Читать книгу El molino silencioso; Las bodas de Yolanda - Hermann Sudermann - Страница 10

VIII

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Penetran juntos en el jardín que el sol inunda con sus rayos ardientes, y respiran más libremente bajo la bóveda de verdor que los envuelve en su fresca sombra.

Gertrudis se echa negligentemente sobre el banco de césped y coloca bajo su cabeza, a guisa de almohada, sus brazos, bruñidos por el sol.

A través del tupido follaje se deslizan aquí y allá algunos rayos que adornan sus vestidos con manchas de oro, ruedan sobre su cuello y sus mejillas, y rozan su frente, poniendo un claro fulgor en su cabellera obscura y rizada.

Juan se sienta frente de ella y la contempla con una admiración que no procura disimular.

Está persuadido de que en su vida ha visto tanta gracia. ¡Qué encanto en la actitud de esa joven cuñada medio tendida! Las palabras de su hermano le vuelven a la memoria: «¿Me habría sido posible no amarla?»

—No sé, pero hoy siento ganas de charlar—dice Gertrudis con sonrisa confiada;—y coloca más cómodamente su cabeza.—¿Y tú, estás dispuesto a escuchar?

Él hace un signo afirmativo.

—Entonces... el pan no era abundante en casa y los pedazos estaban contados. En cuanto a la manteca para poner en él, inútil es hablar de ella. Si yo no hubiese cuidado el huerto, cuyos productos se vendían en la ciudad, nos habría sido imposible vivir. ¿Por qué la gente lleva toda su harina al molino de agua de los Felshammer, sin pensar que en los molinos de viento los pobres molineros necesitan vivir también? Esto es lo que nos decíamos a menudo; y mirábamos con odio vuestra casa... Pero he aquí que, de repente, llega Martín. Quiere, dice, vivir en buenas relaciones con sus vecinos. Se muestra amable y cariñoso con el padre, amable y cariñoso conmigo. Lleva a los muchachos pasteles y azúcar cande, y todos nos enamoramos de él. Y al fin declara al padre que me quiere por mujer... «¡Pero si no tiene nada!—dice mi padre.—«Tampoco quiero yo nada» responde él. Y figúrate... ¡me toma sin un céntimo de dote!... Ya puedes comprender mi alegría, pues el padre me había repetido con frecuencia: «Hoy todos los hombres van detrás del dinero; tú eres pobre, Gertrudis; prepárate para quedar soltera». Y, sin embargo, me he casado antes de los diez y siete años... Por lo demás, yo profesaba desde hacía mucho profundo afecto a Martín; porque, aunque era un poco tímido y avaro de sus palabras yo había leído en sus ojos su buen corazón. No puede franquearse tanto como quisiera, y eso es todo. Yo sé cuán bueno es; y a pesar de su talante gruñón, a pesar de las reprimendas que me echa, no dejaré de amarlo toda mi vida.

Guarda silencio un instante y se pasa la mano por el rostro como para echar al rayo de sol que le dora las pestañas y hace brillar sus ojos con colores vivos y tornasolados.

—Mira si es bueno para los míos—continúa con apresuramiento, como si creyera no poder encontrar bastante afecto para acumularlo sobre la cabeza de Martín.—Quería darles cada año una pensión, no sé de cuánto; pero yo no lo he consentido, porque no podía conciliarme con la idea de que mi padre estuviera reducido a aceptar una limosna en sus últimos días, aunque se la diese su yerno. Pero me he reservado una cosa: continuar aquí el cultivo del huerto, al que estaba acostumbrada en nuestra casa, y quedarme con lo que produzca.

El empleo de ese dinero es cuenta mía.

Se sonríe mirándolo con aire triste, y continúa:

—Tienen verdadera necesidad de él en casa; porque, ya lo ves, hay tres chicos todavía, que alimentar y vestir sin contar que, desde que yo partí, tienen que valerse de una criada.

—¿No tienes hermanas?—pregunta Juan.

Ella menea la cabeza y dice, lanzando de improviso una risotada:

—¡Es escandaloso! Ni siquiera una, de la cual pudieras hacer tu mujer.

El ríe con ella y dice:

—No es una mujer lo que necesito ahora.

—¿Entonces, qué?

—Una hermana.

—Pues bien, ya tienes una—dice ella levantándose de un salto y acercándose a él.

Después, avergonzada sin duda de su vivacidad, se deja caer ruborosa sobre el banco de césped.

—¿De veras?—dice con los ojos brillantes.

Ella hace un leve mohín y dice vivamente:

El molino silencioso; Las bodas de Yolanda

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