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El lunes por la mañana, Rebus regresó a Tulliallan a tiempo para el desayuno. Había pasado la mayor parte del sábado distraído en el bar Oxford, charlando con unos y con otros. Luego, fue a su piso y se quedó dormido en el sillón hasta que se despertó a medianoche con una sed horrorosa y dolor de cabeza. Hasta el amanecer no había pegado ojo y, en consecuencia, se levantó el domingo a mediodía. Con un viaje a la lavandería había ocupado su tarde y después había vuelto al Oxford.

En definitiva, un fin de semana que no había estado nada mal.

Al menos ya no sufría aquellos fallos de memoria; se acordaba de las conversaciones que había sostenido en el Oxford, de los chistes y de lo que había visto en el televisor del fondo del local. Al principio de la investigación del caso Marber había sufrido un bajón, como si el pasado le agobiara tanto como el presente; recuerdos de su matrimonio y del día en que, recién casados, se mudaron al piso de Arden Street. Aquella primera noche había visto por la ventana cómo un borracho de mediana edad, que parecía dormido, se agarraba con todas sus ganas a una farola para no caer. Aquel hombre había despertado afecto en él; en aquella época, recién casado, con la hipoteca acabada de firmar y con Rhona hablando de tener niños, sentía afecto por casi todo.

Y ahora, una semana o dos antes del incidente de la taza de té, él mismo encarnaba a aquel hombre: era un individuo de mediana edad que se agarraba a aquella misma farola, porque cruzar la calle con la vista turbia era una proeza. Habría debido ir a cenar a casa de Jean, pero en el Oxford se encontraba a gusto y salió fuera a telefonear para excusarse con una mentira. Había vuelto probablemente andando a Arden Street, aunque no lo recordaba. Recordaba haberse agarrado a la farola riéndose al acordarse de aquel hombre, y que un vecino se brindó a ayudarle a cruzar, pero él, aferrado al poste como a una tabla de salvación, berreó que era un inútil y que únicamente valía para estar sentado en un despacho llamando por teléfono.

Ni había tenido valor para mirar al vecino a la cara.

Después de desayunar salió a fumar un cigarrillo y se encontró con que había expectación entre los jóvenes agentes que llenaban el patio de desfiles. Los destinados al Departamento de Investigación Criminal habían cubierto la mitad de las cinco semanas de curso y, como parte de su entrenamiento consistía en recaudar dinero para obras benéficas, uno de ellos había propuesto el espectáculo de lanzarse en paracaídas sobre el patio de desfiles a las nueve y cuarto. En el lugar de aterrizaje habían dispuesto una gran equis hecha con dos tiras de material rojo brillante sujeto con piedras. Los alumnos miraban en grupos al cielo entrecerrando los ojos y se protegían con la mano a guisa de visera.

—A lo mejor colabora la base de Leuchars de la RAF —comentó uno.

Rebus contempló la escena con las manos en los bolsillos. Él había firmado un formulario de adhesión para contribuir con cinco libras si el salto era un éxito; corría el rumor de que en la entrada había un Land Rover con matrícula del ejército y, además, en una ventana del edificio que daba al patio se veían dos hombres con uniforme gris claro.

—Señor —saludó un cursillista al pasar junto a Rebus.

Era un formulismo habitual, parte de su entrenamiento; a veces se cruzaba por los pasillos con seis de ellos que pasaban en sucesión diciendo «Señor» sin detenerse, pero él hacía oídos sordos. Se abrió una puerta y todas las miradas confluyeron en ella; salió un joven con mono de piloto y una especie de arnés de paracaídas cubriéndole el torso; llevaba en la mano una silla metálica. Saludó a la concurrencia con una inclinación de cabeza y una amplia sonrisa, vieron que se dirigía a la equis y situó la silla en el centro. Rebus expulsó aire despacio y movió la cabeza de un lado a otro pensando en lo que venía a continuación. El joven subió a la silla, se agachó, juntó las manos como si fuera a zambullirse en una piscina, y se lanzó, levantando polvareda al aterrizar; hecho lo cual, se puso en pie y abrió los brazos como para recibir la ovación del público. Se oyeron murmullos y muchos se miraron perplejos. El recluta recogió la silla y Rebus vio a los oficiales de la RAF sonriendo en la ventana.

