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Había llegado una grúa remolque con el nombre de un desguace de coches local estampado en las portezuelas. La víspera por la noche se había montado un endeble cordón policial que consistía en una cinta de ocho centímetros de anchura con la palabra POLICÍA. La cinta iba de un árbol indemne al poste de una cerca y de allí hasta otro árbol. El conductor de la grúa la había atravesado y se disponía a remolcar cuesta arriba por medio de un cabrestante el Golf accidentado hasta la camilla de la camioneta.

—No hace mala tarde —comentó Rebus, al tiempo que encendía un cigarrillo y echaba un vistazo a su alrededor. Un tramo estrecho de carretera rural a las afueras de Kirkliston. El aeropuerto de Edimburgo no quedaba muy lejos, y el bramido de los aviones de pasajeros que aterrizaban y despegaban interrumpía la escena campestre. Habían venido en el Vauxhall Astra de Clarke. Estaba aparcado en el arcén contrario, con las luces de emergencia encendidas como advertencia a cualquier conductor que se acercara. Aunque no es que pareciera haber ninguno.

—Es una recta —decía Clarke—. La superficie no estaba helada ni cubierta de aceite. Debía de ir a toda pastilla, a juzgar por los daños...

Era cierto: el morro del Golf había quedado hecho un acordeón al chocar con el venerable roble. Atravesaron la valla destrozada y bajaron la cuesta. El conductor de la grúa levantó la barbilla a guisa de saludo, pero por lo demás no tenía intención de preguntar quiénes eran o qué hacían allí. Clarke llevaba una carpeta de anillas, lo que para él ya era indicio suficiente: quería decir que eran funcionarios, y por lo tanto más le valía mantenerse al margen.

—¿Está bien el conductor? —indagó Rebus.

—Es una conductora —le corrigió Clarke—. El coche está registrado a nombre de Jessica Traynor, con domicilio en el suroeste de Londres. Está en el hospital.

Rebus estaba rodeando el coche. Tenía menos de un año y era de color perla. Por lo que se veía de los neumáticos, tenían dibujo más que suficiente. El parabrisas había desaparecido, la portezuela del conductor y la del maletero estaban abiertas de par en par y los dos airbags habían saltado.

—¿Y estamos aquí porque...?

Clarke abrió la carpeta.

—Sobre todo porque parece ser que su padre tiene contactos. La orden ha llegado de muy arriba: hay que asegurarse de no pasar nada por alto.

—¿Qué se puede pasar por alto aquí?

—Espero que nada. Pero esta zona es conocida porque la frecuentan los locos del volante.

—Será loca, en todo caso.

—Conduce un coche de los que les gustan a esos que se dedican a las carreras ilegales.

—No sabría decir.

—Creo que el Golf sigue siendo un «coche guay».

Rebus se llegó hasta la grúa remolque. El tipo del desguace estaba recogiendo un cable con un gancho de gran tamaño al final. Rebus le preguntó cuántos Golf acababan en la trituradora.

—Unos cuantos —reconoció. Llevaba un mono azul con manchas de grasa debajo de una cazadora de cuero con rozaduras, y tenía mugre incrustada en las manos y bajo las uñas. La gorra de béisbol que lucía estaba tan sucia que las letras eran indescifrables, y tenía la barbilla y el cuello cubiertos por una tupida barba entrecana. Rebus le ofreció un pitillo, pero el hombre negó con la cabeza.

—¿Estas carreteras se utilizan como circuitos de carreras? —continuó Rebus.

—A veces.

—¿Está a dieta o algo así? —El hombre se quedó mirándole—. Lo digo porque parece que hace ascos hasta a las palabras —le explicó Rebus.

—Yo solo he venido a hacer un trabajo.

—Pero no es el primer accidente así que ve, ¿verdad?

—No.

—¿Con qué frecuencia ocurren?

El hombre se lo pensó.

—Cada dos meses o así. Aunque la semana pasada hubo uno en la otra punta de Broxburn.

—¿Y son coches que compiten entre sí? ¿Tiene idea de cómo se organiza el asunto?

—No —aseguró el hombre.

—Bueno, gracias por la información. —Rebus se dirigió de nuevo hacia el Golf.

Clarke miraba por la portezuela abierta, examinando el interior.

—Echa un vistazo —le dijo, al tiempo que entregaba a Rebus una fotografía. Se veía una bota de gamuza marrón de lo que parecía un número de zapato de mujer, enmarcada por el suelo del coche.

—No veo ningún pedal.

