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El piso de Cynthia Bessant ocupaba toda la última planta de un antiguo depósito de aduanas rehabilitado cerca de Leith Links. Un gran salón de techo muy alto con enormes claraboyas comprendía la mayor parte del espacio en cuya pared principal se destacaba un cuadro inmeso de siete metros de alto por dos de ancho de un batiburrillo de colores pintados con aerógrafo. Siobhan miró a su alrededor y vio que era la única pintura en aquella sala donde no había libros, televisor ni equipo de alta fidelidad. En las dos paredes opuestas, las ventanas correderas daban a los muelles de Leith y a Edimburgo hacia el oeste. Cynthia Bessant fue a la cocina a servirse el vaso de vino que Siobhan y Hynds habían rehusado previamente. Davie Hynds se sentó en el centro de un sofá blanco con capacidad para un equipo de fútbol, fingiendo leer en su bloc de notas; Siobhan esperaba que no estuviera enfurruñado por el diálogo que habían mantenido en la escalera cuando Hynds comentó su satisfacción porque Marber no hubiera sido «un puñetero malhechor», como dijo.

—¿Puede saberse qué diferencia hay? —replicó Siobhan.

—Es que yo..., bueno, lo prefiero así.

—¿Qué prefieres?

—Que no fuese un...

—No vuelvas a repetirlo —dijo Siobhan alzando la mano—. No lo repitas.

—¿Qué?

—Davie, dejémoslo.

—Fuiste tú quien empezó.

—Y pongo punto final, ¿de acuerdo?

—Escucha, Siobhan, no es que yo sea...

—Se acabó, Davie. ¿Vale?

—De acuerdo —gruñó él.

Y ahora estaba allí sentado con la nariz en su cuaderno sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

Cynthia Bessant se acercó despacio al sofá y se sentó al lado de él; sonriente, dio un sorbo al vino y suspiró.

—Ahora me siento mucho mejor —dijo.

—¿Ha tenido un día ajetreado? —preguntó Siobhan optando finalmente por sentarse en una silla.

Bessant comenzó a contar con los dedos.

—El de Hacienda, el recaudador del IVA, tres exposiciones que organizo en este momento, un ex marido exigente y mi hijo que, a sus diecinueve años, me sale con que quiere pintar. ¿Le parece poco? —añadió mirando por encima del borde del vaso, no a Siobhan sino a Hynds.

—Más bien mucho, diría yo —respondió Hynds forzando una sonrisa al darse cuenta de que flirteaba con él y mirando a Siobhan para comprobar hasta qué punto le fastidiaba.

—Sin contar la muerte del señor Marber —apostilló Siobhan.

—Dios mío, es cierto —añadió Bessant con cara de congoja.

Aquella mujer reaccionaba con cierta exageración y Siobhan se preguntó si los galeristas eran siempre tan teatrales.

—¿Vive usted sola? —preguntó Hynds.

—Según me parece —respondió ella con una sonrisa taimada.

—Bien, le agradecemos que nos haya concedido parte de su tiempo.

—No hay de qué.

—Dado que tenemos que hacerle algunas preguntas más —añadió Siobhan— en relación con la vida privada del señor Marber...

—Ah.

—¿Podría decirnos con qué frecuencia recurría a prostitutas, señora Bessant?

A Siobhan le pareció advertir un estremecimiento en la galerista y Hynds la miró enfurecido como diciendo: «No la manipules para fastidiarme a mí».

—Eddie no «recurría» a nada —contestó Bessant.

—Bueno, ¿cómo lo diría usted?

A Bessant se le llenaron los ojos de lágrimas, pero enderezó resuelta la espalda, intentando sobreponerse.

—Era el modo que tenía Eddie de organizar su vida. Él decía que las relaciones estables siempre acababan mal... —interrumpió la frase y guardó silencio.

—¿Qué hacía, se daba una vuelta por Coburg Street o qué?

