Читать книгу Sin un adiós - Харлан Кобен - Страница 10
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ОглавлениеT. C. giró el pomo de la puerta.
—¿Has dejado la cerradura como estaba?
Laura asintió.
—¿Quién más tiene la llave?
—Nadie.
—¿Estaba cerrada cuando te marchaste a Australia?
—Sí.
Entraron en el recibidor.
—¿Y aquí abajo no han tocado nada?
—Nada.
—Enséñame la planta superior.
La siguió escaleras arriba, y entraron en el dormitorio.
—Aquí está la mesa —dijo ella.
—¿Estás segura de que David no tocó nada? —preguntó T. C.—. Nunca fue lo que se dice un dechado de pulcritud.
—Estoy segura —respondió Laura—. Recuerdo muy bien que, antes de marcharnos, abrí el cajón para sacar los billetes de avión. Todo estaba en orden y en su sitio.
T. C. observó la mesa. Estaba claro que quienquiera que hubiese hecho aquello tenía prisa. El intruso había buscado en el primer cajón y había sacado los documentos, los libros o lo que fuese. En cambio, había dejado el dinero y el anillo. ¿Por qué? T. C. observó los pocos trozos que quedaban de la foto. ¿Dónde estaba el resto de la fotografía? Por lo visto, el intruso la había destrozado y, con las prisas, dejó caer unos pocos trozos accidentalmente. ¿Por qué? ¿De quién podía tratarse?
Sacó una lupa, y se sintió como un pobre imitador de Sherlock Holmes. La acercó a los trozos pequeños. Era una fotografía vieja, en un blanco y negro que había comenzado a amarillear con los años.
—¿Sabes lo que había en esta foto? —preguntó.
Laura negó con la cabeza.
—Podría repasar todo el álbum e intentar deducirlo.
—Si te sientes capaz...
—Creo que podré hacerlo —mintió Laura.
—Entonces, llévatelo. Podemos repasarlo más tarde.
T. C. exploró el lugar a toda prisa. Primero recorrió la planta alta, luego la cocina y el estudio.
Por último, bajó al sótano. No había nada fuera de lugar. Ninguna señal de que hubiesen forzado la entrada. Cuando acabó, se reunió con Laura en la puerta principal.
—No es por insistir, pero esta cerradura tiene un sistema de alarma un tanto sofisticado. ¿Cuántas llaves mandaste hacer?
—Solo dos. Dejé una en mi apartamento antes de marcharme.
—¿Y la otra?
Ella tragó saliva.
—David se llevó la otra con él a Australia.
Judy miró a su hermana. A pesar de los años y de la reciente angustia que había hecho estragos en su rostro y su cuerpo, cualquier hombre seguiría considerándola preciosa.
Las dos hermanas estaban en el dormitorio de Mary. Estaba decorado con muy buen gusto al estilo de moda, fuese este cual fuese. Judy se fijó en que los muebles parecían haber sido esculpidos en algún tipo de plástico. Eran como de ciencia ficción. Había una estantería llena a rebosar de novedades literarias. Mary leía sin parar, aunque Judy sabía que en realidad no disfrutaba leyendo. Los libros eran mera fachada para ella, su manera de decirle al mundo que era algo más que un rostro bonito y un cuerpo espectacular. Desde que Judy tenía memoria, Mary siempre había estado preocupada por su imagen. Estaba convencida de que la tenían catalogada como una cabeza hueca debido a su perfección física.
En realidad, Mary Ayars no era ni una intelectual ni solo una cabeza bella y hueca. A Judy le habían dicho una vez que todo el mundo tiene algún don especial. Si eso era verdad, el de Mary era la belleza, y sabía aprovecharlo demasiado bien. Aun así, aunque era cierto que la belleza le había dado mucho y gracias a ella siempre había sido el centro de atención, también la había hecho superficial y, a la postre, había desencadenado un desastre incontrolable.
