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Capítulo III
Оглавление…A la avestrucera la empleaban entonces los gauchos, lo mismo que los indios, con una mano arrojaban con fuerza al aire una de las bolas conservando la otra y al impulso del tirón la boleaban y tiraban…
La lanza rota – Dionisio Schoo Lastra
–Abuelo, hoy queremos que nos cuentes como eran esas grandes cacerías en la llanura, de las que siempre hablaste –dijeron Nahuel y Nehuen a coro. Pehuen asentía con su cabecita.
–Vos dijiste que a ustedes les gustaba mucho cazar, y que se reunían grandes grupos de gente para prepararse mucho tiempo antes –comentó Nahuel.
–Bueno, trataré de contarles lo que recuerdo de aquellos tiempos en que salíamos a bolear guanacos, gamas y ñandúes. Era una de las cosas que más nos gustaba hacer, además de conseguir carne fresca para el invierno y cueros y plumas para cambiar en la frontera por ropa y vicios.
Era muy distinta, según lo que me contaron los viejos, la forma de cazar antes que llegaran los cristianos. No teníamos caballos y todo lo hacíamos a pie, recorriendo grandes distancias con nuestras armas. Nuestros antepasados además de boleadoras y lanzas usaron arco y flecha. Cuentan que eran muy buenos arqueros y podían flechar animales a gran distancia. Más al sur, los tehuelches y otros pueblos siguen usando el arco, pero nosotros lo dejamos cuando aprendimos a amansar al caballo.
–¿De qué hacían los arcos abuelo? –preguntó Nehuen.
–Los arcos los hacían con cañas colihue, lo mismo que las flechas. El arco era una caña más gruesa y flexible o a veces se partían y se ataban superpuestas con tientos finos de cuero de guanaco para hacerlos más resistentes. En los lugares donde no había cañas se hacían con una rama flexible de árboles de la zona. Las cuerdas estaban hechas con tendones y tientos bien retorcidos y engrasados para protegerlos de la humedad. De eso casi siempre se encargaban las mujeres, que eran más habilidosas. Se sujetaban bien en las puntas del arco por medio de un nudo y así se armaba el arco, con la cuerda bien tirante. Medía un metro y medio más o menos y era fácil de llevar. Las flechas eran cañas más delgadas y bien rectas. Se les sacaban las hojas con una piedra afilada y se pulían con arena gruesa. Después se ataban todas juntas para mantenerlas bien derechas y se dejaban secar en la ruca o en el toldo. Si eran torcidas se enderezaban con fuego y un cuero húmedo. Las puntas las hacía algún artesano muy diestro, que conocía las piedras y las sabía golpear para sacar los mejores trozos y darles filo y punta. Tenían lugares especiales donde hacían las puntas, que se llamaban picaderos. Cuando encontraban vidrio cerca de los volcanes hacían flechas muy buenas y filosas, aunque usaban muchos tipos de piedra, según la zona de la tribu. También hacían puntas de hueso de los animales que cazaban y algunas de madera dura para animales más chicos. La cuestión era cazar algo para comer. Nuestros vecinos, los Tehuelches usaron más el arco y cuentan que bien al sur lo siguen usando.
–¿Vos usaste arco, abuelo? –preguntó el más chico.
–Muy poco. Aprendí a usarlo en los toldos de los manzaneros, porque había unos guerreros tehuelches que llevaban arco y me enseñaron, pero lo mío eran las boleadoras y la lanza. Es muy difícil con una flecha pegarle a un choique a la carrera, en cambio bolearlas es más fácil.
Antes del caballo los cazadores salían a pie y trataban de rodear a los animales y acorralarlos para poder acercarse y así flecharlos o bolearlos. Para cazar al ñandú eran mejores las boleadoras y para el guanaco el arco, si el cazador se podía acercar lo suficiente. Había puntas de flechas para guanacos, más grandes y pesadas y otras más chicas para cazar pájaros.
