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Rebus estaba sentado en su coche, observando el chalé. Ir con el Saab suponía que no podía beber, pero eso le iría bien si tenía que salir pitando. El cielo estaba despejado, la luna visible. Solo un grado o así sobre cero, la escarcha relucía en la superficie de la carretera. Tenía las manos aferradas al volante. No había visto entrar a nadie todavía. Había luces en las dos ventanas de la planta baja. El tejado de pizarra tenía claraboyas, cubiertas con cortinas y a oscuras. Rebus bajó la ventanilla y encendió un pitillo. Igual no se presentaba nadie. A las siete, le habían dicho, y ya eran y diez pasadas. ¿Y si iba a la puerta y se encontraba con que solo iban a estar Dod Blantyre, Maggie y él? Qué situación tan cómoda, ¿eh? Dio una calada al cigarrillo, entrecerrando los ojos al notar el escozor del humo. ¿Estaría Dod en cama? ¿Tal vez en la sala de estar, con una de esas sillas con orinal contra la pared? ¿Maggie agotada de cuidar de él, la vida escapándosele a ojos vistas? ¿Preguntaría por qué Rebus no iba nunca de visita, no enviaba una tarjeta navideña en respuesta a la que siempre seguía mandándole ella?

«Espero que tengamos ocasión de ponernos al día pronto. Con cariño, Dod y Maggie».

El nombre de su marido primero, pero la letra de ella. ¿De verdad quería pasar la velada encerrado con ellos? ¿Tenían algo de lo que hablar, aparte de los viejos tiempos? ¿Habría preparado ella sándwiches o alguna clase de cena, de tal modo que él tendría que mantener en equilibrio plato, tenedor y copa mientras estaba sentado o permanecía en pie?

—Joder —masculló, tirando la ceniza por la ventanilla.

—Está prohibido tirar basura —atronó una voz, al tiempo que un puño golpeaba el techo del Saab.

A Rebus estuvo a punto de caérsele el cigarrillo. Maldiciendo, miró fijamente la figura encorvada y sonriente de Eamonn Paterson.

—¿Quieres provocarme un infarto? —fingió quejarse Rebus.

—Una vieja treta de poli: la capacidad de acercarse sin ser visto.

Rebus subió la ventanilla, arrancó la llave del contacto y abrió la portezuela.

—No habrás venido andando, ¿verdad? —preguntó, al tiempo que se apeaba.

—He cogido el autobús. —Paterson señaló el Saab con un gesto de la cabeza—. ¿Eso es todo lo que tienes para hacer de conductor sobrio?

—Igualito que en los tiempos de Summerhall.

—Solo tuviste que llevarnos a todos a casa una o dos veces.

—Y limpiar el vómito del asiento trasero.

—Pero no era el mismo coche, ¿eh?

—No precisamente.

—Creo recordar a tu mujer quejándose de que no se iba el olor.

—Acabó en un concesionario a precio de saldo —dijo Rebus, asintiendo.

—¿El coche o la parienta? —Paterson le guiñó el ojo y le dio una palmada a Rebus en el hombro—. ¿Tienes ganas de ir a ver al inválido? Me ha dado la impresión de que estabas a punto de echarte atrás.

—Me preocupaba ser el único.

—Como si los Santos fueran a dejar que pasara algo así. —Otra palmada tranquilizadora, y Paterson abrió camino hasta la puerta principal del chalé.

Transcurrieron unos instantes hasta que Maggie Blantyre respondió al timbre. Bañada en calidez y luz acogedora, no parecía haber envejecido un solo día. Pelo rubio ceniza hasta el cuello desnudo, ancha de hombros pero con cintura estrecha. Llevaba joyas de aspecto caro en abundancia y su maquillaje era inmaculado.

—Chicos —dijo, y abrió los brazos para recibir un abrazo de cada uno—. Pasad a resguardaros del frío.

