Читать книгу Motivo de ruptura - Харлан Кобен - Страница 11
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Оглавление—¿Qué has descubierto? —preguntó Myron.
Win giró rápidamente hacia la derecha y su Jaguar XJR respondió sin apenas un chirrido. Llevaban diez minutos en el coche sin decir nada. Sólo el reproductor de CD de Win rompía el silencio. A Win le gustaban las canciones de musicales y en ese momento sonaba la parte de El hombre de La Mancha en la que don Quijote le canta a Dulcinea.
—La revista Pezones la publica HDP —respondió Win.
—¿HDP?
—Hot Desire Press —contestó Win, y tomó otra batcurva con el Jaguar a ciento treinta.
—¿Has oído hablar alguna vez de los límites de velocidad? —se quejó Myron.
—Las oficinas de la editorial están en Fort Lee, Nueva Jersey — dijo Win haciendo caso omiso de la queja de su amigo.
—¿Las oficinas de la editorial?
—Sí, tenemos una cita con el señor Fred Nickler, el editor jefe.
—Su madre debe sentirse muy orgullosa de él.
«Ya está moralizando —pensó Win—, qué bien.»
—¿Y qué le has dicho al señor Nickler? —inquirió Myron.
—Nada. Llamé y pregunté si podíamos hablar con él. Y dijo que sí. Parecía un tipo muy amable.
—Estoy seguro de que es un encanto —dijo Myron mirando por la ventanilla. Los edificios pasaban por su lado como una mancha informe. Se hizo el silencio de nuevo, y luego Myron añadió—: Probablemente te estés preguntando qué hacía Jessica en mi despacho.
Win le contestó encogiendo los hombros con cierta desgana. No le gustaba ser cotilla.
—Es por el asesinato de su padre. La policía dice que fue un robo, pero ella no lo cree.
—¿Y qué cree que ocurrió?
—Cree que el asesinato y la desaparición de Kathy están relacionados.
—Esto se pone cada vez más interesante. ¿Vamos a ayudarla?
—Sí.
—Bieeen. ¿Y nosotros creemos que hay una relación entre ambos hechos?
—Sí.
—Sí —asintió Win.
Aparcaron en la entrada de un edificio que tanto podía haber sido un bonito almacén como un espacio de oficinas de alquiler barato. No había ascensor, pero daba igual porque sólo tenía tres plantas y HDP, Inc. estaba en la segunda. Cuando entraron en la recepción, Myron se quedó un poco sorprendido. No tenía muy claro lo que esperaba encontrarse, pero nunca se hubiera imaginado que la casa de un comerciante sórdido pudiera ser tan... anodina. Las paredes eran blancas y de ellas colgaban pósters de arte baratos pero bien enmarcados: McKnight, Fanch, Behrens. La mayoría de ellos paisajes de playas y puestas de sol. Nada de pechos al aire. Ésa fue la primera sorpresa. La segunda fue encontrarse con aquella recepcionista tan normal. Era una chica común y corriente y no una vieja estrella del porno teñida y fofa, de risa tonta entrecortada y guiños seductores.
Myron casi estaba decepcionado.
—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó la recepcionista.
—Hemos venido a ver al señor Nickler —respondió Myron.
—¿Sus nombres, por favor?
—Windsor Lockwood y Myron Bolitar.
La chica habló un segundo por teléfono y, al cabo de un momento, les dijo:
—Por esa puerta de ahí.
Nickler los recibió con un fuerte apretón de manos. Iba vestido con un traje azul, corbata roja, camisa blanca... tan conservador como un candidato republicano al Senado. Ésa fue la sorpresa número tres. Myron esperaba encontrarse con cadenas de oro o un pendiente, o por lo menos un anillo en el dedo meñique, pero Fred Nickler no llevaba joyas a excepción de un anillo de boda muy sencillo. Tenía el pelo gris y la piel pálida.
—Se parece a tu tío Sid —le susurró Win a Myron.
Tenía razón. El editor de la revista Pezones se parecía a Sidney Griffin, el conocido ortodoncista de las afueras de la ciudad.
—Siéntense, por favor —dijo Nickler mientras se situaba tras su mesa—. Yo estuve en las Final Fours cuando ustedes ganaron a Kansas. Veintisiete puntos y ganador del partido. Menuda actuación. Increíble —añadió sonriendo.
—Gracias —dijo Myron.
—Nunca he vuelto a ver algo como aquello. La forma en que el balón tocó el tablero en aquel último tiro...
—Gracias.
—Fue sencillamente increíble. —Nickler volvió a esbozar una sonrisa y zarandeó ligeramente la cabeza como sobrecogido por aquel recuerdo. Luego se sentó—. En fin, ¿qué puedo hacer por ustedes?