—Pero ¿eso qué era? —inquirió uno de los presentes.

—Eso era un salto con paracaídas, hijo —dijo Rebus.

Su alborozo se había atenuado por el hecho de haber perdido cinco libras y recordaba que cuando él hizo el cursillo del Departamento de Investigación Criminal recaudó dinero participando en una carrera de obstáculos de veinticuatro horas seguidas. Ahora sería incapaz de hacer el itinerario paseando.

Al entrar en la sala de trabajo proclamó que el salto había sido un éxito. Hubo ceños y encogimientos de hombros. Jazz McCullough, a quien habían nombrado jefe de la investigación, hablaba con Francis Gray. Tam Barclay y Allan Ward organizaban el sistema de archivo y Stu Sutherland explicaba la estructura de la investigación al inspector jefe Tennant, que le miraba nervioso. Rebus se sentó, cogió un montón de papeles y trabajó media hora, levantando de vez en cuando la vista para comprobar si Gray le hacía alguna seña, hasta que anunciaron un descanso, momento que aprovechó para sacar un papel del bolsillo y añadirlo al montón. Tomó un vaso de té y preguntó a McCullough si quería intercambiar con él su trabajo.

—Por cambiar de perspectiva, ya me entiendes —añadió.

McCullough asintió con la cabeza, se sentó frente al montón de papeles de Rebus y en ese momento se les acercó Gray, que acababa de hablar con Tennant.

—Parece nervioso —comentó Rebus.

—Es que han venido los jefazos —contestó Gray.

—¿Qué jefazos?

—Los jefes de policía. Ahora mismo hay seis celebrando una reunión. No creo que nos molesten, pero Archie no está muy convencido de ello.

—¿Por qué no quiere que conozcan a los de la clase de recuperación?

—Algo así —respondió Gray con un guiño.

McCullough los interrumpió para llamar a Rebus, quien se acercó a la mesa, cogió el papel que le tendía y fingió que lo estaba leyendo.

—Dios, ya ni me acordaba —dijo simulando gran sorpresa.

—¿Qué es eso? —preguntó Gray con la cara pegada a su hombro.

Rebus se volvió y le miró a la cara.

—Un informe que acaba de encontrar Jazz —dijo— de dos policías que fueron a Edimburgo a investigar sobre un socio de Rico, un tal Dickie Diamond.

—¿Y qué? —le preguntó Tennant, que se les había acercado.

—Que yo fui el oficial de enlace, eso es todo.

Tennant leyó la hoja.

—No parecen haber quedado muy contentos —comentó.

—Esos comentarios los hicieron para justificarse —añadió Rebus—, porque ahora recuerdo que se pasaron todo el tiempo en los bares.

—¿Sólo lo recuerda? —inquirió Tennant mirándole.

Rebus asintió con la cabeza sin que Tennant apartara los ojos de él, pero Rebus no añadió nada más.

—¿Quién es ese Dickie Diamond? —preguntó McCullough.

—Un personajillo insignificante —contestó Rebus—. Yo apenas le conocía.

—¿Agua pasada?

—Podría seguir en danza. No lo sé.

—¿Era un sospechoso? —preguntó McCullough.

—¿Alguien de vosotros detuvo alguna vez a un tal Richard Diamond? —preguntó Gray.

Casi todos negaron con la cabeza y algunos se encogieron de hombros.

—¿No han encontrado ahí ningún dato sobre él? —preguntó Tennant a McCullough señalando con la cabeza hacia el montón de papeles.

—Yo no he visto nada.

—Bien, algo debe de figurar en los expedientes —añadió Tennant dirigiéndose a todos—. Si para empezar hubiesen estado bien hechos los índices, tendría que haber datos anexos a este informe. Así que tengan en cuenta el nombre y sigan buscando.