A Paterson le dio un par de besos en las mejillas antes de que entrara, y luego le tocó el turno a Rebus. Sus ojos se demoraron después en los de él, y llevó los dedos a su cara para limpiarle el pintalabios que le había dejado.

—John —dijo—. Esperaba que vinieras. —Luego lo llevó adentro por el brazo y cerró la puerta al mundo exterior.

—Quitaos los abrigos. —Se dirigió hacia el pasamanos, donde ya había un abrigo de lana de color camel, con una bufanda roja colgando de un bolsillo.

—¿Ha venido Stefan? —dedujo Paterson.

—Tú eres el detective —dijo Maggie, alargando las palabras—. Dímelo tú.

—Siempre he dicho que el abrigo de color camel le da aire de vendedor de coches de segunda mano. —Colgó la chaqueta acolchada. Rebus forcejeó con su propio abrigo hasta que Maggie le ayudó. Se fijó en una silla elevadora que ascendía por la pared desde el pie de la escalera.

—No estaba seguro de si teníamos que traer algo de beber —se disculpó.

—Basta con vuestra presencia —le tranquilizó ella, volviendo a tocarle el brazo—. Ahora, venid por aquí.

Cruzaron un comedorcito y entraron en la sala. Dod Blantyre estaba sentado en un sillón de aspecto normal, vestido y con un vaso de un líquido naranja en una mesilla auxiliar a su lado. Stefan Gilmour se había levantado del sofá y pasado el whisky de la mano derecha a la izquierda.

—Hola, Tocino —dijo. Los dos hombres se estrecharon la mano antes de que Gilmour se volviera hacia Rebus—. John, cuánto tiempo.

—Stefan. —Rebus observó a su antiguo jefe. Tenía algo más de setenta años, pero parecía como mínimo una década más joven. Llevaba una camisa negra bajo una chaqueta hecha a medida, con pantalones de pana de color óxido y mocasines marrones. El pelo del que aún podía alardear estaba peinado de manera que cubriera la mayor parte posible del cráneo. Tenía los ojos de un penetrante color azul y un rubor saludable en las mejillas.

—¿Vas a quedarte en la ciudad? —le preguntó Paterson.

Gilmour negó con la cabeza.

—Me llevará de regreso mi chófer.

—¿Chófer, eh? —Paterson hizo un gesto en dirección a Rebus—. Yo también tengo chófer esta noche. —Luego se dirigió al rincón de la sala donde estaba Dod Blantyre y le apretó el hombro a modo de saludo.

—Perdona que no me levante. —Un lado de la cara de Blantyre se veía más caído que el otro, lo que hacía que sus palabras sonaran ligeramente gangosas.

—No es necesario, Dod —le aseguró Paterson.

Blantyre asintió y centró la atención en Rebus.

—Y aquí está el hijo pródigo —anunció—. Creía que la bebida había podido contigo, o te habías ido a vivir a España.

—Me limito a trabajar duro —respondió Rebus, encogiendo los hombros como disculpa.

—Bueno, pues ahora estás aquí. Maggie, ¿vamos a dejarle que se muera de sed?

Había un mueble bar abierto. Maggie ya parecía saber que Paterson querría un Highland Park.

—¿Lo mismo para ti, John? —preguntó.

—Más vale que me tome uno de esos. —Rebus asintió en dirección al vaso de naranja junto a Blantyre.

—¿Con las tres medidas de vodka?

—Mejor sin ellas.

—Dod sabe que no debería beber. —Maggie empezó a servir zumo del envase de tres litros.

—Los médicos quieren quitarle toda la diversión a la vida —se lamentó Blantyre.

Rebus tuvo que esforzarse de nuevo para entender las palabras de su antiguo compañero.