La mujer la miró con cara de disgusto y Siobhan sintió que parte de su propia hostilidad se desvanecía. Hynds, por su parte, continuaba mirándola sin que se diera por aludida.

—Iba a una sauna —contestó Bessant con voz pausada.

—¿Con regularidad?

—Cuando lo necesitaba. No éramos tan íntimos como para que él me contara detalles.

—¿A diversas saunas?

Bessant lanzó un profundo suspiro y, recordando que tenía un vaso de vino en la mano, dio un sorbo.

—Lo mejor para acabar antes es que nos lo cuente todo, Cynthia —dijo Hynds con voz pausada.

—Es que Eddie era siempre tan..., tan reservado a ese respecto...

—Lo comprendo. Pero entienda que no se trata de revelar confidencias.

—¿Ah, no? —replicó ella mirándole.

Hynds negó con la cabeza.

—Su ayuda nos servirá para averiguar quién le mató.

La mujer reflexionó un instante y asintió despacio. Ya no había lágrimas en sus ojos y parpadeó un par de veces mirando a Hynds. Siobhan pensó por un momento que acabarían cogiéndose de las manos.

—Cerca de aquí hay un sitio adonde sé que Eddie acudía cuando venía a verme, antes de su visita o después. —Siobhan iba a preguntarle si sabía la diferencia, pero se contuvo—. Está en una bocacalle de Commercial Street.

—¿Sabe cómo se llama? —preguntó Hynds.

Ella negó con un gesto.

—No se preocupe; lo averiguaremos —añadió Siobhan.

—Sólo pretendo proteger su reputación. ¿Lo comprende? —dijo Bessant suplicante, y Hynds asintió con la cabeza.

Siobhan se puso en pie.

—Si no tiene repercusión sobre el caso, no creo que resulte mancillada —dijo.

—Gracias —dijo Bessant con voz queda.

Se empeñó en acompañarlos a la puerta y Hynds preguntó si se encontraba bien.

—No se preocupe —contestó ella tocándole el brazo.

Antes de cerrar la puerta le estrechó la mano mientras Siobhan permanecía en el umbral sin saber si tenderle también la suya, pero Bessant les dio la espalda y fue Hynds quien cerró la puerta.

—¿Crees que estará bien? —preguntó él cuando bajaban las vibrantes escaleras de peldaños metálicos. La pared era de ladrillo pintado de amarillo claro—. Qué lugar más siniestro para vivir.

—Compruébalo más tarde —respondió ella—. Cuando no estés de servicio —añadió tras una pausa.

—Vaya, no conocía yo ese aspecto tuyo —le comentó Hynds.

—Paciencia —replicó ella—. Soy más amplia que la colección de discos de John Rebus.

—¿Tiene muchos discos?

—Unos cuantos —contestó ella.

En la calle buscó un quiosco y compró un periódico que abrió por la sección de anuncios por palabras.

—¿Qué buscas, compras o ventas? —preguntó Hynds.

Ella señaló el epígrafe «Saunas» y recorrió la página con el dedo comprobando direcciones.

—Paradiso —dijo—. Cabinas especiales; televisión y aparcamiento.

Hynds leyó la entrada y vio que la dirección coincidía: estaba a dos minutos de allí en coche.

—No vamos a ir allí, ¿verdad? —preguntó.

—Claro que sí.

—¿No hay que anunciarse previamente?

—No seas bobo. Ya verás qué divertido.

Por la mirada que él le dirigió, Siobhan comprendió que a Hynds no se lo parecía tanto.