Se oyeron murmullos de «Sí, señor» mientras Francis Gray anotaba el nombre en el tablón.

—¿No podrían tus colegas de Lothian y Borders darnos algún dato sobre ese tipo? —preguntó Allan Ward con ánimo de ahorrar tiempo.

—Podemos preguntar —contestó Rebus—. ¿Por qué no llamas por teléfono?

—Es tu demarcación —replicó Ward ceñudo.

—También es demarcación de Stu —añadió Rebus, y Ward miró en dirección a Stu Sutherland—. Pero una de las reglas que hay que tener en cuenta en las investigaciones es la colaboración interregional.

Era una expresión de Tennant y seguramente por ello el inspector jefe murmuró con aprobación.

—Bien. Dime el número —rezongó Ward, visiblemente contrariado por el sesgo que tomaba el asunto.

Rebus miró a Stu Sutherland.

—Stu, hazte cargo, por favor —dijo.

—Con mucho gusto.

Llamaron a la puerta y vieron que Tennant se crispaba, pero al entreabrirse unos centímetros apareció Andrea Thomson y no el temido pelotón de jefes. Tennant le hizo un gesto invitándola a entrar.

—Tenía que atender al inspector Rebus esta tarde, pero ha surgido un inconveniente.

«¡Al grano!», pensó Rebus.

—Así que venía a ver si podía usted cedérmelo esta mañana...

Caminó extrañamente en silencio todo el tramo de pasillo hasta su despacho sin que Rebus dijera tampoco nada, y vio que al llegar a la puerta se mostraba dubitativa.

—Pase usted, que yo vuelvo en seguida —dijo ella.

Rebus la miró fijamente, pero la mujer rehuyó su mirada y, en cuanto giró el pomo, le dio la espalda y, se alejó pasillo adelante. Rebus abrió la puerta y ya de reojo advirtió una presencia en el despacho. Allí sentado en la silla de Andrea Thomson estaba quien él quería ver. Entró y cerró la puerta rápidamente.

—Muy logrado —comentó—. ¿Qué sabe ella?

—Andrea no dirá nada —contestó el hombre tendiendo la mano a Rebus—. ¿Cómo está, John?

Rebus le estrechó la mano y se sentó.

—Muy bien, señor —contestó mirando a su jefe de policía, sir David Strathern.

—Vamos a ver —añadió el superior—, ¿cuál es el problema, John?

Habían transcurrido poco más de dos semanas desde su primera reunión cuando un día que Rebus estaba en Saint Leonard, le pasaron una llamada de la Casa Grande; le preguntaban si podía acercarse al restaurante Blonde, que estaba en la acera de enfrente de la comisaría.

—¿Para qué? —preguntó él.

—Ya lo verá.

Cuando Rebus se disponía a cruzar la calle subiéndose el cuello de la chaqueta para resguardarse del viento furioso, sonó un claxon. Era un coche aparcado en la esquina de Rankeillor Street; por la ventanilla surgió una mano que le saludaba. Reconoció inmediatamente al conductor aunque fuera de paisano: era sir David Strathern; se conocían exclusivamente de haber coincidido en actos oficiales porque Rebus no era muy inclinado a cenas deportivas y veladas de boxeo puro en mano, ni había subido nunca a un estrado para ser premiado por comportamiento heroico o buena conducta. De todos modos, por lo visto, sir David le conocía a él.

No era un coche oficial Rover, negro y reluciente, sino probablemente el del propio jefe. En el suelo del asiento del pasajero había una gamuza, y en el de atrás, revistas y una bolsa de compras. En cuanto Rebus cerró la puerta, el coche arrancó.

—Perdone por el subterfugio —dijo Strathern con una sonrisa que le acentuó las patas de gallo.