—Venga, sentaos —les instó Maggie, al tiempo que les alcanzaba las copas. Había justo espacio suficiente en el sofá para las tres visitas, y Maggie se acomodó en el sillón libre—. A nuestra salud —dijo, dirigiendo el brindis a todos los presentes. Luego, al caer en la cuenta de su error, se levantó de nuevo y fue junto a su marido para levantar su vaso y ayudarle a sostenerlo mientras bebía por una pajita. Al caerle un poco de baba en la barbilla, se la limpió con el dorso de un dedo lleno de anillos.

—Es muy amable por vuestra parte haber venido —dijo, y se sentó de nuevo—. ¿Verdad que sí, Dod?

—Sí —convino él—. Los Santos de la Biblia de las Tinieblas...

—Cuánto hace que no oía esas palabras —comentó Stefan Gilmour con una sonrisa.

—Eso es porque hoy en día te mueves en otros círculos —le recordó Paterson—. Futbolistas y estrellas de cine...

—No tantos como te imaginas.

—Pero ¿todavía tienes ese hotel en Dubai?

—Va capeando la tormenta de arena económica —reconoció Gilmour.

Sentado en la otra punta del sofá, Rebus no alcanzaba a ver a su antiguo jefe si no se inclinaba hacia delante. Allá en Summerhall, Gilmour había sido el inspector, con Paterson y Blantyre como sargentos y Rebus como un humilde detective raso, junto con otro detective más joven llamado Frazer Spence. Pero Spence había muerto una década atrás en un accidente de moto en Grecia. Aquel funeral fue la última vez que se reunieron los cuatro miembros restantes de los Santos en un mismo lugar.

—¿En qué piensas, John? —preguntó Maggie Blantyre, meciendo la copa de vino blanco.

—Pensaba que no debería haber venido en coche. —Fingió contemplar el zumo de naranja.

—Pues déjalo donde está y mañana te pasas a recogerlo.

Pero él negó con la cabeza.

—Tengo entendido que sigues trabajando —dijo Dod Blantyre.

—Estuve retirado una temporada: me dedicaba a investigar como civil para la Unidad de Casos Pendientes.

—¿Es la que puso en marcha Gregor Magrath?

—Ahora le han dado carpetazo. Presenté una solicitud para reingresar en el Departamento de Investigación Criminal y tuve suerte.

—Algo así como los vejetes que contratan en los grandes almacenes de bricolaje —bromeó Paterson.

—John siempre ha trabajado duro —aseguró Blantyre.

—Qué, ¿el derrame cerebral te afectó la memoria? —preguntó Paterson con un bufido—. John era el tipo más vago que había por allí. —Se volvió hacia Rebus—. ¡A que sí, John!

—Confundes a John con el pobre Frazer —le interrumpió Gilmour—. Era Frazer el que siempre andaba escaqueándose por ahí.

—¿Ah, sí? —Paterson frunció el ceño intentando hacer memoria.

—No le des más whisky a Tocino —advirtió Blantyre a su mujer—. Apenas le quedan sinapsis ya.

Resonaron algunas risas y después se concentraron en sus copas. No está mal, pensó Rebus para sus adentros. Pero conocía a esos hombres; el estado de ánimo podía cambiar...

—¿Tiene alguien aún la Biblia de las Tinieblas? —preguntó Gilmour en pleno silencio.

—No sé qué fue de ella —dijo Blantyre—. Maggie cree que igual fue a parar a un contenedor cuando limpiamos el garaje.

—Qué pena.

Blantyre miró a Gilmour.

—Apuesto a que te alegras de haberlo dejado cuando lo hiciste: tienes más pasta de la que llegaremos a ver nunca nosotros, pobres pringados.

—¿Cuántos hoteles tienes ahora, Stefan? —La pregunta la planteó Maggie.

—No son exactamente míos. Lo que pasa es que he conseguido el puesto de director de la empresa.

—Pero, ¿cuántos?

—Diecisiete, la última vez que conté.

—Seguro que te sale el dinero por las orejas.

—Me codeo con la plantilla del Emirates.

Maggie sonrió; al parecer se alegraba por él.

—¿Y sigues saliendo con esa modelo?

