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Capítulo IV
ОглавлениеEspíritu de la tierra del pehuén:
Estás viéndome en tu pensamiento,
y en el semblante de tu ser
sólo buen sentimiento se ve;
dame un lindo arrebol,
gran espíritu que en el cielo estás;
y que tu pensamiento también
siempre el bien en mi cabeza
y me haga sentir esto pronto!...
Rogativa al Pehuén Mapu Cushe.
Recopilado por Gregorio Álvarez, 1981.
Cuentan los Mapuches, César A. Fernández
El viejo se levantó temprano esa mañana. Encendió el fuego con unas astillas y puso el agua a calentar. Tomó unos mates con un trozo de pan y despertó a los nietos.
–Levántense, que vamos a hacer un largo paseo.
Los chicos se levantaron y desayunaron un mate cocido con pan de piñones. Se abrigaron con sus ponchos y los gorros de lana y salieron con el abuelo.
El día era soleado y no hacía tanto frío. Ensillaron los caballos y partieron al tranco. El abuelo llevaba en ancas de su oscuro a Pehuén, y los dos mayores iban juntos en el alazán. Los dos viejos caballos los habían acompañado cuando cruzaron el desierto para volver a las montañas, al enterarse del avance de las tropas que esta vez, sin ninguna duda iban hacia las tolderías.
–Hoy vamos a Batea Mahuida –dijo el viejo–. Salimos temprano para poder llegar arriba antes del mediodía.
Durante un rato costearon el lago que reflejaba los rayos del sol matinal y luego entraron al sendero del bosque de pehuenes, acercándose al cerro mientras charlaban.
Había una suave brisa y sólo se oía el canto de los pájaros entre las ramas.
Batea Mahuida es un cerro bajo que en su cima tiene un cráter volcánico, que encierra una laguna de aguas transparentes y quietas, protegidas por las paredes del volcán apagado hace mucho tiempo, que se elevan varios metros en todo su perímetro. La vista desde arriba es extraordinaria.
El abuelo guio los caballos por la parte de atrás del cerro, por el oeste.
–Por acá es más fácil subir los últimos metros andando –le dijo a los chicos que miraban el panorama.
Siguieron cabalgando hasta un pequeño bosque de cohiues y allí dejaron a los caballos atados a la sombra de los árboles, en un pastizal rodeado de viejos troncos caídos.
Comenzaron a subir lentamente y, a medida que se acercaban a la cima, el terreno se hacía más inclinado y difícil, con arena volcánica y piedras sueltas. Pehuen caminaba tomado de la mano del abuelo que lo ayudaba a subir. Los dos jadeaban remontando la ladera inclinada. Cansados y sedientos llegaron hasta el punto más alto y se sentaron a recuperar aliento en una enorme roca de la cumbre.
La vista desde ese punto era espectacular. Mirando hacia el oeste, a la cordillera, se divisaban los altos picos con nieves eternas de la Pire Mahuida y varios conos volcánicos del lado chileno, el Llaima, el Sollipulli y el Villarica, con sus penachos de humo recortados en el azul del cielo. Por el paso cercano escaparon muchos mapuches chilenos al otro lado de las montañas, para ponerse a salvo de las tropas que llegaron hasta esa región y se metieron en el valle del Bio Bio, cerca de Lonquimay.
Hacia el sur había quedado el Aluminé, con su espejo plateado que reflejaba los árboles de la orilla y algo más atrás el Moquehue, el lago de los mosquitos, de color turquesa, unido al primero por un pequeño riacho, bordeado de árboles añosos. A los dos lagos los rodean grandes bosques de pehuenes de casi cuarenta metros de altura y otros árboles autóctonos que resaltan la belleza del paisaje. En la cercanía hay varias lagunas de aguas transparentes como la de Cohuilla y la más grande llamada Matethue.
Más al sur todavía, siguiendo por el camino pedregoso paralelo al límite con Chile se llega al Ñorquinco y al hermoso río Pulmarí que lleva sus aguas al lago que le da su nombre. En ese valle hubo una batalla donde murieron mapuches y soldados, casi al final de la campaña. Después está el lago Rucachoroy, que en mapuche es la casa de los loros. Y más lejos el Quillén, donde abundan las frutillas silvestres y en sus aguas se refleja el cono nevado del volcán Lanin, donde viven los Pillán, los espíritus de los muertos.