Era un cincuentón no mucho mayor que él, pero era el jefe, la autoridad, y Rebus se preguntaba qué demonios querría. Strathern llevaba unos pantalones grises corrientes y un jersey negro con cuello de barco y, a pesar de su atuendo, parecía ir de uniforme. Tenía el pelo plateado, bien cortado y sólo se apreciaba una zona calva cuando, en los cruces, volvía la cabeza atento al tráfico.

—Así que no se trata de una invitación para almorzar —dijo Rebus.

—El Blonde está demasiado cerca de Saint Leonard —respondió él con una gran sonrisa— y no quiero que nos vean juntos.

—¿No me merezco su compañía, señor?

Strathern le miró.

—Se le da muy bien hacer teatro —dijo—, pero, claro, lleva años perfeccionándolo, ¿no es cierto?

—¿Qué, señor?

—Las bromas, los conatos de insubordinación. Esa manera suya de enfrentarse a una situación hasta que la asimila.

—¿Lo dice en serio, señor?

—No se preocupe, John. Para lo que voy a pedirle, la insubordinación es imprescindible.

Aquel propósito le dejó más desconcertado aún.

Strathern le llevó a un pub en las afueras del sur de la ciudad. Estaba cerca del cementerio y se lucraba con las comidas de duelo, lo que significaba que casi no tenía otro tipo de clientela. Se sentaron en un rincón tranquilo, Strathern pidió unos sándwiches y dos cañas e inició una conversación de lo más normal.

—¿No bebe? —preguntó en un momento dado al advertir que Rebus conservaba el vaso lleno.

—Apenas lo hago —contestó Rebus.

—No es esa la fama que tiene, precisamente —replicó el director mirándole.

—Quizá le hayan informado mal, señor.

—No creo. Mis fuentes de información suelen ser inmejorables.

Rebus poco podía replicar, pero se preguntó con quién habría hablado el gran jefe; tal vez con su ayudante Colin Carswell, que le tenía a él gran antipatía, o con el acólito de éste, el inspector Derek Linford. Cualquiera de los dos le habría puesto verde.

—Con todo respeto, señor —añadió Rebus, reclinándose en el asiento sin haber tocado la comida ni la bebida—, si quiere podemos prescindir de los preámbulos.

Vio que el jefe se rebullía molesto conteniendo su ira.

—John —dijo Strathern finalmente—. Quiero pedirle un favor.

—Un favor que requiere cierto grado de insubordinación.

El jefe asintió despacio con la cabeza.

—Quiero que haga que le expulsen de la investigación de un caso.

—¿Del caso Marber? —preguntó Rebus entornando los ojos.

—El caso en sí es lo de menos —replicó Strathern al advertir su suspicacia.

—Pero usted lo que quiere es que me expulsen.

—Eso es.

—¿Por qué? —dijo Rebus llevándose sin darse cuenta el vaso a los labios.

—Porque quiero encomendarle un asunto. En Tulliallan, para ser exactos, donde está a punto de iniciarse un curso de rehabilitación.

—¿Y yo necesitaré rehabilitación porque me han echado de un caso?

—Creo que es lo que solicitará la comisaria Templer.

—¿Ella está al corriente de esto?

—No pondrá objeciones cuando yo se lo pida.

—¿Quién más está al corriente?

—Nadie. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque creo que está pidiéndome que actúe de forma encubierta no sé por qué todavía, ni sé si lo haré, pero ésa es la impresión que tengo.

—¿Y?

—Pues que hay gente en Fettes a la que no gusto y no quisiera pensar que ellos...

Strathern negó con la cabeza sin dejarle terminar.

—Sólo lo sabremos usted y yo.

—Y la comisaria Templer.

—Le informaré sólo de lo estrictamente necesario.

—Lo cual plantea el principal interrogante, señor...

—¿A saber?

—A saber —replicó Rebus poniéndose en pie con el vaso vacío en la mano—, ¿de qué se trata? Le invitaría a otra, señor —añadió alzando el vaso—, pero tiene que conducir.

—¿No me había dicho que apenas bebía?

