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Myron se quedó de piedra al verla.

Había entrado en el bar preso de una especie de ensueño y con la mente como si fuera una cámara desenfocada. Intentaba analizar lo que acababa de ver y descubrir acerca de Christian, tratando de calibrar los hechos y formarse una imagen mental clara y nítida.

Pero no consiguió sacar nada en claro.

Llevaba la revista embutida en el bolsillo de la gabardina. Una revista porno y una gabardina, pensó Myron. Madre mía. No cesaba de repetirse mentalmente las mismas preguntas hasta la saciedad: ¿era posible que Kathy Culver siguiera viva? Y si fuera así, ¿qué le había ocurrido? ¿Qué podría haber llevado a Kathy de la inocencia de la habitación de su residencia a las últimas páginas de la revista Pezones?

Y entonces fue cuando vio a la mujer más hermosa del mundo.

Estaba sentada en un taburete con sus largas piernas cruzadas, sorbiendo tranquilamente una bebida. Llevaba una blusa blanca con el cuello desabrochado, una falda corta y gris, y medias negras. Todo perfectamente ceñido. Por un instante, Myron pensó que debía ser un producto de su ensoñación, una visión deslumbrante que le tentaba los sentidos. Pero el nudo que se le hizo en el estómago lo obligó a rechazar aquella posibilidad. Se le secó la garganta. De repente, una serie de profundas sensaciones durante largo tiempo aletargadas le invadieron el cuerpo como una ola inesperada a la orilla del mar.

Tragó saliva con esfuerzo y obligó a sus piernas a avanzar. Aquella mujer era sencillamente impresionante. El bar y su contenido, excepto aquella mujer, se fundieron con el entorno como si sólo fueran elementos de atrezzo dispuestos alrededor de ella.

Myron se le acercó y le preguntó:

—¿Viene por aquí muy a menudo?

Ella lo miró como si fuera un viejo haciendo jogging con velocímetro.

—Qué frase más original —le dijo—; es usted muy creativo.

—Tal vez no lo sea —le contestó él— pero qué manera de decirla —dijo sonriendo de una manera que creía encantadora.

—Me alegro de que lo vea así —dijo. Y volvió a concentrarse en su bebida—. Márchese, por favor.

—¿Se hace la estrecha?

—Piérdase.

Myron esbozó una media sonrisa y añadió:

—Deje de hacer eso. Se está poniendo en evidencia.

—¿Cómo dice?

—Que cualquier persona de este bar puede verlo claramente.

—¿Ah, sí? —dijo ella—. Pues ilumíneme.

—Usted me quiere. Apasionadamente.

La mujer estuvo a punto de sonreír y contestó:

—¿Tanto se me nota?

—No es culpa suya. Es que soy irresistible.

—Uy, sí, recójame si me derrito.

—Aquí me tienes, preciosidad.

La mujer exhaló un largo suspiro. Estaba tan guapa como siempre, tan guapa como el día en que lo había abandonado. Hacía cuatro años que no la veía, pero todavía le dolía pensar en ella. Y aún le dolía más verla. Recordó aquel fin de semana que pasaron en casa de Win, en la isla de Martha’s Vineyard. Todavía recordaba cómo la brisa del océano le acariciaba el pelo, cómo ladeaba la cabeza al hablar, lo bien que le sentaba su viejo suéter. Simple y pura felicidad. El nudo en el estómago le apretó un poco más las entrañas.

—Hola, Myron —le dijo.

—Hola, Jessica. Tienes buen aspecto.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Mi despacho está en el piso de arriba. Prácticamente podría decirse que vivo aquí.

Ella esbozó una sonrisa.

—Ah, claro. Ahora te dedicas a representar deportistas, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y es mejor que trabajar como agente secreto?

Myron no se molestó en contestarle. Ella le miró a los ojos un instante; no le aguantó la mirada.

—Estoy esperando a alguien —añadió Jessica de repente.

—¿Un hombre?

—Myron...

—Lo siento, ha sido un acto reflejo —dijo. Le miró la mano izquierda y le dio un vuelco el corazón al ver que no llevaba anillo— . ¿Al final no te casaste con aquel como-se-llame? —inquirió.

—Quieres decir con Doug.

—Eso. Doug. ¿No era Dougie?

—¿Te estás riendo del nombre de alguien?

Myron se encogió de hombros. Tenía razón.

—¿Y qué fue de él?

Ella se quedó mirando la marca de un vaso en la barra y dijo:

—No fue por él. Ya lo sabes.

Myron abrió la boca para decir algo pero se contuvo al ver que no le convenía revolver los amargos recuerdos del pasado.

—¿Y qué te trae de nuevo por la Gran Manzana?

—Voy a dar clases un semestre en la Universidad de Nueva York.

A Myron se le puso el corazón a cien.