En mis tiempos salíamos a caballo. Éramos grupos de más de cien cazadores que íbamos montados en los mejores caballos, los más rápidos y ágiles. También venían mujeres y chicos que llevaban caballos de refresco y los toldos para armar en la zona de caza. Nos quedábamos dos o tres meses. En los toldos fijos quedaban sólo los viejos, los enfermos y las mujeres que esperaban un hijo .Teníamos que alejarnos bastante de la toldería y llevábamos carne seca para alimentarnos. Agua siempre encontrábamos en la llanura. A veces, aunque no estuviera el agua en la superficie cavábamos en la base de algún médano y comenzaba a brotar el agua fresca que había quedado almacenada de las últimas lluvias. Los más baqueanos conocían todos los secretos de la pampa y en poco tiempo improvisaban un aljibe.
Nosotros casi siempre llevábamos boleadoras de dos bolas, porque eran más livianas y fáciles de llevar. Las de tres piedras eran buenas pero más pesadas y se enredaban más, por eso usábamos las de dos bolas.
Cada uno llevaba dos o tres boleadoras avestruceras y una bola perdida, colgada en la montura. También le decíamos bola guacha, porque era una sola.
–¿Cómo era esa bola?s– preguntó Nehuen.
–Era más o menos del tamaño de un puño, recubierta en cuero sobado y sujeta con una cuerda de cuero trenzado de cuatro tientos, de más de una brazada de largo –respondió el viejo–. Con esa arma cazábamos a los chulengos, que cansados por la huida se apartaban de la madre. Perdidos, se acercaban al caballo y los matábamos de un solo bolazo en la cabeza. Su carne es mucho más sabrosa y tierna que la de los guanacos grandes. La de los machos es casi incomible, pero el cuero lo usábamos como abrigo. De las hembras de guanaco, además de la carne y la piel sabíamos usar el cuero de la ubre seca para hacer una especie de cofre apoyado sobre los pezones como si fueran pequeñas patas. Eso lo aprendimos de nuestros vecinos del norte, los huarpe, que eran muy buenos trabajando el cuero. Las mujeres usaban esos cofrecitos para guardar sus adornos.
También usábamos la bola perdida para defendernos de los leones, aunque casi nunca atacaban al hombre. El más peligroso era el nahuel (tigre), que se escondía en los grandes pajonales pero era muy raro encontrarse frete a frente con uno.
–¿Vos viste algún nahuel abuelo? –preguntó el chiquito con cara de miedo.
–Vi algunos muertos, pero por suerte no me encontré con ninguno en el desierto, ya casi no quedan. Leones sí, y cacé varios en los montes de caldén con la ayuda de los perros.
Para cazar guanacos y ñandúes, primero buscábamos una zona donde había un grupo grande de animales y formábamos un círculo de dos o tres leguas que se iba cerrando alrededor de nuestras presas. Cuando querían escapar, a los que pasaban más cerca los boleábamos y así podíamos cazar muchos animales que daban suficiente carne para guardar y tener comida en el invierno. Además, usábamos los cueros para hacernos ropa y muchos elementos útiles para la vida en la toldería. Con los cueros de los animales más jóvenes se hacían los quillangos, que eran suaves y muy abrigados, para soportar los duros inviernos en la llanura.
De los ñandúes usábamos casi todo. La carne que era muy sabrosa y la que más nos gustaba. Recuerdo la picana asada después de las cacerías. Del interior de los huesos se sacaba la grasa y con ella la curandera fabricaba una pomada para las heridas y los dolores. También se usaba el cuero, las plumas, los tendones y las venas, con las que se cosían los cueros de potro para armar los toldos.
Con el buche, la machi preparaba un remedio para el estómago. Hacíamos secar el buche al sol, y cuando estaba duro y reseco la curandera lo molía bien en el cudi, entre dos piedras y lo guardaba en una bolsita de cuero. Cuando había algún hermano con indigestión le daba a tomar un poco de ese polvo disuelto en agua que en poco tiempo lo curaba.