—Eso es porque estaba en el lado del acompañante.

—De acuerdo. —Rebus le devolvió la foto—. O sea que, según tú, ¿había una acompañante?

Clarke negó con la cabeza.

—Es una del par de botas Ugg de Jessica Traynor. La otra la llevaba en el pie izquierdo.

—¿Ugg?

—Así se llaman.

—¿De modo que la bota salió despedida al chocar? ¿O se le cayó cuando la sacaron los de Urgencias?

—Cuando llegó el primer coche patrulla al escenario, el agente hizo unas fotos con su teléfono, incluida la de la bota. Jessica seguía en el coche entonces. La ambulancia llegó unos minutos después.

Rebus pensó en ello.

—¿Quién la encontró?

—Una mujer que volvía a casa de Livingston. Trabaja allí en un supermercado. —Clarke consultaba una hoja mecanografiada de la carpeta—. La puerta del lado del conductor estaba abierta. Es posible que fuera por el impacto.

—O que la conductora intentara salir.

—Estaba inconsciente. La cabeza apoyada en el airbag. No llevaba cinturón.

Rebus le cogió las fotografías a Clarke y las observó mientras esta hablaba.

—La empleada del supermercado llamó a urgencias justo después de las ocho de la tarde, cuando ya no había luz en el cielo. Tampoco había farolas, solo el lejano resplandor de la propia Edimburgo.

—El maletero está cerrado —dijo Rebus, que le devolvió las fotos.

—Sí, es verdad —convino ella.

—Pero ya no. —Rebus rodeó la parte de atrás del coche—. ¿Lo ha abierto usted? —le preguntó al de la grúa, que negó con la cabeza como respuesta. El maletero estaba vacío, salvo por un rudimentario juego de herramientas.

—¿Saqueadores, tal vez? —sugirió Clarke—. El coche ha estado aquí toda la noche.

—¿Y por qué no se llevaron las herramientas?

—Supongo que no valen gran cosa. Podría haberlo abierto cualquiera, John: un conductor de ambulancia, nuestro agente...

—Puede ser. —Probó a cerrar el maletero. Estaba intacto y permaneció cerrado. La llave estaba en el contacto, y apretó el botón para volver a abrir el maletero. Un chasquido metálico le indicó que lo había logrado.

—Parece que el sistema eléctrico funciona —dijo.

—Señal de que el coche está bien hecho. —Clarke estaba hojeando el papeleo—. Bueno, ¿qué pensamos?

—Pensamos que el coche iba demasiado rápido y se salió de la carretera. No hay indicios de una colisión previa. ¿Igual iba hablando por el móvil? Más de una vez ha ocurrido.

—Merece la pena comprobarlo —asintió Clarke—. ¿Y la Ugg?

—A veces —repuso Rebus— una bota solo es una bota.

Clarke estaba comprobando un mensaje en su móvil.

—Parece que la propietaria está de nuevo entre los vivos.

—¿Queremos hablar con ella? —preguntó Rebus.

La mirada que le lanzó Clarke era toda la respuesta que necesitaba.

Jessica Traynor disponía de una habitación individual en la Royal Infirmary. La enfermera explicó que había tenido suerte: tenía fracturado un tobillo, unas costillas contusionadas y otras heridas leves que sugerían un traumatismo cervical.

—Tiene inmovilizados el cuello y la cabeza.

—Pero ¿puede hablar? —preguntó Clarke.

—Un poco.

—¿Algún indicio de alcohol o droga en sangre?

—A mí me parece de las que llevan una vida sana. Ahora está tomando analgésicos, así que estará confusa. —La enfermera hizo una pausa—. ¿Quieren hablar primero con su padre?

—¿Está aquí?

La enfermera asintió de nuevo.

—Llegó en plena noche. Ella aún estaba en Urgencias entonces...

Se había detenido delante de una ventana por la que se veía la habitación de Jessica Traynor. Su padre estaba sentado a su lado, tenía la mano de su hija en la suya y le acariciaba la muñeca. Ella tenía los ojos cerrados. El dispositivo de sujeción parecía hecho de gruesos pedazos cuadrados de poliestireno unidos por un entramado de grapas de metal. Al levantar la mirada, su padre vio las caras en la ventana. Comprobó que su hija estaba dormida y luego apoyó una mano con suavidad en la cama y se puso en pie.

