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Capítulo II

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Esto es hermanos, nuestra tierra Pampa, donde nada se detiene, donde nada pasa.Es el viento arriero y los cerros andan. Esto es hermanos, nuestra tierra pampa, donde hay muchas yeguas, donde hay muchas vacas. Y muchos guanacos, venados y gamas. Esta es hermanos, nuestra tierra pampa, donde hay buenos pastos y buenas aguadas, caldén y algarrobo tienen buenas ramas. Esta es hermanos nuestra tierra pampa. Vivimos en toldos. Cuando el tiempo cambia, cambiamos los toldos. Así es nuestra casa. Esta es hermanos, nuestra tierra pampa. No es la tierra estrecha. La tierra es bien ancha. Por mucho que quieran a todos les alcanza. Esta es hermanos, nuestra tierra pampa.

Narrado por Hernán Deibe, 1944 – Cuentan los Mapuches, César A. Fernández

–Abuelo, anoche prometiste contarnos cómo era el lugar donde naciste, allá en el desierto como vos le decís, y lo que hacías en la toldería cuando eras como nosotros, que no nos acordamos casi nada de la vida en la pampa. Sólo Nahuel que es el más grande se acuerda de alguna cosa –comentó Nehuen.

–Muy pocas –dijo Nahuel–, por eso quiero escuchar al abuelo, que vivió tantos años en la llanura.

Los tres chicos estaban atentos al relato del abuelo, que trataba de hacerlo entretenido, para mantenerlos despiertos mientras recordaba su larga vida.

Los mapuches siempre fueron amantes de los relatos y les gustaba reunirse en torno al fuego y pasar largas horas escuchando historias y leyendas.

También solían pasar horas y horas en los parlamentos, discutiendo razones hasta llegar a un acuerdo. El que tenía dotes de orador era muy respetado. Cuentan que algunos caciques les tomaban una prueba de oratoria a los mocetones de quince o dieciséis años para incorporarlos como conás, guerreros.

El viejo pehuenche era uno de esos cuitrufe, narradores que sabían hacerse oír y los chicos esperaban ansiosos el momento.

–De acuerdo –dijo el viejo–. Hace muchos años mi madre me trajo a este mundo en un toldo hecho con cueros de caballo cosidos con venas de avestruz, sostenidos con troncos clavados en la tierra. Vivíamos cerca de la toldería de Pincén, entre los montes, muchas leguas al oeste de las sierras que eran un refugio para nuestra tribu en épocas de sequía. En uno de sus cerros hay una piedra enorme, más grande que la ruca, que se balancea sin caerse desde hace mucho tiempo y sigue siempre en su lugar. Alguna noche les contaré una hermosa leyenda sobre la forma en que apareció la piedra que se mueve en los cerros. A mi me la contó la machi de la toldería cuando era chico, un día que el sol quedó tapado por la luna durante un tiempo y después reapareció con todo su brillo. Siempre me acuerdo de ese día. La gente estaba muy asustada porque se puso oscuro y las mujeres le hacían plegarias a Nguenechen.

La otra mahuida, más alta y grande, hacia el sur era la de la Piedra Agujereada, que en su cerro más elevado tiene un enorme hueco como una ventana desde donde se ve el cielo. También había en esa mahuida una cueva, como una gran rajadura en la montaña, donde se reunían los diablos y las brujas y cuenta la leyenda que allí entraron dos grandes loncos, Calfucurá y Paine. Calfucurá para pedir el poder de adivinar los pensamientos y ser el jefe supremo de los pampas, y Paine para tener el poder de dominar a los leones del desierto. Por eso nuestra gente los respetaba tanto.

Al suroeste de las sierras estaban los toldos de mi pueblo, a orillas de un arroyo de aguas claras y varias lagunas donde nos bañábamos y bebían los caballos y las vacas que nos servían de alimento. Era una hermosa región, con leña y agua en abundancia y entre los montes había pastos tiernos para los animales.

Yo nací a orillas de la laguna, cercana a la toldería. Las mujeres de nuestra tribu estaban acostumbradas a ese ritual. Cuando sentían que el hijo venía al mundo se iban caminando despacio a la orilla y allí buscaban un lugar protegido para que el pequeño viera la luz. Como yo era muy curioso, al crecer me contó como fue mi nacimiento.

Ni bien dejé el vientre de mi madre, me llevó a la costa y me bañó en el agua fresca. Después me envolvió en un suave quillango de piel de guanaco que había llevado y me dejó recostado en la orilla, sobre la gramilla. Se bañó ella, como hacían todas las mujeres después de parir, se vistió y volvió caminando a los toldos, entonando una dulce canción que aprendió de su madre. Al poco tiempo ya estaba de nuevo en sus quehaceres, como hacían de todas las mujeres de la pampa.

La costumbre del baño mañanero la teníamos todos los habitantes de la toldería. Así lo aprendí desde chico y lo seguimos haciendo toda la vida. Todas las mañanas, bien temprano, las mujeres para que no las vieran desnudas, iban solas y se bañaban. Después iban los hombres y los chicos que se levantaban más tarde y así comenzábamos el día, mientras las mujeres preparan algo para comer. Esa costumbre la manteníamos tanto en invierno como en verano.

En invierno había días que teníamos que romper la escarcha de la orilla con un palo para poder entrar en el agua. Así crecimos fuertes y libres de enfermedades y aprendimos a soportar desde chicos los rigores del frío.

