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—¿Adónde vamos?

—Solo estamos dando una vuelta en coche.

—Pero dando una vuelta ¿adónde?

Rebus volvió la cabeza para ver a su acompañante. Se llamaba Peter Meikle. El hombre había pasado casi la mitad de su vida adulta cumpliendo condena en diversas cárceles y tenía la palidez y la actitud propias de los expresidiarios. Necesitaba un afeitado y sus ojos hundidos eran como agujeritos negros y recelosos. Re-bus lo había recogido a la puerta de una casa de apuestas en Clerk Street. Unas cuantas hileras de luces y empezaron a dejar atrás Commonwealth Pool en dirección a Holyrood Park.

—Hacía una buena temporada —comentó Rebus—. ¿Qué te traes entre manos ahora?

—Nada de lo que la poli tenga que preocuparse.

—¿Te parezco preocupado?

—Tiene la misma pinta que cuando me puso a la sombra en 1989.

—¿Tanto hace? —Rebus hizo alarde de menear la cabeza en un gesto de sorpresa—. Pero, a decir verdad, Peter, opusiste resistencia a la detención... y por aquel entonces tenías muy mal talante.

—¿Acaso no lo tenía usted?

Al no responder Rebus, Meikle siguió mirando por la ventanilla. A estas alturas, el Saab había llegado a Queen’s Drive, las escarpaduras de Salisbury Crags camino de St. Margaret’s Loch. Algún que otro turista intentaba dar pan a los patos y los cisnes, aunque toda una tropa de acechantes gaviotas parecían estar llevándose bastante más de lo que les correspondía. Rebus puso el intermitente derecho para iniciar el sinuoso ascenso por la ladera de Arthur’s Seat. Adelantaron a corredores y paseantes mientras la ciudad se perdía de vista.

—Podría estar en medio de las Highlands —comentó Rebus—. Cuesta trabajo creer que Edimburgo quede ahí abajo. —Se volvió de nuevo hacia su acompañante—. ¿No vivías tú antes por aquí?

—Ya sabe que sí.

—En Norhtfield, me parece a mí. —El coche fue perdiendo velocidad hasta que Rebus salió al arcén y se detuvo. Asintió en dirección a un muro con una verja abierta—. Ese es el atajo, ¿verdad? ¿Si entraras en el parque a pie? ¿Desde Northfield?

Meikle se limitó a encogerse de hombros. Llevaba una cazadora de nilón acolchada. Hacía ruido con sus movimientos nerviosos. Vio a Rebus abrir un paquete de tabaco y encender un cigarrillo con una cerilla. Rebus expulsó una columna de humo antes de ofrecerle el paquete a Meikle.

—Lo dejé el año pasado.

—Qué novedad, Peter.

—Sí, seguro que sí.

—Bueno, si no puedo tentarte, vamos a bajarnos un momento. —Rebus apagó el motor, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la portezuela.

—¿Para qué? —Meikle no cedía.

Rebus se retrepó en el asiento.

—Tengo que enseñarte una cosa.

—¿Y si no me interesa?

Pero Rebus le guiñó un ojo y cerró la puerta, rodeó el coche y se fue por la hierba hacia la cancela. Las llaves seguían en el contacto y Meikle las contempló durante sus buenos veinte o treinta segundos antes de maldecir entre dientes, recuperar la serenidad y abrir la portezuela del lado del acompañante.

Rebus estaba al otro lado del muro que señalaba el perímetro del parque, con el trazado de los barrios residenciales del este de la ciudad a sus pies.

—Hay una buena subida —dijo, haciendo visera sobre los ojos con la mano libre—. Pero entonces eras más joven. O igual no venías a pie: seguro que había algún colega que te pudiera dejar el coche. Bastaba con que dijeras que tenías que llevar algo a alguna parte.

—Esto tiene que ver con Dorothy —aseguró Meikle.

—¿Qué si no? —Rebus le ofreció una tenue sonrisa—. Casi dos semanas antes de que se denunciara su desaparición.

—Eso fue hace once años.

—Dos semanas —repitió Rebus—. Tu versión fue que creías que se había ido a casa de su hermana. Un pequeño desacuerdo entre vosotros. Bueno, eso sí que no tenías manera de negarlo: los vecinos estaban hartos de oíros discutir a gritos. Así que más te valía usarlo a tu favor. —Solo entonces se volvió Rebus hacia el hombre—. Dos semanas, e incluso entonces tuvo que ser su hermana la que se puso en contacto con nosotros. Nunca se encontró el menor indicio de que Dorothy se marchara de la ciudad: preguntamos en estaciones de tren y de autobús. Fue como si fueras un mago y la hubieras metido en una caja de esas. La abres y ya no está. —Se interrumpió y dio medio paso hacia Meikle—. Pero está aquí, Peter. Está por alguna parte en esta ciudad. —Descargó un taconazo con el pie izquierdo—. Muerta y enterrada.