–Algún día, en el verano iremos a conocer esos lugares donde mi abuelo cazaba cuando era joven –dijo el viejo–. Allí se podrán bañar en el Pulmarí y dejarse arrastrar por la corriente agarrados de algún tronco. Toda esta es la Pehuen Mapu, la tierra donde nacieron mis padres.
Entonces el abuelo los hizo mirar al noreste y les dijo con voz quebrada.
–Allá, muchas leguas después del horizonte, en el lugar donde se levanta el sol, allá está el lugar donde yo nací, donde nació el que fuera su padre y donde vieron la luz ustedes, aunque no puedan recordarlo. De allí venimos y tal vez algún día ustedes puedan volver para visitar el lugar donde descansan, enterrados cerca de la punta de un médano, mirando al oeste, los huesos de quien fuera su padre. Y más lejos todavía –dijo Calquín–, en el lugar donde termina la pampa están las aguas grandes. Por esas aguas, montados en sus barcos vinieron los cristianos a disputarnos nuestras tierras.
Los muchachos quedaron extasiados ante la imponencia del paisaje y le hicieron mil preguntas al viejo, que les contestaba mirándolos con cariño.
Permanecieron un largo rato en la cima, charlando y recuperando el aliento después de la caminata y el ascenso.
Calquín miró hacia el cielo y señalando hacia el lado de la cordillera dijo:
–Epu mañque (dos cóndores).
Los chicos levantaron la vista siguiendo el vuelo de las enormes aves que planeaban a mucha altura buscando algún animal muerto entre los cerros.
–Ahora vamos a bajar a la laguna del cráter. Tengan cuidado con las piedras sueltas y sigan el sendero –dijo el viejo.
En hilera fueron rodeando la laguna hasta llegar a un sitio donde se podía bajar sin riesgo hasta la orilla. Bajaron y fueron a mojarse las manos y la cara en el agua fría.
Por suerte la nieve que había caído la noche anterior era poca y podían avanzar con seguridad por el angosto camino.
El viejo comenzó a rodear la orilla seguido de los chicos y fue recogiendo algunas hierbas medicinales que crecían al borde del agua. Sus ojos estaban acostumbrados a reconocer los yuyos curativos y siempre tenía una buena provisión en la ruca.
Descansaron un rato, sentados sobre las piedras de la orilla, tirando guijarros al agua. Pasado el mediodía comenzaron a descender hacia el lugar donde habían dejado los caballos. Los chicos llegaron jadeando porque bajaron dando saltos, sobre las piedras sueltas, porosas y livianas de la ladera. Calquín llegó al rato, ayudándose con un palo que encontró arriba. Se sentaron sobre los viejos troncos caídos en el bosquecito donde pastaban los caballos y comieron unas tortas asadas a las brasas con carne fría, junto a un puñado de piñones tostados, que el abuelo había guardado en una bolsa de cuero, atada a la montura.
El viejo pehuenche se tiró un rato sobre la hierba, apoyado en un tronco caído, descansando al abrigo del sol tibio de la tarde. Nehuen y el pequeño Pehuen juntaban “barbas del diablo” de los ñires y jugaban poniéndoselas en la cara como si fueran barbas verdaderas, sostenidas por los gorros de lana tejidos por la abuela.
Al verlos Calquín recordó una vieja leyenda.
Llamó a los chicos y les dijo:
–Vengan que les voy a contar por qué esas barbas están enganchadas en los ñires.
Los chicos lo rodearon sentados en el pasto, esperando ansiosos el relato del abuelo mientras descansaban después de la caminata por la ladera del volcán.
Así comenzó el viejo su relato:
–Hace mucho tiempo los mapuches se habían olvidado del padre Antü y no le hacían rogativas cada doce lunas. Tampoco le hacían ofrendas de sacrificios vivos partiéndolos en cuatro, nuestro número mágico, y repartiendo las partes a los cuatro puntos del cielo y de la tierra. Se comían todo, hasta el corazón y no le dejaban nada a los pillanes.
Los pillanes vivían en un valle embrujado, donde hay piedras con muchas formas de animales y de cosas. Allí se tiraban rocas enormes que cruzaban el cielo, el fuego brotaba de las grietas y el polvo cubría todo el valle. Retumbaban los truenos y todo era caos. Antü no quería salir a iluminar la Mapu que estaba destruida.
–¿Y qué pasó entonces? –preguntó el pequeño, con cara de miedo.
