O’Connor empleaba la fuerza. Myron estaba alucinado.

—Quiero que te marches de la ciudad durante una temporada — prosiguió Myron—. ¿Tienes algún sitio donde esconderte?

—Sí, me iré a casa de un amigo en Washington. ¿Pero qué vamos a hacer?

—Yo me ocuparé de eso. Tú preocúpate de que no sepan dónde estás.

—De acuerdo, lo que tú digas —y añadió—: Ah, Myron, otra cosa.

—¿Qué?

—Uno de los tipejos que me han amenazado me ha dicho que te conocía. Era un pedazo de monstruo, colega. O sea, un tío enorme.

Un hijoputa muy trajeado.

—¿Te ha dicho cómo se llamaba?

—Aaron. Me dijo que te saludara de su parte.

Myron se sobresaltó. Aaron. Un nombre que pertenecía al pasado. Y tampoco era un nombre muy bonito. Roy O’Connor no sólo tenía secuaces, sino que, además, éstos eran de los buenos.

Tres horas después de salir de su despacho, Myron ahuyentó de su cabeza el incidente en el garaje y llamó a la puerta de Christian. A pesar de haberse graduado hacía dos meses, Christian seguía viviendo en la misma residencia del campus en la que había estado viviendo durante el último curso trabajando como orientador en el campamento de verano de fútbol de la Universidad de Reston. No obstante, el minicamp de los Titans comenzaba dentro de dos días y Christian iba a estar presente en esas sesiones de pretemporada porque Myron no tenía intención de que Christian se quedara aquel año fuera de la liga.

Christian abrió la puerta de inmediato y, antes de que Myron hubiera empezado a disculparse por haber llegado tarde, Christian le agradeció:

—Gracias por venir tan rápido.

—Ah, sí, no ha sido nada —le respondió Myron.

El rostro de Christian carecía de su habitual buen color. Ya no tenía las mejillas rosadas allí donde se le hacían unos hoyuelos al sonreír. Ni aquella cándida sonrisa de oreja a oreja que hacía derretir a las alumnas de la universidad. Incluso la célebre firmeza de sus manos se había convertido en un ligero temblor.

—Pase —le dijo.

—Gracias.

La habitación de Christian se parecía más al decorado de una teleserie de los cincuenta que a una habitación de residencia universitaria de hoy en día. Para empezar, estaba ordenada. La cama estaba hecha y con los zapatos colocados juntos a los pies de la misma. No había calcetines por el suelo ni ropa interior, ni tampoco suspensorios. En las paredes había banderines colgados. Pero banderines de verdad. Myron no daba crédito a sus ojos. No había pósteres ni calendarios de Claudia Schiffer ni de Cindy Crawford ni de las gemelas Barbi. Sólo banderines anticuados.

Al principio, Christian no dijo nada. Los dos se quedaron de pie, incómodos, como dos desconocidos sentados uno al lado del otro en una fiesta sin bebidas en las manos. Christian mantenía la mirada clavada al suelo como un niño al que le acabaran de regañar. No había hecho ningún comentario acerca de las manchas de sangre del traje de Myron. Probablemente ni siquiera se había fijado.

Myron decidió probar suerte con una de sus frases tan elocuentes y especialmente pensadas para romper el hielo.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Christian comenzó a caminar por el cuarto, lo cual no era nada fácil en aquella habitación tan pequeña como una caja. Myron se percató de que Christian tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando, tal y como delataba el rastro de las lágrimas en sus mejillas.

—¿Se ha enfadado mucho el señor Burke por haber cancelado la reunión? —le preguntó Christian.

Myron se encogió de hombros.

—Le ha dado un ataque, pero creo que sobrevivirá. No pasa nada, no te preocupes por eso.

—¿El minicamp de la pretemporada empieza el jueves?

Myron asintió y le preguntó:

—¿Estás nervioso?

—Un poco, creo.

—¿Es por eso por lo que querías verme?

Christian negó con la cabeza, luego vaciló un instante y afirmó:

—Es... es que no lo entiendo, señor Bolitar.

Cada vez que lo llamaba «señor», Myron pensaba que le estaba hablando a su padre.

—¿Que no entiendes qué, Christian? ¿Qué es lo que quieres decir?

El chico volvió a titubear y continuó:

—Es... —se detuvo, inspiró profundamente y prosiguió—, es sobre Kathy.

Myron pensó que no lo había escuchado bien.

—¿Kathy Culver?

—Usted la conoció —dijo Christian, aunque a Myron no le quedó muy claro si era una afirmación o una pregunta.

—Hace mucho tiempo —replicó Myron.

—Cuando usted salía con Jessica.

—Sí.

—Entonces a lo mejor pueda llegar a entenderlo. Echo de menos a Kathy. Más de lo que nadie se imagina. Era muy especial.