—No es modelo, lo que pasa es que antes salía en la tele.

—Pero es lo mismo, hace falta ser guapa.

Gilmour asintió lentamente.

—Seguimos juntos —reconoció—. Aunque no estamos casados.

—Leímos lo tuyo en la prensa, todo eso del referéndum.

—«Stefan Gilmour dice No» —repitió Paterson como un loro—. ¿Es que aspiras a que te nombren caballero?

—¿Y qué pasó con ese plan que teníais tú y ese amigo tuyo futbolista de comprar el estadio de Tynecastle? —añadió Blantyre.

—Esto se está convirtiendo en un interrogatorio —fingió rezongar Gilmour—. Y todos sabemos lo desagradables que pueden llegar a ser. —Sonrió y bebió de su copa.

—¿Y tú qué, John? —preguntó Maggie a Rebus—. Te separaste de Rhona, ¿verdad? ¿Solo tienes un retoño...?

—Déjale en paz —instó Blantyre a su esposa. Luego, a Rebus—: Ve demasiados culebrones, John, eso es lo que pasa.

—¿Meto las empanadas en el horno? —preguntó Maggie, poniéndose ya en pie.

Su marido asintió.

—¿Empanadas? —indagó Paterson.

—A Dod le ha parecido que sería un detalle. Dice que durante dos años no comisteis otra cosa.

—Eso parecía, desde luego. —Paterson no palmeó su propio estómago sino el de Rebus—. Eran John y Frazer los que se encargaban de ir a buscarlas.

—Solo tardo un minuto. —Se acercó al sillón de su marido y le dio un beso en la frente antes de dirigirse a la cocina.

En cuanto salió, Blantyre pidió que cerraran la puerta. Fue Gilmour quien lo complació.

—Venid aquí los tres —les dijo Blantyre. Las tres visitas se acercaron a su sillón—. Así no hace falta que hable tan fuerte.

—¿Qué ocurre, Dod? —preguntó Gilmour, sin subir el tono de voz.

—Las últimas veces que he ido a ver a los matasanos, no he dejado que Maggie me acompañe. Conque no sabe que las cosas van de mal en peor. No es solo el derrame. El motor está también muy fastidiado.

—Lamento oírlo —dijo Paterson.

—Todavía me quedan unos meses, o al menos eso espero. Pero me han dado a entender que igual no son tan agradables como a mí me gustaría. —Los miró uno por uno—. Elinor Macari está en pie de guerra.

—¿Macari? —preguntó Gilmour.

—La subfiscal de la Corona —le informó Rebus.

—Quiere rastrear el caso Saunders.

—¿Por qué demonios quiere hacerlo?

—Porque puede. La ley que impide abrir un caso por segunda vez se ha ido al cuerno, por si no te habías enterado.

—Pero de aquello hace treinta años —arguyó Gilmour—. No esperarán que recordemos...

—Eso no les impedirá indagar. —Paterson se volvió hacia su amigo—. ¿Te apetece ver tu foto en la prensa, Stefan? ¿Y no abrazado a una estrella de la tele sino junto a una fotografía de la ficha policial de Billy Saunders?

—¿Sigue Saunders entre los vivos? —se interesó Gilmour.

—Macari no iría a por él si no fuera así —dijo Blantyre. Luego—: Tengo la boca seca. ¿Podéis alguno...?

Paterson levantó el vaso y ladeó la pajita hacia los labios de Blantyre. Gilmour sacó un pañuelo de hilo limpio con el que enjugarle la barbilla.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó.

—Yo solo os pongo sobre aviso —dijo Blantyre—. Dentro de unos meses, a mí me traerá sin cuidado. A vosotros, por el contrario...

Gilmour se volvió hacia Rebus.

—Tú eres el único de nosotros con acceso al Departamento, John. ¿Puedes averiguar qué está ocurriendo?

—Lo puedo intentar —admitió John.