—Ya me interrogaron entonces, ¿recuerda?

—Sospechoso principal —añadió Rebus, que asintió lentamente con la cabeza.

—Igual salió por ahí de copas, se topó con quien no debía...

—Fuimos a cientos de pubs, Peter, enseñamos su foto, preguntamos a los clientes habituales.

—Quizá se fue haciendo autoestop; uno se puede perder en Londres.

—¿Donde no tenía amigos? ¿Sin tocar el dinero de su cuenta bancaria? —Ahora Rebus negaba con la cabeza.

—Yo no la maté.

Rebus se estremeció de manera ostentosa.

—Solo estamos nosotros dos, Peter. No llevo micrófono ni nada por el estilo; esto es para quedarme tranquilo, nada más. Una vez que me hayas contado que la trajiste aquí y la enterraste, no hay más que hablar.

—Creía que ya no se ocupaba de casos pendientes.

—¿Dónde oíste eso?

—Están dando carpetazo a Edimburgo, lo van a transferir.

—Eso es verdad. Pero no todo el mundo está tan bien informado como pareces estarlo tú.

Meikle se encogió de hombros.

—Leo el periódico.

—¿Prestas especial atención a los artículos sobre la policía?

—Sé que están llevando a cabo una reorganización.

—¿Cómo es que estás tan interesado?

—Olvida que tengo un pasado con la poli, ¿verdad? Si a eso vamos, ¿cómo es que no está jubilado? Ya debería de estar cobrando la pensión completa, ¿no?

—Estuve jubilado: eso era la Unidad de Casos Pendientes, un montón de vejestorios muertos de ganas de obtener respuestas. Y tienes razón en lo de que han trasladado a otra parte nuestra carga de trabajo. —Ahora Rebus tenía la cara a cuatro o cinco centímetros de la de Meikle—. Pero no me he ido, Peter. Estoy aquí mismo, y justo me disponía a reabrir tu caso cuando me lo quitaron de las manos. Bueno, ya me conoces, me gusta terminar lo que empiezo.

—No tengo nada que decir.

—¿Estás seguro?

—¿Va a estamparme contra una pared y dejarme sin sentido otra vez? Así es como las gastan usted y los suyos...

Pero Rebus no escuchaba. Había centrado la atención en el teléfono móvil que tenía aferrado Meikle con la mano derecha. Se lo arrebató y vio que tenía en marcha la función de grabación. Con una sonrisa torcida, lo tiró contra un matorral de aulaga. Meikle emitió un chillido a modo de queja.

—¿Quieres seguir así, Peter? —preguntó Rebus, al tiempo que aplastaba la colilla contra el muro—. ¿Mirando siempre por encima del hombro por si aparece alguien como yo? ¿Esperando el día en que un perro vaya a husmear donde no debe y empiece a escarbar?

—No tiene nada y no es nada —le espetó Meikle.

—No podrías estar más equivocado. El caso es que te tengo a ti. —Hundió un dedo en el pecho de Meikle—. Y mientras seas un asunto pendiente, eso me convierte en un motivo de preocupación para ti.

Dio media vuelta y volvió a cruzar la verja. Meikle lo vio montarse en el Saab y poner el motor en marcha. El coche arrancó con una nube de humo del tubo de escape. Maldiciendo entre dientes, Meikle se puso a hurgar entre la aulaga en busca del móvil.

La fiesta de despedida del jefe de policía se celebraba en la cantina de la Jefatura de Lothian y las Fronteras, en Fettes Avenue. Lo habían destinado a un nuevo puesto al sur de la frontera y nadie parecía saber si alguien pasaría a desempeñar su papel. Las ocho fuerzas regionales escocesas estaban a punto de ser agrupadas en algo llamado Policía de Escocia. Al jefe de policía de Strathclyde le habían dado el puesto de mayor responsabilidad, dejando a siete de sus colegas en la situación de tener que rastrear nuevas oportunidades.

Habían hecho un intento superficial de convertir la cantina en un marco festivo, lo que suponía un par de pancartas, unas serpentinas y una docena o así de globos. En las mesas habían puesto manteles de papel. Había cuencos de patatas fritas y frutos secos, y botellas de vino y cerveza.