Mientras salía de la habitación en silencio, se pasó los dedos por la mata de cabello moreno y plateado. Llevaba los pantalones de un traje de raya diplomática; la chaqueta estaba sobre el respaldo de la silla junto a la cama de su hija. Su camisa blanca se veía arrugada, y se había desprendido de los gemelos para remangarse. Rebus dudó que el reloj de aspecto caro que llevaba en la muñeca fuera de imitación. Se había quitado la corbata en algún momento y desabrochado los dos botones de arriba de la camisa, dejando asomar un mechón entrecano de pelo del pecho.

—Señor Traynor —dijo Clarke—, somos de la policía. ¿Cómo está Jessica?

La falta de sueño había hecho aflorar ojeras bajo los grandes ojos, y cuando resopló percibieron en su aliento olor a café de máquina.

—Está bien —dijo, al cabo—. Gracias.

Rebus se preguntó si el bronceado de Traynor sería de rayos uva o de unas vacaciones de invierno. Probablemente lo último.

—¿Se sabe algo más sobre lo ocurrido? —estaba preguntándole a Clarke.

—No creemos que hubiera ningún otro vehículo implicado, si a eso se refiere. Es posible que fuese un simple caso de exceso de velocidad...

—Jessica nunca conduce rápido. Siempre ha sido sumamente cauta.

—Es un coche potente —matizó Rebus.

Pero Traynor negaba con la cabeza.

—Seguro que no iba más deprisa de lo debido, así que eso ya lo podemos descartar.

Rebus miró el calzado de su interlocutor. Gruesos zapatos de cuero negro. Un empresario de éxito hasta el último detalle. Su acento era inglés, pero no de la clase social más acomodada. Rebus recordó la edad de Jessica anotada en las notas de la carpeta de Clarke: veintiún años.

—¿Su hija es estudiante? —dedujo. Traynor asintió—. ¿En la Universidad de Edimburgo? —Otro asentimiento.

—¿Qué estudia? —añadió Clarke.

—Historia del arte.

—¿En qué curso está?

—Segundo. —Traynor parecía estar impacientándose. Miraba a su hija por el cristal. Su pecho subía y bajaba de manera casi imperceptible—. Tengo que volver a entrar...

—Queremos preguntarle a Jessica un par de cosas —le advirtió Clarke.

La miró.

—¿Como qué?

—Solo para asegurarnos de tener toda la información.

—Está dormida.

—Tal vez podría despertarla.

—Está dolorida de la cabeza a los pies.

—¿Qué le ha dicho acerca del accidente?

—Que lamentaba lo que le había pasado al Golf. —Traynor había vuelto a dirigir la atención hacia la ventana—. Fue un regalo de cumpleaños. El seguro costó casi tanto como el coche...

—¿Ha dicho algo sobre el accidente en sí?

Traynor negó con la cabeza.

—Tengo que volver, de veras.

—¿Le importa decirme de dónde es usted, señor Traynor? —La pregunta la planteó Rebus.

—Wimbledon.

—¿En el suroeste de Londres?

—Sí.

—Y para cuando se enteró de que su hija había tenido un accidente, ya no debía de haber vuelos a Escocia. ¿Vino en tren?

—Tengo acceso a un avión privado.

—¿Así que ha estado despierto toda la noche y lo que llevamos de hoy? Tal vez le vendría bien descabezar un sueño.

—He dormido una o dos horas en esa butaca.

—Aun así... ¿Su esposa no ha podido acompañarle?

—Estamos divorciados. Vive en Florida con un tipo que tiene la mitad de años que ella y se considera su «preparador físico personal».

—Pero le ha contado lo de Jessica, ¿verdad? —comprobó Clarke.

—Aún no.

—¿No cree que debería saberlo?

—Nos abandonó hace ocho años. Jessica no recibe ni siquiera una llamada por Navidad. —Las palabras estaban impregnadas de bilis. Traynor estaba agotado, sí, pero no estaba de humor para perdonar. Se volvió hacia los dos detectives—. ¿Todo esto viene a que pedí que me devolvieran un favor?

—¿Cómo dice? —Clarke había entornado los ojos al oír la pregunta.

—Resulta que conozco a un par de personas en la policía de Londres: llamé desde el avión para asegurarme de que todo se hiciera con discreción. El caso es que, como ustedes mismos han dicho, fue la clase de accidente que podría haberle ocurrido a cualquiera. —Adoptó un tono más brusco—. Así que no veo qué ganan hablando con ella.

—No hemos dicho exactamente que podría haberle pasado a cualquiera —terció Rebus—. Un tramo recto y despejado: tiene que haber algún motivo para que el coche se saliera de la calzada. A los de esa zona les gusta hacer carreras después de ponerse el sol...