—Sin que parezca que estás intentando ocultar algo —añadió Paterson.

—¿Ocultar? —repitió Rebus, en el momento en que Maggie volvía a entrar.

—¡Ay! —dijo, espantada al ver a los tres invitados en torno a su marido—. ¿Ha pasado algo?

—Estoy bien —le aseguró Blantyre—. Estaba tomando un trago.

Ella se llevó la mano al pecho.

—Me habéis asustado. —Luego hizo un gesto en dirección a la cocina—. Las empanadas estarán listas en unos quince minutos, y me parece que voy a salir a fumar.

—Igual salgo contigo —dijo Rebus. Fijó la mirada en los ojos de Dod Blantyre—. Si no hay inconveniente...

—Claro —accedió Blantyre, tras dudarlo solo un instante.

Rebus siguió a Maggie por la pequeña cocina hasta el jardín de atrás. Había un patio, los muebles cubiertos a la espera de que mejorara el tiempo, con un trozo de césped más allá. Maggie encendió el pitillo antes de pasarle el mechero de oro a Rebus. Se cruzó de brazos como para mantenerse abrigada.

—¿Quieres que vaya a buscarte un abrigo? —preguntó él, pero Maggie negó con la cabeza.

—A veces me entra mucho calor en la casa. A Dod le gusta que la calefacción esté bien fuerte.

—¿Os las apañáis bien, los dos?

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —Se retiró una hebra de cabello de un ojo.

—Pero tiene que ser duro, ¿no?

—¿Podemos cambiar de tema?

—Como quieras.

Maggie lo pensó un momento.

—Bueno, mejor no, vamos a ceñirnos precisamente a ese tema. ¿Qué hacéis todos aquí?

—No sé si te entiendo.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvisteis los cuatro en la misma habitación?

—En el funeral de Frazer.

—Y de eso hace diez años, conque ¿por qué ahora? —Levantó una mano—. No te molestes en meter paja. He visto suficiente en mis tiempos como para llenar un granero. —Se acercó un paso. Él alcanzó a oler su perfume—. Es porque se está muriendo, ¿verdad? ¿Se muere y cree que me lo puede ocultar? —Ella vio la respuesta en sus ojos y se volvió, dio una fuerte calada al cigarrillo y expulsó el humo por la nariz de tal modo que su cara entera quedó envuelta en una nube.

—Maggie —empezó Rebus, pero ella negaba ya con la cabeza. Al cabo, respiró hondo y empezó a serenarse.

—¿Sigues teniendo la misma dirección? —preguntó—. ¿Esa a la que envío una postal todos los años?

—Sí.

—¿No te tomaste la molestia de mudarte? ¿Pensabas que Rhona regresaría?

—No especialmente. —Cambió el peso del cuerpo al otro pie.

—Pero nos gusta aferrarnos al pasado, ¿verdad? Dod sigue hablando de Summerhall. A veces creo que lo que necesita es un cura y no una esposa. —Vio su mirada y levantó una mano—. Me ahorra los detalles truculentos. Eran otros tiempos, había otras normas, ¿verdad?

—Igual eso es lo que nos decimos. —Rebus observó la brasa reluciente del cigarrillo.

—Pero algo lo tiene preocupado, ¿verdad? No es solo la cruda realidad de que se está muriendo. Y tiene que ver con los Santos, ¿no?

—Es mejor que se lo preguntes a él.

Maggie sonrió.

—Te lo pregunto a ti, John. Se lo pregunto a mi viejo amigo. —Y al no responder él, se le acercó y le besó en los labios, le besó lentamente, borrando luego las pruebas con un dedo—. No llegó a enterarse —dijo, su voz apenas un suspiro—. No a menos que se lo dijeras tú.

Rebus negó con la cabeza sin decir nada.

—No erais más que unos chavales, todos vosotros. Chavales jugando a ser vaqueros. —Le pasó otro dedo por la mejilla y el cuello.