—Traerán la tarta dentro de media hora —le dijo Siobhan Clarke a Rebus.

—Entonces me largo de aquí dentro de veinte minutos.

—¿No te gusta la tarta?

—Es por los discursos que sin duda la acompañarán.

Clarke sonrió y tomó un sorbo de zumo de naranja. Rebus tenía en la mano un botellín abierto de cerveza, pero no pensaba terminársela: tenía mucho gas y no estaba lo bastante fría.

—Bueno, sargento detective Rebus —dijo ella—, ¿qué ha estado haciendo esta tarde?

La miró de hito en hito.

—¿Cuánto tiempo piensas seguir con esas? —Se refería a continuar dirigiéndose a él por su rango: sargento detective, mientras que ella era inspectora. Una década atrás, era a la inversa. Pero cuando Rebus presentó la solicitud de readmisión, le advirtieron que había demasiados inspectores, por lo que él tendría que pasar a ser sargento detective.

«Lo tomas o lo dejas», le dijeron.

Así que lo tomó.

—Me parece que puedo seguir exprimiéndolo un poco más —decía Clarke ahora, con una sonrisa de oreja a oreja—. Y no has contestado mi pregunta.

—He ido a ver a un viejo amigo.

—No tienes ninguno.

—Podría señalar una docena en esta misma sala.

Clarke escudriñó los rostros.

—Y probablemente otros tantos enemigos.

Rebus pareció sopesarlo.

—Sí, tal vez —convino. Y de todos modos mentía. ¿Una docena de amigos? Ni de lejos. Siobhan era una amiga, quizá la más íntima que había tenido, pese a la diferencia de edad y a que no le gustaba la mayor parte de la música que él escuchaba. Veía a la gente con la que había trabajado, pero casi nadie lo habría invitado a su casa a tomar unos whiskies y charlar. Luego estaban esos pocos a los que les hubiera dado una buena tunda: como los tres agentes de Asuntos Internos. Estaban al margen del resto de la concurrencia, su estatus de parias confirmado. Aun así tenían un aire de angustia; sus puestos correrían la misma suerte que la Unidad de Casos Pendientes: irían a parar a otra parte de resultas de la reorganización. Pero un rostro del pasado se estaba abriendo paso entre el gentío en dirección a Rebus. Tendió una mano, que Rebus estrechó.

—Demonios, casi no te reconozco —confesó Rebus.

Eamonn Paterson se palmeó la tripa que le quedaba.

—Dieta y ejercicio —explicó.

—Gracias a Dios: creía que ibas a decirme que tenías alguna enfermedad grave. —Rebus se volvió hacia Clarke—. Siobhan, te presento a Eamonn Paterson. Era sargento detective cuando yo era detective raso.

Mientras los dos se daban la mano, Rebus continuó con las presentaciones.

—Siobhan es inspectora, lo que le provoca el cruel espejismo de que es mi jefa.

—Buena suerte —dijo Paterson—. Cuando este aún estaba verde, yo no conseguía hacerle entrar en vereda, por mucho que le zurrara la badana.

—Hay cosas que no cambian —convino Clarke.

—A Eamonn antes se le conocía como Tocino —dijo Rebus—. Volvió de unas vacaciones en Estados Unidos contando que había comido tanto beicon en un restaurante que le regalaron una camiseta.

—Sigo teniéndola —reconoció Paterson, que levantó el vaso para brindar.

—¿Cuánto hace que ya no te dedicas a esto? —preguntó Clarke. Paterson era alto y esbelto, con una buena mata de pelo; no le habría echado ni un solo día más que a Rebus.

—Casi quince años. Es un detalle por su parte que sigan enviándome invitaciones. —Hizo oscilar el vaso de vino en dirección a la fiesta.

—Igual te quieren como modelo para el póster de la jubilación.

—Podría ser —convino, con una risotada—. Así que estamos ante los funerales de la Policía de Lothian y las Fronteras, ¿eh?

—Al menos esto es lo que parece. —Rebus se volvió hacia Clarke—: ¿Cómo va a llamarse ahora?

—Habrá dos divisiones: Edimburgo, además de Lothian y las Fronteras Escocesas.

—Qué chorrada —masculló Paterson—. Habrá que cambiar las placas de identificación, además de los rótulos de los coches, ¿cómo demonios van a ahorrar así? —Luego, a Rebus—: ¿Piensas ir a casa de Dod?

Rebus se encogió de hombros.

