Читать книгу Sin un adiós - Харлан Кобен - Страница 8
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ОглавлениеJudy Simmons, la tía de Laura, estaba haciendo la maleta para el viaje a Boston cuando sonó el teléfono.
«David está muerto, Judy. Finge todo lo que quieras, pero tú eres la responsable».
Cerró los ojos, luchando por apartar esa voz cruel, pero las acusaciones continuaron resonando en su mente.
«Podrías haberlo evitado, Judy, y ahora es demasiado tarde. David está muerto y tú tienes la culpa».
Se negó a seguir escuchándola. Judy acababa de cumplir cuarenta y nueve años y vivía sola. Siempre había vivido sola. Y nunca había querido vivir sola. Ella no tenía la culpa. Solo que cuando se trataba de hombres tenía la misma suerte que el Coyote persiguiendo al Correcaminos. Para ser más precisos, sus relaciones con el sexo opuesto acababan convertidas en desastres de la magnitud del Hindenburg. Aunque no era despampanante como su hermana Mary, sin duda era muy atractiva. Su rostro era hermoso, aunque un tanto anodino, y tenía una bonita figura. Su rasgo más notable era su melena castaño rojiza, que llevaba larga hasta los hombros. Siempre les había gustado a los hombres. El problema era que, por alguna razón, siempre atraía a los hombres equivocados.
«Eso no es del todo cierto. Casi tuviste al mejor. En dos ocasiones».
Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Mejor olvidarlo. Además, ahora era feliz. Era profesora de inglés en la Universidad Colgate y, si bien los inviernos eran muy fríos, le gustaba el estilo de vida de una comunidad pequeña. Estaba contenta, satisfecha...
... Y aburrida.
Quizá, pero un poco de aburrimiento tampoco era tan malo. En ese momento, echaba de menos el aburrimiento, lo pedía a gritos.
No quería más sorpresas.
Su pobre y hermosa sobrina. Que a Laura le hubiera sucedido algo tan terrible... Quizá hubiera una mano divina, pensó Judy, aunque aquella idea le resultaba extraña a una mujer como ella, en absoluto religiosa; una mujer que siempre había despreciado las palabras de «consuelo» que se referían a la tragedia como voluntad de Dios.
«Aun así, quizá se trata de eso. De la voluntad de Dios. Por favor, que sea eso. Que la muerte de David sea la voluntad de Dios. O alguna extraña y trágica coincidencia. O...».
La alternativa era tan horrible que no podía pensar en ella.
El teléfono volvió a sonar mientras guardaba un grueso jersey en la maleta. Alargó la mano hacia el aparato.
—Hola.
—¿Judy?
Era su hermana.
—Hola, Mary. ¿Cómo te encuentras?
Le respondieron unas lágrimas.
—Fatal —admitió Mary—. Laura sigue sin hablarme. Me odia, Judy. No sé qué hacer.
—Dale tiempo.
—Siempre me odiará. Lo sé.
—Laura está sufriendo mucho ahora mismo.
—¡Ya lo sé! —replicó Mary, tajante—. ¿Acaso crees que no lo sé? Soy su madre, por el amor de Dios. Me necesita.
—Por supuesto.
—¿Judy?
—¿Sí?
Hubo una pausa.
—No te lo conté todo.
—¿A qué te refieres?
Sonaron más llantos en el teléfono.
—Tendría que haberte llamado antes. Quería hacerlo. De verdad. Pero sabía que habrías intentado convencerme de que no lo hiciese.
A Judy le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué ha pasado, Mary? Tú no...
Más llantos.
—¿Y qué habrías hecho tú? ¿No ves que no tenía alternativa? Es mi hija. No podía quedarme de brazos cruzados. Pero ahora... Oh, Dios, yo no quería que llegáramos a esto.
Los dedos de Judy retorcieron nerviosamente el cable del teléfono.
Hizo memoria. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cuántas personas habrían de pagar antes de que todo aquello terminara? ¿Por qué tenían que sufrir también los inocentes? ¿Por qué debían pagar por los pecados de los demás?
Judy se esforzó por mantener la voz tranquila.
—Simplemente, cuéntame lo que pasó.