Con el cuero del cogote hacíamos bolsas para llevar el tabaco o para guardar otras cosas en el toldo. Los gauchos también usaban esas tabaqueras.
Las plumas, junto con los cueros de gamas, zorros y guanacos las cambiábamos en las pulperías de la frontera por yerba, azúcar, agua ardiente y cuchillos. Los pulperos hacían buenos negocios y teníamos que sudar para sacarles las mercaderías.
Las gamas son más chicas que los guanacos pero la carne no es muy buena, aunque el cuero siempre se utilizaba en la toldería. Pero también cazábamos y comíamos otros animales. Siempre la naturaleza nos proporcionaba alimento.
–¿Qué animales eran abuelo? –preguntó Pehuen que estaba muy atento a lo que relataba Calquín.
–Vizcachas, peludos, piches, perdices, martinetas, palomas –continuó el viejo. Siempre teníamos algo para comer y lo que sobraba lo guardábamos salado para usarlo en nuestras correrías o en el invierno. Cerca de la toldería había salinas de donde sacábamos chasi (sal) para cocinar y para guardar la carne.
Los cristianos también se metían en el desierto a buscar sal. Los caciques en esa época no atacaban a los huinca y decían que las cosas que había en la pampa las había puesto Dios y era para todos. Esto era antes de que Calfucurá llegara a Salinas Grandes y las cosas cambiaran. Los cristianos hacían una gran caravana con carretas y soldados y se llevaban grandes cargamentos para salar cueros. Por esos años, cuentan los viejos que los cristianos entraron con 500 o 600 carretas, miles de bueyes, caballos, soldados y gente para cargar la sal en las carretas. Tardaban más de dos semanas en llegar y llevaban comida y animales vivos para alimentarse. Ellos mandaban los cueros al otro lado de las aguas grandes. En esos tiempos no había guerra con los cristianos porque éramos pocos y la pampa alcanzaba para todos. Después la cosa cambió y no se animaron más a meterse en el desierto.
Nosotros con la carne de huaca (vaca) y de cahuello (caballo) hacíamos charque. Las mujeres se encargaban de cortarla en lonjas muy delgadas, con los cuchillos que cambiábamos a los cristianos por cueros y plumas de ñandú. Las salaban bien por los dos lados y la colgaban al sol en lazos y tiras de cuero atados a postes bien altos para que no la comieran los perros. Después de unos días, la carne estaba bien seca y se podía guardar para el invierno o para llevar en las cacerías o al malón.
–¿Y cómo la llevaban abuelo?– preguntó Nehuen.
–Era muy fácil –dijo el viejo–. Metíamos en charque en las vejigas secas de los animales que carneábamos o lo atábamos a la montura con tientos y siempre teníamos algo para masticar sin bajar del caballo.
–¿Y qué otros animales cazaban? –preguntó el más pequeño.
–A vos te hubieran gustado –dijo el viejo–. Cazábamos los pichones de chingue, zorrinos como los llama la abuela, y los llevábamos a los toldos para que jugaran los chicos. Los zorrinos grandes cuando los cazan tiran un chorro de orina con un olor muy fuerte que le hace mal a los perros cuando le da en los ojos. Hay que agarrarlos de la cola y tenerlos colgados para que no puedan tirar a los ojos ese líquido hediondo. Con las pieles de los zorrinos, que son negras con una franja blanca, las mujeres hacían unos quillangos muy bonitos. Esos quillangos los cambiábamos en la frontera por ropa y yerba porque les gustaban mucho a los pulperos y los vendían a la gente de los poblados.
El europeo cuando ocupó las costas del Río de la Plata y luego los habitantes de las ciudades y los pueblos que fueron creciendo al amparo de la civilización no podían creer que esos pueblos vivieran sin trabajar, en sus toldos de la llanura.
