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Оглавление—Buenos días, caballeros —atronó la voz entrando en el aula.
Ya había seis sentados a la misma mesa oval en cuyo extremo, en el sitio del profesor, sobresalía una docena de archivadores. «9:15-12:45: gestión de casos de investigación, inspector jefe (retirado) Tennant.»
—Espero que estén bien despiertos. ¡No quiero anotar jaquecas ni gastritis!
Tennant dejó caer otro archivador sobre la mesa y apartó la silla arrastrándola con un chirrido. Rebus, que miraba fijamente el grano de la madera de la mesa, al alzar la vista finalmente parpadeó incrédulo: el profesor era el calvo del bar, con un traje impecable de raya diplomática, camisa blanca y corbata azul marino. Sus ojos eran como alfileres malignos que se posaban en cada miembro de la fiesta del bar de la tarde anterior.
—Límpiense las telarañas, caballeros —añadió golpeando con la palma de la mano un archivador y haciendo saltar polvo; quedó suspendido en un rayo de sol que, por una ventana a su espalda, parecía entrar con el solo propósito de deslumbrar a los inveterados bebedores.
Allan Ward, que apenas había dicho cuatro palabras en el pub, pero que había pasado rápidamente de la cerveza a los chupitos de tequila, lucía unas gafas de sol cruzadas de cristales azules y parecía más a tono para estar en una pista de esquí que para aquella sala asfixiante; afuera, después del desayuno, se había fumado con Rebus un cigarrillo sin abrir la boca; aunque tampoco Rebus había estado muy hablador.
—¡Sospechen siempre de un hombre que oculta sus ojos! —espetó el profesor.
Ward volvió la cabeza despacio hacia él y Tennant, sin añadir una palabra, se mantuvo a la espera. Ward sacó del bolsillo un estuche y guardó en él las gafas.
—Así está mejor, agente Ward —dijo Tennant al tiempo que algunos se miraban sorprendidos—. Sí, claro, conozco sus nombres. ¿Saben cómo se llama eso? A eso se le llama preparación. Ninguna investigación se resuelve sin preparación. Hay que saber a quién se enfrenta uno y con qué. ¿No le parece, inspector Gray?
—Por supuesto, señor.
—Sin precipitarse en las conclusiones, ¿no es así?
Por la mirada que Gray dirigió a Tennant, Rebus comprendió que había puesto el dedo en la llaga; estaba mostrando que había investigado realmente a fondo, no sólo sus nombres, sino cuanto figuraba en los expedientes.
—Eso es, señor.
Llamaron a la puerta y entraron dos hombres cargados con una especie de collages de gran tamaño. Rebus comprendió en seguida lo que llenaba la Pared de la Muerte: fotografías, diagramas, recortes de prensa..., todo cuanto se expone pinchado en las paredes de una sala de investigación venía ya montado en unos paneles de corcho que los dos hombres dejaron arrimados a las paredes. Tennant les dio las gracias y les dijo que cerraran al salir. Tras lo cual se levantó y se puso a dar vueltas a la mesa.
—Gestión de una investigación, caballeros. Bien, ustedes son veteranos, ¿no es cierto? Saben, pues, cómo realizar la investigación de un homicidio. ¿Habrá algo nuevo que aprender? —Rebus recordó lo último que Tennant le había preguntado la noche anterior en el bar: era un sondeo para ver qué le sonsacaba—. No, no voy a molestarme en explicar cosas nuevas. No. Pero ¿y si damos un buen repaso a lo consabido? Algunos de ustedes conocerán esta parte del cursillo. He oído que se le llama «Rehabilitación». Se trata de encomendarles un caso antiguo, archivado y no resuelto, para que ustedes le echen de nuevo un vistazo. Es imprescindible trabajar en equipo. ¿Recuerdan eso? Érase una vez..., todos ustedes formaban parte de un equipo. Pero, claro, piensan que eso ya no se lleva. —Hablaba como escupiendo las palabras sin dejar de dar vueltas a la mesa—. Quizá ya no creen realmente en ello. Bien, pues se trata de eso; en lo que a mí respecta, trabajarán en equipo. Para mí —repitió, haciendo una pausa— y para la puta víctima.
Se había detenido en el extremo de la mesa y abrió una carpeta de la que sacó unas fotografías brillantes. Rebus recordó al sargento mayor de su regimiento de su época del ejército, y se preguntó si Tennant no habría pertenecido también a las fuerzas armadas.
—Recordarán ustedes el curso de preparación para el Departamento de Investigación Criminal que siguieron aquí, distribuidos en equipos denominados «sindicatos», y en el que se les asignó un caso que resolver. Se les filmó en vídeo... —añadió señalando con la mano los rincones del techo, donde había unas cámaras— porque en otra sala había profesores que observaban y escuchaban para facilitarles información y comprobar cómo la procesaban. —Hizo una pausa—. Aquí, no tendremos nada de eso. Aquí sólo estarán ustedes... y yo. Si lo grabo será por propia satisfacción.
Volvió a dar la vuelta a la mesa, entregando una foto a cada uno.
—Mírenlo bien. Se llama Eric Lomax. —Rebus conocía aquel nombre y el corazón le dio un vuelco—. Le mataron con algo parecido a un bate de béisbol o un taco de billar. Fue golpeado tan brutalmente que tenía incrustados fragmentos de madera en el cráneo.