Las gafas de sol de Laura la ayudaban a paliar el cálido resplandor del verano. Pero no las llevaba por eso. Servían a un propósito más importante: ocultar sus ojos hinchados al mundo y a las cámaras que la rodeaban. Se sentó en el estrado, con T. C. a la derecha y Serita a la izquierda. Earl estaba al otro lado de su amiga. Los fotógrafos se daban empujones para acercarse a la pálida viuda, y las cámaras tomaban fotos a velocidades supersónicas. Laura advirtió que T. C. los miraba furioso, con los puños apretados en el regazo.
Se encontraban en Faneuil Hall, uno de los centros de ocio más populares de Boston. Tendría que haberse llamado Food Hall. No cabía duda de que Faneuil Hall tenía una gran variedad de tiendas. Había tiendas de ropa, librerías e incluso un Sharper Image. Pero estaba claro que la razón de ser de Faneuil Hall era la comida, tremendas cantidades de comida, una exageración de comida. La variedad era interminable. Había un restaurante indio junto a un chino, junto a un italiano, junto a un griego, junto a un mexicano, junto a un japonés, junto a un libanés, junto a... Diga un país, y probablemente encontrará un restaurante allí especializado en su comida. Faneuil Hall era las Naciones Unidas de la comida.
Y si, por alguna misteriosa razón, aún hay alguien a quien le apetezca alguna otra cosa, puede acabar su fiesta internacional en un bar de zumos tropicales, en una heladería, en un quiosco de yogur helado, en una pastelería o en una tienda de golosinas. David había comentado una vez que uno podía engordar solo con pasear por allí.
Tampoco había asientos suficientes en el mercado (en realidad, casi ninguno), lo que ayudaba a hacer la experiencia todavía más divertida. Laura recordó cómo a David le encantaba mirar a algún pobre tipo que se veía obligado a permanecer de pie, intentando mantener el equilibrio con un souvlaki en una mano, servilletas en la otra, un batido de fresas debajo del brazo, un taco debajo del otro, y solo Dios sabía qué entre las rodillas.
«A David le encantaba...».
No se podía creer que estuviese hablando de David cuando utilizaba esa frase.
«Le encantaba».
Faneuil Hall atraía a mucha gente, pero Laura no lo había visto nunca tan abarrotado. Desde su asiento en el estrado, Laura miraba a miles, quizá centenares de miles de rostros, un mar de gente que se extendía en el horizonte lejano, una manta de humanidad que llenaba cada rincón de los alrededores.
Todos los restaurantes, bares, negocios y salones estaban cerrados a cal y canto. Incluso el Boston Garden se alzaba triste a lo lejos, el viejo estadio que lo observaba todo como un padre dolido en el funeral de un hijo amado. Los edificios coloniales y los modernos rascacielos de cristal bostonianos lloraban con las cabezas gachas. Era como si toda la ciudad —los habitantes, los edificios, las calles y los monumentos— se hubiese detenido por un momento para llorar la muerte de David Baskin.
Parapetada tras sus gafas, Laura miraba a izquierda y derecha: los amigos de David, los admiradores, los compañeros de equipo, Faneuil Hall y los viejos carteles amarillos y azules que decían BOSTON GARDEN. Era demasiado para ella, un ataque en toda regla a sus sentidos. Le daba vueltas la cabeza. Las fuerzas escapaban de su cuerpo. Apenas conseguía entender las elocuentes palabras que se pronunciaban. Solo algún retazo de los tristes pasajes llegaba a través del filtro que su mente había creado. Se dijo que aquel filtro era un mecanismo de defensa que la salvaba de la crisis total, pero en realidad apenas tenía energía para pensar en ello de verdad.
David era de una lealtad extrema. Si un amigo tenía un problema, era un problema de David. Recuerdo que en cierta ocasión...
Laura se volvió hacia T. C. No lo veía desde que la dejó en el apartamento de Serita, pero tenía toda la pinta de no haber dormido ni haberse afeitado desde que llegó a Australia, hacía ya casi una semana. Él la miró también. La preocupación se adivinaba en sus ojos inyectados en sangre. Ella le sonrió, en un intento de demostrarle que estaba bien, y miró en otra dirección.
Era una de las pocas personas que he conocido que no necesitaba pisotearte para destacar. Si lo felicitabas por un buen partido, te hablaba del gran juego de sus compañeros de equipo. Si mencionabas su trabajo con los minusválidos, él te hablaba de la valentía de los chicos. Pero con David eso no era falsa modestia...
