Читать книгу El abuelo pampa - Héctor Cirigliano - Страница 12

Capítulo VI

Оглавление

Tiemblan las carnes al verlo

Volando al viento la cerda,

La rienda en la mano izquierda

Y en la derecha la lanza;

Ande enderieza abre brecha

Pues no hay lanzazo que pierda.

Martín Fierro – José Hernández

–Esta noche, que los veo más descansados y atentos les voy a contar como era salir a malonear y por qué lo hacíamos, atacando las estancias y los poblados delos huinca. A nosotros, los primeros habitantes de la llanura, los cristianos siempre nos trataron de ladrones, vagos y salvajes, pero no era tan así. Ellos tenían sus razones cuando entraban los vorogas o los araucanos del otro lado de la cordillera, los chilenos que se llevaban grandes cantidades de vacas y caballos para venderlas a los compradores que tenían apalabrados en Chile. Pero no todos actuaban de esa manera, había tolderías que estaban asentadas hace mucho tiempo y hacían su vida de cacerías y recolección de algarroba y otros frutos con los que se mantenían.

Cuando llegaron los huinca y fundaron la primera ciudad, a orillas del gran río marrón, nuestros antepasados vivían desde mucho tiempo atrás en la llanura, cazando y recolectando para comer y vestirse. No había límites ni fronteras. Cada tribu ocupaba un lugar en esa inmensidad y nos movíamos a gusto en busca de lo que nos daba la madre tierra. Cuando se fueron, hostigados por los pampas y los querandíes que vivían en las orillas del río, abandonaron unas cuantas yeguas y caballos y algunas vacas que se desparramaron por esa inmensidad casi desierta y se multiplicaron por millones. Así fue como descubrimos al caballo y aprendimos a amansarlo. Ya les contaré como hacíamos y las diferencias con el gaucho para amansarlos y montarlos.

El caballo nos dio todo. Carne, cueros, leche de yegua y lo principal, aprendimos a montar y nuestros guerreros se convirtieron en grandes jinetes que hacían lo que querían sobre el lomo de un caballo.

También nos dimos cuenta de que las vacas servían como alimento y los cueros para hacer muchas prendas que usábamos en la toldería.

Pero los cristianos regresaron. Bajaron del Paraguay, muy al norte, por el gran río y volvieron a levantar su aldea. Trajeron más vacas y caballos y con el tiempo fundaron otros pueblos cerca de la costa.

A medida que fue creciendo la población del huinca, empezaron a buscar más alimentos y sal. Hicieron grandes caravanas de carretas protegidas por soldados y se metieron en el desierto, atravesando nuestras tierras. Al principio no pasó gran cosa porque la pampa es muy grande y la gente era poca. Cabíamos todos.

–Abuelo, ¿vos cómo sabés eso si pasó hace tanto tiempo? –preguntó el mayor, que seguía el relato con mucha atención.

–Muchas de esas cosas me las contó Lucía, que me hizo entender, con mucha paciencia cómo era la historia de los blancos en la llanura. Recuerden que la abuela era una mujer de una familia poderosa y los padres la educaron muy bien. En esa época eran muy pocas las cautivas que sabían leer y escribir.

También empezaron las vaquerías que organizaban los cristianos y el intercambio de mercaderías con las tolderías vecinas, que se fue extendiendo hacia tierra adentro y así conocimos muchas cosas de la civilización. Pero también con ellos llegaron enfermedades que nos mataban por miles. La viruela no perdonaba a nuestra gente, que no conocía a la enfermedad nueva y le tenía terror. Era el Hualicho que nos trajeron los cristianos.

Y trajeron aparatos raros que no conocíamos para ver muy lejos, para ver el mundo, nuestras riquezas, y otros para medir la tierra. También trajeron alcohol y tabaco. Y nos aficionamos a ellos, como a la yerba, el “achucar”, los cuchillos, las espuelas de plata y el pulcu huinca. Pero nunca nos enseñaron a trabajar la tierra, a asentarnos en un lugar y vivir de manera civilizada. Tampoco nos dieron aperos de trabajo y semillas para sembrar. Solamente en la época de Juan Manuel se repartieron algunos bueyes, arados y semillas, pero no sirvió de mucho, porque cuando lo derrotaron las cosas cambiaron. Muy pocos se ocuparon de enseñarnos a cultivar los campos y cuando se peleaban los del gobierno perdíamos todo lo ganado y empezaba la guerra.