—Le mentí —dijo Rebus con una leve sonrisa—. Es lo que usted necesita, ¿no es cierto? Un mentiroso convincente.

El planteamiento que Strathern le hizo del asunto fue el siguiente: se trataba de un narcotraficante de la costa oeste, un tal Bernard Johns.

—Más conocido como Bernie Johns. O, mejor dicho, como se le conocía hasta que murió —añadió el director con el vaso entre las manos—. Murió en la cárcel.

—Sin dejar de proclamarse inocente, claro.

—No, no exactamente, pero sí que seguía en sus trece de que le habían robado; aunque no dijo la cantidad porque habría agravado sus cargos, claro. «Me han encarcelado por ocho kilos, pero tenía mucho a buen recaudo.»

—Sí, claro, habría sido un problema.

—Corrió el rumor de que había desaparecido un buen cargamento; de drogas o de dinero, según los gustos.

—¿Y?

—Y... la operación contra Johns fue espectacular; probablemente la recordará. Se organizó entre el invierno del noventa y cuatro y la primavera del noventa y cinco, y en ella intervinieron fuerzas de tres demarcaciones, docenas de policías y resultó un operativo logístico tremebundo...

Rebus asintió con la cabeza.

—Pero en él no intervino la policía de Lothian y Borders —comentó.

—Cierto, no intervenimos —admitió Strathern—. Al menos en aquel momento —añadió tras una pausa.

—¿Y ahora qué es lo que sucede?

—Lo que sucede, John, es que no han dejado de aparecer tres nombres. —El director se inclinó sobre la mesa y bajó la voz—. Tal vez le suene alguno.

—A ver, diga.

—Francis Gray, un inspector de Govan que se conoce la zona como la palma de la mano, por lo que su trabajo resulta inestimable; pero es corrupto, como todo el mundo sabe.

Rebus asintió con la cabeza. Había oído algo sobre la fama de Gray, muy parecida a la suya, y se preguntaba hasta qué punto sería cierto.

—¿Quién más? —preguntó.

—Un joven agente llamado Allan Ward, destinado en Dumfries y que aprende muy deprisa.

—Ni le he oído nombrar.

—Y por último, James McCullough, un inspector de Dundee, que no es corrupto que sepamos, pero que de vez en cuando se sale de sus casillas. John, los tres intervinieron en el caso y se conocen mutuamente.

—¿Y cree usted que se han quedado con el botín de Bernie Johns?

—Creemos que es posible.

—Nosotros, ¿quiénes?

—Mis colegas. —Con ello Strathern se refería a los otros jefes de policía de Escocia—. Es un feo asunto, aun tratándose de rumores, porque mancha el buen nombre de todos, incluidos los superiores.

—¿Y cuál es su papel en esto, señor? —preguntó Rebus, que había consumido la mitad de la nueva jarra.

La cerveza estaba cayéndole pesada, como si fuera algo sólido; pensó en el caso Marber y en el agobio de las llamadas anónimas, en sus manos aferrándose a la farola.

—En las tres regiones que intervinieron... no es posible encomendárselo a ningún agente.

Rebus asintió con la cabeza despacio. Claro, podía recaer la misión en los tres implicados y por eso le habían dicho a Strathern que buscase a alguien. Y le había caído la china.

—Así que esos tres —dijo Rebus—, ¿van a ir a Tulliallan?

—Casualmente, sí; estarán los tres en el mismo cursillo.

Por la forma en que lo dijo, Rebus se dio cuenta de que no era casual.

—¿Y quiere usted que yo me incorpore a ese cursillo? —preguntó, y aguardó a que el director asintiera con la cabeza—. ¿Y qué he de hacer?

—Averiguar cuanto pueda..., ganarse su confianza.

—¿Cree usted que van a confiar en un desconocido?

—No les resultará tan desconocido, John, dada su reputación.

—¿Mi reputación de corrupto como ellos?

—Su reputación —repitió Strathern.

Rebus reflexionó un instante.

—Usted y sus... colegas ¿tienen alguna prueba?

