Читать книгу Motivo de ruptura - Харлан Кобен - Страница 13
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ОглавлениеJessica olía de fábula.
Estaban de pie en Uptown Station, en Hoboken, ella muy cerca de él. Su pelo tenía aquel olor a recién lavado que Myron había tratado de olvidar durante cuatro años y respirarlo le causaba un efecto embriagador.
—¿Así que esto es hacer de detective?
—Emocionante, ¿eh?
Intentaban pasar desapercibidos, lo cual no era cosa fácil en el caso de un hombre de metro noventa y dos y una mujer a la que en casi una hora no han dejado de temblarle las rodillas por haber llegado a la oficina de correos a las seis y media de la mañana. De momento, nadie había tocado el apartado de correos 785.
El aburrimiento no tardó en llegar. Jessica se dedicó a mirar los precios de varios contenedores de correo distintos, lo que no le resultó demasiado interesante. Leyó los carteles de «se busca», uno detrás del otro, y eso ya le pareció un poco más entretenido. Carteles de «se busca» en una oficina de correos. Como si pretendieran que le escribieras una carta a la persona buscada.
—Tú sí que sabes cómo hacerle pasar un buen rato a una chica — dijo Jessica.
—Por eso me llaman el Capitán Diversión.
Jessica se rio y el sonido melódico de su risa se le clavó a Myron dolorosamente en el estómago.
—¿Te gusta trabajar como representante, Capitán Diversión?
—Mucho.
—A mí los representantes siempre me han parecido una panda de desgraciados.
—Gracias.
—Tú ya me entiendes. Sanguijuelas, víboras, parásitos chupasangres ávidos de dinero que se dedican a estafar a deportistas ingenuos, a comer en restaurantes caros como Le Cirque, a arruinar todo lo bueno que tiene el deporte...
—Y también tenemos la culpa de los problemas de Oriente Próximo —le interrumpió él—, y del déficit presupuestario.
—De acuerdo. Pero yo no he dicho que tú seas nada de todo eso.
—O sea que no soy una sanguijuela, ni una víbora ni un parásito. Menudo halago.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Hay muchos representantes que son unos desgraciados —dijo él encogiéndose de hombros—, pero también hay muchos médicos y abogados que... —Myron se detuvo al oírse decir aquellas palabras. ¿No había utilizado Fred Nickler aquellas mismas palabras para justificar sus revistas?—. Los representantes son un mal necesario — prosiguió—. Sin ellos, la gente se aprovecharía de los deportistas.
—¿Quiénes?
—Pues los propietarios de los equipos, los directores... Los representantes han hecho cosas buenas para los deportistas. Han ayudado a que les suban el sueldo, han logrado la agencia libre, les consiguen dinero mediante contratos publicitarios...
—¿Y entonces cuál es el problema?
Myron se quedó pensando un instante antes de responder.
—Dos cosas —dijo—. En primer lugar, hay representantes que son unos sinvergüenzas, pura y llanamente. Ven a un chico joven con dinero y se aprovechan de él. Pero a medida que los deportistas vayan teniendo más experiencia, a medida que se vayan conociendo más historias como lo que le ocurrió a Kareem Abdul-Jabar, la mayoría de los sinvergüenzas acabarán por desaparecer como cualquier otra plaga.
—¿Y en segundo lugar?
—Los representantes tenemos que tocar demasiados instrumentos de la orquesta —dijo—. Somos negociadores, contables, consultores financieros, prestadores de servicios sociales, agentes de viajes, consejeros familiares y matrimoniales, chicos de los recados, lacayos, lo que sea con tal de seguir adelante con nuestro trabajo.
—¿Y cómo te las apañas para hacerlo todo?
—Pues le doy los dos instrumentos más importantes a Win: el de contable y el de consultor financiero. Yo soy el abogado y él es quien tiene el MBA. Y además tenemos a Esperanza, que puede hacer casi todo. Nos va muy bien. Nos controlamos unos a otros y nos compenetramos muy bien.
—Como los tres poderes del Estado.
—Sí —asintió Myron—, Jefferson y Madison se sentirían orgullosos.
De pronto apareció alguien para abrir el apartado de correos 785.
—Empieza el espectáculo —dijo Myron.
Jessica le lanzó una mirada rápida para poderlo ver. Era un hombre delgado. Todo en él era demasiado largo, extrañamente alargado, como si lo hubieran estirado en un potro de tortura de la Edad Media. Incluso su rostro parecía estirado como una cara de plastilina apretada contra el suelo.