Lo que sucedió fue un choque muy grande de culturas que no permitieron ver con claridad de ambas partes, a los grupos humanos que las integraban y fueron considerados enemigos. El conquistador, y luego los criollos, en lugar de tratar de integrar a los salvajes, como los denominaban, buscaron todos los medios para desplazarlos y ocupar sus fértiles territorios para la cría de ganado. Nunca se empleó una política a fondo para enseñarles a trabajar la tierra, a cultivar el suelo y a manejar los animales en asentamientos permanentes. En lugar de proveerles de materiales de labranza y semillas intercambiaban yerba, azúcar, aguardiente y otros elementos que hicieron que el habitante de la llanura se acostumbrara a ellos. Principalmente el alcohol que los fue deteriorando y envileciendo de una manera notable.
Junto a ello los desplazaban por la fuerza y ocupaban sus lugares de cacería. Por eso la reacción de esos pueblos y los malones, para vengarse de los cristianos, apoderarse de sus bienes y también de sus mujeres haciéndolas cautivas.
Había caciques muy astutos, que sabían tejer alianzas con los blancos y conseguían mercaderías y hacienda, pero al menor desacuerdo cambiaban de parecer y se aliaban a otros caciques para atacar la frontera.
Ellos habían nacido en un lugar privilegiado, con animales de todo tipo para su alimentación. Con hierbas comestibles y medicinales. Con innumerables lagunas y ríos, lo que les permitía tener agua en cualquier época de año y con salinas para conservar el alimento. Con árboles que les daban sombra y leña. Lo único que tenían que hacer era recoger lo que les brindaba la naturaleza y con eso vivían sin privaciones. Era un verdadero paraíso, con clima benigno al que ya estaban habituados y dispersos en una enorme extensión. Y además, sus baqueanos conocían palmo a palmo la enorme llanura y sus serranías y sabían guiar a su gente a los lugares donde había comida, agua y refugio en las temporadas de escasez.
Cuando llegó el conquistador el choque cultural fue tremendo y de allí todos los enfrentamientos, las luchas, los malones, las matanzas de indios y de cristianos y por último, cuando las fuerzas y los recursos de las tribus estaban agotadas, la campaña del desierto que terminó con la débil resistencia si es que quedaba alguna para esa época. La superioridad de las armas y el debilitamiento de la gente concluyeron con la expulsión y el exterminio de las tribus que quedaban y la ocupación y el reparto de las tierras por parte de los vencedores.
Muchas de esas tierras quedaron en manos de proveedores del Estado corruptos que hacían tratos con algunos jefes militares y con civiles. Sobre facturaban o no entregaban lo convenido en equipos y provisiones y compraban a los caciques las haciendas robadas en otra parte de la provincia. De esa manera amasaron enormes fortunas en perjuicio del Estado y de los pueblos que poblaban la llanura, que en muchos casos reaccionaban con razón ante esas circunstancias.
Calquín siguió recordando sus cacerías.
–A veces salíamos dos o tres a bolear, cuando no había comida y para vender algunas plumas. Con el caballo bien liviano íbamos por la llanura buscando algún choique para poder comer. Era difícil encontrarlos porque se metían entre los yuyales agachados y se quedaban bien quietos. Cuando alguno salía, con una bola en la mano se tiraba la otra al aire y se revoleaba con fuerza tirándola a las patas del avestruz. Según la distancia se tiraba con una, dos o tres vueltas.
Era costumbre que al caer el bicho, se lo mataba y con la sangre fresca se mojaba el hocico del caballo para que conociera el olor. Así, cuando había un choique escondido en las cortaderas, el caballo se paraba y miraba para ese lado. El cazador, prevenido desataba un par de bolas y cuando el animal se levantaba lo atropellaba y le hacía un tiro antes que se alejara mucho. Había que ser muy rápido y hábil para cazarlos.
Bueno –dijo el viejo–, ahora a dormir que para mañana les tengo preparada una sorpresa. Descansen bien que nos vamos a levantar temprano.
Los chicos obedecieron al viejo y se metieron entre sus mantas protegidos por la tibieza de la ruca.