El asiento situado junto a Serita se había quedado vacío mientras Timmy Daniels leía su discurso y Earl ocupaba el podio. Intentó centrarse con todas sus fuerzas en las palabras de Earl. Las que pudo escuchar eran hermosas, conmovedoras, salidas directamente del dolor de su alma. Advirtió que Earl se venía abajo, que su voz se ahogaba, que su corpachón de dos metros diez de altura se sacudía, y recordó que David le había dicho en cierta ocasión que Earl era el tipo más emotivo que había conocido.
Pero, conociendo su pasado, ¿quién podría haberse imaginado que Earl y David acabarían siendo grandes amigos?
Laura no sabía nada de baloncesto en los días en que David coincidió por primera vez con Earl en una cancha, pero sabía que el hecho de que se hicieran amigos había supuesto una conmoción para todo el mundo..., salvo para Clip Arnstein, que lo había organizado todo.
David y Earl siempre habían sido grandes rivales ya desde sus días en el instituto, en Michigan. Los periódicos habían alimentado la rivalidad porque siempre estaban analizándolos a los dos, y ofrecían razones para explicar cuál de ellos era el mayor talento de la liga universitaria. Los periodistas se presentaban en todos sus partidos, sobre todo en las tres ocasiones en que se habían enfrentado en los campeonatos estatales. Earl había superado a David en esos encuentros. Su equipo había ganado dos de los tres partidos.
Cuando entraron en la universidad, ambos jugadores fueron las promesas mejor valoradas de la nación. David acabó en la Universidad de Michigan. Earl entró en Notre Dame. La rivalidad aumentó todavía más. Los aficionados al baloncesto debatían los méritos de ambos jugadores, y todos afirmaban que su favorito era el mejor. La prensa siguió comparando al jugador blanco que medía un metro noventa y dos con el negro de dos metros diez. Todas las conversaciones sobre baloncesto universitario giraban alrededor de las dos superestrellas.
Los dos guerreros no les decepcionaron. La Universidad de Michigan y la de Notre Dame se encontraron en dos Finals Four de la NCAA durante aquellos años. Cuando estaban en primer año, David se perdió el primer encuentro porque se había roto un tobillo la noche anterior al partido. Por fortuna para todos los aficionados al baloncesto del país, sus carreras universitarias culminaron tres años más tarde, cuando David se encontró frente a Earl en el encuentro que decidía el campeonato.
Estaba clarísimo que era el partido más esperado de la historia del baloncesto universitario, y se convirtió en el tema estrella del mundo del deporte. Todas las revistas y los periódicos deportivos dedicaron páginas y más páginas a lo que se consideraba como la competición del baloncesto universitario de la década. La portada de Sports Illustrated publicó una foto de David y Earl, que se miraban el uno al otro con gesto agresivo. El titular decía:
¿QUIÉN ESTÁ MÁS HAMBRIENTO POR EL CAMPEONATO DE LA NCAA?
El partido satisfizo todas las expectativas. Desde el inicio, resultó una competición de grandes genios. Los equipos se movían con la precisión de grandes maestros del ajedrez. Pero fue el final lo que figuraría para siempre en los anales de la historia del baloncesto universitario. Cuando quedaban veinte segundos de juego, Notre Dame iba ganando por ochenta y siete a ochenta y seis. David lanzó a canasta con un tiro en suspensión, y puso a la Universidad de Michigan un punto arriba: ochenta y ocho a ochenta y siete.
El reloj marcaba diecisiete segundos.
Notre Dame pidió su último tiempo muerto. El entrenador dibujó una jugada que debía acabar en Earl, que estaba realizando un partido brillante. Earl ya había anotado treinta y cuatro puntos. Solo necesitaba hacer dos más para su equipo, y se harían con el premio más codiciado del baloncesto universitario.
Era una jugada sencilla: tenían que pasarle la pelota a Earl a unos pocos pasos de la canasta, fuera de la zona de tiros libres. Luego había que hacer los bloqueos esperados y dejar que él hiciese su parte.
Notre Dame sacó de banda. Los jugadores se movieron alrededor del perímetro, intentando como locos llevar la pelota hacia dentro y pasársela a Earl. Pero Earl estaba bien cubierto.