—¿Lo reconoces? —le preguntó Myron.
—Tiene un no-sé-qué... —dijo Jessica—, pero diría que no.
—Venga, vámonos de aquí.
Bajaron las escaleras a toda prisa y se metieron en el coche. Myron había aparcado mal delante del edificio y había puesto una señal de emergencia de la policía en el parabrisas. La señal de emergencia siempre le resultaba muy útil, sobre todo los días de rebajas en los centros comerciales.
El hombre delgado pasó por delante de ellos dos minutos más tarde y entró en un Oldsmobile amarillo con matrícula de Nueva Jersey. Myron puso el coche en marcha y lo siguió. El hombre delgado tomó la interestatal 3 en dirección norte hacia el Garden State Parkway.
—Ya llevamos veinte minutos siguiéndolo —dijo Jessica—. ¿Por qué tendría que ir a un apartado de correos tan lejos de su casa?
—Porque puede que no vaya a su casa. A lo mejor va al trabajo.
—¿A la oficina del teléfono erótico?
—Puede ser —contestó Myron—. O puede que vaya lejos para que nadie lo vea.
El tipo al que seguían tomó la salida 160, pasó a la interestatal 208 en dirección norte y entró en Lincoln Avenue, en Ridgewood.
—Ésta es mi salida —dijo Jessica enderezándose en el asiento.
—Ya lo sé.
—¿Qué narices está pasando aquí?
El Oldsmobile amarillo giró a la izquierda al final de la vía de salida. Estaban a menos de cinco kilómetros de la casa de Jessica. Y si seguía recto por Lincoln Avenue hasta llegar a Godwin Road, estarían en...
Pero no.
Mr. Delgado giró por Kenmore Road, a casi un kilómetro de distancia del final de Ridgewood. Seguían estando en el centro del barrio periférico, en concreto en el de Glen Rock, Nueva Jersey. Glen Rock se llamaba así debido a una roca gigante que había en Rock Road. La palabra clave en esa zona era rock.
El coche amarillo aparcó en la entrada de una casa. En el 78 de Kenmore Drive.
—Disimula —dijo Myron—, no lo mires fijamente.
—¿Qué?
Pero Myron no contestó. Pasó con el coche por delante de la casa sin detenerse, giró en la calle siguiente y aparcó el vehículo detrás de unos arbustos. Telefoneó a su despacho. Le respondieron cuando todavía no había acabado de sonar el primer tono.
—MB Representante Deportivo —dijo Esperanza.
—Consígueme toda la información que puedas sobre el 78 de Kenmore Street, Glen Rock, Nueva Jersey. El nombre del propietario, tarjeta de crédito, todo.
—Recibido —le contestó Esperanza antes de colgar.
Myron hizo otra llamada.
—Es esa amiga mía de la compañía telefónica —le dijo a Jessica. Y luego se puso a hablar por teléfono—: ¿Lisa? Soy Myron. Mira, necesitaría que me hicieras un favor. El setenta y ocho de Kenmore Road, Glen Rock, Nueva Jersey. No sé cuántas líneas de teléfono tiene este tipo pero necesito que las compruebes todas. Quiero saber todos los números a los que llame en las próximas dos horas. ¿De acuerdo? Oye, ¿qué descubriste sobre aquel número de teléfono erótico que te pasé? ¿Qué? Ah, entendido. Gracias —y colgó.
—¿Qué te ha dicho?
—La compañía telefónica no controla el número del teléfono erótico. Alguna organización de Carolina del Sur se ocupa de ello y no ha encontrado nada sobre él.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jessica—. ¿Nos quedamos ante su casa?
—No. Yo voy a entrar. Tú te esperas aquí.
—¿Perdona? —dijo ella enarcando una ceja.
—¿No eras tú la que no quería ahuyentar a nadie? —preguntó Myron—. Si este tipo tiene algo que ver con tu hermana, ¿cómo crees que reaccionará cuando te vea?
Jessica cruzó los brazos y soltó un bufido. Sabía que Myron tenía razón, pero eso no quería decir que tuviera que resignarse.
—Ve —le dijo al fin.
Myron salió del coche. Era uno de esos vecindarios anodinos en los que cada casa estaba cortada por el mismo patrón: dos plantas en trescientos metros cuadrados de terreno. En algunas, la vivienda estaba invertida y la cocina quedaba a la derecha en vez de a la izquierda. La mayoría tenían puertas correderas de aluminio. Toda la calle apestaba a clase media.
