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Forbes McCuskey llegó con unos minutos de antelación. Llevaba una mochila Harris Tweed al hombro y un abrigo tres cuartos de estilo militar, azul pálido con botones de latón. Rebus lo llevó a la sala de interrogatorios, donde esperaba Siobhan Clarke. Había dejado la carpeta —la misma del lugar del accidente— en la mesa, delante de sí. Indicó a McCuskey que se sentara enfrente. No había silla para Rebus, pero lo habían acordado así: prefería estar apoyado en una pared, siempre a la vista de la persona interrogada.

—Soy la inspectora detective Clarke. Ya conoces al sargento detective Rebus.

—Así que es usted su superiora —comentó McCuskey.

—Soy la agente de mayor rango aquí, sí.

McCuskey asintió para indicar que lo entendía. Estaba hundido en la silla de metal con las piernas extendidas, como si no le pareciera incómoda en absoluto. Clarke abrió la carpeta. Dejó una foto del Golf delante del joven.

—Jessica tuvo una suerte increíble.

—Ya lo veo —dijo, y volvió a asentir.

—También fue una suerte que pasara alguien por allí y pidiera una ambulancia.

—Desde luego.

—Si hubiera ido alguien en el coche con ella, podría haber pedido una ambulancia antes. Tal vez eso lo hubiera cambiado todo.

—Pero se va a poner bien, según me dijo.

—Aun así, tardará más en recuperarse —faroleó Clarke, dejando que la información hiciera mella en chico—. Estaba en un sitio raro para ella. ¿Te ha dicho qué hacía allí?

—Dijo que le apetecía dar una vuelta en coche.

—Su padre nos ha asegurado que no es de las que pisan el acelerador...

—Igual se encontró una mancha de aceite.

—La calzada estaba bien cuando la comprobamos. —Clarke simuló que rebuscaba en la carpeta y sacó otra foto—. Y luego está esto.

—¿Sí? —McCuskey había entornado los ojos en un gesto de aparente concentración.

—Es una de sus botas, que estaba en el suelo del coche, en el lado del acompañante. ¿Se te ocurre cómo pudo llegar allí?

McCuskey hizo un pequeño mohín y negó con la cabeza.

—Bueno, la conclusión más evidente, para nosotros, claro, es que Jessica no iba sola en el coche. Era la acompañante. Y después de chocar, el conductor la cambió de asiento para que pareciera culpa de ella. Luego se largó.

McCuskey sostuvo la mirada a Clarke.

—¿Y creen que fui yo?

—Bueno, ¿fuiste tú?

—¿Qué dice Jessica? —Al no obtener respuesta, McCuskey lanzó una carcajada breve, como un ladrido—. Fui a verla anoche. Si me hubiera largado dejándola allí, ¿se habría alegrado de verme? ¿Habría tenido lágrimas en los ojos cuando nos besamos?

—¿Cómo te torciste el tobillo, Forbes? —La pregunta la había hecho Rebus.

McCuskey le dirigió la atención.

—Ya se lo dije: tropecé con un peldaño de la escalera en el piso de Jessica.

—¿Has ido al médico?

—Ya se me pasará.

—¿Tienes más magulladuras, dolores o lesiones?

—No iba en el coche con ella. Ni siquiera conduzco.

—¿No conduces? —Clarke no pudo evitar mirar en dirección a Rebus cuando McCuskey asintió para confirmar sus palabras.

—¿Saben tus padres que estás aquí? —preguntó Rebus, tras un tenso silencio.

—No.

—¿No les has contado lo de Jessica?

—Todavía no.

—¿Y qué hay de su padre? ¿Te llevas bien con él?

—Lo conocí anoche.

—Tiene cierta reputación. Tendrías que buscarlo en Google; eso hice yo. —Rebus se había acercado unos pasos a la mesa—. No es un personaje al que convenga contrariar.

—¿De verdad?

—Un inversor de una de sus empresas empezó a hablar mal de él. Acabó en la UCI. Luego, no quiso decir quién le había dado la paliza. Y esa es solo una de las historias que corren sobre él. —Rebus hizo una pausa—. Por eso es una pena que se me escapara nuestra pequeña teoría, la de que el responsable eres tú.

—¿Qué? —Por primera vez desde que había entrado en la sala, McCuskey pareció nervioso. Clarke observaba a Rebus, intentando dilucidar si decía la verdad o era un farol. Cuando este la miró, su semblante no cambió. Era verdad, pues.

