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—Menudo panorama —dijo Jack Morton. Aspiró con deleite el cigarrillo con filtro, tosió ruidosamente, sacó el pañuelo del bolsillo y depositó en él lo expectorado—. Ja, ja, nueva prueba trascendente —comentó, aunque hizo un visible gesto de preocupación.

—Deberías dejar de fumar, Jack —comentó Rebus sonriente.

Estaban los dos sentados ante un escritorio sobre el que se amontonaban unos ciento cincuenta expedientes de agresores sexuales fichados en Escocia central. Una joven y guapa secretaria, sin duda encantada por las horas extra que las investigaciones por homicidio le permitían hacer, no dejaba de traerles más expedientes, bajo la fingida mirada indignada de Rebus cada vez que aparecía. Esperaba asustarla; si entraba una vez más, la indignación iba a materializarse.

—No, John, son estos cabrones con filtro, que no puedo fumarlos. De verdad que no puedo. Maldito médico.

Mientras lo decía, Morton se quitó el cigarrillo de la boca, le arrancó el filtro y volvió a ponerlo, ridículamente corto, en sus pálidos labios.

—Así está mejor. Es más cigarro.

A Rebus siempre le habían parecido notables dos cosas. Una, que le cayera bien ese Jack Morton y que el sentimiento fuera mutuo, y la otra, que Morton aspirara con tal fuerza un pitillo y expulsara tan poco humo. ¿Dónde iba a parar aquel humo? No podía imaginarlo.

—Veo que hoy estás de abstinencia, John.

—Estoy reduciéndolo a diez al día, Jack.

Morton sacudió la cabeza.

—Diez, veinte o treinta al día, en definitiva, es lo mismo, John. Te lo digo yo. Lo que cuenta es dejarlo o no, y si no puedes dejarlo, lo mejor que puedes hacer es fumar todos los que te apetezca. Está demostrado. Lo he leído en una revista.

—Sí, pero ya sabemos las revistas que lees tú, Jack.

Morton contuvo la risa, tosió estentóreamente otra vez y buscó el pañuelo.

—Qué tarea de mierda —comentó Rebus cogiendo la primera carpeta.

Estuvieron en silencio unos veinte minutos hojeando hechos y fantasías de violadores, exhibicionistas, pederastas, pedófilos y proxenetas. A Rebus le parecía sentir aquella porquería en la boca; era como si se viera implicado sin remisión, una y otra vez, como si otro yo acechara a espaldas de su conciencia cotidiana; su propio mister Hyde, como en la obra del edimburgués Robert Louis Stevenson. Se avergonzaba de sentir alguna que otra erección; seguro que a Jack Morton también le ocurría. Eran gajes del oficio, igual que el asco, el odio y la fascinación.

En torno a ellos, la comisaría vibraba al ritmo de la actividad nocturna. Agentes en mangas de camisa pasaban adrede por delante de la puerta del despacho que les habían asignado, alejado de todos los otros para que nadie interrumpiera sus reflexiones. Rebus hizo una pausa para pensar en lo bien que le vendría a su oficina en Great London Road disponer de parte de aquel mobiliario: un escritorio moderno (con buenas patas y cajones fáciles de abrir), archivadores (ídem) y una máquina dispensadora de agua allí mismo, en el pasillo. Incluso había moqueta, y no aquel linóleo color rojo hígado con peligrosas puntas levantadas. Aquél era un agradable entorno para localizar pervertidos y asesinos.

—¿Qué es lo que estamos buscando exactamente, Jack?

Morton lanzó un resoplido, tiró en la mesa una carpeta marrón no muy gruesa, se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.

—Porquerías —dijo cogiendo otra carpeta, sin que Rebus tuviera ocasión de saber si era o no una respuesta.

—¿Sargento Rebus?

En la puerta había un joven agente uniformado, con acné en el cuello y recién afeitado.

—Diga.

—Un mensaje del jefe, señor —dijo mientras le entregaba a Rebus una hoja azul de bloc doblada.

—¿Buenas noticias? —preguntó Morton.

—Oh, la mejor de las noticias, Jack, la mejor de las noticias. El jefe nos envía el siguiente mensaje fraterno: «¿Alguna pista en los archivos?». Eso es todo.

—¿Hay respuesta, señor? —inquirió el agente.

Rebus hizo una pelota con la nota y la tiró en una papelera nueva de aluminio.

—Sí, hijo, sí que la hay —contestó Rebus—, pero dudo mucho que te apetezca decírsela.

Jack Morton se echó a reír, limpiándose la ceniza de la corbata.

Menuda noche. Jim Stevens se fue por fin a casa sin obtener nada de interés en la conversación que había iniciado con Mac Campbell cuatro horas antes. Le había comentado a Mac que no pensaba abandonar la investigación sobre el floreciente mercado de la droga en Edimburgo, y ésa era la pura verdad. Se estaba convirtiendo en una auténtica obsesión y, aunque su jefe le había asignado un caso de homicidio, él continuaría la investigación por su cuenta en los ratos libres; a solas, por la noche mientras las rotativas estaban en marcha, dedicaba su tiempo libre a indagar más y más en lugares cada vez más alejados de Edimburgo. Sabía que no andaba lejos de dar con un pez gordo, pero aún no estaba lo bastante cerca como para recurrir a las fuerzas de la ley y el orden. Quería tener la historia bien hilvanada antes de recurrir a la caballería.

También conocía el peligro. El terreno que pisaba podía hundirse de pronto bajo sus pies y acabar bajo algún muelle de Leith una oscura madrugada o aparecer atado y amordazado en el arcén de una autopista a las afueras de Perth. Bah, le daba igual. No era más que un pensamiento pasajero, producto del cansancio y de la necesidad de avivar sus emociones en aquel escenario cutre y gris de la droga en Edimburgo, un escenario de bloques de pisos en creciente expansión y bares que abrían fuera de horas, en vez de las rutilantes discotecas y lujosas residencias de la Ciudad Nueva.

Lo que más le disgustaba era que la gente que en última instancia movía los hilos fuese tan discreta y hermética, tan ajena al asunto. A él le gustaba que los delincuentes se implicaran, que vivieran la vida e hicieran ostentación de su estilo de vida. Le gustaban los gánsters de Glasgow de los años cincuenta y sesenta, que vivían en Gorbals, donde actuaban, prestaban dinero a los vecinos, y a veces apuñalaban a esos mismos vecinos si venía al caso. Como si se tratara de asuntos de familia; no como ahora. Esto era muy distinto, y eso le fastidiaba.

Su charla con Campbell había sido interesante, de todos modos y por otros motivos. Rebus le parecía un tipo sospechoso. Igual que su hermano. Tal vez estuviesen los dos implicados. Si la policía estaba pringada, su tarea sería más difícil y mucho más gratificante.

Lo que necesitaba ahora era un buen descanso, un alto en la investigación; la meta no podía estar lejos. Él tenía buen olfato para eso.

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