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Salió de la comisaría a las cuatro de la madrugada. Los pájaros hacían esfuerzos por convencer inútilmente a todo el mundo de que amanecía. Aún era de noche y hacía frío.

Decidió no coger el coche y volver a casa caminando los tres kilómetros. Necesitaba sentir el frío, la humedad del aire, la expectativa de un chubasco matutino. Respiró profundamente para relajarse, para olvidar, pero tenía la mente llena de expedientes, con detalles, datos y cifras de horrores que apenas ocupaban un párrafo escueto pero atormentaban su paseo.

La barbaridad de una agresión a una niña de ocho semanas. La canguro había confesado tranquilamente que lo había hecho para tener «un subidón».

Violar a una anciana delante de sus dos nietos y darles después a éstos unos caramelos cogidos de un tarro antes de largarse; un acto premeditado cometido por un soltero cincuentón.

Marcar con cigarrillos el nombre de una banda callejera en los pechos de una chica de doce años y dejarla en una chabola incendiada, dándola por muerta. No se descubrió al culpable.

Y ahora el no va más: secuestrar a dos niñas y estrangularlas sin abuso sexual. Eso era, como había sugerido Anderson hacía media hora, auténtica perversión, y Rebus, curiosamente, sabía a qué se refería; aquello hacía que las muertes fueran más gratuitas aún, más inmotivadas y chocantes.

Bueno, al menos no se enfrentaban a un delincuente sexual; de momento, no. Pero eso —había que reconocerlo— hacía mucho más difícil el caso, porque se enfrentaban a algo parecido a un asesino en serie, alguien que golpeaba al azar sin dejar pistas, buscando un «subidón», batir un récord. ¿O iba a contentarse sólo con dos? No era muy probable.

Estrangulamiento. Era una manera horrible de morir, debatiéndose, pataleando para impedir el final; pánico, ansiosos esfuerzos por respirar, seguramente con el asesino detrás, para que la víctima se enfrente a un absoluto anonimato y muera sin saber quién ni por qué. A Rebus le habían enseñado en los SAS varias maneras de matar, y sabía lo que era sentir el agarrotamiento en el cuello, con la esperanza de que prevalezca la sensatez del adversario. Una manera horrible de morir.

Edimburgo seguía durmiendo, como hacía desde siglos. Había fantasmas en los callejones adoquinados y en las escaleras sinuosas de las casas de la Ciudad Vieja, pero eran fantasmas de la Ilustración, coherentes y educados. No iban a saltar sobre ti desde las sombras con un trozo de bramante en las manos. Se detuvo y miró a su alrededor. Además, ya había amanecido y cualquier alma temerosa de Dios estaría acurrucada en la cama igual que él, John Rebus en carne y hueso, iba a estarlo enseguida.

Cerca de su casa pasó frente a una tiendecita de comestibles ante la cual, en la acera, había cajas de leche y panecillos recién hechos; el dueño le había explicado extraoficialmente que le robaban de vez en cuando algo, aunque no pensaba denunciarlo. No había nadie en la tienda ni en la calle, sólo rompía la soledad del momento el rumor distante de un taxi rodando sobre los adoquines y la persistencia de los trinos de los pájaros. Rebus miró a un lado y a otro, a las numerosas ventanas con las cortinas echadas, cogió rápidamente seis panecillos, se los metió en el bolsillo y se alejó precipitadamente de allí. Instantes después se detuvo y volvió de puntillas a la tienda: el criminal que vuelve al escenario del crimen, el perro que se come su propio vómito. Él no había visto nunca a un perro hacer eso, pero lo sabía por la autoridad de san Pedro.

Volvió a mirar a un lado y a otro, cogió una botella de leche de la caja y escapó silbando por lo bajini.

No había nada que supiera tan rico en el desayuno como unos panecillos robados con mantequilla y jamón y una taza de café con leche. No había nada más agradable que un pecado venial.

En la escalera de su casa olfateó, y sintió el olor de meados de gato; una maldición constante. Contuvo la respiración mientras salvaba los dos tramos de escalera y metió la mano en el bolsillo, buscando la llave por debajo de los panecillos aplastados.