La faceta «comercial» de Commercial Street había decaído hacía mucho tiempo, pero se daban indicios de recuperación. Los funcionarios del Estado disponían ahora de un edificio acristalado en Victoria Quay y habían aparecido diversos restaurantes, aunque algunos se habían visto obligados a cerrar y reducir sus servicios a una clientela de ejecutivos con cuenta de gastos. Al final de la calle, el antiguo yate real Britannia atraía a los turistas y en los solares industriales cercanos aparecían ya marcados los cimientos de nuevas construcciones. Siobhan pensó que Cynthia Bessant había comprado aquel piso rehabilitado con idea de ser una de las primeras residentes de lo que en Edimburgo llevaba camino de convertirse en una zona similar a la de los muelles del Támesis. Era muy posible que no fuese fortuito el emplazamiento de la sauna Paradiso en aquel sector. Siobhan se dijo que estaba situado a medio camino entre la parte adinerada y la de prostitución callejera de Coburg Street. Las que hacían la calle cobraban poco y atraían a la escoria social, mientras que la sauna Paradiso estaría orientada a un tipo de cliente con más posibilidades. La fachada estaba panelada de madera pintada de azul mediterráneo, con palmeras y olas que incluían un letrero anunciando las cabinas especiales. El local debía de haber sido un comercio, mientras que ahora su entrada era una simple puerta con un espejo cuadrado en el centro. Siobhan pulsó el timbre y aguardó.

—¿Sí? —dijo una voz.

—Departamento de Investigación Criminal de Lothian y Borders —respondió Siobhan—. ¿Podemos hablar?

Transcurrió un instante antes de abrirse la puerta. Llenaban prácticamente el reducido interior unos sillones que habrían ocupado hombres en albornoz azul. Buen detalle, pensó Siobhan, dado que el azul hacía juego con la pintura de las paredes. El televisor transmitía un programa de una cadena de deportes y había vasos de refrescos y tazas de café de los clientes, que, como suponía Siobhan, se encaminarían presurosos al vestuario de la parte de atrás.

El mostrador de recepción quedaba a un lado de la puerta de entrada y detrás de él había un joven sentado en un taburete.

—Buenas tardes —dijo Siobhan identificándose mientras que Hynds, que lo hacía también, examinaba la habitación.

—¿Hay algún problema? —preguntó el joven.

Era un muchacho delgado, de pelo negro con coleta. Ante él había un libro de registro cerrado con un bolígrafo que asomaba entre las páginas.

Siobhan sacó una foto de Edward Marber. Era una imagen reciente, hecha en su galería el mismo día en que le mataron, en la que aparecía con rostro sudoroso y una esplendorosa sonrisa para la cámara. Aquel hombre no podía imaginarse que le quedaban pocas horas de vida.

—Seguramente aquí no anotan el apellido —dijo Siobhan—. Así que lo mismo podría tenerle registrado como Edward que como Eddie.

—No sé...

—Sabemos que era cliente suyo.

—¿Lo saben? —replicó el joven—. ¿Y qué ha hecho?

—Le han matado.

El joven no dejaba de observar a Hynds, que había cruzado la puerta que comunicaba con el interior.

—¿Es cierto? —añadió el joven con la mente en otra cosa.

Siobhan decidió no aguantar más.

—Bien, ya que usted no quiere decir nada, será mejor que hable con todas las chicas una por una para averiguar cuál de ellas le conocía. Llame a su jefe y dígale que por esta noche el local queda cerrado.

—El dueño soy yo —dijo el joven, pendiente de ella.

—Claro —replicó ella sonriente—. Se nota perfectamente que es un empresario nato.

Él se limitó a mirarla mientras ella le ponía la foto ante las narices.

—Échele otro vistazo —dijo.

En aquel momento, un par de clientes vestidos pasaron junto a ellos rehuyendo la mirada para alcanzar la salida mientras por la puerta del fondo aparecía una cara de mujer y otra a continuación.

—¿Qué sucede, Ricky?

El joven, sin decir nada, les hizo un gesto con la cabeza para que se retiraran y miró a Siobhan.

—Puede que le haya visto —dijo—. Pero a lo mejor es porque venía su foto en el periódico.

—Puede ser —dijo Siobhan asintiendo con la cabeza.

—Por aquí desfilan muchas caras.

—¿Y anotan algún detalle? —inquirió Siobhan mirando el libro de registro.

—Sólo el nombre de pila y el de la chica.