Myron asintió tratando de darle ánimos, muy al estilo de Phil Donahue o de cualquier otro entrevistador de aquellos que se preocupaban sinceramente por sus entrevistados.

Christian dio un paso atrás y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra una estantería.

—La gente hizo un circo con lo que le ocurrió, salió en la prensa amarilla, en los programas televisivos del corazón... Para la gente fue como un juego. Como un espectáculo de la tele. Nos llamaban «idílicos», la «pareja idílica» —dijo haciendo unas comillas con las manos—, como si «idílico» quisiera decir irreal. Fue muy cruel. Todo el mundo me decía que era joven, que lo superaría pronto, que Kathy sólo era una rubia más y que había millones como ella para alguien como yo. La gente esperaba que siguiera adelante con mi vida, que se había ido, que se había terminado para siempre.

Myron vio que el aspecto juvenil de Christian, algo que pensaba que podría convertirlo en el rey de los contratos publicitarios, acababa de adquirir una nueva dimensión. En lugar de aquel chico de Kansas tan buen deportista, tímido y modesto, Myron vio la realidad que se ocultaba bajo esa apariencia: un niño asustado acurrucado en un rincón, un niño cuyos padres habían muerto, un niño sin familia y probablemente sin un amigo de verdad, con tan sólo aduladores y gente que quería algo de él. «Como quizá yo mismo», pensó Myron.

Myron hizo un gesto negativo con la cabeza. Ni hablar. Otros agentes seguro, pero él no. Myron no era así. Pero, a pesar de todo, una sensación parecida a la culpa se le quedó ahí grabada, pinchándole en las costillas como un cuchillo afilado.

—En realidad nunca llegué a creer que Kathy hubiera muerto — prosiguió Christian—. Eso fue parte del problema, supongo. No estar del todo seguro acaba por afectarte al cabo de un tiempo. Una parte de mí... una parte de mí casi esperaba que encontraran su cadáver, cualquier cosa con tal de poner fin a aquello. ¿Es cruel decir una cosa así, señor Bolitar?

—No lo creo, no.

Christian lo miró con aire solemne y le dijo:

—No dejo de darle vueltas a lo de las bragas, ¿sabe?

Myron asintió. La única pista de todo el misterio habían sido las bragas deshilachadas de Kathy que se encontraron encima de un cubo de basura de la universidad. Al parecer, las habían encontrado manchadas de semen y sangre. Para el público en general, las bragas habían confirmado lo que durante tiempo se había sospechado: que Kathy Culver había muerto. Era una historia triste pero no excepcional. Algún psicópata la había violado y asesinado. Probablemente nunca llegarían a encontrar su cuerpo, o tal vez unos cazadores se toparían algún día con sus restos mortales en el bosque, y le darían a los medios de comunicación un buen comienzo para el telediario del mediodía que haría volver a centrar la atención sobre el caso con la eterna esperanza de poder sacar por antena a algún familiar desgarrado por la pena.

—Hicieron que pareciese una guarrería —continuó Christian—. «Rosas», decían. «De seda.» Nunca las llamaron ropa interior ni ropa íntima ni bragas a secas. Bragas rosas de seda. Como si eso fuera importante. En un canal de televisión llegaron incluso a entrevistar a una modelo de Victoria’s Secret para que comentara qué le parecían. Bragas rosas de seda. Como si Kathy se lo hubiera buscado. Se cebaron con ella como si tal cosa...

Llegados a aquel punto, a Christian se le apagó la voz. Myron no dijo nada. Christian estaba incubando algo y Myron rezó para que no fuera una crisis nerviosa.

—Bueno, supongo que debería ir al grano —dijo Christian finalmente.

—Tranquilo, no hay prisa. No tengo que ir a ningún sitio.

—Hoy he visto una cosa. He... —Christian se detuvo y miró a Myron. Myron le devolvió la mirada con expresión suplicante—. Puede que Kathy aún esté viva.

Aquellas palabras le causaron la misma impresión a Myron que una bofetada. Myron estaba preparado para escuchar lo que fuera, podría haberse imaginado que Christian le diría cualquier cosa, pero que Kathy Culver seguía con vida no era una de ellas.

—¿Qué?

Christian pasó por delante de él y abrió el cajón del escritorio. También aquel escritorio parecía salido de una antigua teleserie. Estaba despejado de trastos y papeles. Sólo dos latas, una con bolígrafos Bic y la otra con lápices afilados del número dos. Una lámpara de pie. Un bloc de notas con calendario. Un diccionario, otro de sinónimos y el libro de redacción The Elements of Style entre dos soportes con forma de globo terráqueo.

—Esto me ha llegado hoy con el correo.

