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—Caballeros y, señoras, naturalmente, gracias por haber acudido tan rápido. Aquí estará el centro de operaciones durante la investigación. Bien, como todos saben…

El director de la policía, Wallace, interrumpió su discurso al abrirse bruscamente la puerta para dar paso a John Rebus, en quien se clavaron todas las miradas. Rebus, incómodo, miró a su alrededor, dirigió una inútil sonrisa de disculpa a su superior y se sentó en la silla más próxima a la puerta.

—Como iba diciendo… —prosiguió el director.

Rebus, restregándose la frente, miró la sala llena de agentes. Sabía lo que diría el viejo, y en aquel momento precisamente lo que menos necesitaba era un discurso de arenga de la vieja escuela. No cabía un alfiler. Muchos de los presentes tenían aspecto cansado, como si ya llevaran mucho tiempo en el caso. Los rostros más despiertos y más atentos eran los de los nuevos, algunos de ellos venidos desde comisarías de fuera de Edimburgo; había dos o tres con libreta y bolígrafo, muy dispuestos a tomar notas, como en sus tiempos de colegiales. Delante de todos, con las piernas cruzadas, vio a dos mujeres muy atentas a Wallace, que ahora estaba en plena filípica, paseando por delante de la pizarra como un personaje de Shakespeare en una mediocre representación escolar.

—Dos muertes, pues. Sí, eso me temo. —Un escalofrío recorrió la audiencia—. El cadáver de Sandra Adams, de once años, apareció en un solar junto a la comisaría de Haymarket, a la seis en punto de esta tarde, y el de Mary Andrews a las siete menos diez, en una parcela del distrito de Oxgangs. Hay agentes en ambos lugares, y al final de esta reunión se les unirán otros, elegidos entre los aquí presentes.

Rebus advirtió el orden jerárquico habitual: inspectores en las primeras filas, a continuación sargentos, y luego, el resto. Incluso en pleno desarrollo de un caso de asesinato persistía el orden jerárquico. La enfermedad británica. Y él se encontraba al final del montón, porque había llegado tarde. Otra cruz en la calificación mental de alguien.

En el ejército siempre había sido uno de los primeros, en el regimiento de paracaidismo; en el curso de entrenamiento de los SAS, primero de su clase y seleccionado para un cursillo rápido de misiones especiales. Había ganado una medalla y merecidas menciones de honor. Una buena época, pero también la peor de todas; tiempos de estrés y extenuación, de engaño y brutalidad. Al salir de allí no le admitieron tan fácilmente en la policía; ahora sabía que fue la influencia del ejército lo que allanó las dificultades para su ingreso. En el cuerpo había personas que no se lo perdonaban, le buscaban problemas siempre que podían, complicaciones que él supo esquivar, e incluso, como hacía bien su trabajo, no tuvieron más remedio que citarle por actos de servicio. Pero en cuanto al ascenso, se había buscado un obstáculo a sus aspiraciones por hacer comentarios inconvenientes. Además, un día abofeteó a un cabrón rebelde en el calabozo. Que Dios se lo perdonara; fue un minuto de ofuscación; aquello le causó aún más problemas. Ah, qué vida tan perra; perra de verdad. Era como vivir en los tiempos bíblicos, en una tierra de barbarie y venganza.

—Mañana, después de las autopsias, tendremos, naturalmente, más información para que puedan trabajar, pero de momento esto es lo que hay. Ahora les hablará el inspector jefe Anderson, quien les asignará las correspondientes tareas iniciales.

Rebus advirtió que Jack Morton cabeceaba y, si alguien no lo impedía, pronto se escucharían sus ronquidos. Esbozó una sonrisa que se le borró fulminantemente al oír una voz al fondo de la sala: la voz de Anderson, el objeto de sus comentarios inconvenientes. Sintió el malestar de la predestinación. Anderson dirigía el caso. Hizo el firme propósito de dejar de rezar; tal vez si dejaba de rezar, Dios, al darse por aludido, dejaría de ser tan cabrón con uno de sus escasos creyentes en este olvidado planeta.

—Gemmill y Hartley harán el puerta a puerta.

Bueno, a Dios gracias, se había librado de ésta. Sólo había algo peor que el puerta a puerta…

—Y para la búsqueda inicial en los archivos de Modus Operandi, los sargentos Morton y Rebus.

Precisamente eso.

«Gracias, Dios mío, muchas gracias. Eso es justamente lo que yo quería hacer esta tarde: leer los historiales de todos los malditos pervertidos y agresores sexuales de Escocia central-este. Realmente, debes detestarme. ¿Soy acaso una especie de Job? ¿Es eso?»

Pero no respondió ninguna voz etérea. No oyó ninguna voz, excepto la del satánico y quisquilloso Anderson, cuyos dedos pasaban páginas de la lista de relación de servicios; Anderson, de labios húmedos y gruesos, cuya esposa era una adúltera descarada y su hijo poeta ocasional, nada menos. Rebus masculló para sus adentros sucesivas maldiciones contra aquel superior mojigato y delgaducho. Le dio una patada a Morton en la pierna y éste, casi a punto de roncar, se despertó, irritado.

Menudo panorama.

Nudos y cruces

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