Myron llamó a la puerta y le recibió aquel hombre delgado.
—¿Jerry?
La cara del tipo denotó confusión. De cerca tenía mejor aspecto y su cara era más inquietante que monstruosa. Con un cigarrillo en la mano y un suéter negro de cuello alto podría estar leyendo poesía en un café de intelectuales.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Jerry, estoy...
—Debe haberse equivocado de número, yo no me llamo Jerry.
—Pues te pareces mucho a Jerry.
—Lo siento —dijo el hombre con expresión siniestra mientras cerraba la puerta—; perdone, pero no tengo tiempo.
—¿Estás seguro, Jerry? —le espetó Myron.
—Ya le he dicho que...
—¿Conoce a Kathy Culver? —le interrumpió Myron.
Aquello le pilló por sorpresa y logró desestabilizarle.
—¿De qué...? ¿De qué va todo esto? —dijo bruscamente.
—Creo que usted ya lo sabe.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Myron Bolitar.
—¿Lo conozco de algo?
—Bueno, si fuera un gran aficionado al baloncesto... No, en realidad no, pero me gustaría hacerle varias preguntas.
—No tengo nada que decirle.
Myron pensó que había llegado el momento de jugar el as que llevaba en la manga, así que le enseñó la revista y le dijo:
—¿Estás seguro, Jerry?
El hombre delgado puso unos ojos como platos y Myron casi pudo llegar a ver el nombre de la marca de porcelana del blanco de los ojos de aquella cara tan alargada.
—Me ha confundido con otra persona. Adiós —dijo el hombre, y acto seguido le cerró la puerta en las narices.
Myron se encogió de hombros y volvió al coche.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó Jessica.
—Le hemos zarandeado —dijo Myron—, ahora veremos lo que cae de él.
El quiosco del barrio.
A Win le vino a la memoria el tiempo en el que la simple mención de esa frase le traía a uno a la mente imágenes nostálgicas e idílicas como las ilustraciones de Norman Rockwell de la cultura estadounidense. Pero ya no. En cada calle, en cada esquina y en cada pueblucho pasaba lo mismo. Golosinas, periódicos, tarjetas de felicitación... y revistas porno. Un chaval podía pedir una chocolatina Snickers y verlas todas a la vez. El porno se había convertido en una constante de la vida americana. El porno duro. La clase de porno que hacía que Penthouse pareciera una revista para niños.
Win se acercó al hombre que había tras el dispensador de números de lotería y le dijo:
—Perdone.
—¿Sí?
—¿Sería tan amable de decirme si tiene los últimos números de Climaxx, Lefa, Orgasm Today, Lamida, Chocho y Pezones?
La viejecita que había a su lado soltó un grito ahogado de asombro y le lanzó una mirada airada.
—Déjeme que lo adivine —le dijo Win sonriendo—. ¿No fue usted la playmate del mes de junio de mil novecientos veintiséis?
La anciana hizo un gesto de desprecio y se fue indignada.
—Mire por ahí —le dijo el quiosquero—, entre los tebeos y los vídeos Disney.
—Gracias.
Win encontró tres: Climaxx, Orgasm Today y Chocho. Buscó en tres quioscos más y consiguió encontrar Lamida, pero ningún ejemplar de Lefa o de Pezones. Al final logró encontrarlas en una tienda de material de sexo duro de la Calle 42 que se llamaba El Palacio Obsceno del Rey David. Tenía un cartel enorme en la entrada donde se leía ABIERTO 24 HORAS. Qué práctico. Win se consideraba una persona de mucho mundo, pero los objetos y las fotografías del «palacio» le convencieron de que tanto sus experiencias vitales como su imaginación eran bastante limitadas.
Ya casi era mediodía cuando salió del palacio. Había sido una mañana muy productiva y casi educativa.
Con un total de ocho revistas bajo el brazo, Win cogió un taxi para ir al centro y durante el trayecto fue hojeando algunas de ellas.
—De momento todo va bien —dijo en voz alta.
El taxista le echó una mirada por el espejo del retrovisor, se encogió de hombros y volvió a centrarse en el volante.
Cuando Win llegó a su despacho, extendió las revistas en la mesa de trabajo y las observó atentamente, comparándolas. Era increíble. Acababa de confirmar sus sospechas. Era tal y como se lo había imaginado.
Cinco minutos después, Win guardó las revistas en el cajón del escritorio y llamó a Esperanza por el interfono.
—Dile a Myron que venga a mi despacho en cuanto llegue.