—Tienen que decirle que se equivocan —decía McCuskey—. Han hablado con Jessica y conmigo, ¿por qué íbamos a mentir?

—No lo sé —respondió Rebus—. Sin embargo, algo así..., empieza por una minucia pero puede convertirse en una bola de nieve, recogiendo toda clase de porquería a medida que va rodando ladera abajo.

—No puedo confesar algo que no hice.

—Es verdad —dijo Clarke, al tiempo que recogía las fotografías—. Pues creo que eso es todo. Necesitamos una dirección tuya y ya puedes irte.

McCuskey se quedó mirándola.

—Y luego, ¿qué?

Clarke se encogió de hombros y cerró la carpeta.

—Si tenemos que volver a hablar contigo, ya te lo haremos saber. —Le entregó una hoja y un bolígrafo—. La dirección, por favor. —Mientras él escribía, le preguntó si iba a la universidad. McCuskey asintió—. ¿Qué estudias?

—Historia del arte.

—Lo mismo que Jessica y su compañera de piso.

—Estamos todos en segundo.

—¿Así os conocisteis?

—En una fiesta. —Había terminado de escribir. Los garabatos apenas resultaban legibles.

—¿Arden Street? —preguntó Clarke.

—Sí.

—Eso está en Marchmont, ¿verdad?

McCuskey asintió. Clarke y Rebus cruzaron una mirada: la misma calle donde vivía Rebus. Miró el número del edificio: unas seis puertas más abajo en la acera de enfrente.

—Gracias otra vez por venir —dijo Clarke, al tiempo que se ponía en pie.

McCuskey estrechó la mano a los dos detectives y llamaron a un agente de uniforme para que lo acompañara a la salida.

—¿Y bien? —preguntó Clarke, una vez hubo salido.

—Su novia lo protege.

—Pero no le falta razón al preguntar por qué iba ella a hacer algo así.

—Igual es de las que perdonan fácilmente. El chaval acude a su lecho, le susurra unas cuantas tonterías y parpadea con esas pestañas suyas, y es entonces cuando preparan su versión de los hechos.

Clarke se quedó pensativa; su boca era una línea fina y decidida.

—¿De verdad le contaste a Owen Traynor toda la historia? ¿Después de tu viajecito al Ox, con unas cuantas cervezas encima...?

—Me pasé por allí para ver cómo le iba a la paciente. Coincidí con McCuskey y Alice Bell cuando se marchaban.

Clarke meneaba la cabeza lentamente.

—Esa es justo la clase de comportamiento que deberías evitar... —Se interrumpió al aparecer James Page en el umbral.

—¿Qué es lo que debería evitar John? —indagó.

—Apostar a que los Raith Rovers van a subir de división —respondió Rebus.

—Yo estoy contigo, la verdad. —Page se interrumpió—. Bueno, ¿dónde estamos con el accidente ese?

—No hemos avanzado mucho —reconoció Clarke.

—En ese caso, probablemente sea hora de dejarlo correr, ¿no os parece? Ahí no tenemos nada que hacer, no merece la pena desperdiciar energías.

—El novio —dijo Rebus—, el que creemos que igual iba en el coche...

—¿Qué pasa con él?

—Es hijo de Pat McCuskey.

—¿El ministro de Justicia?

—Y cabeza de cartel de una Escocia independiente. —Rebus sabía lo que pensaba su jefe sobre el tema: como a todos los demás en el departamento, Page le había retorcido la oreja para inculcarle la necesidad de que Escocia siguiera formando parte del Reino Unido—. Y McCuskey encabeza la campaña por el Sí.

Page asimiló la información.

—¿Qué piensas, John? ¿Una llamadita a algún periodista amistoso?

—Solo si podemos dar con algo sólido. De otro modo, parecería demasiado político.

—De acuerdo.

—Un momento —terció Clarke—. ¿Planeas servirte del hijo para atacar al padre? No me parece justo, precisamente.

—Todos sabemos lo que vas a votar tú, Siobhan.

A Clarke le subió el color a las mejillas.

—Sencillamente, no creo que...

Pero Page ya les había dado la espalda y se marchaba.

—Un par de días más —gritó—. A ver qué averiguáis.

Clarke fulminó con la mirada a Rebus, que tendió los brazos para aplacarla.

—Tampoco tenemos nada más que hacer —señaló.

