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PRÓLOGO

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29 DE MAYO DE 1960

Sería un error mirarla mientras hablaba. Sabía que sus palabras no podrían afectarle; su rostro y su cuerpo, sí.

Sinclair se dio la vuelta para mirar a través de la ventana mientras ella cerraba la puerta. Era un día caluroso, y fuera vio a muchos estudiantes haraganeando al sol. Unos pocos jugaban al fútbol americano, pero la mayoría estaban tumbados sobre mantas; parejas acurrucadas, con los libros de texto desparramados a su lado, ignorados, ofreciendo la ilusión de que al menos habían tenido la voluntad de estudiar.

Los reflejos dorados de una melena rubia llamaron su atención. La joven se volvió, y Sinclair reconoció a la bonita estudiante que asistía a su clase de las dos de la tarde. Media docena de chicos la rodeaban, todos ellos afanándose por captar su atención, todos ellos deseosos de atraer su sonrisa. De una de las habitaciones salía la música del último disco de Buddy Holly, que se desparramaba por todo el campus. Sinclair miró una vez más a la atractiva rubia. Distaba mucho de ser tan guapa como la morena que se hallaba tras él.

—¿Y bien? —preguntó.

La despampanante belleza asintió desde el otro lado de la habitación, pero se dio cuenta de que él evitaba mirarla.

—Sí.

Sinclair soltó un fuerte suspiro. Debajo de su ventana, algunos muchachos se apartaron de la rubia con rostros desilusionados, como si los hubieran eliminado de una competición; lo que, supuso, era exactamente lo que había sucedido.

—¿Estás segura?

—Por supuesto que estoy segura.

Sinclair asintió, aunque no sabía por qué lo había hecho.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Ella lo miró incrédula.

—Corrígeme si me equivoco —comenzó muy enfadada—, pero creo que tú también estás implicado en esto.

Una vez más, él asintió sin ningún motivo. En el campus, otro chico había sido expulsado del cuadrilátero, lo que solo dejaba a dos luchando por los presuntos favores de la rubia. Volvió su atención al partido de fútbol, y vio cómo un pase flotaba lentamente a través del aire húmedo. Un muchacho con el pecho desnudo alzó los brazos. El balón dio vueltas hacia él, le rebotó en la punta de los dedos y cayó al suelo.

Sinclair, concentrado en el juego, intuyó la desilusión del muchacho y continuó esforzándose por no hacer caso del poder que ella ejercía sobre su mente. Su mirada se volvió de nuevo hacia la chica rubia. Había escogido a un ganador y el perdedor se marchaba, cabizbajo y malhumorado.

—¿Quieres hacer el favor de darte la vuelta y mirarme?

Una sonrisa apareció en los labios de Sinclair, pero no era tan tonto como para caer en la trampa. No se expondría a sus increíbles armas. No permitiría que ella lanzase sobre él su hechizo sensual. Observó al joven que había conquistado a la rubia. Incluso desde su ventana del primer piso, podía ver el deseo en los grandes ojos del muchacho, que ahora se acercaba a ella para reclamar la presa ganada con tanto esfuerzo. El muchacho la besó, y sus manos comenzaron a moverse.

El vencedor tomaba su trofeo.

Sinclair desvió la atención hacia el edificio de la biblioteca. Tenía la sensación de estar invadiendo la intimidad de la joven pareja, ahora que la situación se había convertido en algo físico. Se puso un cigarrillo entre los labios.

—Vete.

—¿Qué?

—Que te vayas. Haz lo que prefieras, pero no quiero verte aquí nunca más.

—No puedes decirlo en serio.

—Claro que puedo. —Encendió el cigarrillo—. Y lo hago.

—Pero yo iba a decir...

—No le digas nada a nadie. Esto ya ha ido demasiado lejos.

Se produjo un silencio. Cuando ella habló de nuevo, su voz era suplicante y su tono lo exasperó.

—Pero yo creía...

Sinclair le dio una larga calada al cigarrillo, como si quisiera acabarlo de una vez. Oyó un fuerte bofetón procedente del campus. La rubia había frenado de golpe las hormonas del joven cuando este estaba intentando ir más allá del inocente magreo.

—Es obvio que has cometido un error. Ahora vete.

—Eres un cabrón... —susurró ella.

Él asintió de nuevo, pero esta vez en total acuerdo con lo dicho.

—Haz el favor de largarte de mi despacho.

—Cabrón... —repitió ella.

Oyó el portazo. Los tacones altos resonaron en el suelo de madera, mientras la mujer más hermosa que había conocido salía del edificio cubierto de hiedra.

Siguió mirando a través de la ventana sin fijarse en nada en particular. Con la visión desenfocada, su mundo se convirtió en una borrosa masa de hierba verde y edificios de ladrillos, y su mente se llenó con una serie de «¿y si...?».

El rostro de la mujer flotó delante de sus ojos. Los cerró, pero la imagen no desapareció.

«He hecho lo correcto. He hecho lo correcto. He hecho lo...».

Abrió los ojos. El miedo lo dominó. Tenía que encontrarla, tenía que decirle que nada de lo que había dicho tenía sentido. Estaba a punto de girar la silla, levantarse y correr tras ella, cuando sintió que algo metálico se apoyaba en su nuca.

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

—Cabrón.

El disparo retumbó en el aire inmóvil.

Sin un adiós

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