La fotografía aterrizó justo delante de Rebus: el cadáver en el escenario del crimen, un callejón iluminado por el fogonazo del flash, con charcos salpicados por gotas de lluvia. Rebus tocó la foto, pero no la cogió por temor a que le temblara la mano. «De todos los casos no resueltos que se apolillan en sus carpetas y en los almacenes, ¿por qué ha tenido que elegir éste?» Miró fijamente a Tennant buscando la clave.
—Eric Lomax —decía Tennant— murió en el centro de la ciudad más grande y más fea de nuestra Escocia un viernes por la noche. Fue visto por última vez algo desmejorado saliendo de su pub habitual a unos quinientos metros del callejón de marras. Un callejón que utilizan las «damas de la noche» para sus actividades y para Dios sabe qué más. Si alguna se tropezó con el cadáver no lo denunció; fue un cliente de vuelta a casa quien llamó por teléfono. Se conserva la grabación de la llamada.
Tennant hizo una pausa. Estaba en la cabecera de la mesa y se sentó.
—Todo eso sucedió hace seis años, en octubre de 1995. El Departamento de Investigación Criminal de Glasgow se hizo cargo de la investigación, pero llegaron a un punto muerto. —Gray alzó la vista y Tennant asintió con la cabeza en dirección a él—. Sí, inspector Gray, me doy cuenta de que usted participó en la investigación. No importa.
A continuación miró a cada uno de los congregados en torno a la mesa, pero ahora Rebus no quitaba ojo a Francis Gray; así que había trabajado en el caso Lomax...
—Yo no sé más de lo que ustedes saben sobre este caso, caballeros —prosiguió Tennant—. Al final de la mañana, serán ustedes quienes sepan más que yo. Lo estudiaremos en sucesivas sesiones diarias, y si hay quien quiera seguir por la tarde después de las otras clases, sepa que cuenta con mi autorización. A su elección lo dejo. Examinaremos la documentación, revisaremos las transcripciones y comprobaremos si hubo algún detalle que se pasó por alto. No se trata de buscar tres pies al gato. Se lo repito: no tengo ni idea de qué es lo que encontraremos en estos archivadores —añadió tamborileando sobre uno de los expedientes—. Pero por nuestro bien, y por el de los familiares de Eric Lomax, no escatimaremos esfuerzos para descubrir al asesino.
—¿De qué quieres que haga, de poli bueno o malo?
—¿Qué? —preguntó Siobhan, que estaba atenta a buscar sitio para aparcar y no le había entendido bien.
—¿Qué papel adopto, el de poli bueno o malo? —repitió el agente Davie Hynds.
—Por Dios, Davie. Solamente vamos a hacer unas preguntas. ¿Crees que ese Fiesta va a dejar el sitio? —añadió Siobhan frenando y haciendo luces. El Fiesta se despegó de la acera—. Aleluya —dijo Siobhan.
Se encontraban en el extremo norte de la Ciudad Nueva cerca de Raeburn Place y las estrechas calles adyacentes, llenas de coches, estaban bordeadas de casas que llamaban «colonias», divididas en planta baja y planta alta, con escalinatas de piedra como único indicio de que no eran adosados. Siobhan se detuvo otra vez ante el hueco libre, y se disponía a entrar marcha atrás cuando vio que el coche que tenía detrás entraba de morro y le robaba su valioso aparcamiento.
—Pero bueno... —dijo tocando el claxon sin que el otro conductor hiciera caso. El hombre había dejado la parte trasera del coche sobresaliendo en la calzada, pero a él no parecía importarle y se inclinaba ya hacia el asiento de pasajeros para recoger unos papeles—. ¡Pero qué cabrón! —añadió Siobhan quitándose el cinturón de seguridad y bajando del coche seguida de Hynds, que se detuvo mirando cómo ella daba unos golpecitos en la ventanilla del conductor del automóvil; éste abrió la puerta y se bajó del coche.
—¿Sí? —dijo.
—Estaba haciendo marcha atrás para aparcar aquí —respondió Siobhan señalando su coche.
—¿Y?
—Pues que me deje el sitio.
El hombre bloqueó las puertas con el mando.
—Lo siento —dijo— pero llevo prisa y el derecho de posesión es el noventa por ciento de la ley.
—Tal vez —replicó Siobhan sacando el carné y poniéndoselo delante de las narices—, pero da la casualidad de que yo soy el diez por ciento restante y en este momento ese porcentaje es el que cuenta.
El hombre miró el carné y luego a la cara de Siobhan, se oyó el chasquido sordo del desbloqueo de las puertas, subió al coche y puso el motor en marcha.
—Quédate aquí —dijo ella a Hynds señalando el espacio recuperado—, no vaya a llegar otro gilipollas a intentar el truco.
Hynds asintió con la cabeza mirándola dirigirse a su coche.
—Me parece que me toca hacer de bueno —dijo en voz baja sin que ella lo oyera.
Malcolm Neilson vivía en la planta superior de una de aquellas casas. Les abrió la puerta ataviado con una especie de pantalones de pijama holgados a rayas rosa y gris, y un grueso jersey marinero. Iba descalzo y tenía un pelo revuelto algo canoso y de punta, como si acabara de sacudirle una descarga eléctrica; su rostro era redondo y estaba sin afeitar.
—¿El señor Neilson? —preguntó Siobhan sacando de nuevo el carné—. Soy la sargento Clarke y éste es mi compañero, el agente Hynds. Le avisamos por teléfono de nuestra visita.