—¿Cómo funciona esto, Ricky? ¿Los clientes se sientan aquí y eligen chica...?

El joven asintió con la cabeza.

—Lo que sucede después cuando pasan al reservado es cosa suya. Quizá sólo les exigen un masaje en la espalda y un poco de conversación.

—¿Venía con mucha frecuencia? —preguntó Siobhan, que seguía con la foto en la mano.

—No sabría decirle.

—¿Más de una vez?

Sonó el timbre de la puerta, pero Ricky hizo caso omiso. Aquel día no se había afeitado; empezó a frotarse la barbilla con el dorso de la mano. Salieron más hombres chaqueta en mano y con los zapatos a medio abrochar y, al abrirse la puerta, irrumpieron en el local los otros que aguardaban fuera, un par de hombres de negocios borrachos.

—¿Está hoy Laura? —preguntó uno de ellos, y al ver a Siobhan le dirigió una sonrisa mirándola de arriba abajo.

Sonó el teléfono.

—Ricky los atenderá dentro de un minuto, señores —comentó Siobhan impasible—, en cuanto acabe de ayudarme en mis indagaciones.

—Dios —farfulló el hombre y, al ver que su compañero se desplomaba en un sillón preguntando dónde estaban las chicas, se acercó a él para levantarle—. Está la policía, Charlie —dijo.

—¡Vuelvan dentro de diez minutos! —exclamó Ricky.

Pero Siobhan dudaba mucho de que aquellos dos fueran a volver por allí en una temporada.

—Resulto contraproducente para el negocio —comentó Siobhan sonriente.

Hynds reapareció por la puerta del fondo.

—Ahí dentro todo es un laberinto de escaleras, puertas y qué sé yo. Hay hasta una sauna, figúrate. ¿Cómo va la cosa?

—Aquí, el señor Ricky estaba explicándome si era cliente habitual el señor Marber.

Hynds asintió con la cabeza, estiró el brazo y cogió el receptor del teléfono que no dejaba de sonar.

—Sauna Paradiso, al habla el agente de policía Hynds. —Aguardó un instante y miró el receptor—: Han colgado —añadió encogiéndose de hombros.

—Escuche, efectivamente, vino un par de veces —espetó Ricky—, pero yo no estoy siempre de turno, ¿comprenden?

—¿Por la mañana o por la tarde?

—Por la tarde, creo.

—¿Qué nombre daba?

—Creo que Eddie —respondió el joven.

—¿Tenía predilección por alguna chica en concreto? —le preguntó Hynds.

Ricky dijo que no con la cabeza. Sonó otro teléfono con la melodía de Misión imposible. Era el móvil del joven, quien se lo desprendió del cinturón y se lo acercó al oído.

—Diga. —Escuchó un instante muy estirado—. No pasa nada. Sí, todavía están —añadió mirando a Siobhan.

Ella sabía que era el dueño de la sauna quien llamaba, alertado quizá por alguna de las chicas. Estiró el brazo.

—Quiere hablar con usted —continuó Ricky; luego volvió a escuchar, y negó con la cabeza sin dejar de mirar a Siobhan—. ¿Tengo que enseñarles los libros? —espetó al ver que Hynds empezaba a meter la mano bajo el libro de contabilidad; le detuvo con la que él tenía libre—. No, ya le digo que no hace falta —añadió el joven con mayor decisión antes de cortar la comunicación. Su expresión era más dura—. Les he dicho lo que sé —añadió ajustándose de nuevo el móvil en el cinturón y sin levantar la mano del libro de contabilidad cerrado.

—¿Le importa que hablemos con las chicas? —preguntó Siobhan.

—Por supuesto que no —respondió el joven con una sonrisa.

