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VII

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A la mañana siguiente, Juan busca en el cuarto sus ropas de trabajo. Le aprietan un poco en los hombros. ¡Cristo! ¡cómo ha engrosado!

Ya está alto el sol. Le parece que pone menos luz y calor en cualquier parte que no sea en aquella soledad florida. Es una cosa particular el sol del país natal. Dora todo lo que toca, y brotan canciones de los labios que acaricia. ¡Qué hermosa es la vida en la casa paterna! ¡Viva la alegría!

—Tengo ahora en casa todo un nido de alegres pájaros;—dice riendo Martín, que va a darle los buenos días. Sigue cantando, muchacho... Estoy acostumbrado desde que vive aquí Gertrudis... Pero ¿qué vas a hacer con esa blusa blanca?

—¿Crees acaso que voy a estar aquí de brazos cruzados?

—Descansa un día más.

—¡Ni una hora! Mis ropas de holgazán están colgadas ya de un clavo.

Martín ha visto las flores que están a la cabecera del lecho, y dice riendo de mala gana.

—¡Habrase visto! Le he prohibido que haga eso conmigo y te da a ti esa mala broma. Por eso estás hoy tan pálido.

—¿Pálido, yo? No lo creo.

—No le digas nada. Yo le prohibiré que haga estas tonterías.

Y bajan los dos juntos.

No se ve a Gertrudis en ninguna parte de la casa.

—Está en el jardín desde las cinco—dice Martín sonriendo con complacencia.—Todo marcha aquí al vapor desde que ella tiene la dirección de la casa... Es viva como una ardilla, y está en pie desde el alba; y siempre contenta... siempre entonando canciones y soltando gritos de alegría.

Al dirigirse al molino, los dos hermanos ven pasar por arriba de ellos, rozando sus cabezas, un tronco de zanahoria.

Martín se vuelve riendo, y hace con el dedo un ademán de amenaza.

—¿Quién es?—pregunta Juan, recorriendo con la mirada el patio, donde no se ve alma viviente.

—¿Quién quieres que sea, sino ella?

—¿Y no ves nada que indique dónde está?

—Nada absolutamente... Es un verdadero diablillo, se hace invisible cuando quiere.

Y, con el rostro radiante, sigue a su hermano al molino.

Pasan las horas. Juan quiere demostrar lo que puede hacer, y trabaja con gran energía. Mientras está vigilando en la galería el trituramiento del grano en la tolva, siente que le tiran de la blusa.

Mira hacia abajo. Gertrudis, de pie en la escalera, con las mejillas tostadas por el sol y los ojos brillantes, le hace una seña con el dedo:

—Ven a almorzar.

—Al instante.

Termina su trabajo y se coloca a su lado.

—¡Brrr!—exclama la joven sacudiéndolo;—¡cómo te has vestido!

—¿Y qué?

—Ayer me gustabas más.

Dicho esto, le tiende la mano para darle los buenos días, y baja apresuradamente la escalera, divirtiéndose en esparcir delante de ella una lluvia de harina.

Al pasar por delante de la habitación que Martín llama su despacho, su rostro toma una expresión misteriosa, y deteniéndose, levanta las dos manos en el aire, como para conjurar un espíritu.

Al cabo de un instante, pregunta en voz baja:

—Di, ¿qué hay ahí dentro?

—No sé.

—Yo tampoco. ¿No tienes permiso para entrar ahí?

—No.

—¡Alabado sea Dios! Entonces no soy yo sola la tonta... Cuando tengo que decirle algo, es preciso que llame a la puerta... Vamos, di la verdad, ¿te parece que eso está bien? Yo no soy una chiquilla para que... Pero me callo; no hay que hablar mal del marido. Sin embargo, tú eres su hermano; intercede por mí junto a él, ruégale que me diga qué hay dentro. ¡Si vieras cuan intrigada estoy!

—¿Te figuras que me lo dirá?

—Entonces tendremos que consolarnos juntos... Ven.

Y, de un salto, transpone los tres peldaños que conducen al umbral de la puerta.

Durante el almuerzo, adopta de improviso una fisonomía seria, y habla con importancia de los cuidados que le da el manejo de la casa. Había adquirido, es cierto, en su familia, la costumbre de salir de apuros sola, porque su pobre madre había muerto hacía muchos años, y antes de la confirmación, había tenido que dirigir la casa de su padre; pero la tarea no era muy pesada: su padre no tenía a su servicio más que un criado para el molino y los trabajos del campo... ¡se extenuaba de trabajo el pobre padre!

Sus ojos se llenan de lágrimas. Confusa, vuelve la cabeza. Después se levanta vivamente y pregunta:

—¿No tienes ganas?

—No.

Luego continúa.

—Ven conmigo al jardín. Conozco una espesura donde se está muy bien para hablar.

—Allá, en el extremo de la alameda. Es también mi lugar favorito.

El molino silencioso; Las bodas de Yolanda

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