Neilson dio un paso hasta la puerta para asomarse y mirar la calle de arriba abajo.
—Bien, mejor pasen ustedes —dijo cerrando rápidamente la puerta en cuanto ellos entraron.
El piso era pequeño: una sala de estar con una cocinita y quizá dos dormitorios a lo sumo. En el estrecho pasillo vieron una escalera que ascendía hasta la trampilla de un desván.
—¿Es aquí donde...?
—Sí, éste es mi estudio —contestó mirando hacia donde lo hacía Siobhan—. Aquí estoy a salvo de visitas.
Les hizo pasar al revuelto cuarto de estar dividido en dos niveles: sofá y altavoces en el de abajo y mesa de comedor en el de arriba. Había revistas por el suelo, casi todas con páginas arrancadas, carpetas de discos, libros, mapas y botellas de vino vacías y sin etiqueta. Era preciso mirar con cuidado dónde se ponía el pie.
—Pasen si pueden —dijo el pintor, nervioso, sin mirarlos a la cara. Barrió con el brazo el sofá para despejarlo de objetos—. Siéntense, por favor.
Tomaron asiento y Neilson lo hizo en cuclillas delante de ellos entre los dos altavoces.
—Señor Neilson —comenzó a decir Siobhan—, como le expliqué por teléfono queremos hacerle algunas preguntas relativas a su relación con Edward Marber.
—No teníamos ninguna relación —espetó el pintor.
—Explíquese.
—Quiero decir que no hablábamos, no nos comunicábamos.
—¿No tuvieron un altercado?
—¡Ese hombre roba a clientes y a artistas! ¿Cómo es posible tener una relación en tales circunstancias?
—Me permito recordarle que el señor Marber está muerto —dijo Siobhan despacio y obligando casi al pintor a cruzar con ella su mirada.
—¿Qué quiere decir?
—Se lo señalo porque habla usted de él en presente.
—Ah, ya —replicó pensativo.
Siobhan oía su respiración ronca y fuerte, y se preguntó si sería asmático.
—¿Tiene usted pruebas de lo que afirma? —preguntó Siobhan.
—¿De que estafaba? —replicó Neilson pensativo, y negó con la cabeza—. No, pero me consta.
Siobhan vio con el rabillo del ojo que Hynds había sacado el bloc de notas y no paraba de escribir. Sonó el timbre de la puerta y Neilson se puso en pie de un salto musitando una excusa. Cuando estuvieron a solas, Siobhan se volvió hacia Hynds.
—Ni un té nos ha ofrecido. ¿Qué escribes?
Hynds le enseñó el bloc y, al ver que eran simples garabatos, Siobhan le miró intrigada.
—Los interrogados centran muy bien la mente si creen que se toma nota de todo lo que dicen.
—¿Lo aprendiste en la universidad?
Hynds negó con la cabeza.
—Durante unos cuantos años de poli de uniforme se aprenden cosas, jefa.
—No me llames jefa —replicó ella y, al ver que Neilson regresaba con otra visita, se quedó sorprendida al comprobar que se trataba del mismo individuo que había intentado arrebatarle el hueco de aparcamiento.
—Les presento a mi... —balbució Neilson.
—Soy su abogado —dijo el recién llegado esbozando una sonrisa.
Siobhan hizo una pausa mientras se reponía de su sorpresa.
—Señor Neilson —dijo intentando que le mirase a la cara—, se trataba de una conversación informal y no había necesidad...
—Pero es mejor formalizar las cosas, ¿no cree? —terció el abogado tratando de arreglar la situación—. Por cierto, mi nombre es Allison.
—¿Y su apellido, señor? —intervino Hynds guasón.
El letrado tardó una fracción de segundo en sobreponerse y a Siobhan le dieron ganas de dar un abrazo a su compañero.
—Me llamo William Allison —añadió entregando su tarjeta a Siobhan, quien se la tendió a Hynds sin apenas mirarla.
—Señor Allison —dijo ella despacio—, simplemente hemos venido a formular unas preguntas rutinarias sobre la relación, profesional y personal, que haya podido existir entre el señor Neilson y el señor Marber. Habría sido cuestión de diez minutos —añadió poniéndose en pie consciente de que Hynds haría lo mismo, ya que afortunadamente parecía aprender rápido—. Pero, dado que desea formalizar las cosas, creo que será mejor que hablemos en comisaría.
—Oiga, no hay necesidad... —replicó el abogado irguiéndose.
—Señor Neilson —prosiguió Siobhan sin hacer caso—, supongo que querrá acompañar a su abogado, en cuyo caso sería mejor que se calzara —añadió mirándole los pies.
—En este momento preciso estaba haciendo... —alegó Neilson mirando al abogado.
Pero éste le interrumpió.
—¿Es por lo que ha sucedido en la calle? —dijo dirigiéndose a Siobhan.
Ella, impasible, le sostuvo la mirada.
—No, señor. Es porque me pregunto por qué su cliente cree necesarios sus servicios.
—Creo yo que todo el mundo tiene derecho...
El pintor tiró al abogado de la manga.
—Bill, en este momento estaba trabajando y no quiero pasarme medio día en la comisaría.
—Los cuartos de interrogatorio en Saint Leonard son bastante cómodos —intervino Hynds al tiempo que consultaba el reloj—. Claro que, por la hora que es y con el tráfico que habrá, tardaremos un buen rato en llegar.