Nosotros vivíamos en una llanura inmensa, que nos daba lo necesario para vivir y abrigarnos y con eso estábamos conformes, esa era nuestra vida.

–¿Y qué hacían entonces abuelo? –quiso saber Nehuen.

–Cuando el hombre de las tolderías vio y probó las mercaderías y los adelantos que traían los cristianos, quiso tenerlos, pero no sabían cómo ganarlos. Entonces pedían o robaban. Así fue como empezaron los malones, atacando a las poblaciones más chicas y desprotegidas, para llevarse todo lo que les gustaba. Pero con eso vino la violencia, los conás mataban cristianos y ellos mataban a los nuestros con sus armas de humo y fuego.

Nosotros le teníamos mucho miedo al ruido que hacían las armas. No estábamos acostumbrados a que nos mataran desde lejos, nos gustaba pelear cuerpo a cuerpo, con la lanza o las boleadoras.

Era una lucha a muerte, porque si ganaban los milicos o los gauchos de los poblados no dejaban guerrero vivo, y nosotros pasábamos a degüello a todos los hombres que caían en nuestras manos. Una vez, en una estancia matamos a todos los gauchos y a los soldados, solamente se salvó uno que les contó a los cristianos lo que había pasado.

–En San Antonio –dijo Lucía que se acordaba por los comentarios de sus padres.

–Ahí mismo –dijo Calquín–, los guerreros estaban tan enceguecidos de odio que tomaron la sangre de algunos cristianos y a otros les arrancaron y comieron el corazón. Con el tiempo se hizo cada vez más difícil y los cristianos le tenían terror a los ataques de los malones. Por eso empezaron a levantar fortines en toda la frontera de la pampa, que en esa época apenas llegaba al Salado, que era el río que formaba la línea de separación entre nosotros y ellos. Pero ese río no era una barrera, porque lo pasábamos a caballo sin problemas.

–Abuelo, ¿y era mucha la gente de nuestras tribus? –preguntó Nahuel.

–No, éramos unos pocos miles, desparramados en un desierto inmenso, desde las montañas del oeste hasta el mar. Si el cristiano, que era más civilizado que nosotros, nos hubiera tratado de otra forma, tal vez las cosas hubieran sido distintas. Pero muy pocos fueron los huinca que nos comprendieron y se dieron cuenta de que éramos gente como ellos. Don Juan Manuel, como les dije, fue uno de los caciques de los cristianos que trató de hacer la paz con nosotros. Tenía hermanos nuestros que trabajaban en sus campos y aprendieron las costumbres del huinca. Por un tiempo lo logró y no hubo guerras. Uno de nuestros caciques vivió y creció en una estancia de él y aprendió las costumbres y el idioma de los cristianos.

–¿Quién era abuelo? –preguntó el más pequeño.

–El gran Panguitruz Güor, el zorro cazador de leones de los ranculches, que era hijo de Paine Güor el zorro celeste de Leuvucó, el lugar donde las aguas corren. Los cristianos lo llamaban Mariano. Un día escapó de la estancia con otros dos guerreros, porque extrañaba los toldos y se convirtió en cacique cuando murió su padre.

Después los cristianos se pelearon entre ellos. Los colorados de Juan Manuel peleaban y degollaban a los unitarios, a los que les decían salvajes, y los unitarios se refugiaban en las tolderías para escapar de la mazorca. Había muchos milicos que vivían con nosotros.

Pasaron como cuarenta años, y después vino a los toldos de Panguitruz ese toro que era el coronel Mansilla, sobrino de Juan Manuel. Tenía buenas intenciones y conocía la vida de los habitantes del desierto. Trajo otro tratado de paz pero duró poco, nunca pudimos entendernos.

Bueno, hoy ya hablé bastante y los veo con sueño, mejor seguimos mañana y les cuento cómo fue el primer malón que recuerdo, cuando tenía unos veinticinco inviernos y me llevaron con otros guerreros de mi toldería. Éramos hombres de lanza. El cacique que estaba al frente de ese malón era Pincén.

El viejo pehuenche ayudó al pequeño a acostarse, bien abrigado. Arrimó unos leños al fuego y fue a descansar a su catre.

En su mente comenzaron a dibujarse los recuerdos de aquellos tiempos, cuando era joven y fuerte.

El viejo, en su larga vida había conocido a muchos caciques, entre ellos al temible Pincén, que era hijo de un pehuenche y una cautiva cristiana. Siempre dijo ser hijo de esta tierra, pero nunca quiso hacer tratos con los cristianos. También se mantuvo independiente de Calfucurá, el señor de las salinas.

