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En su angosto despacho —antes un trastero de las oficinas del Departamento de Investigación Criminal—, el inspector jefe James Page escuchó su informe. La comisaría de Gayfield Square formaba parte de la División B de la ciudad, pero esa designación no tardaría en desaparecer, y Page temía que la propia comisaría iba a ser cerrada, derribada y remodelada. La «plaza» que había delante era una zona de césped que no se segaba lo bastante a menudo. El tráfico bramaba de aquí para allá por Leith Walk, a veces haciendo vibrar las ventanas de la fachada del edificio. Aunque eso no afectaba a Page, pues su despacho no tenía ventana alguna.

—Entonces ¿cómo fue a parar la bota allí? —preguntó.

Rebus y Clarke estaban los dos de pie, porque no había sitio para ninguna silla aparte de la que ocupaba su jefe.

—El que iba al volante se largó del lugar del accidente —explicó Rebus—. Eso nos deja con dos posibilidades. Una, recuperó el conocimiento un instante, se dio cuenta de que estaba sola y se arrastró hasta el asiento del conductor.

—¿Por qué?

—Para proteger a la otra persona. Así daríamos por sentado que conducía ella.

Page lo sopesó.

—¿Y la segunda opción? —preguntó.

—Que quien iba al volante no perdió el sentido, o si lo hizo lo recuperó antes que ella. Le entró pánico, por la razón que fuera, y se largó por piernas. Pero no antes de desabrocharle el cinturón y arrastrarla hasta el lado del conductor.

—Sin molestarse en volver a abrocharle el cinturón —añadió Clarke.

—¿Y todo eso porque una bota de gamuza marrón estaba en el lado del acompañante? —Page desvió la mirada de Clarke a Rebus y luego otra vez a ella.

—Sí —replicó Clarke.

—Bueno, supongamos que tenéis razón. ¿Qué cambia eso exactamente?

—Tal vez la persona al volante iba borracha o colocada —sugirió Rebus.

—O tomaba parte en una carrera ilegal —dijo Clarke—. O lo estaban siguiendo... Lo cierto es que no lo sabremos a menos que sigamos investigando. Jessica tiene un piso en Great King Street, compartido con una tal Alice o Alison. También se ha mencionado a un novio.

Page se rascó la nariz mientras pensaba.

—No quiero que nadie piense que somos chapuceros —saltó Rebus—. Creo que bastaría con una visita rápida al piso.

—Iremos esta tarde —confirmó Clarke—. Esa Alice o Alison es estudiante: es posible que tenga clases durante el día.

—Muy bien. —Page ya había tomado una decisión—. Pero respondedme a una pregunta: ¿cómo es que con vosotros dos no hay nunca nada sencillo?

—La culpa la tiene ella —dijo Rebus, señalándola con el dedo.

—La culpa la tiene él —aseguró Clarke, casi exactamente al mismo tiempo.

Ya en la sala del Departamento de Investigación Criminal, los dos respiraron hondo varias veces. El pequeño trastero de Page siempre estaba mal ventilado, y sin embargo, él parecía a sus anchas, como si la incomodidad fuera tan vital para su bienestar como el oxígeno. Dos detectives, Christine Esson y Ronnie Ogilvie, estaban enfrascados en el papeleo. Clarke comprobó si tenía algún mensaje telefónico mientras Rebus se preparaba un café.

—No queda leche —le advirtió Esson.

—Con la cantidad que tomamos, deberíamos hacer un bote y comprar una vaca —añadió Ogilvie.

—Así no crecería tanto la hierba —coincidió Rebus, mirando hacia Gayfield Square; el vidrio retembló al pasar un camión por la carretera del otro lado. Se ofreció a poner agua al fuego para Clarke, pero ella negó con la cabeza.

—Si no queda leche, no.

—Igual tengo un sobrecito de leche en polvo en algún cajón —dijo Esson.

—¿En polvo? —comentó Rebus—. ¿Qué es esto, la Segunda Guerra Mundial? Creía que estábamos en el alba de un nuevo y glorioso país.