Cuando tenía algo más de dos inviernos, mi madre esperaba otro hijo, y para destetarme porque todavía seguía mamando, comenzó a fregarse los pechos con el jugo de un yuyo muy amargo que le dio la vieja adivina de la toldería. Al querer mamar, el horrible gusto hizo que rechazara el pecho y así en poco tiempo lo abandoné. Yo lo supe porque cuando fui más grande se lo vi hacer a otros chicos de los toldos y me acuerdo la cara que ponían cuando empezaban a chupar el pecho de la madre, mojado con ese jugo asqueroso.

–¿A nosotros también nos hicieron eso? –quiso saber Nahuel.

–No –dijo el abuelo–, porque Lucía no quiso y crió a los hijos con las costumbres de los cristianos.

Cuando llegaron los cristianos nos trajeron males que antes no existían en nuestra tierra. Nos trajeron la viruela, una enfermedad que dejaba marcas en el cuerpo y en la cara, que hizo estragos entre nuestra gente. Los más débiles morían como moscas porque no estaban preparados para ese mal, y los que se salvaban quedaban marcados para toda la vida.

El otro mal fue el alcohol, el pulcu huinca. La mayoría de la gente, hombres y mujeres se aficionó al aguardiente y a la ginebra degradando a nuestro pueblo y dejándolo a merced del huinca. Contaban los antiguos que todo era distinto antes de la llegada del conquistador. Nunca les creímos a los hombres que llegaron del otro lado de las aguas grandes, de sus bocas salían mentiras y engaños y no cumplían con los tratos hechos con nuestros caciques. Ellos dejaban los tratados escritos en papeles, pero para nosotros valía más la palabra, pero no la respetaron. Por eso nosotros reaccionamos de esta forma con el huinca. Cómo podemos dejar que nos roben, nos maten, nos traigan sus pestes y sus vicios y así se arruine nuestra cultura, nuestras costumbres, nuestra forma de vida. Somos gente como ellos, no somos animales ni bestias feroces, pero defendemos lo que consideramos nuestro.

Así fui creciendo y pasando los inviernos como lo hacían los demás chicos de la tribu, con nuestros juegos y el contacto con la naturaleza.

Cuando llegué a los cuatro años mi padre me regaló un caballo alazán, muy manso y me dijo que ya tenía edad para agujerearme las orejas, como se hacía con todos los niños y niñas de esa edad. Los cristianos le dicen bautismo, lo hacen mojándole la cabeza con agua al chico y agradeciendo a su dios.

Cuando llegó el día llevaron al caballo a un descampado frente a los toldos y le manearon bien las patas. Después los hombres lo hicieron acostar en el suelo donde quedó tendido y quieto. Nuestros caballos estaban acostumbrados a todo y no era necesario castigarlos a rebencazos como hacen los gauchos.

A mi me pintaron el cuerpo y la cara con pinturas de varios colores y me acostaron sobre el caballo, mirando hacia el lugar donde sale el sol.

Alrededor del caballo estaban todos los principales de la tribu, el cacique, la machi, los familiares y amigos de mi padre formando una rueda. Más atrás hacían otro círculo las mujeres que rezaban y cantaban pidiendo a los dioses salud y larga vida para mí.

Esto mismo que les cuento se lo hicimos a ustedes tres.

–Si abuelo –dijo el más pequeño–. Yo de eso me acuerdo porque me dolió mucho, pero no lloré y me aguanté el pinchazo.

–¡Ah! Ese toro, que aguanta como un hombre –dijo el viejo sonriendo–. Cuando estábamos todos en la ceremonia, uno de nuestros hermanos agarró un hueso de choique bien afilado y con mucha punta. Con el hueso me perforó las dos orejas y me pusieron unas crines para que no se cerrara el agujero. Después de un tiempo, cuando estaban curados me pusieron aros de plata. Los usábamos las mujeres y los hombres.

Con el mismo hueso le fue haciendo un raspón en la mano o en la pierna a todos los que me rodeaban y esa sangre se la ofrecieron a Huecuvü, el mayor de los espíritus malignos, para que no me hiciera daño. Nosotros en la llanura le decíamos Hualicho. Había que estar bien con él y ofrecerle algo a cambio para no enojarlo.

Cuando terminó todo carnearon una yegua gorda y se hizo una gran reunión con parientes y amigos para festejar el acontecimiento. Después que terminaron de comer y tomar pulcu, todos los parientes trajeron los huesos del costillar y los amontonaron delante de mí. Mi padre me dijo que por cada uno de esos huesos me iban a traer un regalo y yo me puse muy contento. Después de unos días me trajeron un ternero, una yegua y aros de plata para las orejas. Así fue mi bautismo, aunque yo era chico y no me acuerdo bien de todo lo que pasó ese día.

De chico aprendí a montar. Tendría cinco o seis años cuando acompañaba a mi abuelo a recoger huevos de patos silvestres y de gallaretas a la gran laguna. Los poníamos en un canasto de juncos tejidos para no romperlos. Él sabía la época de anide y siempre encontrábamos grandes cantidades que cocinábamos en el fogón, entre las cenizas calientes. En abril o mayo anidaban los cisnes y en primavera los patos y las gallaretas. También juntábamos yuyos medicinales para la curandera de la tribu, que ya era muy vieja y no podía hacerlo. El abuelo conocía muchos yuyos y se los llevaba al toldo. Allí la Machi los dejaba secar y después los usaba cuando alguno de los nuestros caía enfermo. Los cristianos usan otros remedios, pero nosotros aprovechamos lo que nos da la naturaleza. Las curanderas conocen yuyos para todas las enfermedades y los saben usar de diferentes maneras.

Bueno, por esta noche terminamos, ahora a sus catres a dormir bien abrigados con sus cueros. No hagan ruido que la abuela y Nampe duermen. Mañana seguiremos con otra historia.

El abuelo pampa

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