Se reunieron varios caciques menores y un capitanejo cada 15 o 20 indios. Planificaron bien el malón, que estaba preparado para atacar un poblado del norte de la “Futa Uaría”, la gran ciudad de los cristianos, y dos estancias vecinas al pueblo. Esperaron que llegara el cuarto creciente para estar en el lugar del malón con luna llena.

El cacique destacó a un grupo de mocetones bomberos, para explorar la zona. Durante varios días, mimetizados entre los pastizales recorrieron el pago para tener una idea de cuántas yeguas y vacas podrían arrear.

Habían elegido una zona bastante desprotegida por los soldados, donde había numerosa caballada y algunas estancias que criaban vacas. Cuando recibieron la noticia de los exploradores y estuvieron bien seguros, prepararon el malón.

Se reunieron más de 200 hombres de lanza de varias tolderías en grupos comandados por los capitanejos, otros caciques y el propio Pincén al mando. El que los guiaba entre los guadales y las lagunas era Pichi Pincén, el mejor baqueano de la pampa en esos tiempos, sobrino de Ta Pincén, Pincén el grande, como lo llamaba su gente.

Reunieron los mejores caballos, llevando también caballos de refresco para la huída, después del malón. Estaban bien armados. Cada guerrero llevaba su lanza emplumada, bien curada, de más de cuatro metros, con la chuza bien afilada, boleadoras ñanduceras y una bola perdida para dar el golpe de gracia a los heridos. Algunos tenían cuchillos y facones para rematar a los lanceados.

La orden de Pincén era terminante. Pasar a degüello a todos los hombres y llevarse cautivas a las mujeres y los chicos. Querían, además de los animales y las cautivas, vengar a los compañeros masacrados en una emboscada que les habían tendido los junineros unos meses antes.

Se pusieron en marcha desde el centro de la llanura pampeana y los primeros días avanzaron al galope, devorando leguas y leguas de pajonales pasando entre los médanos y esquivando guadales con arenas blandas que se podían tragar a los hombres y las bestias. Llevaban charqui pisado con sal y ají silvestre para alimentarse, además de los animales que bolearan durante el avance del malón. El agua estaba asegurada, porque los baqueanos conocían con precisión todas las aguadas y lagunas que salpicaban el desierto. Avanzaban bordeando la gran rastrillada del norte, que era el camino más conocido y seguro.

Cuando cruzaron el Salado hicieron la marcha más lenta para no delatarse con la huída de animales salvajes y el polvo que levantaban los caballos al galope, tan visible en el campo llano a enormes distancias. Cuando estaban más cerca se escondían de día y aprovechaban la luz de la luna para avanzar.

El cacique reunió a un grupo de conás comandado por uno de los capitanejos y los mandó a las cercanías de un poblado distante varias leguas para llamar la atención de los soldados. Hicieron un amago de ataque a una de las estancias y huyeron tierra adentro, para volver a unirse al grupo dando un rodeo. Una partida de soldados los persiguió, pero los caballos de los nuestros eran mucho más veloces y resistentes y se perdieron en el desierto. De esta forma dejaron el campo libre al malón que avanzaba.

La noche anterior al ataque habían acampado cerca de una lagunita, en completo silencio, sin encender ningún fuego que pudiera delatarlos. Casi nunca encendían fuego afuera, porque en la llanura el humo se ve a enorme distancia, por eso lo empleaban muchas veces para hacer señales y comunicarse con las tolderías de los alrededores. Durmieron como todas las noches, bajo las estrellas, envueltos en ponchos, con la montura como almohada y el cojinillo de cama.

Delante del malón había salido un grupo de bomberos para reconocer el terreno cuando ya estaban cerca del objetivo.

Al día siguiente, antes del amanecer, ya estaban listos para el ataque al poblado ya las estancias cercanas. Masticaron unos trozos de charqui y después hicieron correr los chifles de aguardiente que habían reservado para entonarse. En cada malón se jugaban el pellejo. Las balas de las carabinas y de los fusiles no perdonaban.

Reunieron los caballos y se pusieron en marcha en silencio. Los teros alborotaban al paso del malón y desde las lagunas y los bajos se escuchaba el grito estridente del chajá, delatando la presencia de gente o animales.

Rumiando esos recuerdos el viejo se quedó dormido, mientras que en el fogón se apagaban las últimas llamas de los leños y quedaban solo las brasas alumbrando la oscuridad de la ruca, en la noche austral.

El abuelo pampa

Подняться наверх