Christian le dio una revista a Myron. En la portada, una mujer desnuda. Decir que iba muy tapada sería como decir que la segunda guerra mundial fue una escaramuza. La mayoría de los hombres están obsesionados con las glándulas mamarias y Myron no era ajeno a esos gustos, pero aquello era monstruoso. La mujer no era guapa, más bien de rasgos duros. Tenía una expresión supuestamente insinuante, pero parecía que estuviera estreñida. Se relamía los labios, tenía las piernas abiertas y con la mano hacía un gesto al lector a acercarse a ella.

«Qué sutil», pensó Myron.

La revista se llamaba Pezones y el artículo principal, por lo que se leía en las letras impresas sobre el pecho derecho, era: «Cómo convencerla para que se lo afeite».

Myron dirigió la mirada bruscamente hacia Christian y le dijo:

—¿De qué va todo esto?

—Mire el clip.

—¿Qué?

Christian parecía demasiado cansado para responderle, así que se limitó a señalar con el dedo. En la parte superior de la revista, Myron detectó un brillo plateado. Había un clip a modo de marcador de página.

—Me ha llegado con eso —explicó Christian.

Myron fue pasando las páginas, viendo breves flashes de carne, hasta llegar a la página marcada con el clip y se vio obligado a entrecerrar los ojos, confuso. Era una página de anuncio, aunque tenía tantas fotos eróticas como cualquier otra. En la parte superior de la página se leía:

Teléfono erótico Fantasías: ¡elige una chica!

Había tres filas con cuatro chicas en cada una que ocupaban toda la página. Myron comenzó a analizar detenidamente la página, no daba crédito a sus ojos. «¡Las chicas orientales te están esperando!», «¡Lesbianas húmedas y sabrosas!», «¡Azótame, por favor!», «¡Zorras calientes!», «¡Tetas pequeñas!» (sin duda para aquellos a los que no les había gustado la portada, claro), «¡Quiero que me montes!», «¡Tócame la cereza!», «¡Haz que te suplique que sigas!», «Se busca: Robopo11a», «¡Tu ama Savannah te ordena que la llames ya!», «¡Ama de casa cachonda!», «Buscamos hombres con sobrepeso». Todas con sus respectivas imágenes de poses provocativas con teléfonos de por medio.

Había otras incluso más subidas de tono, como travestís, mujeres vestidas de hombre y hasta algunas que Myron ni siquiera entendía, como si fueran experimentos científicos incomprensibles. Los números de teléfono eran los típicos: 1800-888-GUARRA, 1-90046-GOLFA, 1-800-PERFÓRAME, 1-900-TRAVIESA... etcétera.

Myron puso mala cara. Le estaban entrando ganas de lavarse las manos.

Y entonces lo vio.

Estaba en la última fila, la segunda comenzando por la derecha. Decía: «¡Haré todo lo que me pidas!» y el número de teléfono era 1900-344-LUJURIA. 3,99 $ por minuto. Cobros discretos con tarjeta telefónica o de crédito. Se acepta Visa/MC.

La chica de la foto era Kathy Culver.

A Myron le empezaba a dar vueltas la cabeza. Intentó detener el mareo y mantener el equilibrio, pero la imagen de Kathy no dejaba de tambalearse ante él. El sobre era de papel manila y sin adornos. No había remitente; habría sido demasiado fácil. No tenía sellos ni matasellos, lo único que ponía era:

Christian Steele

Buzón 488

Ni nombre de la ciudad, ni del estado. Eso significaba que lo habían enviado desde la universidad. La dirección estaba escrita a mano.

—Normalmente te llegan muchas cartas de admiradores, ¿verdad? —le preguntó Myron.

Christian asintió.

—Pero van a parar a otro sitio. Éste es mi buzón privado, el número no sale en la guía.

Myron miró el sobre intentando no eliminar una posible huella digital.

—Podría tratarse de una imagen un tanto retocada —dijo Myron—. Alguien podría haber superpuesto la imagen de su rostro en...

Christian lo interrumpió haciendo un gesto negativo con la cabeza. Volvía a tener la mirada fija en el suelo.

—No es sólo su cara, señor Bolitar —explicó azorado.

—Ah —dijo Myron, entendiendo a lo que se refería con su rapidez habitual—, ya veo.

—¿Cree que deberíamos dárselo a la policía? —inquirió Christian.

—Tal vez.

—Quiero hacer lo correcto —dijo Christian apretando los puños—. Pero no voy a permitir que vuelvan a ensuciar el nombre de Kathy. Si ya la lastimaron bastante cuando era la víctima, ¿qué harían ahora si vieran esto?

—Se pondrían como locos —concluyó Myron.

Christian asintió en silencio.

—Aunque probablemente sólo se trate de una broma de mal gusto —añadió Myron—. Lo comprobaré antes de hacer cualquier otra cosa.

—¿Cómo?

—Déjamelo a mí.

—Hay otra cosa —dijo Christian—. La letra del sobre.

—¿Qué le pasa? —preguntó Myron.

—No estoy del todo seguro, pero se parece mucho a la de Kathy.

Motivo de ruptura

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