—Tenemos un par de preguntas que hacerle sobre uno de los anuncios que aparece en una de sus... ehm... publicaciones.
—¿Cuál de ellas?
—Pezones —dijo Myron intentando no cambiar de expresión.
Pronunciar aquella palabra le hacía sentirse un guarro.
—Qué curioso —repuso Nickler.
—¿Por qué?
—Pezones es una publicación relativamente nueva y no está teniendo mucho éxito. Es la peor publicación mensual de HDP. Vamos a darle un mes o dos más y luego la cerraremos.
—¿Cuántas revistas publican?
—Seis.
—¿Y todas son como Pezones?
—Sí, todas son revistas pornográficas. Y legales —dijo Nickler soltando una breve carcajada.
—¿Cuándo publicaron esto? —le preguntó Myron entregándole la revista que les había dado Christian.
—Hace cuatro días —respondió Nickler sin apenas echarle un vistazo.
—¿Sólo cuatro días?
—Es el último número que hemos publicado y acaba de llegar a los quioscos. Me sorprende que hayan podido encontrar un ejemplar.
—Nos gustaría saber quién pagó para poner este anuncio —dijo Myron abriendo la revista por la página marcada.
—¿Cuál? —preguntó Nickler mientras se ponía unas gafas de media luna.
—El de la fila de abajo del todo. La Línea Lujuria.
—Ah —dijo—, un teléfono erótico.
—¿Hay algún problema?
—No, pero este anuncio no lo han pagado.
—¿A qué se refiere?
—Es como funciona este negocio —les explicó Nickler—. Me llama alguien para poner un anuncio de una línea de teléfono pornográfica. Yo le digo que cuesta tanto y él me dice: «Uf, es que estoy empezando, no me lo puedo permitir». Y si me parece una buena idea, nos repartimos los costes al cincuenta por ciento. Dicho de otra manera, yo me ocupo del marketing, por así decirlo, y mi socio se ocupa de la infraestructura: los teléfonos, las conexiones, las chicas, todo lo demás. Y entonces nos lo partimos a medias. De esta forma limitamos los riesgos tanto del uno como del otro.
—¿Y lo hace muy a menudo?
—Sí —asintió Nickler—, el noventa por ciento de los anuncios son de líneas eróticas. Y diría que participo en tres cuartas partes de todas ellas.
—¿Podría facilitarnos el nombre de su socio en esta línea en concreto?
—No serán de la policía, ¿no? —dijo Nickler mirando la fotografía de la revista.
—No.
—¿Ni investigadores privados?
—No.
—Miren —dijo quitándose las gafas—, mi empresa no es de mucha envergadura. Tengo mi propio reducto y así es como me gusta. Nadie me molesta y yo no molesto a nadie. No tengo ningún interés en la publicidad.
Myron echó una mirada rápida a Win. Nickler tenía familia, tal vez una casa bonita en Tenafly y le habría dicho a sus vecinos que trabajaba en una editorial. Se le podía presionar.
—Le seré franco —dijo Myron—. Si no nos ayuda con esto, puede que acabe convirtiéndose en todo un espectáculo: periódicos, televisión y toda la historia.
—¿Me está amenazando?
—De ninguna manera —contestó Myron, quien acto seguido cogió su cartera y sacó un billete de cincuenta dólares que puso sobre la mesa—. Lo único que queremos es saber quién puso ese anuncio.
Nickler retiró el billete de vuelta hacia Myron con expresión irritada.
—¿Dónde se creen que están? ¿En una película? No necesito que me sobornen. Si ese tipo ha hecho algo malo no quiero saber nada de él. Este negocio ya me da bastantes problemas. Mi negocio está limpio. No hay menores de edad ni nada ilegal.
—Ya te dije que sería todo un encanto —dijo Myron mirando a Win.
—Piense lo que usted quiera —dijo Nickler con un tono de voz que indicaba que ya había pasado por esto muchas veces—. Ésta es una empresa como cualquier otra. Soy un tipo honesto tratando de ganarme la vida honestamente.
—Muy americano por su parte.
—Mire —dijo encogiéndose de hombros—, no es que defienda a ultranza todo lo referente a este negocio, pero hay otros mucho peores. Piense en IBM, Exxon, Union Carbide... Ésos son los verdaderos monstruos, los que de verdad explotan a la gente. No robo a nadie. No miento. Sólo me ocupo de satisfacer una necesidad social.