Al cruzar la puerta, Siobhan sabía que allí no encontraría a nadie. Vio duchas, taquillas y una sauna minúscula. Una escalera que bajaba a las habitaciones en que trabajaban las chicas. Abajo no había ventanas porque estaba por debajo del nivel de la calle. Examinó un cuarto con muy poca luz que olía a perfume. Había una bañera baja en un rincón y muchos espejos. La iluminación era prácticamente inexistente. En lo alto de una pared, un televisor emitía una película de porno duro y se oían gruñidos y gemidos. Vio una cortina al fondo del pasillo y se acercó a descorrerla. Era la salida de emergencia que daba a un callejón. No quedaba ninguna chica.

—Se han largado —confirmó Hynds—. ¿Qué hacemos ahora?

—Podemos acusarle de tenencia de vídeos ilegales.

—Sí —dijo Hynds—. O dejarlo —añadió consultando el reloj.

Siobhan comenzó a subir la estrecha escalera. El teléfono sonaba otra vez y Ricky se disponía a contestar a la llamada, pero cambió de idea al verla.

—¿Quién es su jefe? —preguntó ella.

—El abogado está de camino —contestó el joven.

—Bien —dijo ella dirigiéndose a la salida—. Espero que les cobre un ojo de la cara.

Los candidatos a rehabilitarse pasaron del bar a la zona de descanso y cambiaron el alcohol por refrescos. Muchos de los alumnos de Tulliallan pasaban el fin de semana en la academia; otros tenían permiso para ir a casa. Jazz McCullough y Allan Ward ya se habían marchado, este último quejándose del largo viaje que le aguardaba. El resto trataba de resignarse, o quizá no había en su fin de semana nada imprescindible. La zona de descanso era un salón abierto con sillones y sofás de cuero fuera del aula de conferencias. Rebus sabía que allí se sentía uno tan cómodo que acababa por quedarse dormido y al día siguiente se levantaba con tortícolis.

—¿Tienes algún tipo de plan, John? —preguntó Francis Gray.

Rebus se encogió de hombros. Jean se había marchado al sur invitada a una boda de la familia y le había propuesto que la acompañara, pero él no había aceptado.

—¿Y tú? —dijo.

—Llevo cinco días fuera de casa y me apuesto una libra contra un penique a que algo habrá empezado a romperse, o a gotear.

—Tú eres bastante manitas, ¿no?

—Dios, ¡qué va! ¿Por qué crees tú que se estropean las cosas?

Acompañó la respuesta con una risita cansina. Cinco días llevaban en Tulliallan y era ya como si se conocieran de toda la vida.

—Yo no sé si ir mañana a ver jugar a mi equipo —dijo Tam Barclay.

—¿De cuál eres, del Falkirk?

Barclay asintió con la cabeza.

—Deberías ser seguidor de un equipo serio —comentó Gray.

—¿Uno de Glasgow, por ejemplo, Francis?

—Claro. ¿De dónde, si no?

Rebus se levantó.

—Bueno, os veré el lunes por la mañana.

—Si no te vemos nosotros antes —le dijo Gray con un guiño.

Rebus fue a su cuarto a preparar unas cuantas cosas. Era una habitación cómoda con baño, mejor que la mayoría de los hoteles donde él había estado. Sólo los del Departamento de Investigación Criminal tenían habitación individual. Muchos de los agentes en periodo de prueba estaban alojados por parejas. El móvil seguía donde lo había dejado, enchufado para recargar la batería. Se sirvió un poco del Laphroaig que tenía escondido y puso la radio para sintonizar alguna emisora con música de baile.

A continuación cogió el móvil y marcó unos números.

—Soy yo —dijo sin levantar la voz—. ¿Cómo es que no me ha llamado?

Escuchó cómo la voz al otro lado de la línea se quejaba de lo tarde que era, y como él no replicó, la voz preguntó dónde estaba.

—En mi cuarto. Lo que oye es la radio. ¿Cuándo nos veremos?

—El lunes —contestó la voz.

—¿Dónde y cómo?

—No se preocupe. ¿Ha habido suerte?

—No, de eso precisamente quiero hablar.

