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El viernes por la mañana volvieron a reanudar las tareas del caso Lomax. Tennant requirió un informe sobre el estado de la investigación y varios pares de ojos se clavaron en Francis Gray, pero Gray, a su vez, miró a Rebus.

—John ha dedicado más horas que nadie al caso —comentó—. Vamos, John, expón los resultados.

Rebus dio un sorbo de café mientras pensaba.

—En términos generales, casi todo son conjeturas, muchas de ellas ya sabidas. La impresión predominante es que alguien aguardaba a la víctima porque sabía dónde iba a estar y a qué hora. Lo extraño es que en ese callejón frecuentado por prostitutas ninguna de ellas viera a nadie rondando por el lugar.

—Las prostitutas no son la clase de testigo más fiable, ¿no es cierto? —replicó Tennant.

Rebus le miró.

—No siempre se prestan a facilitar información, si se refiere a eso —dijo.

Tennant se encogió de hombros. Daba vueltas a la mesa y Rebus se preguntó si habría advertido que aquella mañana eran menos los que tenían resaca. Claro que algunos tenían una cara como si se la hubiese pintarrajeado un crío con lápices de colores, pero Allan Ward no lucía sus gafas de diseño y, aunque a Stu Sutherland se le notaban las ojeras, no tenía los ojos enrojecidos.

—¿Creen que se trata de un asunto de bandas? —preguntó Tennant.

—Es la principal hipótesis, idéntica conclusión a que llegaron en la investigación en su momento.

—Ahora bien... —añadió Tennant mirando a Rebus desde el extremo de la mesa.

—Sí, hay problemas —apostilló Rebus—. Si fue un crimen de alguna banda, ¿cómo es que nadie sabía nada? El Departamento de Investigación Criminal de Glasgow disponía de informadores, pero ninguno dijo haber oído nada. Pese a que a veces se forma un muro de silencio, pasado cierto tiempo acaba por producirse una filtración.

—¿Y qué deducen de eso?

Rebus se encogió de hombros.

—Nada. Simplemente que es un poco extraño.

—¿Y en cuanto a los amigos y socios de Lomax?

—El grupo salvaje a su lado es como los siete enanitos. —Se oyeron algunos bufidos en torno a la mesa—. Sobre la viuda del señor Lomax, Fenella, recayeron en principio sospechas porque se rumoreaba que había estado pegándosela a su maridito, pero no se pudo demostrar nada. Y ella no iba a confesárnoslo.

—Ahora anda liada con Chib Kelly —dijo Francis Gray echando hacia atrás los hombros.

—Vaya —comentó Tennant.

—Chib es dueño de un par de pubs en Govan y está acostumbrado a estar a la sombra.

—¿Quiere decir que es donde se halla en este momento?

Gray asintió con la cabeza.

—Purga con un breve encierro en Barlinnie por reventa de objetos robados, pero con sus bares hace más negocio que la cadena de electrodomésticos Curry’s y no creo que Fenella le eche mucho de menos. En Govan tiene hombres de sobra que saben lo que le gusta.

Tennant asintió con la cabeza pensativo.

—Inspector Barclay, ¿se encuentra mal?

—Estoy bien, señor —le contestó Barclay cruzando los brazos.

—¿De verdad?

Barclay abrió los brazos y trató de encontrar sitio bajo la mesa para cruzar las piernas.

—Es que es la primera vez que oímos esto.

—¿Lo del señor Lomax y Chib Kelly? —dijo Tennant aguardando a que Barclay asintiera con la cabeza para volverse hacia Gray—. Bien, inspector Gray, ¿no habíamos quedado en que trabajábamos en equipo?

Francis Gray hizo esfuerzos para no mirar a Barclay.

—No lo juzgué pertinente, señor. No está demostrado que Fenella y Chib se conocieran en vida de Rico.

—¿Satisfecho, inspector Barclay? —inquirió Tennant, e hizo un gesto protuberante con los labios.

—Creo que sí, señor.

—¿Y el resto de ustedes? ¿Creen que hizo bien el inspector Gray en no comentarles nada?

—Yo no creo que haya causado ningún perjuicio — comentó Jazz McCullough mientras algunos asentían con la cabeza.