¡Oh, cuánto le gustaría poder volver atrás y empezar de nuevo! Si le ofrecieran la posibilidad de hacerse con una máquina del tiempo, viajaría a los días en que su hermana y ella eran las pequeñas Simmons. Entraría en el dormitorio de Mary en plena madrugada mientras todo el mundo dormía, se acercaría a su hermana dormida y le cortaría la cara con una botella de Coca-Cola rota. O tal vez emplearía la navaja de su padre. O acaso utilizaría ácido, y fundiría las impecables facciones de Mary para convertirlas en una horrible masa amorfa. Algo, cualquier cosa con tal de destruir la maldad antes de que esta pudiese florecer, antes de que consiguiera salir siquiera del útero.
Aquel pensamiento la hizo palidecer.
«También es culpa mía. Soy tan culpable como cualquiera».
Estaba siendo demasiado dura consigo misma, pero era comprensible. Judy se había encontrado con Laura unas horas antes. La vivaracha Laura, la mujer que era todo lo que Mary quería ser, todavía estaba conmocionada. La mirada de su sobrina parecía anodina, vacía. Sus ojos se preguntaban por qué el mundo había decidido de pronto aplastarla en cuerpo y alma.
«¿Qué te he hecho, Laura? ¿Que he ayudado a provocar?».
Judy permaneció en silencio, dejó que su hermana se desfogase y observó cómo lloraba a moco tendido mientras hablaba. Entonces Judy le formuló la única pregunta importante.
—¿Lo sabe James?
Aquellas palabras frenaron tan en seco el arrebato histérico de Mary, que parecía que le hubieran dado un bofetón.
—¿Qué?
—Que si lo sabe tu marido.
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a saberlo?
Judy ignoró la pregunta de su hermana.
—¿Se comporta de manera diferente desde que volviste?
—Por el amor de Dios, nuestra hija acaba de perder a su marido. Por supuesto que está algo tenso.
—Me refiero contigo.
Mary se encogió de hombros, preocupada, y las lágrimas asomaron de nuevo.
—Me trata como si no estuviese ante él. No me ha mirado ni una sola vez desde que murió David. Pero está destrozado. James quería mucho a David.
—David era un hombre maravilloso.
Mary hizo una pausa.
—Quería mucho a Laura.
—Lo sé.
—¿Qué debo hacer, Judy?
—¿Hacer? —repitió ella, sin poder frenar el recuerdo de la última vez que su hermana le había pedido consejo. Aquello había conducido a la tragedia, incluso a la muerte—. Esta vez, es mejor que no hagas nada.
Laura le sirvió a Stan otra taza de café.
—¿Cuándo vuelves a Michigan?
—Te mueres de ganas de librarte de mí, ¿no?
—Por supuesto que no. No me refería...
Stan la hizo callar con un gesto.
—Solo estaba bromeando, Laura.
—Me alegro de que hayas venido a verme. Tus visitas han sido muy importantes para mí.
—Pues me alegra saberlo —contestó él, antes de beber otro sorbo de café—, porque me estoy planteando muy en serio quedarme en Boston.
—¿De verdad?
Stan se encogió de hombros.
—No se me ha perdido nada en Michigan. Cerré un negocio allí antes de marcharme, así que no tengo nada que me retenga. Además, estoy intentando hacer algo en Boston. Verás, tengo un proyecto para el que espero reunir algo de dinero. Un centro comercial vinculado al baloncesto o algo así. Pero más importante que eso... —se interrumpió para mirarla—. Espero no ser demasiado directo.
—En absoluto.
—Verás, para serte sincero, la razón más importante por la que quiero quedarme es que no tengo familia en Michigan. Y la manera en que me habéis tratado tu familia y tú... No sé, quizá no debería decirlo, pero me siento parte de la familia. Me siento bien cuando estoy con todos vosotros.
—Tú eres de la familia, Stan.
Él le sujetó la mano.
—Gracias. Me gusta mucho oírte decir esas palabras. Llevo mucho tiempo sin oírlas.
Laura sonrió con tristeza.