—Solo si te tomas la molestia de votar —le reprendió Clarke.

—Ya te digo qué casilla estoy dispuesto a marcar: la de tomar un par de copas después de pasar por Great King Street.

Pero Clarke negaba con la cabeza.

—He quedado para cenar —explicó.

—Creía que ya lo habías dejado con... —Rebus hizo un gesto hacia el despacho de Page.

—Así es.

Christine Esson decidió que Rebus necesitaba una aclaración.

—En esta ciudad una chica soltera no pasa hambre mucho tiempo.

—¿Lo dices por experiencia? —terció Ogilvie.

—Entonces, ¿de quién se trata? —Rebus se lo preguntó a Clarke por encima del borde de la taza.

—¿Es que una no puede tener vida privada?

—Desde luego, en cuanto me convenzas de que sus intenciones son honradas.

Clarke puso los ojos en blanco y decidió prepararse un café después de todo. Rebus mantuvo el tipo, la boca fruncida, absorto en sus pensamientos. Luego se acercó a ella y le dijo al oído en un susurro:

—Un abogado.

Ella se quedó de piedra un segundo antes de echar una cucharada de café soluble a una taza limpia.

—Vaya, vaya —comentó Rebus. Ahora ella le miraba de hito en hito, a la espera de una explicación—. Me di cuenta cuando entró en la cantina Macari seguida de su equipo —la complació—. Erguiste la espalda un poco y te retocaste el flequillo. Pensé que igual lo hacías por ella. Porque no recuerdo que ninguno de los hombres fuera especialmente brillante o atractivo.

—Entonces no eres muy buen detective.

—Eso dicen. Bueno, ¿va a llevarte a algún sitio bonito?

—¿Por qué te interesa?

—Hace falta tiempo para emperifollarse un poco... Estaba pensando que igual podía ocuparme yo de lo de Great King Street...

Pero Clarke negaba con la cabeza.

—Sigues «a prueba», ¿lo recuerdas? Si metes la pata una sola vez volverás a la casilla de salida.

—Sí, jefa. —Hizo una pausa—. Así que no va a llevarte a ningún sitio de postín, ¿eh? Igual no tiene un cargo de mucha responsabilidad. No te habrás liado con un jovencito, ¿verdad?

Clarke le clavó un dedo en el pecho.

—Todo el mundo tiene un límite, John. —Pero sonreía, y él también sonreía.

Rebus se volvió hacia Esson y Ogilvie.

—¿A alguno de los dos le apetece ocuparse de un trabajito de vigilancia esta noche?

—Te lo advierto... —dijo Clarke, que le clavó el dedo más fuerte esta vez.

Great King Street era una calle amplia en la zona de New Town que iba de Howe Street a Drummond Place. Con edificios de tres y cuatro pisos de altura, la calle probablemente debió estar poblada de casas independientes cuando se levantó a principios del siglo XIX, pero ahora muchas habían sido subdivididas en apartamentos. A Rebus nunca le había gustado mucho New Town. Para empezar, había que subir una empinada cuesta para regresar al centro de la ciudad. Además, no había jardines delanteros, y aparcar era un incordio. La puerta que buscaban tenía cuatro timbres a un lado, con los apellidos TRAYNOR/BELL en el de arriba.

—Es de suponer que se trata del último piso —masculló Rebus.

—Igual no hay nadie en casa —sugirió Clarke a modo de consuelo. Pero cuando pulsó el timbre, una voz crepitó por el interfono.

—¿Señorita Bell? —supuso Clarke.

—Sí.

—Somos de la policía. Queremos hablar con usted de Jessica.

—¡Lo sabía! La puerta está abierta. Estamos en el último piso.

Para cuando subieron el primer tramo de escaleras, Rebus ya estaba resollando, y Clarke le pedía que le recordase cómo había superado las pruebas físicas. Él tosió a guisa de respuesta y vio aparecer una cabeza por encima de la barandilla.

—Aquí arriba —dijo Alice o Alison Bell.

Cuando hacía pasar a los detectives, Clarke decidió asegurarse.

—Me llamo Alice —confirmó la estudiante.