—¿No podríamos interrogar a la señora Lomax? —terció Allan Ward con voz aflautada.

—No creo —dijo Tennant, que estaba detrás de él.

—Pues me parece que no lograremos obtener muchos resultados.

—Agente Ward, me consta —añadió Tennant inclinándose sobre el hombro del joven policía— que los resultados no eran precisamente su fuerte.

—¿Qué quiere usted decir? —replicó Ward tratando de ponerse en pie, pero Tennant se lo impidió sujetándole por el cogote.

—Siéntese y se lo diré.

Una vez que Ward se hubo sentado de nuevo, Tennant mantuvo la mano en su cuello unos segundos antes de reanudar las vueltas a la mesa.

—El caso está sin resolver, pero no archivado. Si me demuestran que necesitan verificar algo, o interrogar a alguien, yo lo arreglaré. Pero es preciso que me convenzan. En el pasado, agente Ward, usted se mostró excesivamente entusiasta en cuanto al recurso del interrogatorio.

—Eso es parte de las mentiras de un sucio yonqui —espetó Ward.

—Y como no se dio curso a su reclamación, no queda más remedio que suponer que usted no hizo nada incorrecto. —Aunque Tennant dirigió una amplia sonrisa a Ward, Rebus no había visto nunca un rostro menos divertido. A continuación, Tennant dio una palmada—: ¡Señores, a trabajar! Me gustaría que hoy concluyeran la revisión de las transcripciones de interrogatorios. Si trabajan en parejas les resultará más fácil. Quiero que hagan un despliegue de la investigación original —añadió señalando el nuevo tablón de la pared— con sus comentarios y críticas. Cualquier detalle que hubiera sido pasado por alto y cuestiones secundarias, sobre todo las que ustedes consideren que habrían debido indagarse un poco más. —Al lanzar Stu Sutherland un gruñido perceptible, Tennant clavó en él la mirada—. Si alguien lo juzga absurdo, ahí tiene el patio. Los reclutas de uniforme —añadió consultando el reloj— comienzan la carrera de cinco kilómetros dentro de un cuarto de hora, le da tiempo de sobra a ponerse la camiseta y el pantalón corto, sargento Sutherland.

—Prefiero quedarme, señor. Es que tengo algo de indigestión —dijo Sutherland, palmeándose ostensiblemente el estómago.

Tennant le fulminó con la mirada y luego abandonó la sala. Sin prisas, los seis reanudaron el trabajo en equipo repartiéndose los montones de papeles. Rebus advirtió que Tam Barclay seguía cabizbajo y rehuía mirar a Francis Gray. Gray trabajaba con Jazz McCullough y a Rebus le pareció oír a Gray decir: «¿Sabes que en argot Barclay quiere decir “en el sur”?», pero McCullough no entró al trapo.

Al cabo de casi una hora, Stu Sutherland cerró otro expediente, lo dejó caer sobre la pila de los que tenía delante y se levantó para estirar las piernas y la espalda. Estaba junto a la ventana cuando se volvió hacia ellos.

—No hacemos más que perder el tiempo —dijo—. Lo único que necesitamos no vamos a conseguirlo.

—¿Y qué es, Sherlock Holmes? —preguntó Allan Ward.

—Los nombres de la gente que Rico tenía escondida en sus diversas caravanas y pisos francos cuando le mataron.

—¿Y ellos qué tienen que ver? —preguntó McCullough pausadamente.

—Es de lógica. Rico ayudaba a los delincuentes a esconderse, y si alguien quería averiguar el paradero de uno de ellos tenía que recurrir a él.

—¿Y antes de que fueran a preguntar el paradero decidieron partirle la crisma? —preguntó McCullough con una sonrisa.

—A lo mejor se les fue la mano al atizarle... —añadió Sutherland abriendo los brazos como esperando que alguien le apoyara.

—O quizá ya lo había cantado —añadió Tam Barclay.

—O sea, que soltó por las buenas, ¿no? —bramó Francis Gray.