Strathern negó con la cabeza.

—En las escasas indagaciones que hemos llevado a cabo no hemos podido encontrar rastro de drogas ni de dinero.

—¿No cree que me pide usted demasiado, señor?

—Soy consciente de que es una misión de altura, John.

—¿De altura? Me las voy a ver como Jack y las habichuelas mágicas —replicó Rebus mordiéndose el labio inferior—. Deme una buena razón de por qué me ha elegido a mí.

—Creo que a usted le gustan los retos. Además, espero que deteste a los polis corruptos tanto como nosotros.

Rebus le miró.

—Señor, hay mucha gente que cree que yo soy un poli corrupto —añadió pensando en Francis Gray y sintiendo curiosidad por conocerle.

—Pero sabemos que no es verdad, ¿no es así, John? —replicó el director, levantándose para ir a buscar otra jarra para Rebus.

Tulliallan y fin del caso Marber... Una pausa en medio del marasmo y la oportunidad de conocer al hombre a quien había oído llamar en cierta ocasión «el Rebus de Glasgow». El jefe de policía le miraba desde la barra. Rebus sabía que a Strathern le quedaba poco para jubilarse. Tal vez quería hacer algunos méritos más y no dejar un caso colgado.

Bueno, a lo mejor aceptaba. Ahora, en el despacho de Andrea Thomson, estaba sentado con las manos cruzadas el propio Strathern, quien, en cuanto entró, dijo:

—¿Qué es lo que hay tan urgente?

—No piense usted que he avanzado mucho. Gray, McCullough y Ward actúan como si apenas se conocieran.

—Es que apenas se conocen. Sólo trabajaron juntos en ese caso.

—Pero no actúan como si tuviesen dinero escondido.

—¿Qué esperaba? ¿Que se presentaran al volante de un Bentley?

—¿Han comprobado sus cuentas bancarias?

—En sus cuentas bancarias no hay nada sospechoso —comentó el director.

—Quizás a nombre de sus esposas...

—Nada —respondió Strathern.

—¿Cuánto tiempo hace que investigan?

—Eso no es cuestión suya —replicó Strathern mirándole.

—Me pregunto si no seré yo el clavo ardiendo al que se agarran ustedes —añadió Rebus encogiéndose de hombros.

—Nuestras posibilidades se agotan —replicó al fin Strathern—. A Gray le queda menos de un año para jubilarse y McCullough tampoco va a estar mucho más en el cuerpo. En cuanto a Ward, por su expediente disciplinario...

—¿Cree usted que buscará la jubilación anticipada?

—Tal vez —dijo el director consultando el reloj y subiéndolo y bajándolo por la muñeca—. Tengo que marcharme.

—Escuche una cosa, señor.

—Ah, menos mal —dijo Strathern con un suspiro—. Adelante.

—Nos hacen trabajar en un viejo caso, señor.

—Para comprobar cómo lo hacen en equipo, ¿no es eso? Seguro que el encargado es Archie Tennant.

—Así es. Bueno, es que... —Rebus hizo una pausa sin saber cómo exponérselo—. Bien, Gray y yo tenemos relación con ese caso.

Strathern le miró con interés.

—Gray trabajó en él hasta el final y yo fui enlace de dos de los mejores agentes de Glasgow que vinieron a Edimburgo a indagar. Eso fue en el noventa y cinco, el mismo año del caso Bernie Johns.

—Es pura y simple coincidencia —dijo Strathern con cara de preocupación.

—¿Tennant no sabe nada...?

Strathern negó con la cabeza.

—¿Y este caso no se lo endosaron a él?

El jefe volvió a negar con la cabeza.

—¿Por eso quería verme? —preguntó.

—A Gray puede parecerle más que una simple coincidencia.

—Es cierto que resulta extraño. Pero, por otra parte, si sabe actuar, esa circunstancia le permitirá intimar mejor porque tendrán algo en común. ¿Me explico?

—Sí, señor. ¿Cree usted que alguien podría preguntar?