—Más el trayecto de vuelta —añadió Siobhan—. Aparte de la posible espera si cuando lleguemos a la comisaría no hay cuartos de interrogatorio disponibles... —apostilló mirando sonriente al abogado—. Pero así lo hacemos formalmente como usted desea.
Neilson alzó la mano.
—Un momento, por favor —dijo retirándose con el abogado al pasillo.
—Uno cero para nosotros —comentó Siobhan con una gran sonrisa volviéndose hacia Hynds.
—¿Sin árbitro?
Ella se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Había visto casas más desordenadas y no podía dejar de pensar si no sería una puesta en escena para fingirse un artista excéntrico, porque la cocina que había detrás de la mesa de comer estaba limpia y en orden. Aunque quizá Neilson no la usaba mucho.
Oyeron cerrarse la puerta de la calle y Neilson volvió a entrar en el cuarto de estar solo y cabizbajo.
—Bill ha decidido... que..., bueno...
—Estupendo —dijo Siobhan sentándose en el sofá—. Bien, señor Neilson, cuanto antes empecemos..., ya me entiende.
El pintor se puso de nuevo en cuclillas entre los altavoces; unos altavoces grandes y viejos con caja de madera chapada y pantalla marrón de goma espuma. Hynds tomó asiento bloc en mano y Siobhan, al lograr finalmente que Neilson la mirase a la cara, le obsequió con una sonrisa tranquilizadora.
—Bien —dijo—, ¿por qué, exactamente, consideró que necesitaba la presencia de un abogado, señor Neilson?
—Pues porque... pensé que es lo que se hacía.
—Si no hay sospechas contra uno, no es preciso —añadió Siobhan como quien no quiere la cosa; Neilson balbució lo que pareció una excusa.
Sentada en el sofá y casi relajada, Siobhan comenzó el interrogatorio.
Sacaron los dos de la máquina sendos vasos de un líquido marrón y Hynds hizo una mueca al dar el primer sorbo.
—¿No podríamos comprar una cafetera entre todos? —preguntó.
—Ya se intentó.
—¿Y?
—Pues que hubo una discusión interminable sobre cómo íbamos a turnarnos para la compra del café. Hay un hervidor en un despacho y puedes traerte tu taza y tu café, aunque te aconsejo que lo guardes bajo llave.
—Resulta más sencillo utilizar la máquina —balbuceó él mirando el vaso de plástico.
—Exactamente —apostilló ella abriendo la puerta de Homicidios.
—Oye, ¿de quién era la taza que tiró el inspector Rebus? —preguntó Hynds.
—No se sabe —contestó ella—. Parece ser que estaba aquí desde que construyeron la comisaría. A saber si no se les olvidó a los albañiles.
—No me extraña que le expedientaran. —Siobhan le miró intrigada—. Por intentar destruir un objeto histórico —añadió Hynds.
Siobhan sonrió y fue a su mesa. Alguien le había quitado otra vez la silla. Miró a su alrededor y la más cercana era la de Rebus: el sillón que él se había apropiado del despacho del comisario Watson cuando se jubiló. Que lo hubieran respetado dejándolo en la mesa era prueba de la consideración que tenían a Rebus, pero ella no se amilanó y lo arrastró para sentarse cómodamente.
La pantalla del ordenador estaba en blanco. Tecleó para encenderla y apareció un nuevo salvapantallas: PUES DEMUÉSTRALO - SEÑÁLAME. Alzó la vista de la pantalla y la paseó por la sala. Dos sospechosos principales: el agente Grant Hood y el sargento George Hi-Ho Silvers, a quienes vio sentados al fondo de la sala cuchicheando, quizás hablando de los turnos de la semana y de la distribución de servicios. Con Grant Hood había tenido no hacía mucho un incidente pasional y esperaba haber sabido apagar las llamas sin ganarse un enemigo, pero él era muy aficionado a toda clase de aparatos, como ordenadores, videojuegos y cámaras digitales. No sería de extrañar que él le enviara los mensajes.
Hi-Ho Silvers era distinto. Él era más bien partidario de bromas pesadas y no era la primera vez que se las gastaba a ella y, a pesar de estar casado, siempre se hacía el ligón; le había hecho proposiciones seis veces en los últimos años y en la fiesta de Navidad era de rigor que se le insinuara. Pero no estaba segura de que supiera cambiar un salvapantallas, ya que a duras penas era capaz de presentar un informe sin faltas de ortografía.
¿Qué otros candidatos? Phyllida Hawes, recién trasladada de Gayfield Square como refuerzo...; el nuevo inspector jefe Bill Pryde... Ninguno de los dos daba el perfil. Cuando Grant Hood miró hacia ella, Siobhan le apuntó con el dedo, pero él frunció el entrecejo y se encogió de hombros con cara de perplejidad; Siobhan señaló la pantalla del ordenador y alzó un dedo amenazador; Hood interrumpió la charla con Silvers y se acercó a la mesa. Siobhan pulsó una tecla para borrar el salvapantallas y recuperar el formato del procesador de textos.
—¿Tienes algún problema? —preguntó Hood.
Ella negó con la cabeza.
—Creí que lo tenía... con el salvapantallas —añadió.
—¿Qué le sucedía? —dijo arrimando la cara al hombro de ella para mirar la pantalla.
—Que tardaba en cambiar.
—Podría ser tu memoria.
—La memoria la tengo bien, Grant.
—Me refiero a la memoria del disco duro. Si está muy cargada funciona todo más despacio.