—Puede ser, al verse amenazado con un bate de béisbol —dijo Rebus intentando desviar aquella agresividad de Gray hacia Barclay—. Yo no he visto nada aquí —añadió dando una palmada sobre un informe— que diga que Rico tuviera muchos arrestos. Tal vez dio el nombre pensando en salvar el pellejo.

—¿Qué nombre? —preguntó Gray—. ¿El de alguien muerto por las mismas fechas? —añadió mirando en torno a la mesa, pero sólo algunos se molestaron en encogerse de hombros—. Ni siquiera sabemos si en aquella época escondía a alguien.

—A eso precisamente me refería yo —añadió Stu Sutherland pausadamente.

—Si Rico ayudaba a la gente a desaparecer de la circulación —dijo Tam Barclay— y alguien dio con los que escondía, lo más probable es que hayan desaparecido para siempre. Y no haremos más que darnos contra un muro.

—Puedes esperar sentado —dijo Gray señalando a Barclay con el dedo—, que no vamos a atenernos a tu brillantísima conclusión.

—Yo, al menos, no escondo información a los demás.

—La diferencia, Barclay, está en que para la urbe asquerosa esto es normal y cotidiano, mientras que vosotros en Falkirk os pasáis el día haciéndoos pajas en el váter a puerta cerrada. ¿O quizás os gusta vivir peligrosamente y la dejáis abierta?

—Vas muy sobrado, ¿no?

—Exacto, colega. Mientras que tú no das pie con bola.

Se hizo un silencio tras el cual Allan Ward comenzó a reír secundado por Stu Sutherland. El rostro de Tam Barclay se ensombreció y Rebus adivinó lo que iba a suceder. Barclay se puso en pie de un salto derribando la silla y apoyó la rodilla en la mesa dispuesto a lanzarse sobre Francis Gray, pero Rebus estiró el brazo y le detuvo, permitiendo así que Stu Sutherland le bloquease con un abrazo de oso. Gray se recostó en el asiento con una sonrisita mientras daba golpecitos en la mesa con el bolígrafo y Allan Ward se palmeaba el muslo como si estuviera en la primera fila del circo Barnum y Bailey. Tardaron unos instantes en darse cuenta de que se había abierto la puerta y Andrea Thomson estaba allí. Cruzó despacio los brazos y algo parecido al orden volvió a la sala. Rebus pensó en un aula escolar que recobra la calma cuando se acerca la autoridad. La diferencia era que allí eran hombres de treinta, cuarenta y cincuenta y tantos años; hombres con hipotecas, con hijos, hombres con una profesión.

Estaba seguro de que aquella escena procuraría a Thomson suficientes elementos de análisis para unos meses.

Estaba mirándole precisamente a él.

—Inspector Rebus, al teléfono —dijo.

—No voy a preguntarle qué es lo que sucedía ahí dentro —dijo mientras cruzaban el pasillo hacia su despacho.

—Quizá sea lo mejor —añadió él.

—No sé cómo han pasado su llamada a mi teléfono, pero pensé que lo más fácil era acercarme yo misma a avisarle.

—Gracias.

Rebus observó que andaba dando bandazos con el cuerpo, como alguien que intenta bailar torpemente el twist. Quizá padeciera alguna deformidad congénita de la columna, o había sufrido un accidente de joven.

—¿Qué sucede?

Aunque Rebus desvió la mirada, ella lo advirtió.

—Tiene usted un andar muy raro —dijo él.

—No lo sabía. Gracias por decírmelo —replicó ella abriendo la puerta y señalando el receptor sobre la mesa.

Rebus lo cogió.

—Diga.

Oyó el zumbido de la línea libre, miró a la mujer y se encogió de hombros.

—Se habrán cansado —dijo.

Ella tomó el receptor y se lo acercó al oído antes de colgar.

—¿Quién llamaba? —preguntó Rebus.

—No dieron nombre.

—¿Era una llamada externa?

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué dijeron exactamente?

—Únicamente que querían hablar con el inspector Rebus y yo respondí que se encontraba al otro extremo del pasillo y me pidieron que..., no —añadió negando con la cabeza—. Me ofrecí yo a avisarle.

—¿Y no le dijeron de parte de quién? —preguntó Rebus, que se había sentado en la silla detrás de la mesa, en la silla ¡de ella!