—Todavía no puedo creer que David haya desaparecido de verdad. No dejo de esperar que Earl y él entren por esa puerta con sus chándales, con David haciendo girar una pelota en su dedo y Earl haciendo todo lo posible por distraerlo.
Stan se acercó más, y le pasó un brazo por los hombros.
—Lo superarás, Laura...
Sonó el teléfono.
Laura se puso de pie.
«¡Mierda! Ya la tenía en el bote. ¡Maldita sea el puto teléfono!».
Ella cogió el supletorio de la cocina. Sentado en el estudio, Stan apenas podía oírla. Tres minutos más tarde, Laura colgó.
—Era Gloria. Vendrá a recogerme dentro de una hora.
—Es una mujer maravillosa.
—Sí que lo es.
—Y me gusta mucho.
—Me alegro.
—Parece una persona muy interesante. Por lo que sé, ha vivido un montón de experiencias interesantes.
—Y ha pagado por ello.
—¿Pagado?
—Nada, Stan. No tendría que haber dicho nada.
—Me dijo que está yendo al psiquiatra. Y también me contó que tú le salvaste la vida...
—Eso es un tanto melodramático.
—En realidad, te está muy agradecida.
—No tiene por qué agradecerme nada.
—¿Lo pasaste muy mal cuando ella volvió...? Oh, Dios, lo siento. No es asunto mío. Por favor, olvida esa pregunta. Supongo que hablar de la familia me ha nublado las entendederas.
Laura se sentó de nuevo en el sofá.
—No, Stan. Como ya te he dicho, eres de la familia. Y parece ser que Gloria no quiere ocultarte nada... —jugueteó, nerviosa, con la taza de café vacía—. Al principio fue muy duro. Necesitaba atención constante. Incluso contratamos a una enfermera interna.
—¿La ingresaron?
Laura asintió. A pesar de lo que acababa de decir, se sintió más o menos cómoda al hablar de su hermana en esos términos.
—Estuvo en un lugar en el que podría decirse que la ley seca aún está vigente.
A juzgar por el tono de su voz, Stan comprendió que era mejor no insistir.
—Lo siento, no debería haberme metido donde no me llamaban.
—No, no pasa nada.
Se hizo un tenso silencio entre ellos.
—Bueno, será mejor que me vaya, Laura.
—Gracias por la visita, Stan.
Se levantaron y fueron hasta la puerta. Ella la abrió. Stan se inclinó para darle un beso de despedida en la mejilla. Cuando se volvió dispuesto a marcharse, encontró el umbral bloqueado.
Stan sonrió, alegre.
—Hola, T. C.
Los ojos de T. C. brillaban de rabia.
—¿Qué cojones haces a...? —Entonces vio a Laura y cerró la boca.
Stan palmeó la incipiente tripa de T. C.
—Nos vemos, grandullón.
T. C. cerró los ojos e intentó controlar su rabia. Stan se alejó a toda prisa.
—¿Estás bien, T. C.? —preguntó Laura.
—Sí... estoy bien.
—Pasa.
—Laura, ¿ha venido aquí con frecuencia?
—¿Stan? Ha sido un gran apoyo.
—Ajá.
—¿Qué pasa, T. C.?
—Solo que debes tener cuidado con Stan Baskin.
—Sé cuidar de mí misma. Además, ha sido muy bondadoso.
—Vale. Es un dechado de bondad.
—Stan ya me ha contado que vosotros dos no os lleváis muy bien.
—Es agradable saber que no siempre miente.
—¿Qué pasó entre ellos, T. C.? ¿Qué puede separar a unos hermanos de esa forma?
—No soy yo quien debe contarte esa historia.
—¿Por qué no?
—No me corresponde hablar de ello. Eso es todo.
—Ah, ya comprendo —dijo Laura sin ocultar su enfado—. Tu único cometido es ensuciar la reputación de la gente, y después no presentar ni una sola prueba para demostrar tus acusaciones.
—No sabía que estuviera declarando ante un juez...