Quedaban ocho segundos.
El base de Notre Dame encontró un hueco por fin. Amagó con pasar a la izquierda, pero luego pasó la pelota hacia dentro. Earl la atrapó.
Tres segundos.
Hizo un amago, se revolvió, vio un claro, dribló, se preparó para encestar la canasta ganadora y... la pelota desapareció.
Earl se volvió de inmediato mientras sonaba la sirena que marcaba el final del partido. David sujetaba la pelota. Había conseguido robársela al gran pívot, con lo que garantizaba la victoria de la Universidad de Michigan.
Y Earl se derrumbó. Los periódicos no dejaban de repetir la historia. Afirmaban que había serios problemas entre las dos superestrellas, que su rivalidad comenzaba a adquirir matices desagradables, que en realidad se detestaban el uno al otro. La verdad era que David y Earl apenas se conocían fuera de la pista de baloncesto. Los comentarios sobre sus mutuas rencillas fueron en aumento cuando los periodistas comenzaron a centrarse en qué jugador iba a ser el primero del draft para la liga profesional, la NBA. Una vez más, el público se dividió entre David y Earl.
Fue entonces cuando Clip Arnstein, un ciudadano bajito y calvo que tenía pinta de estar trabajando en una charcutería en lugar de dirigir un equipo de baloncesto profesional, hizo el trato.
Le había costado lo suyo. Se cuestionó mucho el riesgo que conllevaba cambiar a tres jugadores veteranos por dos novatos, pero Clip no había dejado de acertar con los fichajes desde finales de los años cuarenta, y no estaba dispuesto a dejar que los escépticos se entrometieran.
La mañana anterior al draft, los Celtics anunciaron que se habían asegurado los derechos para seleccionar a los dos mejores jugadores de la liga universitaria. Cuando el comisionado de la NBA llamó al presidente de los Celtics para seleccionar al primer jugador, Clip Arnstein se levantó con calma, encendió un puro, metió la mano en el bolsillo y le gritó a Earl Roberts:
—Tú eliges. ¿Cara o cruz?
—¿Perdón, señor Arnstein? —preguntó Earl.
—He dicho que tú eliges. ¿Cara o cruz?
Earl se encogió de hombros.
—Cara.
Clip arrojó la moneda.
—Cara. Tú eres el número uno del draft. Baskin, tú eres el número dos.
La multitud se quedó atónita. De pronto, los eternos rivales de la liga universitaria eran compañeros de equipo.
Y ahora Earl estaba acabando su discurso. Lo hizo mirando a Laura con una sonrisa, y diciendo sin más:
—Te quiero, David. Te querré siempre.
Le cedió el podio a Clip Arnstein. Su rostro era un poema. Cualquier escéptico habría afirmado que Clip había perdido su principal activo financiero, y que esa era la razón de su pesar. Pero Laura los había visto juntos demasiadas veces como para creer semejante tontería.
Observó a Clip acercándose a la zona acordonada, donde su propia imagen de bronce se alzaba en un pedestal: la sonrisa en su rostro cincelado contrastaba con la mueca de dolor que había en su auténtico rostro. Apartó la sábana situada junto a su estatua, y descubrió la nueva figura de bronce. Laura y toda la multitud soltaron una exclamación. De alguna manera, el artista había conseguido capturar la esencia de David a la perfección, su pícara sonrisa, su espíritu que volaba...
Laura deseó estar muerta, deseó no poder sentir otra cosa que el dolor de perder a David.
«Por favor, no quiero seguir con todo esto. Solo quiero estar con mi David, mi hermoso David. Por favor, no puedes haber muerto. No dejes que mi David esté muerto».
Por suerte, la ceremonia había terminado. La multitud se dispersó poco a poco, vagó hacia los vehículos que la llevarían de vuelta a la seguridad de sus hogares. Laura permaneció sentada, envuelta en una espesa niebla mientras se le iba acercando gente.
Las voces. Demasiadas voces...
«Lo siento mucho». «Una verdadera tragedia». «Qué pena». «Siempre se van los mejores». «¿Por qué él?». «Es tan triste».
Laura se limitaba a asentir, exhausta. Las palabras se mezclaban en una ola de sonidos carente de significado. Entonces alguien dijo algo que realmente la sacudió.