—Y ese numerito que acabas de montar... —dijo señalando con un dedo en dirección a Page.

—Sabía perfectamente que iba a picar.

—Igual él sí, pero yo no.

—Estás decepcionada conmigo. —Rebus intentó mostrarse arrepentido—. Pero tienes que reconocer que no es una situación común y corriente: Pat McCuskey y Owen Traynor...

—Me pregunto cómo un empresario tan poco de fiar como Traynor acaba en una posición que le permite exigir que le devuelva favores la policía de Londres.

—Esos se siguen rigiendo por su propia ley, Siobhan, como en los viejos tiempos.

—Una época que a todas luces echas de menos. Entretanto, esto te permite liarlo todo solo por diversión.

—Pero a veces es así como encontramos un tesoro.

—¿Y qué clase de tesoro esperas encontrar esta vez? —Se cruzó de brazos en ademán desafiante.

—Lo divertido es liar el asunto —repuso Rebus—. A estas alturas ya deberías saberlo.

—¿No está tu padre? —preguntó Rebus.

Jessica Traynor tenía mejor aspecto. El dispositivo de sujeción había sido sustituido por un simple collarín, y habían levantado un poco la cabecera de la cama, de modo que ya no tenía que estar con la mirada fija en el techo.

—¿Qué quiere? —le preguntó.

—Solo he venido a ver qué tal estás.

—Estoy bien.

—Me alegro.

—Mi padre está en su hotel.

Rebus reparó en que tenía el móvil en la mano derecha.

—¿Has tenido noticias de Forbes hoy?

—Un par de mensajes de texto.

—Me dijo que os conocisteis en una fiesta.

—Así es. Fui con Alice y me puse a hablar con Forbes en la cocina.

—Como en la canción aquella, ¿eh?

—¿Qué canción?

—Es de antes de tu época —reconoció Rebus, que señaló el teléfono con un gesto—. Un par de mensajes, dices: supongo que uno antes de ir a hablar con nosotros y otro después, ¿no?

Ella hizo caso omiso.

—Sigo sin saber muy bien qué hace aquí.

Rebus se limitó a encogerse de hombros.

—Es que me mosqueo cuando la gente me miente a la cara. Empiezo a preguntarme de qué tienen miedo. En tu caso, es posible que no sea nada, pero hasta que lo sepa con seguridad...

—¿De verdad importaría que Forbes hubiera estado en el coche? —Le miraba fijamente.

—Si estaba en el coche, eso supone que te dejó allí. No pidió ayuda por teléfono ni detuvo a ningún otro coche...

—No veo por qué tendría que interesar nada de eso a la policía.

Rebus volvió a encogerse de hombros.

—¿Y a tu padre? ¿No le interesará a él?

—En realidad no es asunto suyo, ¿no cree?

—Es verdad. —Rebus la observó mientras miraba la pantalla de su móvil. Tal vez tenía mensajes o tal vez no—. ¿Cuándo te darán de alta?

—Primero tengo que hablar con un fisio.

—Probablemente te dirá que te mantengas alejada de los coches rápidos durante una temporada.

Ella se las arregló para esbozar una media sonrisa.

—Y de las carreteras rurales por la noche —añadió Rebus—. No por nada llaman las Malas Tierras a West Lothian.

Ella levantó la mirada.

—¿Malas Tierras?

—Porque en buena medida es un territorio sin ley.

—Eso lo explica.

Rebus esperó a que dijera algo más, pero ella frunció los labios. Un clásico gesto delator: sabía que se le había escapado algo.

—Jessica, si crees que hay algo que tienes que...

—¡Fuera de aquí! —gritó ella, justo cuando entraba en la habitación una enfermera—. ¡Quiero que se vaya! ¡Por favor!

Rebus ya había levantado las manos en un gesto de rendición. Pasó junto a la enfermera y salió al pasillo.

«¿Malas Tierras?».

«Eso lo explica».

Pero ¿qué explicaba? Esa noche había ocurrido algo. Rebus tomó la notita mental de comprobarlo: en la sala de comunicaciones de Bilston Glen habría quedado constancia de todo aquello de lo que se hubiera dado parte. ¿Carreras ilegales? ¿Gente de la zona intentando asustar a los turistas?