—¡Yo no soy un contestador automático!

—Era una broma. —Rebus sonrió—. Ya volverán a llamar. —En ese momento volvió a sonar el teléfono y Rebus alargó la mano con la palma vuelta hacia ella—. ¿No lo ve? —añadió estirando el brazo para descolgar, pero ella se le anticipó y le dijo con la mirada que aún era su despacho.

—Andrea Thomson, orientadora profesional —dijo, y escuchó un instante antes de pasarle el receptor.

—Inspector Rebus al habla.

—Yo tuve en la escuela un asesor profesional que hizo añicos todas mis ilusiones —dijo la voz.

Rebus la reconoció al instante.

—No me digas. ¿No tenías resistencia suficiente para ser bailarín de ballet? —replicó.

—Podría bailar sobre ti, amigo.

—Menos lobos. ¿Qué demonios haces fastidiándome las vacaciones, Claverhouse?

Andrea Thomson enarcó una ceja al oír lo de «vacaciones» y Rebus le dirigió un guiño, mientras ella, privada de su asiento, optaba por apoyar una nalga en la mesa.

—Me dijeron que le dedicaste a tu jefa un buen brindis.

—¿Y tú me llamas para regodearte?

—Ni mucho menos. Por más que me duela, es porque necesitamos tus servicios.

Rebus se puso en pie despacio.

—¿Estás tomándome el pelo?

—Ojalá.

Andrea Thomson vio la oportunidad y volvió a ocupar su asiento. Rebus dio la vuelta por detrás de ella con el teléfono en una mano y el receptor en la otra.

—A mí me tienen aquí encerrado, así que no sé cómo...

—Te animarás si te digo lo que queremos de ti.

—¿Quiénes?

—Ormiston y yo. Te llamo desde el coche.

—¿Y el coche dónde está?

—En el aparcamiento de visitas. Así que arrastra rápido ese culo hasta aquí abajo.

Claverhouse y Ormiston habían trabajado en tiempos en la segunda división de la Brigada Criminal Escocesa con sede en la Casa Grande, es decir, la jefatura de la policía de Lothian y Borders; la BCE trataba los casos importantes de narcotráfico, conspiraciones y asuntos de espionaje y delitos del nivel más alto, y Rebus conocía a aquellos dos agentes hacía mucho tiempo, pero ahora la BCE había sido absorbida por la Agencia Antidroga y en ella prestaban sus servicios Claverhouse y Ormiston. Allí los tenía, en el aparcamiento, y no pasaban desapercibidos, precisamente, en un viejo taxi negro con Ormiston al volante y Claverhouse en el asiento de atrás como si fuera el cliente. Rebus subió y se sentó al lado de éste.

—Pero ¿qué demonios hacéis en este cacharro?

—Es lo mejor para servicios secretos —contestó Claverhouse dando unas palmaditas en el marco de la puerta—. Un taxi negro pasa perfectamente desapercibido.

—No en el puto campo.

Claverhouse lo admitió ladeando levemente la cabeza.

—Bueno, en realidad no estamos de vigilancia —dijo.

Rebus tuvo que aceptarlo a su vez. Encendió un cigarrillo haciendo caso omiso del letrero NO FUMAR y del desabrido gesto de Ormiston abriendo las ventanillas delanteras. A Claverhouse le habían ascendido hacía poco a inspector y a Ormiston a sargento. Formaban una curiosa pareja: Claverhouse, alto y delgado, casi esquelético, complexión física que él acentuaba con chaquetas que solía llevar siempre abrochadas; Ormiston era más bajo y fornido, con un pelo moreno brillante y casi rizado que le confería un aspecto de emperador romano. Fue Claverhouse quien llevó casi toda la conversación, reduciendo a Ormiston al papel de amenaza inquietante.

Pero el peligroso era Claverhouse.

—¿Qué tal te va en Tulliallan, John? —preguntó.

Rebus encontró extrañísimo que le llamara por su nombre de pila.

—Bien —contestó bajando el cristal de la ventanilla para sacudir la ceniza.

—¿A qué otros chicos malos tienen internados?

—A Stu Sutherland. Tam Barclay... Jazz McCullough y Francis Gray...