—Soy Stan, el hermano de David.
De alguna forma, Laura consiguió sobrevivir al entierro.
De alguna forma, las tristes palabras se pronunciaron y aquellas horas interminables pasaron. El ataúd fue sepultado. De alguna forma, Laura consiguió adormecer el cerebro lo suficiente como para que la realidad no se colase a través de la bruma. De no haber sido así —si ella hubiese sido totalmente consciente de lo que estaba pasando—, sin duda habría comenzado a gritar, habría gritado hasta que su mente y sus cuerdas vocales se hubiesen roto.
Su padre la ayudó a salir del coche y la llevó a su casa entre muestras de inmenso cariño. Otra media docena de coches ocupaban el camino de entrada circular. Habían instalado una barrera en la calle para mantener apartada a la prensa, pero Laura podía oír los chasquidos de las cámaras con teleobjetivos, los incesantes clics como de insectos, que parecían zumbar en sus oídos. Sintió que las piernas le fallaban de nuevo, pero su padre estaba allí para evitar que cayese al suelo. Le sujetó el brazo con fuerza, y casi la arrastró a la sala de estar.
Como se trataba de un sepelio privado, solo estaban presentes las personas más allegadas. Laura vio a los compañeros de equipo de David, a sus entrenadores, a Clip, Serita, Gloria, Judy... A su padre y, por supuesto, a la aparición sorpresa, Stan Baskin. Era curioso que, de todo ese grupo, la única persona a quien Laura no conocía fuera el único pariente vivo de David. Es más, David solo había mencionado a Stan una o quizá dos veces en todo el tiempo que había compartido con ella. Sabía que no se llevaban bien, pero también era consciente de que, fuese cual fuese el motivo del distanciamiento de los dos hermanos, ya era cosa del pasado. Stan era de la familia, y estaba allí para llorar la muerte de su hermano. En la muerte, mucho se perdona y se olvida, y eso al menos era algo bueno.
Al cabo de unos veinte minutos, Laura se encontró sentada sola en el sofá, mirándose los pies. Un par de zapatos bien lustrados aparecieron en su campo de visión. Laura vio el rostro del hermano de David. Los dos hermanos no eran idénticos ni por asomo, pero tenían un inequívoco aire familiar. Mirar el rostro de Stan le retorció el corazón, hasta el punto que sintió que iba a echarse a llorar de nuevo.
—¿No te sientas? —preguntó ella.
—Gracias.
Laura hizo una pausa. Tragó saliva.
—Me alegra mucho que hayas venido.
Stan asintió despacio.
—Lo siento mucho. Hay tanto que decir, tantas cosas que debería haber dicho hace tiempo...
—No es necesario.
—No, Laura, de verdad que necesito desahogarme con respecto a algunas cosas que he hecho. —Respiró profundamente, su rostro apuesto tomó una expresión grave—. David era mi hermano menor. Todavía recuerdo el día en que nació. Yo tenía entonces diez años. De hecho, David fue un pequeño accidente.
Una risa discreta.
—En cualquier caso, siempre lo quise con locura, y él me seguía como si yo fuese su héroe. Allá adonde iba, él venía conmigo. Tal vez se debiera en gran parte a que nuestro padre había muerto, pero tendrías que habernos visto entonces. Éramos inseparables. Jugábamos en el patio, hacíamos muñecos de nieve, íbamos juntos caminando a la escuela, recogíamos orugas... ¿Cómo es posible que dos personas que han compartido tantas experiencias puedan alejarse de esa forma? ¿Cómo pueden cambiar las cosas de un modo tan drástico? Nunca dejé de quererle, Laura. No importa lo que sucediera entre nosotros. Nunca dejé de quererle...
Le temblaron los hombros y luego comenzó a sollozar.
Laura le sujetó las manos.
—Estoy segura de que él lo comprende, Stan. Estoy segura de que nunca dejó de quererte.
Stan continuó llorando.
«Oh, Stan, tío, eres el más grande. Se lo está tragando todo. Ahora no exageres, muchacho, no exageres y en cuanto menos te lo esperes te estará quitando los pantalones».
Miró hacia lo alto y se rio, pero solo sonó como si estuviese llorando más intensamente. La mano de Laura sujetó las suyas con más fuerza.