Myron iba a decirle algo, pero Win lo detuvo haciéndole un gesto negativo con la cabeza. Tenía razón. ¿Qué sentido tenía ponerse a discutir con aquel hombre?
—¿Podría darnos el nombre y la dirección, por favor? —preguntó Myron.
Nickler abrió un cajón y sacó una hoja de archivo.
—¿Está metido en algún lío?
—Sólo queremos hablar con él.
—¿Podrían decirme por qué?
—Es mejor que no lo sepa —dijo Win dirigiéndose a Nickler por primera vez.
Fred Nickler vaciló, vio la mirada firme de Win y asintió.
—La compañía se llama ABC. Tienen un apartado de correos en Hoboken, número 785. El tipo se llama Jerry. No sé nada más sobre él.
—Gracias —dijo Myron poniéndose en pie—. Una última pregunta, si no le importa: ¿Le suena de algo la chica que aparece en el anuncio?
—No.
—¿Está seguro?
—Del todo.
—En caso de no ser así o que se le ocurra algo más, ¿podría llamarme? —dijo Myron dándole una tarjeta.
Nickler hizo ademán de preguntar algo más sin dejar de mirar la foto de Kathy, pero al final se limitó a decir:
—Descuide.
Al salir, Win le preguntó a Myron:
—¿Qué opinas?
—Que nos ha mentido.
—¿Puedo usar tu teléfono? —dijo Myron mientras volvían en coche.
Win asintió sin aflojar el acelerador. El velocímetro rondaba los ciento veinte. Myron lo miró fijamente como si fuera un taxímetro en una carrera larga para no tener que ver lo rápido que pasaban las calles al otro lado de la ventanilla.
Myron telefoneó a su despacho; Esperanza contestó al cabo de un tono de llamada.
—MB Representante Deportivo.
MB Representante Deportivo. «M» de Myron y «B» de Bolitar. A Myron se le había ocurrido sin ayuda de nadie, aunque casi nunca presumía de ello.
—¿Ha llamado Otto Burke o Larry Hanson?
—No, pero tienes un montón de mensajes.
—¿Y ninguno de Burke o Hanson?
—¿Estás sordo o qué?
—Iré para allá dentro de un rato.
Myron colgó el teléfono. Otto y Larry ya deberían haberlo llamado. Estaban evitándolo; la cuestión era: ¿por qué?
—¿Algún problema? —le preguntó Win.
—Quizás.
—Creo que necesitamos revitalizarnos un poco.
Myron levantó la mirada y reconoció la calle de inmediato.
—Ahora no, Win.
—Ahora sí.
—Tengo que volver al despacho.
—Puede esperar. Necesitas energía interior. Necesitas ver las cosas con claridad. Necesitas equilibrio.
—Te odio cuando te pones así.
—Vamos, vamos, no me gustaría tener que darte una paliza en el coche —dijo Win sonriendo mientras aparcaba.
El cartel rezaba: ESCUELA DE TAEKWONDO DEL MAESTRO KWAN. Kwan ya tendría cerca de setenta años y daba muy pocas clases; contrataba a profesores cualificados para esa labor. El maestro Kwan pasaba la mayor parte del tiempo en su despacho de última tecnología, rodeado de cuatro pantallas de televisión desde las que supervisaba las clases. De vez en cuando se inclinaba y gritaba algo por el micrófono para llamar la atención de algún pobre aprendiz. Como en la película El mago de Oz.
El inglés del maestro Kwan podía considerarse, como mucho, rudimentario. Win se lo había traído de Corea hacía catorce años, cuando Win tenía diecisiete, y a Myron le daba la impresión de que, por aquel entonces, Kwan hablaba mejor el inglés.
Win y Myron se pusieron los uniformes blancos, los dobok, y ambos se los ajustaron con cinturones negros. Win era cinturón negro de sexto dan, prácticamente el nivel más alto en Estados Unidos y llevaba practicando taekwondo desde los siete años. Myron había empezado en la universidad y, tras doce años de clases, había llegado a alcanzar el cinturón negro de tercer dan.
Se acercaron a la sala del maestro Kwan, esperaron en la puerta hasta que el maestro los reconoció y lo saludaron con una profunda reverencia.
—Buenas tardes, maestro Kwan —dijeron los dos al unísono.
—Vosotros venir pronto —dijo Kwan con su sonrisa desdentada.
—Sí, maestro —contestó Win.
—¿Necesitar ayuda?
—No, maestro.