Siobhan lo sabía, pero hizo como si no lo supiera.
—Ah, claro.
—Si quieres lo compruebo. Es un momento.
—No, no quiero interrumpir vuestra charla.
Hood miró en dirección a George Silvers, que en ese momento observaba las fotos y los documentos relativos al caso pegados en la pared de Homicidios.
—Hi-Ho ha hecho de la vagancia un verdadero arte —dijo Hood en voz baja—. Lleva ahí delante medio día con el pretexto de que intenta «captar» el caso.
—Rebus hace lo mismo —dijo ella.
—Pero él no es John Rebus —replicó Hood mirándola—. Hi-Ho sólo busca vivir sin dar golpe hasta poder jubilarse con la máxima pensión.
—¿Mientras que Rebus...?
—Rebus tendrá suerte si aún sigue en el cuerpo para cobrar la suya.
—¿Es un complot secreto o puedo intervenir? —preguntó Davie Hynds a medio metro de ellos con las manos en los bolsillos del pantalón y cara de aburrido.
Grant Hood se enderezó y le dio una palmada en el hombro.
—¿Qué tal se porta el nuevo agente, sargento Clarke?
—De momento, bien.
Hood lanzó un silbido mirando con ostentosa admiración a Hynds.
—Eso es muy buena puntuación viniendo de la sargento Clarke, Davie. Está claro que has logrado ganarte su estima.
Tras lo cual, con un guiño exagerado, se alejó de ellos en dirección al tablón que había en la pared.
Hynds dio un paso hacia la mesa de Siobhan.
—¿Hay alguna historia entre vosotros dos? —preguntó.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es evidente que al agente Hood no le caigo bien.
—Es cuestión de tiempo.
—Pero ¿es cierto que hay algo?
Siobhan negó despacio con la cabeza sin dejar de mirarle.
—Te consideras algo así como un experto, ¿no, Davie?
—¿Qué quieres decir?
—Un psicólogo aficionado.
—Yo no diría...
Siobhan se arrellanó en la butaca de Rebus.
—Hagamos una prueba. ¿Qué conclusiones has sacado sobre Malcolm Neilson?
Hynds cruzó los brazos.
—Eso ya lo hemos hablado.
Se refería a la conversación sostenida durante el camino de vuelta a la comisaría desde la casa del pintor. Poca cosa habían sacado en claro del interrogatorio en el que Neilson les confesó que no era ningún secreto que él y el galerista no se dirigían la palabra, aunque admitiera que le había molestado haberse visto excluido de la exposición de los nuevos coloristas.
—El cabrón de Hastie no sabe ni pintar paredes. En cuanto a Celine Blacker...
—A mí me gusta bastante Joe Drummond —terció Hynds al tiempo que Siobhan le dirigía una mirada de advertencia, pese a que Neilson, sin tomar en cuenta la observación, continuó hablando:
—... ni siquiera se llama Celine —apostilló.
En el coche, Siobhan había preguntado a Hynds si entendía de pintura, a lo que él había contestado que había leído bastante sobre los coloristas y que en un caso como éste podía ser útil.
Ahora en el Departamento de Investigación Criminal, apoyando los nudillos en la mesa de Siobhan, se inclinó sobre ella.
—No tiene una coartada muy sólida —dijo.
—Pero ¿tú crees que reaccionó como alguien que necesita coartada?
Hynds reflexionó al respecto.
—Llamó a su abogado...
—Sí, pero fue en un momento de pánico. ¿No le encontraste relajado desde el primer momento en que le interpelamos?
—Es verdad que se mostró muy seguro de sí mismo.
Siobhan, con la vista fija a media distancia, tropezó con la mirada de George Silvers. Señaló a la pantalla del ordenador y esgrimió un dedo contra él. Silvers, sin hacer caso, siguió fingiendo que examinaba la información del tablón.
De pronto apareció en la puerta la comisaria Gill Templer.
—¿Ha vuelto a lanzar octavillas la Asociación para la Moderación del Ruido? —vociferó—. Una oficina tranquila es una oficina que no trabaja bien. George, ¿cree que va a resolver el caso por ósmosis? —añadió mirando a Silvers.
Hubo sonrisas, pero nadie rió y todos simularon estar profundamente concentrados en alguna cosa.
Templer se dirigió sin rodeos a la mesa de Siobhan.
—¿Qué tal les fue con el pintor? —preguntó bajando varios decibelios el tono de voz.
—Ha declarado que aquella tarde estuvo en unos cuantos pubs, señora. Compró cena para llevar y se fue a su casa a escuchar a Wagner.
—Tristán e Isolda —añadió Hynds y, cuando Templer clavó en él su mirada láser, apostilló que Neilson había requerido la presencia de un abogado durante la entrevista.
—¿Es cierto? —preguntó Templer dirigiendo los rayos hacia Siobhan.
—Lo incluiré también en el informe, señora.
—¿No creía acaso que fuera de interés mencionarlo?
Hynds comenzó a ruborizarse al darse cuenta de que había puesto a Siobhan en un aprieto.
—No consideramos que fuera muy significativo... —se apresuró a añadir él, bajando paulatinamente el tono de voz al percatarse de que le miraban las dos.
—Ah, ya; ésa es su opinión, ¿verdad? Bien, ya veo que yo no cuento para nada. El agente Hynds —añadió Templer alzando la voz para que todos lo oyeran— se cree competente para tomar aquí él solo las decisiones.