«¿Cómo puede estar tan cachonda? ¡Acaba de enterrar a su marido, y ya me está cogiendo de la mano!».
Laura lo miraba.
Era muy triste. Stan nunca podría perdonarse no haberle dicho a su hermano cómo se sentía. Ahora era demasiado tarde. Habían perdido demasiado tiempo en mezquindades.
Detrás de Stan, en el pasillo, un rostro asomó a la habitación, un rostro atormentado por las lágrimas y la tortura de las noches de insomnio. El pelo hecho un desastre, la piel blanca como la de un espectro. Laura pensó en la relación de David con su hermano mayor, el tiempo que habían desperdiciado en alguna ridícula discusión cuyo origen no podía precisar ninguno de los dos. Laura miró entonces el rostro normalmente hermoso de su madre, y se cuestionó su propio comportamiento.
Todo el mundo creía que Laura y David se habían fugado a Australia para evitar la atención de los medios. Era una verdad solo a medias. La verdadera razón de aquella fuga acababa de asomar la cabeza por la puerta. Laura se preguntó qué debía hacer. Quería de verdad aprender del error de Stan, sacudirse la rabia de encima y tenderle los brazos a su madre, pero...
—Laura, quiero hablar contigo.
—Claro, mamá. ¿Qué pasa?
—Es sobre el chico con el que estás saliendo.
—¿David?
—Creía haberte dicho que no quiero que le veas más.
—Ya lo has hecho. Unas cuantas veces.
—Entonces ¿por qué no me haces caso?
—Porque ya no tengo dieciocho años. Puedo ver a quien me apetezca.
—Pero a mí no me gusta ese chico.
—Entonces, me parecerá muy bien que no salgas con él.
—No te hagas la listilla conmigo, Laura. No quiero que lo veas más.
—¿Por qué no te cae bien? Ni siquiera has hablado con él.
—No me hace falta. Conozco a ese tipo de gente.
—¿Qué tipo de gente? ¿Qué demonios significa eso?
—Los playboys con un montón de dinero. No está hecho para ti.
—Sabes que, en tal caso, no estaría con él.
—Te sorprendería saber de lo que son capaces los hombres.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Lo que acabo de decir.
—David no es así.
—Tienes que dejar de verlo, Laura. Aquí se acaba la discusión.
—No voy a dejar de verlo. Estoy enamorada de él.
Una pausa.
—Oh no, Laura. Por favor, dime que no lo has dicho en serio.
—¿Por qué? No comprendo...
—¡Eso es! No lo comprendes. Limítate a confiar en mí en esta ocasión. No es el chico adecuado para ti, y ya está. Mira su historia familiar. Su padre...
—¡Él no es como su padre! De todos modos, ¿qué demonios sabes tú de eso?
—Por favor, Laura, te lo suplico. Esto solo puede conducir al desastre. Corta con él antes de que sea demasiado tarde.
Y entonces la mirada de Laura se fijó en su madre por un instante. Casi todo el mundo comentaba lo mucho que se parecía a Mary y la forma que tenía Laura de ver las cosas. Aquello era todo un cumplido. Ella quería levantarse, acercarse, abrazar a su madre y perdonarla. Pero el dolor era todavía demasiado grande. La necesidad de culpar a alguien por lo ocurrido —por mucho que fuese injusto— era demasiado fuerte como para hacer cualquiera de esas cosas.
Laura bajó la mirada y miró en otra dirección.
Gloria estaba sentada en un rincón. Movía las manos con nerviosismo delante del rostro. Miró a su hermana a través de la habitación. ¿Por qué le había ocurrido una cosa así a alguien como David y Laura? Gloria se había pasado la vida tentando a la muerte, burlándose de ella y poniendo su vida a su alcance. Por alguna razón, no se la había arrebatado; tal vez nunca había valido la pena el esfuerzo. Era a los buenos a quienes la muerte quería, a aquellos que importaban, a aquellos que eran como David. La muerte no tenía tiempo para la gente insignificante.
Se volvió hacia el bar que su padre había hecho instalar para los invitados. Por primera vez desde que Laura se la llevara a la clínica, necesitaba un trago de verdad, un chute o una rayita, cualquier paraíso artificial que aplacase sus nervios. Su padre era consciente de ello. Ni él ni la doctora Jennifer Harris, la psiquiatra de Gloria, la habían dejado sola, y ella se lo agradecía.