Se hizo un silencio, la voz volvió a decir: «El lunes» y Rebus, al ver que la pantalla se apagaba, comprendió que habían cortado la comunicación. Cambió de emisora, apagó la radio y comprobó que no quedaba conectada la función despertador. Tenía ya la bolsa abierta, pero de pronto se preguntó a qué tanta prisa. Lo único que le esperaba en Edimburgo era un piso vacío. Cogió el regalo que le había hecho Jean al marcharse, un reproductor portátil de discos compactos con algunos discos: Steely Dan, Morphine, Neil Young. Tenía también algunos suyos: Van Morrison, John Martyn. Se puso los auriculares, apretó el botón y el sonido poderoso de Solid Air llenó su cabeza haciendo que olvidara todo. Se recostó en la almohada y decidió que aquella canción tenía que figurar entre sus últimos deseos para el entierro.

Tenía que hacer la lista, porque, desde luego, nunca se sabe.

Siobhan fue a abrir. Era tarde pero esperaba visita: la de Eric Bain, que llamaba siempre de antemano por si era inoportuno. Generalmente no lo era. Bain trabajaba en jefatura, la Casa Grande, y era experto en delitos informáticos. Se habían hecho amigos; sólo amigos. Hablaban por teléfono y a veces iban uno a casa del otro a tomar café con leche y charlar.

—Se te ha acabado —dijo Bain desde la puerta de la cocina refiriéndose al descafeinado.

Siobhan, en el cuarto de estar, se disponía a poner música: Oldsolar, una adquisición reciente, ideal para aquella hora de la noche.

—El armarito del centro, en el estante de arriba —contestó.

—Vale.

Eric —a quien en Fettes llamaban Cerebro— le había dicho hacía tiempo a Siobhan que su película preferida era Cuando Harry encontró a Sally, para dejar clara su posición y hacerle saber que si quería ir más lejos tenía que tomar ella la iniciativa.

Claro que ninguno de sus compañeros creía eso porque en cierta ocasión vieron el coche de Eric en la calle a medianoche, y por la mañana fue la comidilla en la comisaría. A ella no le importaba y a él también parecía tenerle sin cuidado. Entró en el cuarto de estar y puso en la mesita de centro, junto a unas notas de Siobhan, la bandeja con la cafetera, una jarrita de leche hervida y dos tazas.

—¿Has tenido hoy mucho trabajo? —preguntó.

—Lo normal —contestó Siobhan—. ¿Qué sucede? —añadió al ver que Bain sonreía.

Él hizo el gesto de decir «nada» con la cabeza, pero ella le punzó con el bolígrafo en las costillas.

—Es que me hacen gracia tus armarios —dijo él.

—¿Mis qué?

—Tus armaritos llenos de botes y tarros...

—¿Qué les pasa a mis tarros?

—Que los tienes todos con la etiqueta mirando hacia fuera.

—¿Y qué?

—Nada, que me ha entrado pavor —contestó él acercándose al estante de los discos compactos, cogiendo uno y abriéndolo—. ¿No ves?

—¿Qué?

—Guardas también los discos con la cara escrita hacia arriba.

—Así son más fáciles de leer —replicó ella.

—Esto lo hace muy poca gente.

—Es que yo no soy como la gente.

—Es verdad —comentó él arrodillándose delante de la bandeja y apretando el émbolo de la cafetera—. Tú eres más organizada.

—Exacto.

—Mucho más organizada.

Ella asintió con la cabeza y volvió a pincharle con el bolígrafo. Él contuvo la risa y sirvió la leche.

—Era una simple observación —dijo echando el café en las tazas y tendiéndole una a ella.

—Ya me dan bastante murga en el trabajo, señor Bain —añadió Siobhan.

—¿Trabajas este fin de semana?

—No.

—¿Tienes algún plan? —preguntó él dando un sorbo y ladeando la cabeza para leer las notas—. ¿Has estado en la Paradiso?

—¿La conoces? —inquirió ella frunciendo el entrecejo.

—Por la fama. Cambió de dueño hace unos seis meses.

—¿Ah, sí?

—Era de Tojo McNair, que es dueño de un par de bares en Leith.