—Ya les he dicho que Jessica es la conductora más precavida que quepa imaginar.

—Entonces tiene que preguntarse por qué iba a semejante velocidad. ¿Tal vez había perdido los estribos al volante? ¿Intentaba escapar de alguien que iba pegado a su parachoques? Son preguntas que solo ella puede contestar, señor Traynor. —Rebus se interrumpió—. Preguntas cuya respuesta pensaba que usted también querría averiguar.

Esperó a que el comentario hiciera mella. Traynor volvió a pasarse la mano por el pelo y luego dejó escapar un largo suspiro.

—Denme su número —accedió—. Les llamaré cuando esté despierta.

—Vamos a tomar un bocado a la cafetería —le dijo Rebus—. De modo que si se despierta en los próximos veinte minutos, seguiremos aquí.

—Podemos traerle un sándwich, si le apetece —se ofreció Clarke, con el gesto un poco menos hosco.

Traynor negó con la cabeza, pero tomó su tarjeta de visita cuando se la tendió.

—El teléfono está detrás —dijo—. Ah, y otra cosa, ¿podemos echar un vistazo al móvil de Jessica?

—¿Cómo?

—Supongo que debe de estar por alguna parte junto a su cama.

Traynor empezaba a estar molesto de nuevo, pero dio media vuelta y entró en la habitación para volver a salir instantes después con el aparato.

—Gracias —dijo Clarke, que se lo cogió y se volvió para llevarse a Rebus pasillo adelante.

Rebus salió a la calle a fumar mientras Clarke se ocupaba de las bebidas. Cuando regresó, lo hizo con una tos de mucho cuidado.

—¿Voy a ver si tienen alguna cama libre en el pabellón de enfisemas? —preguntó ella.

—No estaba solo ahí afuera: no sé si había más personal que pacientes o al revés. —Tomó un sorbo de una taza de cartón—. Voy a suponer que es té.

Ella asintió y bebieron en silencio un momento. La cafetería daba a la explanada central del hospital. Había una tienda al otro lado, ante la que había gente guardando cola para comprar golosinas y patatas fritas. Más allá, otro establecimiento especializado en comida sana no tenía ni un solo cliente.

—¿Qué piensas de él? —preguntó Clarke.

—¿Quién? ¿El doble del presentador de televisión David Dickinson?

Clarke sonrió.

—Yo creo que se parece más a George Clooney.

Rebus se encogió de hombros.

—Lleva trajes caros y viaja en avión privado: quiero casarme con él, naturalmente.

—Ponte a la cola. —La sonrisa de Clarke se hizo más amplia—. Sin embargo, hay que reconocer que adora a su hija. Probablemente sea director de alguna gran corporación, pero lo deja todo para venir al norte.

Rebus asintió con la cabeza y se las arregló para tomar otro trago de té antes de tirar la taza.

—¿A qué ha venido eso de la conducción agresiva? —continuó Clarke—. ¿Se te ha ocurrido sin más?

—Intentaba pensar motivos por los que una conductora prudente pisaría el acelerador así.

—Es una idea. ¿Crees que la hija vive en la ciudad?

—Seguro que sí, tal vez incluso en un piso comprado por el señor Raya Diplomática.

—Entonces, ¿qué hacía tan lejos, ya de entrada? Es más o menos una carretera hacia la nada.

—Es otra pregunta que tenemos que hacerle —convino Rebus—. ¿Qué había en su móvil?

—Llamadas y mensajes de texto sin contestar.

—¿Ningún indicio de que lo estuviera utilizando mientras conducía?

Clarke negó con la cabeza.

—Por otra parte, si su papi es tan espabilado como parece a primera vista...

—Es posible que haya decidido borrar cualquier prueba de la estupidez de su hija. —Rebus asintió con gesto lento.

El teléfono de Clarke emitió un pitido.

—Es Page —dijo, con la mirada en la pantalla—. Quiere que lo pongamos al tanto.

—No nos llevará mucho rato.

Otro pitido.

—Y justo a tiempo, Jessica ha despertado. —Clarke empezó a levantarse de la mesa.

—¿Te llevas el té? —preguntó Rebus.

—¿A ti qué te parece? —fue su respuesta.

La misma enfermera salía de la habitación de Jessica Traynor cuando llegaron.

—Trátala con delicadeza —dijo Clarke entre dientes.

—Tenemos fama de ello —le aseguró Rebus.