En el piso se sentía y se olía la humedad. Miró el radiador y, claro, había vuelto a apagarse el piloto; volvió a conectarlo lanzando maldiciones, puso el termostato al máximo y entró en el cuarto de estar.

Quedaba aún sitio en las estanterías del mueble y en la repisa de la chimenea, antes ocupada por cachivaches de Rhona, y que ya casi había llenado él con algunos de los suyos: facturas, cartas sin contestar, anillas de abrir latas de cerveza barata y algún libro no leído. Coleccionaba libros no leídos. Antes sí que leía los libros que compraba, pero ahora no tenía tiempo. Además, era ya más exigente que en los buenos tiempos, en los que los leía todos hasta el final, le gustaran o no. Ahora, si no le gustaba un libro lo más probable era que no pasase de la página diez.

Allí estaban los libros, en el cuarto de estar. Los libros de leer solían acabar en el dormitorio, en el suelo, en filas, como enfermos en la sala de espera del médico. Un día de éstos se tomaría unas vacaciones, alquilaría un chalet en las Highlands o en la costa de Fife y se llevaría todos aquellos libros pendientes de leer o de lectura atrasada, todo aquel conocimiento que podía ser suyo nada más abrirlos. Su libro preferido, el que volvía a leer por lo menos una vez al año, era Crimen y castigo. Si al menos los asesinos de hoy en día mostraran remordimientos de conciencia… Qué va, los asesinos actuales se jactaban de sus crímenes con los amigos, jugaban al billar en su pub habitual y le daban tiza al taco con parsimonia mientras pensaban en el orden en que iban a meter las bolas…

Y mientras, no lejos de ese mismo pub, aguardaría un coche de la policía cuyos ocupantes nada podían hacer salvo infringir montones de reglas y reglamentos o despotricar contra los negros abismos del delito. Había delitos por doquier. Eran la fuerza vital, la sangre de la vida: engañar, eludir, esquivar a la autoridad, matar. Cuanto más alto llega un delincuente, más sutilmente se adapta a la legalidad, de modo que únicamente algunos abogados podrían ponerlo al descubierto, pero siempre estaban dispuestos a recibir sobornos. Dostoievsky lo sabía perfectamente, el puñetero había sentido que se le acababa la vida.

Pero el pobre Dostoievsky estaba muerto y nadie le había invitado a una fiesta aquel fin de semana, mientras que a él, John Rebus, sí. Rehusaba casi siempre las invitaciones, porque aceptarlas implicaba limpiarse un par de zapatos, planchar una camisa, cepillar el mejor traje, darse un baño y echarse colonia. Además, tenía que ser afable, beber y estar contento, hablar con desconocidos con quienes no tenía ganas de hablar y sin cobrar un sueldo por hablar con ellos. En una palabra: le fastidiaba tener que desempeñar el papel del animal humano normal. Pero había aceptado la invitación de Cathy Jackson en la cantina de Waverley. Claro que la había aceptado.

Y mientras pensaba en ello cruzó silbando el cuarto en dirección a la cocina para prepararse el desayuno y llevárselo al dormitorio. Era un ritual después de una noche de servicio. Se desvistió, se metió en la cama, asentó sobre el pecho el plato con los panecillos y se arrimó un libro a la nariz. No valía mucho; trataba de un secuestro. La cama se la había llevado Rhona, pero le quedaba el colchón y así le resultaba más fácil coger la taza de café y cambiar de libro.

Se quedó dormido enseguida, con la lámpara encendida y cuando ya comenzaban a circular coches por la calle.

El despertador sonó, para variar, sacándole del colchón como una flecha. El edredón estaba en el suelo y él, bañado en sudor. Hacía un calor asfixiante y de pronto recordó que había dejado la calefacción central a tope. Fue a desconectar el termostato, pero al pasar ante la puerta se agachó a recoger el correo. Había una carta sin sello ni franqueo, sólo con su nombre mecanografiado en el centro. Sintió un nudo en el estómago. Abrió el sobre y sacó una hoja de papel.

PARA LOS QUE LEEN ENTRE ÉPOCAS

Así que ahora el chalado sabía dónde vivía. Miró con resignación dentro del sobre, esperando encontrar el trozo de cordel con un nudo, pero lo que encontró fueron dos cerillas atadas en forma de cruz con un cordelito.

Nudos y cruces

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