—¿Y qué eras tú, Maggie? —preguntó mientras ella examinaba el contorno de su rostro.

—Yo era lo mismo que soy ahora, John. Ni más, ni menos. Tú, por otra parte...

—Desde luego ahora ocupo más espacio.

—Pero también pareces más triste. Me pregunto por qué crees que tienes que seguir haciendo el trabajo que haces.

—Bueno, ¿cómo era yo por aquel entonces?

—Era como si estuvieses conectado a un cable eléctrico.

—Por suerte, conseguí que me lo arrancaran.

—No estoy tan segura. —Dio una última calada al pitillo y lo tiró de un capirotazo a un cubo cercano—. Más vale que entremos antes de que empiecen a cuchichear. Aunque no es que los Santos no confiéis los unos en los otros...

Rebus terminó su cigarrillo y lo tiró junto al de ella.

—No era más que un nombre que nos pusimos —explicó Rebus—. No significa nada.

—Prueba a decírselo a Dod. —Hizo una pausa en la puerta trasera mientras giraba el pomo—. Por lo que a él respecta, es como si hubierais salido de un cómic.

—No recuerdo a muchos superhéroes alimentándose de empanadas —repuso Rebus.

—Probablemente tampoco lleváis los calzoncillos por encima de los pantalones —convino ella—. A menos que haya algo que me quieras contar...

La casa de Paterson era una propiedad victoriana adosada en Ferry Road. La mayoría de sus vecinos habían abierto Bed & Breakfast, lo que suponía que sus jardines se habían convertido en aparcamientos rudimentarios. La parte delantera de la casa de Paterson, en cambio, se distinguía por unos árboles añejos y un seto de acebo bien arraigado. Llevaba viudo siete años, pero no parecía tener intención de mudarse a un lugar más pequeño.

—Mis hijos siempre andan dándome la lata —confesó a Rebus en el Saab. Había bebido suficiente whisky para estar soñoliento y dejaba las frases a medias—. Tendría menos trabajo con un bonito piso moderno en alguna parte, pero a mí me gusta estar donde estoy.

—Lo mismo digo —asintió Rebus—. Con un par de habitaciones de invitados que no me harán falta nunca.

—Cuando se llega a nuestra edad, ¿qué más da? Fíjate en el pobre Dod: nunca se sabe lo que le espera a uno a la vuelta de la esquina. Más vale seguir adelante y no... —No atinaba a dar con las palabras adecuadas, así que hizo girar las manos una en torno a la otra.

—¿Devanarse los sesos? —sugirió Rebus.

—Sí, quizá. —Paterson resopló ruidosamente—. A Stefan le ha ido bien, ¿eh? Millones en el banco y un avión privado para ir de aquí para allá. —Rebus asintió con la cabeza—. Y Maggie sigue siendo una mujer maravillosa: ahí sí que tuvo suerte Dod.

—Es verdad.

—Sigue siendo hermosa y... —Paterson se interrumpió con el ceño fruncido—. Intento recordar un poema: hermosa y no sé qué y luego igual algo más.

—Me tienes sobre ascuas.

Paterson le miró, intentando enfocar la vista.

—Qué frío eres, John. Siempre lo fuiste. No quiero decir que... —Lo pensó un momento—. ¿Qué quiero decir?

—¿Frío en plan reservado? —sugirió Rebus.

—No, eso no. Es más bien que nunca te ha gustado mostrar emociones: temías que los demás se mostraran compasivos.

—¿Y no lo quería?

—Pues no —aseguró Paterson—. Éramos tipos duros, todos nosotros. Así eran los que se metían a policías por aquel entonces, no licenciados universitarios y demás. Y si teníamos dos dedos de frente, entonces igual conseguíamos entrar en el Departamento de Investigación Criminal... —Hizo una pausa, escudriñando por la ventanilla—. Ya hemos llegado.

—Lo sé.

Paterson le miró de hito en hito.

—¿Cómo?