Hynds trató inútilmente de esbozar una sonrisa.
—Pero por si no lo fuera... —añadió Templer volviendo a cruzar la puerta y gesticulando cuando ya salía al pasillo—, al ver que nos falta un inspector, la Casa Grande nos envía uno.
Siobhan contuvo la respiración al ver entrar en la sala a alguien que conocía.
—Les presento al inspector Derek Linford —añadió Templer—. Algunos de ustedes ya le conocen. George —dijo volviendo la vista hacia Hi-Ho Silvers—, ya está bien de mirar ese tablón. Tal vez pueda poner al corriente a Derek a ver si activa el caso, ¿le parece?
Templer los dejó y Linford miró a su alrededor, se acercó a George Silvers y estrechó la mano que le tendía.
—Dios —comentó Hynds en voz baja—, durante un minuto me he sentido como en un portaobjetos de microscopio... ¿Qué sucede? —añadió al ver la cara de Siobhan.
—¿Recuerdas lo que me preguntaste antes sobre Grant y yo? —dijo ella señalando con la cabeza en dirección a Linford.
—Oh —exclamó Davie Hynds—. ¿Te apetece otro café? —añadió.
Afuera en el pasillo, junto a la máquina, Siobhan le dio su propia versión de lo sucedido y le explicó que había salido con Linford un par de veces, sin mencionar el hecho de que él se había dedicado a espiarla. Añadió que, además, existía gran animadversión entre Linford y Rebus ya que el joven inspector le hacía responsable de una gran paliza que había recibido.
—¿Le pegó el inspector Rebus?
Siobhan negó con la cabeza.
—Pero Linford le echa a él toda la culpa.
Hynds lanzó un suave silbido. Parecía que iba a decir algo, pero vio que Linford se acercaba por el pasillo seleccionando monedas en la palma de su mano.
—¿Tenéis cambio de cincuenta peniques?
Hynds metió rápidamente la mano en el bolsillo mientras Siobhan y Linford cruzaban sus miradas.
—¿Cómo estás, Siobhan?
—Muy bien, Derek. Y tú, ¿qué tal te encuentras?
—Mejor —contestó él asintiendo despacio con la cabeza—. Gracias por tu interés.
Hynds comenzó a echar las monedas en la máquina mientras se negaba a aceptar la pieza de cincuenta peniques que le tendía Linford.
—¿Quiere té o café? —le preguntó.
—Aún me considero capaz de pulsar yo mismo el botón —replicó Linford.
Hynds comprendió que estaba excediéndose y retrocedió medio paso.
—Además, en esta máquina hay poca diferencia —añadió Linford con una sonrisa desmayada.
—¿Por qué le han enviado a él precisamente? —preguntó Siobhan.
Estaba en el despacho de Templer, quien acababa de colgar el teléfono y anotaba algo al margen en una hoja mecanografiada.
—¿Por qué no iban a enviarle?
Siobhan recordó que en la época del incidente Templer no era la jefa de la comisaría e ignoraba parte de la historia.
—Hay... «algo» —dijo como repitiendo las palabras de Hynds mientras Templer alzaba la vista— entre el inspector Linford y el inspector Rebus.
—Pero el inspector Rebus no forma ahora parte de nuestro departamento —dijo Templer alzando la hoja como para leerla.
—Lo sé, señora.
—Entonces —añadió Templer mirándola—, ¿cuál es el problema?
Siobhan abarcó con la mirada el despacho: la ventana, los archivadores, la maceta y un par de fotos de familia. Deseaba aquel despacho. Ansiaba sentarse algún día en el sillón de Gill Templer. Lo que implicaba no desvelar secretos.
—Ninguno, señora —dijo yendo hasta la puerta y girando la manija.
—Siobhan —oyó decir a Templer con voz más humana—, respeto tu lealtad hacia el inspector Rebus, pero eso no prueba que ese sentimiento sea necesariamente positivo.
Siobhan asintió con la cabeza mirando la puerta y al volver a sonar el teléfono de su jefa abandonó el despacho lo más dignamente que pudo. En Homicidios comprobó de nuevo el salvapantallas. Nadie lo había manipulado. De pronto se le ocurrió una idea y volvió a cruzar el pasillo, llamó a la puerta y asomó la cabeza sin esperar; Templer tapó el receptor con la mano.
—¿Qué sucede? —preguntó con voz airada de nuevo.
—Quiero interrogar a Cafferty —contestó Siobhan.
Rebus se puso a dar vueltas a la gran mesa oval con lentitud. Había anochecido, pero las persianas venecianas no estaban bajadas. La mesa era un batiburrillo de documentos de los archivadores, y aunque él no creía que su cometido fuera establecer orden, era lo que estaba haciendo. Sabía que por la mañana los otros volverían a revolverlo todo, pero al menos él lo habría intentado.
Había transcripciones de los interrogatorios, informes de las indagaciones de puerta en puerta, de médicos y forenses, sobre huellas y sobre el escenario del crimen... No faltaban numerosos antecedentes sobre la víctima, como era de esperar. ¿Cómo iban a resolver el crimen si no encontraban un móvil? Las prostitutas de la zona se habían mostrado reacias a facilitar información y ninguna había señalado a Eric Lomax como cliente. A eso se sumaba el inconveniente de que se habían producido asesinatos de prostitutas en Glasgow, y se había acusado a la policía de no tomárselos en serio. Un factor adverso, además, era el hecho de que Lomax —conocido por sus colegas como Rico— hubiese operado un tanto al margen de los círculos delictivos habituales de la ciudad.