—Un grupo muy variado.

—En el que yo me integro bien.

—Que ya es decir —comentó Ormiston con sorna.

—Chófer, te quedas sin propina —dijo Rebus golpeando con las uñas en la mampara de plexiglás que los separaba.

—Por cierto... —empezó a decir Claverhouse.

Como si fuera una señal, Ormiston giró la llave, metió la primera y arrancó.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rebus volviéndose hacia Claverhouse.

—A charlar simplemente.

—Me castigarán por esto.

Claverhouse sonrió.

—He hablado con el director y te han dado permiso —dijo recostándose en el asiento mientras el taxi traqueteaba y vibraban las puertas.

Rebus notaba todos los muelles a través del cuero raído del asiento.

—Espero que tengáis seguro —protestó.

—Yo siempre voy cubierto, John; bien lo sabes. —Salían ya del terreno de la academia y giraron a la izquierda hacia el puente de Kincardine. Claverhouse miró el paisaje—. Se trata de tu amigo Cafferty —dijo.

—No es amigo mío —replicó Rebus dolido.

Claverhouse vio una hebra en sus pantalones y la cogió como si fuera más importante que la protesta de Rebus.

—En realidad, no se trata de Big Ger sino de su gerente.

—¿El Comadreja? —inquirió Rebus ceñudo y advirtiendo que Ormiston le miraba por el retrovisor con una cara que expresaba cierta reticencia no exenta de fruición.

Aquellos dos debían de traerse algo gordo entre manos. Fuera lo que fuese le necesitaban, pero no estaban seguros de poder confiar en él. Rebus sabía que circulaba el rumor de que era íntimo de Cafferty y que eran muy parecidos en muchos aspectos.

—Parece que El Comadreja no da nunca un paso en falso —prosiguió Claverhouse—. Cuando Cafferty faltó de Edimburgo, podía haber sido su fin.

Rebus asintió despacio con la cabeza: mientras Cafferty estuvo en la cárcel, El Comadreja le cuidó bien los negocios.

—Me pregunto —añadió Claverhouse con guasa— si, ahora que Cafferty está otra vez al mando, nuestro amigo no se sentirá algo perjudicado al verse obligado a dejar el volante por el asiento de atrás, por decirlo de algún modo.

—Hay gente que prefiere ocupar ese asiento. No llegaréis a Cafferty por medio de El Comadreja.

—Tal vez sí, tal vez no —dijo Ormiston después de sonarse ruidosamente como un becerro.

Claverhouse no añadió nada ni se movió, pese a lo cual su compañero captó el mensaje. Rebus dudaba que Ormiston volviera a abrir la boca si Claverhouse no le daba la pauta.

—Es imposible —espetó Rebus para que no hubiera duda.

Claverhouse volvió la cabeza y le miró fijamente.

—Tenemos un argumento de peso: el hijo de El Comadreja ha hecho travesuras.

—No sabía que tuviera un hijo.

Claverhouse parpadeó varias veces en vez de asentir con la cabeza; por ahorrar energías.

—Se llama Aly.

—¿Qué ha hecho?

—Iniciar un pequeño negocio por su cuenta; speed cortado sobre todo, pero también de coca y de hachís.

—¿Le habéis inculpado? —preguntó Rebus.

Habían dejado atrás el puente y rodaban por la M9 hacia el este. No tardarían mucho en llegar a la refinería de Grangemouth.

—Eso depende —contestó Claverhouse.

Rebus comenzó a verlo todo como si fuera una foto Polaroid en proceso de revelado.

—¿En función de un trato con El Comadreja?

—Eso esperamos.

—No aceptará —dijo Rebus pensativo.

—Pues a Aly se le caerá el pelo. Y puede tirarse en la cárcel una buena temporada.

Rebus le miró.

—¿Qué cantidad le habéis intervenido?

—Hemos pensado que merece la pena que lo veas por ti mismo.

A ello fueron.