—Porque llevamos cinco minutos delante de tu casa. —Rebus tendió una mano para que la estrechara Paterson—. Me alegra volver a verte, Tocino.

—¿Te alegras de haber ido?

—No estoy seguro.

—Y eso que ha dicho Dod, ¿crees que podrás...?

—Es posible. Pero no prometo nada.

Paterson le soltó la mano a Rebus.

—Eres un buen tipo —dijo, como si acabara de llegar a esa conclusión. Luego abrió la portezuela e hizo ademán de apearse.

—Sería mejor que antes te desabrocharas el cinturón de seguridad —le recordó Rebus.

Unos instantes después, Paterson había quedado libre e iba dando tumbos por el sendero hacia la puerta principal. Se encendió una luz de seguridad, y se despidió con la mano sin volver la vista, dando a entender a Rebus que ahora ya se apañaba él solo. Con una sonrisa hastiada, Rebus metió la primera e intentó calcular el trayecto más sencillo hasta su casa.

Le llevó veinte minutos, con un CD de Mick Taylor en el estéreo y los semáforos que parecían ponerse en verde cada vez que se acercaba. El móvil emitió un zumbido en su bolsillo, pero aguardó a estar aparcado delante de su casa antes de sacarlo y mirar el texto. Era de Siobhan Clarke.

«¿Podemos hablar?».

Rebus se quedó en el coche mientras la llamaba. Clarke contestó al instante.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—He pasado por tu casa un par de veces: quería hacer esto cara a cara.

—¿Hacer qué?

—Interceder.

No estaba seguro de haberla oído bien.

—¿Interceder?

—En nombre de Malcolm Fox. Solicita el placer de tu compañía en algún momento de mañana o así.

—¿Y le da miedo pedírmelo directamente?

—Algo parecido.

—¿Y tú «intercedes» porque...?

—Porque a veces una cara amiga va bien. —Hizo una pausa—. Pero ya sé que vas a decirle que no de todos modos.

—¿Ah, sí?

—Es de Denuncias, John. Tienes el sistema cableado para escupirle a la cara.

Cableado... Recordó las palabras de Maggie: «Era como si estuvieses conectado a un cable eléctrico».

—Algo de cierto sí que hay en eso —reconoció.

—Bueno, ¿qué le digo? Teniendo en cuenta que soy un alma sensible como una florecilla.

—No me venga con chorradas, inspectora detective Clarke.

—Pero de todas maneras, vas a decir que no, ¿verdad?

—Voy a decir que mañana, en la sala del fondo del Ox, a las doce del mediodía.

Se hizo el silencio al otro lado de la línea.

—¿Sigues ahí? —preguntó él.

—No estoy segura.

—Mañana a las doce —confirmó.

—¿Así, sin más?

—Así, sin más.

—Ahora no voy a poder pegar ojo: no hasta que me digas por qué. —Se interrumpió de nuevo—. Es casi como si ya lo hubieras sabido.

—¿Ah, sí?

—Sabías que te rondaba —continuó Clarke—. Pero ¿cómo es posible? Solo me lo dijo a mí...

—Los magos nunca enseñan sus trucos, Siobhan.

—¿Sabes que tiene que ver con Summerhall? ¿Y los Santos del Libro de las Tinieblas?

—La Biblia de las Tinieblas —la corrigió Rebus.

—Pero ¿lo sabes? —insistió ella.

—Hay una cosa que no tengo clara...

—¿Sí?

—En la reunión de mañana, ¿estarás conmigo o con él?

—¿Tú qué crees?

—Igual es mejor que no estés.

—Pero entonces, ¿quién impedirá que le des una buena tunda?

—No voy a zurrarle, Shiv: quiero oír lo que tenga que decirme.

—Tiene que ver con un hombre llamado Billy Saunders.

—Claro que sí —dijo Rebus, que puso fin a la llamada y se apeó del coche.

La Biblia de las Tinieblas

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