—¿Te has vuelto a trasladar a Manhattan?

—El mes pasado.

—Siento mucho que tu padre...

—Recibimos las flores que enviaste —le interrumpió ella.

—Me hubiese gustado poder hacer algo más.

—Mejor no —dijo ella apurando el vaso—. Tengo que irme. Me ha gustado volver a verte.

—Pensaba que habías quedado con alguien.

—Pues me he equivocado.

—Todavía te quiero, ¿sabes?

Ella se puso en pie y asintió.

—Volvamos a intentarlo —añadió Myron.

—No —le contestó ella, y se dispuso a marcharse.

—¿Jess?

—¿Qué?

Myron pensó en contarle lo de la foto de su hermana en la revista pero, tras meditarlo un momento, le preguntó:

—¿Podríamos quedar algún día para comer? Sólo comer, ¿de acuerdo?

—No —le contestó Jessica.

Tras la negativa, dio media vuelta y se alejó de él. Otra vez.

Windsor Horne Lockwood III escuchaba la historia de Myron con las yemas de los dedos de una mano apoyadas en las de la otra. Esa postura de las manos le sentaba muy bien a Win, mucho mejor que a Myron. Cuando Myron acabó de contárselo todo, Win no dijo nada durante unos segundos y se limitó a quedarse concentrado manteniendo las manos en aquella postura hasta que, finalmente, las apoyó sobre la mesa.

—Bueno, bueno, bueno, menudo día que hemos tenido, ¿eh?

El propietario de la oficina de alquiler de Myron era su antiguo compañero de habitación de universidad, Windsor Horne Lockwood III. La gente solía decir que Myron no tenía el aspecto que su nombre daba a entender, comentario que Myron se tomaba como un gran cumplido; pero Windsor Horne Lockwood III, por el contrario, tenía justo el aspecto que su nombre daba a entender. Cabello rubio, ni muy largo ni muy corto y con la raya a la derecha. Sus rasgos faciales eran los del patricio clásico, demasiado guapo, como si su rostro fuera de porcelana.

Siempre llevaba la típica ropa de clase alta: camisas rosa, polos, pantalones color caqui, de golf (es decir, horribles) y zapatos blucher de pala vega y picado inglés (blancos de junio a septiembre y marrones de septiembre a mayo). Win tenía incluso ese acento repulsivo que no viene determinado por la región donde se vive sino por determinadas escuelas privadas de alta alcurnia como Andover y Exeter (y Win había ido a Exeter). Sabía jugar condenadamente bien al golf. Tenía un hándicap de tres y era miembro de quinta generación del estirado Merion Golf Club de Filadelfia y de tercera generación en el igualmente estirado Pine Valley al sur de Nueva Jersey. Tenía el permanente tono de piel de golfista, que sólo se tiene en los brazos (por los polos de manga corta) y en forma de «V» en el cuello (por el polo de cuello abierto del cocodrilo), aunque la piel nívea de Win nunca se bronceaba, se quemaba.

Win era un miembro hecho y derecho de la típica clase blanca dirigente. Hasta el punto de que, a su lado, el famoso quarterback Christian Steele parecía un barriobajero.

Myron había odiado a Win al verlo, igual que solía hacer la mayoría de la gente. Sin embargo, Win estaba acostumbrado. A la gente le gusta hacerse una primera impresión de una persona y no cambiarla nunca. Y en el caso de Win, esa impresión era la de niño rico, elitista, arrogante... en una palabra: un auténtico capullo. Win no podía evitarlo, así que se dedicaba a ignorar a la gente que se basaba únicamente en las primeras impresiones.

Win señaló la revista que había sobre la mesa y dijo:

—¿Y preferiste no decirle nada de esto a Jessica?

Myron se levantó, dio unas cuantas vueltas por la habitación y volvió a sentarse.

—¿Qué le iba a decir? ¿«Hola, te quiero, vuelve conmigo; por cierto, aquí tienes una foto de tu hermana supuestamente muerta anunciando una línea de teléfono erótico en una revista porno»?

Win se quedó un momento pensativo y luego añadió:

—Bueno, yo no se lo hubiese dicho exactamente con esas palabras.

Win fue pasando las hojas de la revista porno con la ceja arqueada como si reflexionara seriamente sobre su contenido y Myron lo miró sin decir palabra. Había decidido no contarle nada sobre Chaz Landreaux ni sobre el incidente en el garaje. Al menos de momento. Win tenía una forma muy curiosa de reaccionar cuando se enteraba de que alguien pretendía hacerle daño a Myron. Y no siempre era agradable de ver.

Mejor se lo guardaba para más adelante, cuando Myron supiera exactamente cómo iba a encargarse de Roy O’Connor. Y de Aaron.

Win dejó caer la revista sobre la mesa y preguntó:

—¿Empezamos?

—¿Empezamos a qué?