En resumen, Rico Lomax pertenecía a los bajos fondos; pero incluso ante tan palmaria evidencia, a Rebus le parecía que, para algunos de los policías que intervinieron en la investigación, su muerte equivalía poco más que a tachar un simple nombre de la lista de delincuentes. Uno o dos compañeros del cursillo habían comentado eso mismo.
—¿A cuento de qué nos proponen un caso sobre el asesinato de un maleante? —comentó Stu Sutherland—. Que nos hagan resolver un caso que nos guste.
El comentario le había valido una reprimenda del inspector jefe Tennant. Tenía que gustarles resolver todos los casos. Rebus no había dejado de observar a Tennant preguntándose por qué habría elegido el caso Lomax. ¿Sería pura casualidad o había en ello una intención más peligrosa para él?
Les habían entregado una caja con periódicos de la época que ellos acogieron con gran interés por los recuerdos que suscitaban en todos. Rebus se sentó a hojear algunos. Inauguración oficial del puente Skye Road..., los Raith Rovers en la copa de la UEFA, un boxeador peso gallo muerto en el ring en Glasgow...
—Noticias antiguas —dijo una voz.
Rebus alzó la vista y vio a Francis Gray en la puerta con las piernas separadas y las manos en los bolsillos.
—Creí que estabas en el pub —dijo Rebus.
Gray entró dando un resoplido y restregándose la nariz.
—Sí, pero acabamos hablando de esto —dijo dando una palmada sobre un archivador—. Los demás vienen ahora, pero ya veo que tú nos has tomado la delantera.
—Ha sido soportable; se trataba de exámenes y conferencias —comentó Rebus recostándose en el asiento para estirar la espalda.
Gray asintió con la cabeza.
—Pero ahora la cosa se pone seria, ¿no? —dijo cogiendo la silla que había junto a Rebus, se sentó y miró el periódico abierto—. Aunque parece que tú te lo tomas más en serio que nadie.
—No, simplemente he llegado el primero.
—A eso me refiero —añadió Gray sin mirarle, mojando un dedo con saliva y pasando una página hacia atrás—. Es la fama que tú tienes, la de implicarte a veces demasiado, ¿no es cierto, John?
—¿Ah, sí? ¿Y tú estás aquí por obedecer sin rechistar?
Gray esbozó una sonrisa. Rebus notó el olor a cerveza y a tabaco que despedía su ropa.
—Todos nos hemos pasado alguna vez, ¿no es cierto? Es algo que sucede tanto a los buenos como a los malos polis. Podría hasta decirse que es lo que hace realmente buenos a los buenos polis.
Rebus posó la vista en el perfil de Gray. Gray estaba en Tulliallan por haber desobedecido varias veces a un superior, pero como alegó Gray: «Mi jefe era, es y será un gilipollas en toda regla», haciendo una pausa para añadir: «Con todo respeto», puntualización que todos acogieron con una carcajada. El problema de la mayoría de los que asistían al grupo de rehabilitación era la falta de obediencia a sus superiores jerárquicos porque consideraban que no cumplían bien su cometido ni adoptaban las decisiones apropiadas. El grupo salvaje de Gray no volvería a reincorporarse al cuerpo hasta que no aprendiera a aceptar y respetar la jerarquía.
—Mira —añadió Gray—, a mí ponme a las órdenes de alguien como el inspector jefe Tennant, que es un hombre que no complica las cosas y con quien sabes a qué atenerte. Un tipo de la vieja escuela.
Rebus asintió con la cabeza.
—Que sabes que te echa la bronca a la cara —dijo.
—Y que no te da una puñalada trapera.
Gray había llegado a la primera página y la levantó para que Rebus la viera: «El proyecto de Rosyth creará 5.000 empleos».
—Nosotros seguimos en el cuerpo —dijo despacio—. Ni nos hemos ido ni nos han echado. ¿Tú a qué lo atribuyes?
—¿A que quizás es muy complicado? —aventuró Rebus.
Gray negó con la cabeza.
—Porque en el fondo saben muy bien una cosa: que nos necesitan más que nosotros a ellos.
Dicho lo cual, miró a Rebus a los ojos como aguardando una contestación. Pero oyeron voces en el pasillo y por la puerta asomaron unas cabezas. Eran cuatro con un par de bolsas con latas y botellas de cerveza y un whisky barato. Sin dudarlo un instante, Gray se levantó y se arrogó el mando.
—Agente Ward, vaya a buscar tazas o vasos; agente Sutherland, podría bajar las persianas, por ejemplo; el inspector Rebus lleva ya aquí un rato manos a la obra. A ver si acabamos la faena hoy mismo y frenamos un poco a Archie Tennant.
Sabían que no iba a ser el caso, pero podían intentarlo y empezaron con una sesión de intercambio de conjeturas que fue bastante mejor por el efecto relajante del alcohol. Algunas hipótesis eran absurdas, pero surgían algunas perlas de la escoria. Tam Barclay hizo una lista y, como Rebus había previsto, los montones de papeles que él había reordenado en la mesa no tardaron en mezclarse y se restableció el caos. Pero no dijo nada.
—Rico Lomax no estaba a la expectativa de nada —dijo Jazz McCullough en un momento dado.
—¿Cómo lo sabes?