—¿Y tú?

—Podría ser otro caso de funerales. —Paterson se volvió hacia Clarke—. Trabajamos todos juntos en Summerhall.

—¿Summerhall?

—Una comisaría al lado de la Escuela de Veterinaria, en Summerhall Place —explicó Rebus—. La derribaron y construyeron encima St. Leonard’s.

—Anterior a mi época —reconoció ella.

—Prácticamente la Edad de Piedra —coincidió Paterson—. No quedamos muchos cavernícolas, ¿eh, John?

—He aprendido a hacer fuego —replicó Rebus, que sacó del bolsillo la caja de cerillas y la agitó.

—¿Sigues fumando?

—Alguien tiene que hacerlo.

—También le gusta echar un trago de vez en cuando —comentó Clarke en confianza.

—Qué sorpresa. —Paterson fingió observar el físico de Rebus con atención.

—No sabía que me estaba presentando a míster Universo.

—No —comentó Clarke—, pero has encogido el estómago, de todos modos.

—Te hemos pillado —comentó Paterson con otra risotada, al tiempo que le daba una palmada en el hombro a Rebus—. Bueno, ¿vas a ir a casa de Dod o no? Lo más seguro es que vaya Stefan.

—Me parece un poco morboso —dijo Rebus, antes de explicar a Clarke que Dod Blantyre había sufrido un derrame cerebral poco tiempo atrás.

—Quiere que nos reunamos por última vez los de la vieja guardia —añadió Paterson, que agitó un dedo en dirección a Rebus—. No querrás decepcionarlo, ¿verdad? Ni a Maggie...

—Ya veré cómo me va.

Paterson intentó sostener la mirada a Rebus hasta que el otro la desvió, luego asintió con ademán lento y volvió a palmearle el hombro.

—Muy bien —dijo, y se fue a saludar a otro viejo conocido.

Cinco minutos después, Rebus estaba perfilando la excusa que necesitaba para salir a fumar cuando entró en la cantina un grupo de recién llegados. Parecían abogados porque eso es lo que eran: invitados de la Fiscalía. Bien vestidos, con cara brillante y llena de confianza, y encabezados por la subfiscal de la Corona en Escocia, Elinor Macari.

—¿Tenemos que hacer una reverencia o algo así? —murmuró Rebus a Clarke, que se estaba arreglando el flequillo. Macari besaba al jefe de policía en ambas mejillas.

—No digas algo de lo que te vayas a arrepentir.

—Tú mandas.

Macari tenía todo el aspecto de haber pasado por varios sitios de camino a la fiesta: la peluquería, el mostrador de productos cosméticos y la boutique. Las gafas grandes de montura negra acentuaban su mirada penetrante. Tras haber barrido la sala con los ojos en un instante, ya sabía a quién saludar y a quién pasar por alto. El concejal encargado del comité de asuntos policiales se mereció el mismo beso que el jefe de policía. Otros invitados cercanos tuvieron que contentarse con apretones de manos o simples cabeceos. Llevaba en la mano una copa de vino blanco, pero Rebus dudaba que fuera poco más que atrezo. Cayó en la cuenta también de que su botellín de cerveza estaba vacío, aunque prefirió guardarse la sed para algo más digno.

—¿Tienes unas palabras pensadas por si se acerca? —le preguntó a Clarke.

—Me parece que estamos muy lejos de su órbita.

—No te falta razón. Pero ahora que ha llegado, no puede faltar mucho para que empiece la ceremonia. —Rebus levantó el paquete de tabaco e hizo un gesto en dirección al mundo exterior.

—¿Vas a volver? —Clarke vio su expresión y frunció la boca, reconociendo que era una pregunta estúpida. Pero cuando salía de la cantina, Macari se percató de la presencia de alguien y fue directa hacia allí, de modo que Rebus tuvo que sortearla. Ella frunció el ceño, como si intentara ubicarlo, llegando al extremo de seguir con la vista su figura en retirada. Pero para entonces ya se hallaba junto a su presa. Siobhan Clarke vio cómo la abogada más poderosa de Escocia tomaba a Malcolm Fox por el brazo y lo alejaba de su cohorte de Asuntos Internos. Lo que se estaba a punto de tratar, fuera lo que fuese, requería un mínimo de intimidad. Una empleada de la cantina había llegado al umbral con la tarta entre las manos, pero un gesto del jefe de policía le dio a entender que la ceremonia tendría que esperar a que la subfiscal estuviese preparada.

La Biblia de las Tinieblas

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