Gloria era cada vez más fuerte. Casi todo el mundo se asombraba al ver hasta dónde había conseguido llegar. Pero todavía le quedaba un buen trecho que recorrer. Estaba lo bastante bien como para ser consciente de que le faltaba mucho para recuperarse del todo, que sus progresos y, desde luego, la esencia en que se sustentaba su vida, todavía eran frágiles.
Por lo tanto, apenas le importaba que su padre posase en ella aquella mirada vigilante incluso mientras hablaba con Timmy Daniels, uno de los compañeros de equipo de David. De hecho, resultaba agradable. Gloria le sonrió y se volvió hacia donde estaba sentada su hermana.
Todo su cuerpo se sacudió. Se mordió el labio... Solo un chute. Una rayita. Era todo lo que necesitaba. Entonces estaría bien. Entonces conseguiría mantenerse firme el resto del día. Entonces podría dormir hasta el día siguiente.
Pero ¿qué pasaría luego? ¿Quizá dos chutes y dos rayitas? ¿Y después qué? Lo sabía. Continuaría cayendo, cayendo hasta que no le importase si se levantaba por la mañana, cayendo hasta que, una vez más, se estrellase en el fondo. Sabía perfectamente que, si volvía a caer, ya no encontraría las fuerzas para remontar el vuelo.
Un dedo le tocó el hombro. Se volvió de inmediato. El hombre que la había tocado era muy apuesto, y ella reconoció el rostro de inmediato, aunque no al hombre. Su voz era suave.
—Perdona si te molesto. Si quieres estar sola...
—No, no pasa nada.
—Tú debes de ser Gloria.
Ella asintió.
—Me llamo Stan Baskin. Soy el hermano de David.
—Siento mucho lo de tu hermano. Lo quería muchísimo. Era una persona maravillosa.
Stan agachó la cabeza en un gesto de aceptación.
—Yo también lo quería, Gloria.
—No es justo.
—No puedo creer que esté muerto de verdad. No dejo de preguntarme por qué ocurrió, si hice algo...
—¿Tú?
—La verdad es que nos peleamos mucho durante los últimos años. No te imaginas cuánto me arrepiento del pasado. Me pregunto si, de haber sido mejor hermano...
—No puedes hacer eso, no debes torturarte.
—Nunca tuve la oportunidad de decirle cuánto lo sentía —continuó él—, ni de decirle cuánto lo quería.
Stan le cogió una mano, y su mirada llorosa buscó la de ella. Pese a que era lo último en lo que Gloria quería pensar en ese instante, no pudo evitar sentirse atraída por él. Era muy apuesto, y tenía el mismo aire que David. Además, la manera en que se había abierto a ella... La manera en que había tenido miedo de mostrar sus emociones delante de ella... Era igual que David. Y entonces vio que él estaba a punto de echarse a llorar de nuevo. Tendió una mano para sujetar la suya, pero él se apartó.
—Siento molestarte de esta manera, Gloria.
—No seas tonto.
—Eres una mujer muy guapa y has sido muy bondadosa conmigo. Espero que podamos volver a vernos pronto.
—Yo también.
—Soy forastero en Boston, y me siento muy a gusto contigo y tu hermana. Espero..., espero que no te importe si te llamo alguna vez.
¿Por qué le dio un brinco el corazón cuando él pronunció aquellas palabras?
—Me encantaría, Stan. Me gustaría mucho.
Stan se volvió y comenzó a alejarse.
«¿Has visto ese cuerpo, tío? ¡Creía que el viejo Stan iba a desmayarse! Una montaña rusa no tiene tantas curvas. Y a Gloria le gusto, de eso no cabe duda. Siempre sé cuando...».
¡Bam!
Alguien acababa de chocar con él, y aquel golpe lo sacó de sus ensoñaciones.
Cuando enfocó la mirada, vio un rostro que no veía desde hacía casi una década.
T. C. lo miraba furioso.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —susurró.
Stan se recuperó deprisa.
—Vaya, es el pequeño Terry Conroy. Cuánto tiempo sin verte. Has engordado un poco, muchacho.
—Te he hecho una pregunta.
—¿Acaso un hombre no puede llorar la muerte de su único hermano?