—Quien recela algo cambia sus hábitos, pero este Rico seguía tan tranquilo en su bar habitual una noche de tantas.
Algunos asintieron con la cabeza. Se había pensado que el caso era un ajuste de cuentas como otro cualquiera del mundo del hampa, algo premeditado.
—En su momento hablamos con los confidentes —añadió Francis Gray— y se repartió mucha pasta en vano. Resultado: nada de nada.
—Eso no quiere decir que no se la tuvieran jurada —dijo Allan Ward.
—Allan, ¿de verdad que nos sigues? —dijo Gray fingiendo sorpresa—. ¿No estarías mejor en la cama con tu osito de peluche?
—Oye, Francis, ¿es que compras las gracias en las rebajas? Da la casualidad de que ya no es fecha de rebajas.
Se oyeron risas y algunos dedos apuntaron a Gray como diciendo: «¡Te ha tomado la medida, Francis! ¡Ya lo creo que sí!».
Rebus observó que Gray torcía el gesto para esbozar al final una sonrisa apenas perceptible.
—Si seguimos así no vamos a acabar en toda la noche —dijo Jazz McCullough para llamarlos al orden.
Después de tomarse una lata de cerveza, Rebus dijo que iba al lavabo. Estaba al fondo del pasillo bajando una escalera. Al salir oyó que Stu Sutherland repetía una de las primeras hipótesis:
—Rico hacía la guerra por su cuenta, ¿de acuerdo? No pertenecía a ninguna banda concreta y, de ser ciertos los rumores, una de las cosas que mejor se le daba era sacar a los contendientes del campo de batalla cuando las cosas se ponían feas...
Rebus sabía a qué se refería Sutherland. Si alguien daba un golpe o se veía en apuros para desaparecer de la circulación una temporada, Rico se encargaba de encontrarle escondite. Tenía contactos por doquier: pisos de protección municipal, en casas de alquiler para vacaciones, en campings, desde Caithness hasta la frontera y desde las islas occidentales hasta Lothian este; aunque su especialidad eran los campings de la costa este, porque tenía unos primos que regentaban una docena de ellos. Sutherland preguntó qué delincuente había estado escondido en la época en que mataron a Rico. ¿No habría sido allanado algún piso franco y habrían tomado represalias contra Rico con un bate de béisbol? ¿O habría sido alguien que le exigía un escondite?
No era mala idea. Lo que a Rebus le preocupaba era cómo iban a averiguarlo si hacía seis años de los hechos. Al llegar a la escalera vio una figura que bajaba y pensó que sería alguien de la limpieza; pero los de la limpieza habían terminado mucho antes. Comenzó a descender unos escalones, pero cambió de idea y siguió hasta la otra escalera del final del pasillo y, una vez en la planta baja, continuó de puntillas pegado a la pared hacia la escalera central. Empujó la puerta de cristal y sorprendió al que estaba detrás.
—Buenas noches, señor.
—Ah, es usted —exclamó el inspector jefe Archibald Tennant dándose la vuelta.
—¿Nos espía usted, señor?
Rebus advirtió que Tennant parecía cavilar sobre el asunto.
—Yo probablemente haría lo mismo —dijo Rebus— dadas las circunstancias.
Tennant miró hacia el techo.
—¿Cuántos quedan arriba? —preguntó.
—Estamos todos.
—¿McCullough no se ha largado a casa?
—Hoy no.
—Pues sí que me sorprende.
—¿Por qué no se une a nosotros, señor? Quedan un par de cervezas.
Tennant hizo alarde de consultar el reloj y arrugó la nariz.
—Ya tendría que estar acostado —respondió—. Le agradecería que no...
—¿... mencionase que me he tropezado con usted? ¿No sería ir contra la ética de grupo, señor? —replicó Rebus esbozando una sonrisa al ver la inquietud de Tennant.
—Inspector Rebus, por una vez podría actuar como autónomo.
—¿Y traicionar a mi personalidad, como quien dice?
La respuesta arrancó una sonrisa a Tennant.
—Mire, lo dejo a su buen criterio, ¿le parece? —añadió dándose la vuelta y dirigiéndose hacia la puerta principal de la escuela.
El edificio por fuera tenía una buena iluminación y Rebus le observó mientras se alejaba hacia el camino de salida antes de acercarse a los teléfonos públicos que había detrás de la escalera.
Le contestaron al quinto timbrazo. Rebus no apartaba los ojos de la escalera dispuesto a colgar si bajaba alguien.
—Soy yo —dijo—. Tenemos que vernos. —Escuchó un instante—. Antes, si puede ser. ¿Este fin de semana? No tiene nada que ver con lo que usted sabe. —Hizo una pausa—. Bueno, quizá sí. No lo sé —asintió con la cabeza al oír que el fin de semana no podía ser y, tras escuchar su respuesta, colgó y entró en los servicios. Permaneció de pie ante el lavabo con el grifo abierto y al cabo de medio minuto oyó que entraba alguien. Era Allan Ward, que le obsequió con un gruñido antes de introducirse en un cubículo. Rebus le oyó echar el pestillo y desabrocharse el cinturón.
—Es una pérdida de tiempo y de neuronas —resonó la voz de Ward en el techo—. Una pérdida absurda de energías.
—Tengo la impresión de que no te subyuga el inspector jefe Tennant —dijo Rebus alzando la voz.
—Es una maldita pérdida de tiempo.
Tomándolo como respuesta afirmativa, Rebus salió de los servicios.