—Escucha, T. C. —lo interrumpió ella—, no necesito toda esta mierda. Resulta que Stan Baskin es de la familia...
—No es más que escoria.
—No quiero oírlo.
—Es bastante obvio.
—Y no me lo creo. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?
—En tu casa, después del funeral.
—Ya sabes a lo que me refiero. Me refiero a antes.
—Laura...
—¿Cuándo?
—Yo tampoco necesito que me sometas a un interrogatorio.
—¿Cuándo?
—Durante mi primer año en la facultad, hace diez años. ¿Contenta?
—Un hombre puede cambiar en diez años.
—Él no, Laura. Es un enfermo. Odiaba a David.
—Te equivocas de medio a medio. Se te saltarían las lágrimas si vieras cuánto lo quiere.
—Vaya, parece que te has creído sus mentiras.
—Era su hermano. Da igual lo que haya hecho: eso no hay quien lo cambie.
—¿Y qué?
—Que ha cambiado. Está arrepentido de su pasado. Se siente culpable por lo que sea que pasara entre David y él.
—Joder, Laura, hablas como uno de esos psicólogos chalados que siempre se las arreglan para soltar a los asesinos. ¿Cómo puedes ser tan condenadamente ingenua?
—Que te jodan, T. C.
—Que te jodan a ti.
Ambos se detuvieron y se miraron. Él abrió la boca pero, antes de que pudiese decir nada, ella lo abrazó.
—Lo siento —comenzó Laura—. No pretendía...
—Yo he tenido la culpa.
Ella sintió que las lágrimas comenzaban a abrirse paso.
—Sé que solo quieres ayudar. No podría haber salido de esta de no haber sido por ti.
—Olvídalo —T. C. la apartó con suavidad—. ¿Estás segura de que quieres repasar el álbum de fotos?
Ella asintió. No se había atrevido a abrirlo desde que se lo había llevado de la casa. En realidad, todavía no estaba segura de tener fuerzas suficientes para ver las fotografías estando sola.
Se sentaron y empezaron a examinar detenidamente el álbum de fotos de David.
T. C. observó a Laura mientras pasaban las páginas. Se sentía confuso por sus propios sentimientos de culpa y por hacer lo correcto para ayudar a Laura. Le sorprendió la rapidez con que dejó de llorar, después de su discusión. Y tampoco lloró mientras miraba las fotos. No había ninguna emoción en su rostro, tan solo un pálido gesto neutro, como si el estallido anterior la hubiese vaciado. La falta de emociones asustó a T. C. más que si hubiera estado llorando desconsoladamente.
Laura se detuvo en una página durante varios minutos. T. C. miró por encima del hombro de ella la foto de la madre de David.
—¿Cómo era, T. C.?
—¿La madre de David? No llegué a conocerla antes de que enfermara. Se enteró de que tenía cáncer durante nuestro primer año en la universidad. Sé que David y ella estaban muy unidos. De hecho, cuando ella murió, David se vino abajo.
Laura miró la fotografía unos largos segundos más. Después pasó a la página siguiente. Estaba vacía.
La mano de T. C. se apoyó en la página en blanco.
—¿Aquí estaba la foto de...?
Ella asintió.
—El padre de David.
—Joder. Qué cosa tan siniestra.
—No lo entiendo, T. C. ¿Por qué rompieron la foto de un hombre que lleva muerto casi treinta años?
—No lo sé.
—No tiene el menor sentido.
—¿Había algo más en la foto?
—No lo creo. Solo era una de aquellas fotos que utilizan en la facultad para el anuario.
—Debemos asegurarnos de que es la única fotografía que falta.
Examinaron el resto del álbum, pero no había más páginas en blanco.
—¿De qué puede tratarse, T. C.?
—Dame un segundo, Laura. No soy de los que piensan rápido. Más bien soy un tanto lento... —Sacó un puro—. ¿Te importa?
—Adelante, fuma.
Él lo encendió lentamente.