—A investigar. Eso es lo que ibas a proponerme, ¿me equivoco?

—¿Quieres ayudar?

Win sonrió.

—Pues claro —respondió. Le dio la vuelta al teléfono para encararlo a Myron—. Marca.

—¿El número que sale en la revista?

—No, hombre, Myron, el de la Casa Blanca —dijo Win con sequedad—. Vamos a ver si conseguimos que Hillary nos diga guarradas.

Myron descolgó el auricular y preguntó:

—¿Has llamado alguna vez a una línea de éstas?

—¿Yo? —Win se hizo el ofendido—. ¿A la «Niña Primeriza»? ¿A la «Asociación de Sementales»? Estás de broma.

—Yo tampoco.

—Pues entonces tal vez prefieras estar solo —le dijo Win—. Desabróchate el cinturón, bájate los pantalones... lo típico.

—Muy gracioso.

Myron marcó el número que había impreso bajo la foto de Kathy. Había hecho cientos de llamadas durante sus investigaciones, tanto para el FBI como cuando trabajaba por cuenta propia para presidentes de equipos y comisionados. Pero aquélla era la primera vez que le daba vergüenza.

Un pitido horroroso le destrozó la oreja y acto seguido oyó la voz de un operador: «Lo sentimos pero su llamada ha sido bloqueada».

Myron levantó la vista para dirigirse a Win y dijo:

—No puedo hacer la llamada.

Win asintió con la cabeza y le contestó:

—Me había olvidado de que tenemos bloqueadas todas las llamadas que empiecen por novecientos, porque los empleados llamaban un día sí y otro también y las facturas empezaron a ser exorbitantes. Y no sólo llamaban a líneas eróticas, también a astrólogos, líneas de deportes, psicólogos, recetas y hasta de plegarias. —Estiró el brazo por detrás de Myron y sacó otro aparato de teléfono—. Usa éste. Es mi línea privada y no está bloqueada.

Myron volvió a marcar el número. Oyó dos señales y luego una voz ronca y femenina grabada en una cinta le dijo: «Hola, acaba de llamar a la línea telefónica Fantasía. Si es menor de dieciocho años o no desea pagar por esta llamada, por favor, cuelgue ahora». Al cabo de un segundo, prosiguió: «Bienvenido a la línea telefónica Fantasía, donde podrá hablar con las mujeres más sexys, más serviciales, más hermosas y más deseables de todo el mundo».

Myron se percató de que la grabación le hablaba mucho más despacio, como si estuviera leyendo un cuento ante una clase de párvulos. Cada palabra parecía una frase entera.

«Bienvenido. A. La. Línea. Telefónica. Fantasía...»

«En unos instantes podrá hablar directamente con una de nuestras chicas maravillosas, guapísimas, voluptuosas y calientes que están aquí para hacerle gozar y llegar a cotas de éxtasis nunca antes alcanzadas. Conversaciones privadas de tú a tú. Le pasamos el importe de la llamada a su factura de teléfono con la mayor discreción posible. Hablará en directo con su fantasía personal.» La voz siguió hablándole de aquella forma tan melódica hasta que llegó a las instrucciones: «Si tiene un teléfono con teclado, pulse uno si quiere hablar sobre las confesiones secretas de una profesora de escuela muy traviesa. Pulse dos si...».

Myron observó a Win y le preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevo con la llamada?

—Seis minutos —le respondió Win.

—Veinticuatro dólares —dijo Myron—. ¿Te suena la palabra «estafa total»?

Win asintió y añadió:

—Y todo eso sólo por una paja.

Myron pulsó un botón para dejar de oír aquella grabación. El teléfono emitió diez tonos («¡hay que ver cómo saben estirar el tiempo!») y finalmente oyó otra voz femenina que le dijo:

—Hola, ¿cómo estás?

La voz era exactamente tal y como Myron se la había imaginado, suave y susurrante.

—Eh... hola —empezó Myron sin saber muy bien qué decir—. Mira, me gustaría...

—¿Cómo te llamas, encanto? —le preguntó.

—Myron —Acto seguido se dio una palmada en la frente y soltó una barbaridad.

¿De verdad acababa de ser tan tonto como para darle su nombre?

—Mmmmm, Myron —dijo como si estuviera probando una comida—, me gusta ese nombre, es tan sexy...

—Sí, bueno, gracias...

—Yo me llamo Tawny.

«Que te crees tú eso», pensó Myron.

—¿Cómo has conseguido mi teléfono, Myron? —continuó ella.

—Lo he visto en una revista.

—¿Qué revista, Myron?

El hecho de que no parara de decir su nombre le estaba empezando a poner nervioso.

Pezones —le contestó.

—Oooooh. Me gusta esa revista. Me pone tan, ya sabes...

Estaba claro que aquella chica tenía el don de la elocuencia.