Kwan se despidió de ellos y se concentró de nuevo en las pantallas de televisión. Myron y Win volvieron a hacer una reverencia y entraron en el dojang privado para los cinturón negro de alto nivel. Empezaron con un poco de meditación, algo a lo que Myron nunca había acabado de cogerle el tranquillo, pero a Win, en cambio, le encantaba. Lo hacía todos los días por lo menos durante una hora. Win se colocó en la postura del loto y Myron se conformó con sentarse con las piernas cruzadas. Cerraron los ojos, colocaron los pulgares justo debajo del dedo meñique, giraron las palmas de las manos hacia el techo y las dejaron descansar sobre las rodillas. Las instrucciones retumbaron en la mente de Myron como un mantra. La espalda recta. La cara inferior de la lengua contra la parte trasera de los dientes superiores. Realizó una inspiración de seis segundos concentrándose en presionar la barriga con el aire sin mover el pecho, intentando hinchar únicamente el abdomen. Luego contuvo el aire, contando mentalmente para no distraerse. Al cabo de siete segundos empezó a dejar salir el aire poco a poco por la boca contando hasta diez, asegurándose de vaciar su estómago por completo, y después esperó cuatro segundos antes de volver a inspirar.
A Win no le suponía ningún esfuerzo. No contaba mentalmente, sino que ponía la mente en blanco. Myron siempre contaba para que su mente no se distrajera pensando en los problemas cotidianos, sobre todo en un día como aquél. Pero, a pesar de todo, comenzó a relajarse, a sentir cómo la tensión iba abandonando su cuerpo con cada espiración larga. Casi sentía un hormigueo por la piel.
Meditaron durante diez minutos hasta que Win abrió los ojos y dijo «barro», palabra que significa «parar» en coreano.
Durante los siguientes veinte minutos realizaron estiramientos. Win tenía la flexibilidad de un bailarín de ballet y se abría de piernas casi sin pensar. Por su parte, Myron había ganado muchísima flexibilidad desde que empezó a practicar taekwondo. Según él, en la universidad, le había ayudado a poder saltar quince centímetros más en vertical. Casi podía abrirse totalmente de piernas, aunque no aguantaba mucho rato.
Dicho de otra manera: Myron era flexible y Win era Plastic Man.
Luego pasaron a realizar los ejercicios de poomse, una complicada serie de movimientos que no distaba mucho de ser un paso de baile violento. Algo que la mayoría de fanáticos del ejercicio ignora es que las artes marciales son la gimnasia aeróbica definitiva. En todo momento estás en movimiento, saltando, girando, dando vueltas o impulsando brazos y piernas sin parar a intervalos de media hora. Parada baja y patada media, parada alta y puñetazo, parada media y patada circular. Paradas interiores, paradas exteriores, ataques con el borde exterior de la mano, con los puños, la base de la palma, las rodillas y los codos. Era una gimnasia a la vez agotadora y estimulante.
Win realizó la rutina de movimientos a la perfección, realzando la contradicción y el engaño que suponía su aspecto. Alguien que viera a Win caminando por la calle podía pensar que no era más que un pelele arrogante de clase privilegiada de Estados Unidos, incapaz de causarle un moratón a nadie ni pegándole un puñetazo con todas sus fuerzas. En cambio, cuando lo veías en el dojang te inspiraba miedo y respeto. El taekwondo es un arte marcial, y no se le llama arte sin razón, pues Win era un artista, el mejor que Myron había visto nunca.
Myron recordó la primera vez que había visto a Win hacer una demostración de su talento. Era su primer año en la universidad y un grupo de jugadores de fútbol americano muy corpulentos decidieron afeitarle a Win los rizos rubios porque no les gustaba su aspecto. Cinco de ellos se colaron en la habitación de Win a altas horas de la noche, cuatro para sujetarle los brazos y piernas y uno para llevar la cuchilla y la crema de afeitar.
Para resumirlo en pocas palabras: el equipo de fútbol americano tuvo una mala temporada aquel año debido al gran número de lesionados.
Myron y Win terminaron la sesión con un combate amistoso y luego se tendieron en el suelo para hacer cien flexiones apoyándose en los puños mientras Win las contaba en coreano. Finalmente volvieron a sentarse para meditar un poco más, pero esta vez durante quince minutos.
—Barro —dijo Win, y los dos abrieron los ojos—. ¿Ya te sientes más centrado? ¿Sientes cómo fluye la energía? ¿El equilibrio?
—Sí, pequeño saltamontes. ¿Y ahora quieres que te quite la piedra de la mano?
Win pasó de la postura del loto a ponerse en pie de un solo y elegante movimiento y dijo:
—Bueno, ¿has tomado una decisión?
—Sí —contestó Myron mientras se esforzaba por ponerse en pie de un solo movimiento y yendo de un lado al otro en el proceso—. Voy a contárselo todo a Jessica.