–Hubo una gran pelea porque también estaba el Trauco, el dueño de las montañas y del agua y desde arriba los amenazaba a los gritos. Les voy a tirar rocas y fuego del volcán, los voy a destruir con fuego y piedras.
Y empezó una lucha terrible. De los dos lados había demonios que querían ayudar a los poderosos que se enfrentaban.
También apareció el demonio del Curef, del viento, que tanto mal hacía a los hombres y a las bestias y desató una tormenta terrible, con truenos, relámpagos y ráfagas heladas porque quería pelearlo al Trauco. Todos los espíritus empezaron a rugir y los aullidos eran aterradores. Entonces, la montaña azul, que estaba cubierta de hielo, también se enfureció. Empezó a tirar piedras, barro, nieve que hervía por el fuego del volcán y de adentro salía la roca derretida que bajaba a los valles.
Los pillán tiraban enormes rocas para todos lados y el cielo se ponía rojo por los rayos y el fuego que arrojaban los volcanes que hacían temblar la tierra. Mientras todo eso sucedía el padre Antü dormía.
Los animales corrían desesperados entre las rocas y no sabían cómo protegerse. Las plantas morían quemadas por el fuego y la lava ardiente que bajaba arrasando todo a su paso. Se abrían enormes grietas que se tragaban a las plantas y los animales. Algunas plantas se aferraban a las rocas o a los grandes árboles para no caer al precipicio ardiente.
La tierra cambió de forma. Algunas montañas crecieron y otras se tragaron a los cerros vecinos. Los ríos cambiaron de curso y en los huecos aparecieron nuevos lagos.
La lucha era feroz y el Curef Huecuvü empezó a tambalearse y a perder fuerzas porque la puntería de su encarnizado enemigo era mejor.
El pillán empezó a caer hacia el abismo arrastrado por una enorme roca que caía hacia el fondo. Rodaba desesperado golpeando en todos lados y dando manotazos con sus enormes brazos pero no podía sostenerse de nada. El Curef había quemado todo y las paredes de roca ardían.
Pero el poderoso Trauco le estaba ganando a su enemigo, el Curef Huecuvu.
Cuando ya se precipitaba al abismo rugiente y no tenía donde agarrarse, lo salvó su larga barba que se venía prendiendo de las platas espinosas y de las enredaderas. Al llegar más abajo se enredó de un ñire que estaba bien afirmando a la montaña, con sus fuertes raíces sólidamente agarradas a las enormes rocas. Se enredó a las ramas como un lazo con la barba y se salvó del terrible fin.
Agradecido el Curef le dijo al ñire, desde ahora te voy a proteger y para eso te dejo mi barba. Donde esté el ñire no voy a entrar con mi fuerza destructora y ni el hielo ni la nieve van a romper tus ramas.
Desde esos lejanos tiempos el ñire tiene colgadas las barbas del Curef, que con los meses del año van cambiando de color hasta ponerse grises. El único que tuvo el honor de tener esas barbas que lo protegen fue el ñire. A veces el Curef pasa cerca y le acaricia la barba con un suave soplo, como señal de agradecimiento.
Cuando terminó el relato los chicos juntaron un buen montón de barbas bien secas para llevarlas a la ruca. Con las barbas del Curef y ramitas secas podían encender el fuego del fogón con facilidad.
Luego del descanso montaron los caballos y emprendieron el regreso, comentando la leyenda contada por el viejo y lo que habían visto en el paseo. Cruzaron el bosque donde los últimos rayos del sol se filtraban entre los enormes pehuenes y llegaron al rancho cansados y hambrientos, después de un día de aventuras con el abuelo.
Mientras comían le contaron a la madre y a la abuela Lucía lo que habían visto. La abuela los escuchaba con una sonrisa.
–Si me aguantan las piernas, algún día de sol vamos a subir con Nampe, todos juntos porque quiero ver lo que me contaron. Yo siempre viví en la llanura y nunca subí a una montaña.
–Esta noche no habrá historias –dijo el viejo–. Mañana seguiremos con lo que les estoy contando. Ahora a descansar y dormir temprano. Ya está haciendo frío y esas nubes que se ven hacia las montañas anuncian una nevada. Escuchen al Curef, que anda silbando entre los pehuenes.
Terminaron de comer y se acostaron abrigados con los quillangos, mirando los reflejos del fuego en el fogón. El silencio de la noche cubrió al bosque y envolvió a la ruca.