—¿Preguntar?

—Preguntar al inspector jefe Tennant por qué se le ocurrió elegir ese caso en concreto.

Strathern volvió a poner cara de preocupación y frunció los labios.

—Veré qué puedo hacer. ¿Le parece bien?

—Estupendo, señor —dijo Rebus, pero no estaba muy convencido de que así fuera.

Strathern hizo un gesto de satisfacción, se levantó y ambos coincidieron en la puerta.

—Usted primero —dijo el jefe; luego alzó la mano y le dio una palmada en el hombro—. Tiene a Templer muy enfadada, ¿sabe?

—¿Por qué sin mi talento van a fracasar en el caso Marber?

Strathern recibió bien la broma.

—Por la fuerza con que le tiró la taza. Se lo ha tomado como algo personal.

—Formaba parte de la farsa, señor —dijo Rebus abriendo la puerta.

Mientras cruzaba el pasillo cambió de idea y bajó a la otra planta a la zona de descanso. Necesitaba fumar, pero no le quedaban cigarrillos. Miró fuera y vio que no había ningún adicto. Podía molestarse en ir a su cuarto donde tenía un paquete o esperar a ver si aparecía algún buen samaritano.

La entrevista no había disipado sus inquietudes. Él quería tener la certeza de que el caso Rico Lomax era simple coincidencia. Y no podía desechar la sospecha de que quizás el asunto era humo, una falsa preocupación de los jefes, que no había nada de dinero ni drogas, nada de connivencia entre Gray, McCullough y Ward.

Únicamente el caso Rico Lomax y su propia implicación en él. Porque Rebus sabía más sobre el caso Lomax de lo que decía.

Muchísimo más.

«¿Está Strathern al corriente? ¿Trabajaba Gray para Strathern?»

Subió los escalones hasta el Departamento de Investigación Criminal de dos en dos, cruzó el pasillo casi sin aliento y abrió la puerta sin llamar, pero el jefe de policía ya no estaba. El despacho de Andrea Thomson estaba vacío.

Strathern iría ya camino del edificio principal, la casona aristocrática. Él sabía llegar allí y se puso en movimiento, aprisa, sin hacer caso de los jóvenes uniformados que se cruzaban con él y sus «Señor», «Señor» protocolarios. Allí estaba Strathern; ante una vitrina del pasillo principal con vistas al patio de desfiles, donde ya no había silla, paracaídas ni equis marcada en el suelo.

—Concédame un minuto, señor —dijo Rebus en voz baja.

Strathern abrió los ojos sorprendido y empujó la primera puerta que encontró a mano. Era una sala de conferencias vacía donde no había más que unas sillas con tablero para escribir.

—¿Quiere que lo descubran? —espetó Strathern.

—Necesito más antecedentes sobre esos tres —le dijo Rebus.

—Creí que eso ya lo habíamos hablado. Cuanto más sepa, más probabilidades hay de que sospechen.

—¿Cuándo cogieron el dinero? ¿Cómo conocían su existencia? ¿Cómo acabaron los tres trabajando juntos?

—John, no hay ningún informe de todo eso...

—Pero habrá notas. Algo tiene que haber.

Strathern le miró enfurecido como si temiera que alguien los pudiera oir. Rebus estaba seguro de que, si la historia de Bernie Johns era ficticia, no habría antecedentes ni notas.

—Muy bien —dijo Strathern casi en un susurro—. Obtendré todo lo que pueda.

—Esta misma noche —añadió Rebus.

—John, tal vez no sea...

—Lo necesito hoy mismo, señor.

—Mañana como muy tarde —dijo Strathern casi torciendo el gesto.

Se miraron los dos y Rebus finalmente asintió con la cabeza; se preguntó si no era darle tiempo a Strathern para montar un caso falso. Pensaba que no.

Al día siguiente lo sabría.

—Esta noche si es posible —añadió abriendo la puerta.

Esta vez fue directamente a su cuarto a por tabaco.

Resurrección

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