«Puede ser algo o no ser nada», masculló, al tiempo que salía del hospital y se disponía a encender un pitillo. Se había detenido un taxi negro. El pasajero había bajado del asiento de atrás e iba a pagar al taxista por la ventanilla del lado del acompañante. Un error básico de alguien que estaba acostumbrado a un sistema distinto: en Edimburgo, se pagaba antes de bajar. Rebus se acercó y esperó detrás de Owen Traynor. Parecía llevar el mismo traje pero una camisa limpia. El conductor le devolvió el cambio y una factura, y Traynor se dio media vuelta, pasmado al encontrar a Rebus justo delante.

—Coño —exclamó.

—Lo siento. Salía ahora.

—¿Ha venido a ver a Jessica?

Rebus asintió.

—¿Y?

—¿Y qué, señor Traynor?

—¿Sigue creyendo que ese novio suyo iba al volante?

—Es una posibilidad.

—Bueno, igual a mí me lo cuenta.

Rebus lo dudaba, pero no lo dijo.

—Probablemente sería más sencillo para todos si lo dejáramos correr —sugirió, en cambio—. Sea cual sea la verdad, Jessica está de parte del señor McCuskey.

—Sí, pero si le hizo algo así...

—Como digo, señor, es mejor dejarlo estar. Más vale que nadie haga ninguna tontería, ¿verdad?

Traynor le miró de hito en hito.

—¿Entiende a qué me refiero? —continuó Rebus.

—No estoy seguro —respondió Traynor, arrastrando las palabras.

—Tiene usted cierta reputación, señor Traynor. Y me interesa saber cómo trabó usted amistad con miembros de la policía de Londres.

—Igual es que soy socio de los clubes más selectos. —Traynor pasó sin detenerse junto a Rebus, en dirección a la entrada del hospital.

—En mi ciudad rigen mis normas —le gritó Rebus. Pero Owen Traynor no dio señal de haberle oído.

—Gracias por reunirte conmigo —dijo Malcolm Fox, que se levantó de la mesa y tendió una mano a Siobhan Clarke—. ¿Qué quieres tomar?

—Brian ya está en ello. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el mostrador. El dueño del establecimiento estaba atareado con la máquina de café. El local estaba a un escaso centenar de metros de Gayfield Square por Leith Walk, pero ella no conocía a ningún otro poli que lo frecuentara. Lo que hacía que aquella fuera una cita segura, más o menos.

Clarke tomó asiento en la banqueta alargada enfrente de Fox. Ya habían coincidido alguna vez, pero solo de pasada.

—Oí que estás a punto de dejar la sección de Denuncias —comentó ella—. No puede ser una situación cómoda.

—No —convino Fox, pasando una mano por encima de la barra.

Otra vez la reorganización: los agentes de Asuntos Internos no se iban a librar. Estaban a punto de hacer recortes en sus oficinas de Edimburgo. Además, Fox ya había cumplido el tiempo que le correspondía. Lo iban a enviar de vuelta al Departamento de Investigación Criminal, donde trabajaría codo con codo con hombres y mujeres a quienes había investigado, en comisarías que había investigado, comisarías donde sería objeto de desconfianza, cuando no de desprecio.

El dueño del local le llevó a Clarke su capuchino y le preguntó si quería otro café a Fox, que asintió.

—Café negro, sin azúcar —le recordó.

—Porque ya eres muy dulce —fingió adivinar Clarke, sonsacándole una sonrisa irónica. Se retrepó un poco y se volvió para ver a los viandantes en la calle—. Entonces, ¿cómo es que estoy confraternizando con el enemigo? —preguntó.

—Igual porque ya sabes que no soy el enemigo. La sección de Denuncias existe para que los polis como tú, los buenos polis, salgan adelante.

—Apuesto a que ya habías dicho eso antes.

—Muchas veces.

Se volvió hacia él. Aún tenía la misma sonrisa irónica en la cara.

—¿Te urge un favor? —supuso, y recibió un lento gesto afirmativo a modo de respuesta.

Llegó el café de él, que tocó el borde del platillo con las yemas de los dedos.

—Tiene que ver con John Rebus —dijo.

—Claro.

—Tengo que hablar con él.

—No te lo impido.

—El caso, Siobhan, es que necesito que quien hable sea él. Y si se lo pido yo, sin duda responderá con unas cuantas palabras de lo más granado de su vocabulario.

—¿Es una petición?

—Una orden, entonces. Y no vendrá de mí, no en última instancia.