El lugar estaba al este de Edimburgo, en un sector industrial cerca de Gorgie Road. La zona había conocido tiempos mejores. Rebus pensó que ahora la única industria próspera sería la seguridad para proteger las fábricas vacías contra los incendios y el vandalismo. Rodeaba el almacén una verja con una cadena en la entrada y una caseta para la vigilancia las veinticuatro horas. Él ya había estado allí hacía años por un alijo de armas en un camión. En esta ocasión, el camión no era muy distinto, pero estaba desmontado y sus componentes y partes esparcidos ordenadamente sobre el suelo de cemento; estaba descuartizado, sin puertas, ni laterales, y le habían quitado las ruedas para sacar los neumáticos. Un par de cajones servían de estribos; Rebus se subió a ellos y echó un vistazo a la cabina, que, sin asientos y con el suelo levantado, dejaba al descubierto un compartimento secreto que estaba vacío. Se bajó de los cajones y fue hacia el fondo del almacén, donde tenían el cargamento expuesto sobre una lona azul pálido. Había muchos paquetes sin abrir; un químico adscrito al equipo forense de los laboratorios del cuerpo en Howdenhall verificaba las sustancias en tubos de ensayo con soluciones. Como hacía frío, había prescindido de la bata blanca y se abrigaba con una chaqueta de esquí roja y un gorro escocés de lana. Rebus vio que la mitad de los paquetes verificados estaban etiquetados, pero faltaban por comprobar no menos de cincuenta.

Ormiston, que estaba a su lado, se sonó ruidosamente otra vez. Rebus se volvió hacia Claverhouse, que se calentaba las manos echándose vaho.

—Más vale que vigiles que Ormy no se acerque mucho a las drogas, no sea que acabe aspirándolas.

Claverhouse sonrió y Ormiston musitó algo que Rebus no entendió.

—Es un buen alijo —dijo Rebus—. ¿Quién dio el soplo?

—Nadie. Fue un golpe de suerte. Sabíamos que Aly había estado trapicheando con algo.

—Pero ignorabais que traficase con semejantes cantidades.

—Ni nos lo imaginábamos.

Rebus miró a su alrededor. Era mucho más que una buena incautación; estaba claro. Un cargamento como aquél era algo espectacular como publicidad para la policía. Pero allí sólo estaban él, los dos de Narcotráfico y el químico. Las drogas que llegaban del continente solían ser competencia de Aduanas.

—No hemos informado a nadie —dijo Claverhouse leyéndole el pensamiento a Rebus—. Tenemos autorización de Carswell.

Claverhouse era el subdirector de la policía con quien Rebus había tenido sus más y sus menos.

—¿Él sabe que me habéis llamado? —preguntó.

—Aún no.

—A ver si yo lo entiendo. Paráis un camión y encontráis un montón de sustancias prohibidas por las que el hijo de El Comadreja puede verse entre rejas unos diez años... Pero ¿cuál es exactamente la relación con el hijo de El Comadreja? —añadió.

—Aly es camionero, especialista en larga distancia.

—¿Andabais siguiéndole los pasos?

—Teníamos una vaga idea. El tonto del culo estaba fumando un canuto en un área de descanso cuando le abordamos.

—¿No hay intervención de Aduanas?

Claverhouse negó con la cabeza despacio.

—Le pedimos los papeles sin intención y en la hoja de ruta figuraba que transportaba a Hatfield impresoras para cargar allí programas informáticos y juegos de ordenador —dijo Claverhouse señalando con la cabeza un rincón del almacén donde había media docena de palets—. Cuando le enseñamos el carné se puso a temblar.

Rebus vio que el químico se servía té de un termo.

—¿Y qué queréis que haga yo exactamente? ¿Que hable con su padre a ver si puedo llegar a un acuerdo?

—Tú conoces a El Comadreja mejor que nosotros. A ti a lo mejor te hace caso al hablarle, digamos..., de padre a padre.

Rebus le miró preguntándose hasta qué punto Claverhouse estaría al corriente. No hacía mucho, cuando atropellaron a su hija, El Comadreja localizó al culpable y se lo entregó en persona en un almacén muy parecido a aquél.

—Podemos probar, ¿no? —añadió Claverhouse con una voz profunda que resonó suavemente en las paredes onduladas.

—No traicionará a Cafferty —contestó Rebus despacio, pero sus palabras no resonaron como las de Claverhouse.

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