—Vale. Vayamos paso a paso. Primero, alguien entra en tu casa. ¿Es un ladrón? No. De haberlo sido, se habría llevado el dinero. Segundo, ¿es un admirador que quiere algunos recuerdos de David? Tampoco. De haberlo sido, se habría llevado el anillo de la NCAA de David con las fotos de sus tiempos de jugador.
—Eso ya lo sabemos.
—Ten un poco de paciencia.
—Lo siento.
—Quienquiera que entrase venía para llevarse la foto del padre de David.
—Y mirar en nuestra agenda —añadió Laura.
—Así es... Entonces ¿cuál es la relación? ¿Por qué querría nadie romper una foto del padre de David y qué relación puede tener con el hecho de que mirasen en vuestra agenda?
—Ni idea.
T. C. hizo una pausa y se rascó la barbilla.
—¿Qué sabemos del padre de David?
—Se suicidó —respondió Laura.
—Exacto. Puedo entender hasta cierto punto que alguien quiera una foto de él.
—¿Qué?
—Bueno, David siempre ha sido muy reservado al hablar de esa parte de su vida. Tal vez alguien esté escribiendo algún artículo referente a David y no podía encontrar una foto de su padre.
—Estás desvariando.
—Lo sé. Además, no cogió la foto. La rompió.
—¿Y adónde nos conduce eso, T. C.?
T. C. dio una fuerte calada y exhaló el humo por encima de su cabeza. Necesitaba entender por qué entraron y por qué querían mirar la agenda. La segunda parte más o menos tenía lógica, pero ¿destrozar la foto del padre de David? Negó con la cabeza.
—Esto no hay quien lo entienda —respondió.
El hombre observó al cirujano atentamente. Ya le había visto hacer eso, pero nunca le había prestado demasiada atención. Ahora no perdía detalle de los movimientos de sus manos, de la manera en que cortaba las vendas poco a poco, las retiraba y quitaba la gasa. En aquella ocasión, sin embargo, el hombre estaba interesado en ver el producto terminado.
—Quédese quieto —le ordenó el cirujano a su paciente—, y acabaré en un instante.
El hombre intentó mirar por encima del hombro del cirujano para ver el rostro, pero aún había demasiados vendajes. Con infinito cuidado, el cirujano fue quitando el esparadrapo blanco.
Una capa tras otra. Empapaba trozos de tela en alcohol y limpiaba la cara del hombre con ellos. Cuando dio la operación por terminada, el cirujano se apartó para que el hombre viese al paciente.
—¡Dios santo! —exclamó el hombre.
El cirujano sonrió.
—Uno de mis mejores trabajos.
—No bromeas, Hank. Es fantástico.
Por primera vez desde la operación, el hombre oyó la voz del paciente.
—Por favor, ¿pueden darme un espejo?
—Y la voz. Es del todo increíble, Hank.
—¿Y el espejo?
El cirujano llamado Hank le hizo un gesto a la enfermera.
—Antes de que se lo dé, joven, permítame que le advierta algo: esto va a ser una sorpresa mayúscula. No tenga miedo. La mayoría de la gente se queda muy desorientada la primera vez que ve los cambios. Muchos sufren una crisis de identidad.
—Muchas gracias —dijo el paciente con una voz indefinida—. Y, ahora, ¿podría darme el espejo?
Fue la enfermera quien se lo dio. El paciente lo sujetó entre las manos y miró su reflejo. El hombre, el cirujano y la enfermera observaron su reacción. No hubo ninguna. El paciente vio su reflejo como si tal cosa. No cambió el gesto.
—¿Qué le parece? —preguntó el cirujano.
—Ha hecho un excelente trabajo, doctor. Supongo que su factura ya ha sido pagada.
—Así es, gracias.
—¿Cuándo podré levantarme de la cama?
—Creo que bastará con otro día de descanso.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que pueda hacer un ejercicio extenuante?
—¿Un ejercicio extenuante? Pero ¿por...? —Se contuvo, al recordar lo peligroso que resultaba formular demasiadas preguntas—. Si todo va bien, dentro de una semana o poco más.