—Oye, esto... Tawny, me gustaría preguntarte una cosa sobre tu anuncio.

—¿Myron?

—Sí.

—Me encanta tu voz. Suena tan bien... ¿Quieres saber cómo soy físicamente?

—No, de hecho...

—Tengo los ojos marrones. El pelo largo y castaño, ligeramente ondulado. Tengo veinticinco años. Y mis medidas son noventasesenta-noventa. Copa C de sujetador y a veces D.

—Debes estar muy orgullosa, pero...

—¿Qué te apetece hacer, Myron?

—¿Hacer?

—Para divertirnos.

—Mira, Tawny, pareces muy amable, de verdad, ¿pero puedo hablar con la chica de la foto?

—Yo soy la chica de la foto —dijo Tawny.

—No, quiero decir, la chica que aparece en la foto de la revista justo encima de este número de teléfono.

—Soy yo, Myron. Yo soy esa chica.

—La chica de la foto es rubia y de ojos azules —dijo Myron—, y tú me acabas de decir que tienes el pelo castaño y los ojos marrones.

Win le hizo un gesto con los pulgares levantados, dándole un punto por la aguda visión de Myron Bolitar, un hacha de la investigación.

—¿En serio he dicho eso? —le preguntó Tawny—. Pues quería decir rubia con los ojos azules.

—Quiero hablar con la chica del anuncio. Es muy importante.

La chica bajó el tono de voz una octava más y dijo:

—Yo soy mejor. Soy la mejor de todas.

—Seguro que sí, Tawny. Suenas muy profesional, pero ahora mismo necesito hablar con la chica del anuncio.

—No está aquí, Myron.

—¿Cuándo volverá?

—No estoy segura, Myron. Pero tú ponte cómodo y relájate. Vamos a pasarlo muy bien...

—Oye, no quiero parecer grosero, pero es que no me interesa. ¿Puedo hablar con tu superior?

—¿Mi superior?

—Sí.

—¿No lo dirás en serio, no? —preguntó la chica con un tono de voz diferente, más natural.

—Sí, lo digo en serio. Por favor, dile a tu jefe que se ponga.

—Muy bien, como quieras —accedió—, espera un segundo.

Pasó un minuto. Luego dos. Win dijo:

—No va a volver. Sólo quiere ver cuánto tiempo se va a quedar esperando el tontorrón que ha llamado para meterse unos dólares en el bolsillo.

—No creo —repuso Myron—. Me ha dicho que le gustaba mi voz, que sonaba muy bien.

—Ah, perdona. Probablemente sea la primera vez que le ha dicho eso a alguien.

—Precisamente lo que estaba pensando. —Varios minutos más tarde Myron colgó el teléfono—. ¿Cuánto tiempo he estado?

Win consultó su reloj y dijo:

—Veintitrés minutos. —Luego cogió una calculadora y añadió— : Veintitrés por tres con noventa y nueve el minuto... —pulsó las teclas y dijo—: Te ha salido por noventa y un dólares con setenta y siete centavos.

—Menuda ganga —ironizó Myron—. ¿Y sabes qué? No me ha dicho ninguna guarrería.

—¿Qué?

—La chica del teléfono. No me ha dicho ninguna guarrería.

—Y estás decepcionado.

—¿No te parece un poco extraño?

Win se encogió de hombros y siguió pasando páginas de la revista, hasta que de pronto dijo:

—¿Pero tú te has mirado bien esta revista?

—No.

—La mitad de las páginas son anuncios de líneas eróticas. Esto debe ser un gran negocio.

—Sexo seguro —repuso Myron—. El más seguro de todos.

Se oyó a alguien llamar a la puerta.

—Adelante —dijo Win en voz alta.

Esperanza abrió la puerta y le anunció a Myron:

—Una llamada para ti. Es Otto Burke.

—Dile que voy ahora mismo.

La secretaria asintió en silencio y desapareció.

—Dispongo de tiempo libre —dijo Win—. Intentaré descubrir quién puso el anuncio. También nos va a hacer falta una muestra de la letra de Kathy Culver para poder compararla.

—Veré lo que puedo hacer.

Win volvió a juntar las yemas de los dedos, dándose leves golpecitos, y dijo:

—Supongo que, como habrás intuido, puede que esta fotografía no quiera decir nada. Lo más seguro es que todo esto tenga una explicación muy simple.

—Quizás —asintió Myron levantándose de la silla.

No había cesado de repetirse lo mismo durante las dos últimas horas, pero ya no se lo creía.

—¿Myron?

—¿Qué?

—¿No pensarás que ha sido una coincidencia, no? Me refiero al hecho de que Jessica estuviera abajo, en el bar.

—No, supongo que no —contestó.

Win asintió.

—Ve con cuidado —dijo—. Quien avisa no es traidor.

Motivo de ruptura

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