La ropa de cama seguía lisa, la paciente con la mirada fija en el techo. Movió los ojos y parpadeó varias veces mientras enfocaba a los recién llegados. Tenía los labios húmedos, como si acabara de tomar algún líquido del vaso de la bandeja que tenía al lado. Su padre estaba sentado de nuevo, cogiéndole la mano igual que antes.

—Jessica —empezó Clarke—. Soy la inspectora Clarke y este es el sargento Rebus. ¿Cómo te encuentras, o es una pregunta estúpida?

—Como si me hubiera arrollado un coche.

—He visto cómo ha quedado el Golf. Probablemente el airbag te salvó la vida. Fue una tontería no llevar el cinturón de seguridad.

Traynor se puso rígido al oír sus palabras. Jessica abrió los ojos de par en par.

—Siempre me abrocho el cinturón de seguridad —protestó.

—La automovilista que te encontró, la que llamó a la caballería, dijo que no llevabas cinturón.

—¿No pudo desabrocharse por efecto del impacto? —preguntó Traynor.

—No sé de ningún caso —le dijo Clarke. Luego, a su hija—: ¿Tienes idea de por qué fue a parar una de tus botas al suelo del lado del acompañante?

—No entiendo. —Jessica Traynor fue pasando de un rostro a otro con la mirada.

—Tú estabas en el asiento del conductor —le explicó Clarke—, pero una de tus Ugg fue a parar al otro lado del panel central. Eso tampoco he visto que ocurriera nunca.

Su padre se inclinó hacia ella.

—Los agentes me preguntaban antes si tal vez algún coche iba demasiado rápido detrás de ti, y te empujó a hacer lo que hiciste.

—No sé lo que ocurrió. —Jessica Traynor empezaba a tener los ojos arrasados en lágrimas.

—¿Se estaba disputando alguna clase de carrera? —indagó Clarke—. ¿Tal vez te cruzaste en su camino y te sacaron de la carretera?

—No...

Traynor se había levantado de la silla. Su hija tenía los ojos firmemente cerrados y él le preguntaba si le dolía algo.

—No quiero pensar en ello —dijo—. No quiero recordar nada de lo sucedido. El coche se salió de la carretera, eso es todo.

Con la mano de su hija aún en la suya, Traynor se volvió hacia los dos detectives.

—Creo que es mejor que se vayan ahora. Denle tiempo para recuperarse.

Su mirada les dio a entender que no tenía intención de discutir, pero aun así, Clarke se demoró. Fue Rebus, no obstante, el que habló.

—Necesitamos la dirección de Jessica aquí, en Edimburgo.

—¿Por qué? —La pregunta procedía de la cama. Jessica había cerrado la mano derecha formando un puño. Seguía con los ojos cerrados pero parecía dolorida.

—Sencillamente nos hace falta —insistió Clarke.

Traynor hizo un gesto hacia el pasillo.

—Jessica —dijo—, intenta relajarte. Voy a acompañar a los agentes a la salida.

—Sigo sin entender a qué han venido.

—Se van ahora mismo. —Dio un último apretón a la muñeca de su hija y luego la soltó, al tiempo que extendía un brazo para indicar a Rebus que fuera abriendo camino.

Una vez en el pasillo, con la puerta ya cerrada, Traynor les facilitó la dirección. Clarke la tecleó en el móvil.

—Por cierto... —Traynor tendió una mano con la palma hacia arriba.

Clarke sacó del bolsillo el teléfono de su hija y se lo entregó.

—¿Comparte Jessica piso con alguien? —preguntó la detective.

—Otra estudiante. Se llama Alice o Alison, solo la he visto una vez.

—¿Sabe lo de Jessica?

—Supongo que habría venido si lo supiera.

Rebus tenía una pregunta de cosecha propia.

—¿Sale Jessica con alguien?

—¿Que si tiene novio? Salía con un tal Forbes. No lo ha mencionado de un tiempo a esta parte.

—¿Forbes es nombre de pila o apellido?

—Lo cierto es que no lo sé. —Traynor tenía la mirada fija en la ventana y en la cama de más allá—. Tengo que volver.

—Si su hija le cuenta algo en plan confidencial...

Se volvió hacia Rebus y asintió lentamente antes de volver a entrar en la habitación de su hija. Lo vieron tomar asiento de nuevo.

—No estaba sola en ese vehículo, ¿verdad? —sugirió Clarke.

—Me parece que ni siquiera conducía ella —respondió Rebus.

La Biblia de las Tinieblas

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