—¿La subfiscal de la Corona? —sugirió Clarke. Fox procuró no sorprenderse mucho de que ella lo supiera—. La vi acercarse directamente a ti en la fiesta de despedida del jefe de policía.

—Me ha encargado un trabajo.

—¿Un trabajo para la sección de Denuncias?

—El último —respondió en voz queda, mirando fijamente el platillo.

—Y si sudas la gota gorda, ¿cómo te recompensará? ¿Un ascenso importante? ¿Algo que te rescate del terreno de juego y te lleve directo al palco de la directiva?

—Qué bien se te da esto. —El tono de admiración de Fox sonó bastante auténtico.

Clarke ya sabía a estas alturas lo que había estado tanteando David Galvin durante la cena en Bia Bistrot. «¿Qué tal van las cosas con tu viejo sparring? ¿Se comporta? ¿Obedece órdenes?».

—¿De veras crees que voy a entregarte a John en bandeja?

—No es a Rebus a quien busco, sino a gente que conoce, o conocía en otros tiempos. Voy a remontarme treinta años atrás.

—¿Summerhall?

Fox hizo una pausa y la observó con atención.

—¿Te ha hablado del asunto? —Ella negó con la cabeza—. Entonces, ¿cómo lo sabes? —Pero ya lo había deducido en cuestión de segundos—. Esa fiesta de despedida —dijo, casi para su coleto—. Eamonn Paterson estaba presente. Lo vi con Rebus...

—Entonces, sabes tanto acerca de Summerhall como yo. Y sigo sin ver por qué tendría que echarte una mano.

—Pase lo que pase, voy a acabar haciéndole a Rebus unas preguntas. Simplemente creo que todo iría más suave si hay alguna clase de árbitro.

—¿Un árbitro?

—Para que vele por el juego limpio, por ambas partes.

Ella tomó un sorbo de café, y luego otro. Fox hizo lo propio, imitándola casi con exactitud.

—¿Se supone que eso es una táctica para demostrar empatía? —indagó ella.

—¿Qué?

—Lo de imitarme para hacerme creer que soy yo la que controla la situación.

Él dio la impresión de planteárselo.

—Al coger tu taza, me has recordado que la mía está aquí, nada más. Pero gracias por el consejo: lo tendré presente.

Clarke se le quedó mirando mientras intentaba calibrar el nivel del juego que se traía entre manos.

—El café es bueno, por cierto —añadió él, que esta vez lo sorbió ruidosamente.

Clarke no pudo por menos de sonreír. Volvió a contemplar a los viandantes mientras sopesaba sus opciones.

—Treinta años es mucho tiempo —dijo, al final.

—Lo es.

—¿Se supone que ocurrió algo en Summerhall?

—Es posible.

—¿Y John estuvo implicado?

—Tangencialmente: me parece que no llevaba mucho tiempo allí. Tenía un puesto de poca responsabilidad...

—Sabes que no va a delatar a ninguno de los hombres con los que trabajó, ¿verdad?

—A menos que pueda convencerle de lo contrario.

—Pues buena suerte —dijo Clarke.

—Es problema mío, no tuyo. Lo que me gustaría es que me ayudes a que se siente a hablar conmigo.

—Entonces, ¿de qué estamos hablando? ¿Alteración de unos cuantos testimonios? ¿Mentir ante un tribunal? ¿Presos que tropiezan y caen de camino a las celdas? —Aguardó a que respondiera.

—Es un poco más grave que todo eso —se avino a responder, mientras volvía a dejar la taza en el platillo con sumo cuidado—. Así que Rebus no te ha hablado nunca de ello, ¿eh?

—¿Te refieres a Summerhall? —Le vio asentir—. Ni una palabra.

—En ese caso —dijo Fox, que bajó el tono pese a que eran los únicos clientes del café—, ¿quizá no has oído hablar de los Santos?

—Del grupo de música.

—Bueno, esos también eran una especie de banda, supongo. Se hacían llamar los Santos de la Biblia de las Tinieblas.

—¿Y eso qué quería decir?

—No lo sé con seguridad; por lo visto en los archivos de la Fiscalía faltan algunos documentos.

—Esto tiene un aire vagamente masónico.

—Es posible que no andes muy desencaminada.

—¿Y los agentes de Summerhall formaban parte de esa sociedad?

—Eran los únicos miembros, Siobhan. Si trabajabas allí como detective en ese período, formabas parte de los Santos de la Biblia de las Tinieblas...

La Biblia de las Tinieblas

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