—Que serán, sin duda, modelo de salubridad.

—Sí, con suelos pringosos y cerveza aguada. ¿Cómo es la sauna Paradiso?

Siobhan reflexionó un instante.

—No tan sórdida como yo esperaba.

—¿Mejor que tener a las chicas haciendo la calle?

Siobhan volvió a pensarlo antes de asentir con la cabeza. Se había iniciado el proyecto de un plan para convertir una zona de Leith en lugar seguro para las prostitutas callejeras; pero la primera elección había sido un polígono industrial muy mal iluminado y escenario, años atrás, de una agresión. Así que todo seguía pendiente.

Se sentó sobre las piernas en el sofá y Bain se acomodó en el sillón frente a ella.

—¿Qué es esa música que has puesto?

—¿Quién es ahora el dueño de la sauna? —preguntó ella a su vez sin contestarle.

—Pues... depende.

—¿De qué?

Bain se daba golpecitos con el índice en un lado de la nariz.

—¿Voy a tener que sacártelo a golpes? —preguntó Siobhan sonriendo por encima del borde de la taza.

—Supongo que lo harías —replicó él sin soltar prenda.

—Creí que éramos amigos.

—Lo somos.

—Pues no sé a qué vienes aquí si no quieres hablar.

Bain suspiró y, al dar otro sorbo, le quedó una marca de leche en el labio superior.

—¿Conoces a Big Cafferty? —dijo. Era una pregunta redundante—. Pues se dice que si se hurga a fondo aparece su nombre.

—¿Cafferty? —repitió Siobhan echándose hacia delante.

—No es algo a lo que él precisamente dé publicidad; nunca se acerca por el local.

—¿Cómo lo sabes?

Bain se rebulló en el asiento, incómodo por aquella conversación.

—Porque he estado haciendo algún trabajo para los de Narcotráfico.

—¿Para Claverhouse?

Él asintió con la cabeza.

—Que quede entre nosotros. Si se entera de que he dicho algo...

—¿Andan otra vez detrás de Cafferty?

—¿Lo dejamos, por favor? En cuanto acabe este trabajo vuelvo a la División Forense Informatizada. ¿Sabes que el volumen de trabajo aumenta un veinte por ciento cada tres meses?

Siobhan se puso en pie y se acercó a la ventana. Estaban bajadas las persianas, pero permaneció allí como si mirara algo sorprendente.

—¿Qué trabajo? ¿El de Narcotráfico?

—El forense informatizado. No escuchas.

—¿Cafferty? —dijo ella casi para sus adentros.

Cafferty, dueño de Paradiso, una sauna a la que iba Edward Marber, y además se comentaba que el galerista engañaba a sus clientes...

—Yo tenía que haberle interrogado hoy —dijo Siobhan pausadamente.

—¿A quién?

Volvió la cabeza hacia Bain como si se hubiera olvidado de su presencia.

—A Cafferty —contestó.

—¿Por qué?

—Pero se había marchado a Glasgow y no vuelve hasta más tarde —añadió ella sin escucharle, consultando el reloj.

—Ya lo harás el lunes —dijo Bain.

Ella asintió con la cabeza. Sí, claro, lo haría el lunes, pero quizá mientras tanto podía recopilar más datos.

—Bueno —dijo Bain—, siéntate y relájate.

—¿Cómo quieres que me relaje? —replicó ella dándose una palmada en el muslo.

—Muy fácil. Te sientas, respiras hondo y me cuentas algo.

—¿Qué voy a contarte? —replicó ella mirándole.

—Por qué de pronto te interesa tanto Morris Gerald Cafferty, por ejemplo.

Siobhan volvió al sofá, se sentó y respiró hondo varias veces. A continuación estiró el brazo y cogió el móvil del suelo.

—Antes tengo que hacer una llamada.

Bain puso los ojos en blanco; pero entonces contestaron a la llamada de Siobhan y él sonrió. Estaba encargando una pizza.

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