—Un hombre, sí. Un mierda como tú, no.
—Vaya discurso de poli. Ahora eres poli, ¿no, T. C.?
—¿Qué haces aquí?
—¿Es un interrogatorio oficial?
—Llámalo como quieras.
—¿Qué te parece si te digo que no es asunto tuyo?
—¿Qué tal si aplasto tu cabeza contra una ventana?
—Buena idea, T. C. ¿Por qué no montas un gran escándalo delante de todos y fastidias el duelo? ¿Qué te parece?
—Como te atrevas a molestar a alguien...
—Por favor, T. C., ¿me crees capaz de hacer algo así?
—Lárgate de aquí.
—Oh, lo siento. Creía que esta era la casa de los Ayars. No sabía que era tuya. La Policía de Boston debe de pagar muy bien.
—Por cierto, ¿qué estás haciendo en Boston?
—He venido para manifestarle mi profundo pesar a mi preciosa cuñada.
—Déjame que te avise, cabronazo: si le haces daño de alguna manera...
—T. C., ¿no ves que he cambiado? Soy un hombre nuevo.
—La mierda no cambia su olor. Solo se deshace hasta desaparecer.
—Muy bien expresado. No lo olvidaré. De todos modos, por mucho que haya disfrutado de esta conversación, ahora debo irme.
—¿Vuelves a Michigan?
—Todavía no. Creo que me quedaré en Boston por un tiempo.
—No te lo recomiendo, Stan. Esta ciudad puede ser muy dura con los forasteros.
—¿Una amenaza? Qué bonito. Ahora, si me perdonas...
T. C. le sujetó el brazo.
—Te lo advierto, Stan. No intentes aquí ninguna de tus jugarretas. Recuerdo muy bien lo que le hiciste a David.
La furia afloró por primera vez a los ojos de Stan.
—No sabes nada de lo que pasó entre David y yo.
Intentó apartarse, pero T. C. no le soltó. Tiró con más fuerza.
—Suéltame ahora, saco de mierda —medio susurró, medio gritó—. Resulta que soy su hermano. Soy parte de su familia. Tú, sin embargo, solo eres una más de la larga hilera de personas que le daban coba a mi hermano para obtener un beneficio personal.
T. C. lo soltó.
—Lárgate, Stan. Vete ya.
Stan se apartó, se despidió de Laura y salió. Mientras se dirigía hacia la puerta, se enjugó una lágrima. Era curioso lo fácil que le resultaba adoptar el papel de doliente por un hermano a quien tanto había odiado.
Aquella noche, Judy Simmons volvió sola a su hotel. Se sentía vacía y extenuada por los acontecimientos del día. Se sentó en la cama y cogió el billetero de su bolso. Sus manos buscaron detrás del carné de conducir, y sacó una fotografía de hacía treinta años.
Judy levantó la foto, con los ojos hechizados por las imágenes en blanco y negro de 1960. Se recostó y sostuvo la vieja foto en el aire por encima de su cabeza. Contempló la imagen de la hermosa e ilusionada estudiante y el apuesto hombre mayor.
«¿Por qué te torturas?».
Pero la verdad era que su pasado la torturaba. Los había torturado a todos, seguía torturándolos y continuaría torturándolos.
«No necesariamente. Podría decir la verdad».
Pero ¿de qué serviría? ¿Acabaría con el tormento? ¿La libraría de la culpa? En realidad, no. Era mejor mantenerlo en secreto, confiar en que todo acabaría saliendo bien. Además, no estaba segura de lo que había pasado de verdad en Australia. Tal vez había sido como ellos decían. Tal vez había sido solo un accidente. Un triste y trágico accidente...
«Pero no lo es».
Se sentó en la cama y dejó la foto en la mesita de noche. ¿Y si no había sido un accidente? ¿Y si...? Apartó aquel pensamiento de su mente. David estaba muerto. La hermosa y maravillosa sobrina de Judy estaba destrozada. Eso no podía cambiarse. Pertenecía al pasado. La verdad no podía funcionar como una máquina del tiempo que dejara que ella retrocediese y lo arreglase para que todo fuera bien. La verdad no podría devolverle la vida a David.
Miró el reloj y recogió la maleta. La verdad. La única cosa que la verdad podía hacer ahora...
«... Es matar».