Rebus había esperado techos altos y habitaciones espaciosas, pero al parecer estaban en el ático. El pasillo era estrecho, una estrechez a la que contribuía la presencia de dos bicicletas. Alice Bell no se había molestado en pedirles que se identificaran. Les hizo pasar por la cocina de muebles empotrados hasta la sala de estar. Sonaba música en un MP3 conectado a un altavoz. Era clásica: un solo de violonchelo. En un soporte en un rincón había un chelo de verdad.

—¿Es tuyo o de Jessica? —preguntó Rebus, pero Bell tenía la atención centrada en Siobhan Clarke.

—Casi me da miedo preguntarlo —dejó escapar.

—Se pondrá bien —la tranquilizó Clarke.

Dio la impresión de que a la joven le cedían las rodillas por efecto del alivio; se dejó caer con todo su peso en un sillón. Clarke y Rebus decidieron acomodarse en el sofá. Era blanco y moderno y a duras penas servía para su propósito.

—¿Qué pasó? —preguntó Bell.

—Un accidente de coche. ¿Estabas preocupada por ella?

—Le envié varios mensajes de texto: esta mañana no ha ido a clase, y eso no es propio de ella.

—¿Tú también estudias historia del arte, Alice?

La joven asintió. Llevaba una camiseta y una rebeca desabrochada encima, además de vaqueros negros. Rebus no alcanzó a ver ningún piercing, ni tatuajes. Tenía la cara redondeada y las mejillas un poquito hinchadas, lo que le hizo pensar en un querubín de un cuadro, efecto realzado por su pelo rizado de color castaño.

—¿Cuánto hace que conoces a Jessica? —preguntó Rebus.

—Casi un año. Puso anuncios en el departamento, de que se alquilaba habitación, y yo no dejé escapar la oportunidad. —Hizo una pausa—. ¿De verdad se va a poner bien?

—Traumatismo cervical, torceduras y contusiones —explicó Clarke—. Su padre está convencido de que conduce con cuidado.

—Es verdad.

—Anoche no, por lo visto.

—¿Qué ocurrió?

—El accidente se produjo al otro lado del aeropuerto, en una carretera rural. ¿Tienes idea de qué podía hacer por allí?

Bell negó con la cabeza.

—¿Ha venido su padre?

—Está con ella en el hospital —dijo Rebus.

—Tengo que ir a verla.

—¿Hay que informar a algún otro amigo de Jessica? —se interesó Clarke.

—Su novio, por ejemplo —añadió Rebus.

—¿Forbes? —Bell levantó un poquito la voz—. ¿Nadie le ha...? —Se interrumpió, las manos cogidas entre las rodillas, la mirada fija en el suelo de madera barnizada.

—No tenemos sus datos de contacto —confesó Clarke.

—Puedo llamarle por teléfono.

—Muy bien, pero nos gustaría tener unas palabras con él también. —Rebus carraspeó—. ¿Cuándo viste a Jessica por última vez, Alice?

—Ayer. En torno a las cuatro o las cinco.

—¿Aquí en el piso?

—Iba a salir.

—¿Adónde?

—No estoy segura.

—Pero en su coche, ¿no?

—Supongo.

—Y hasta donde tú sabes, ¿no tiene amigos en Kirkliston o Broxburn?

—Ni siquiera sé con seguridad dónde están esos sitios.

—¿De dónde eres?

—De Stirling.

Rebus lo asimiló y miró de soslayo a Clarke, sin saber muy bien por dónde tirar.

—El número de Forbes —instó Clarke a la estudiante—. Y su apellido.

—Se llama Forbes McCuskey.

—McCuskey —repitió Clarke, introduciendo el apellido en el móvil.

—Como Patrick McCuskey.

Clarke levantó la mirada hacia Alice Bell.

—¿El político?

Bell asintió y Clarke volvió la vista hacia Rebus, que contrajo la comisura de la boca en respuesta. Bell estaba sacando su propio móvil de un bolsillo del pantalón para buscar el número de Forbes McCuskey. Lo recitó para que lo anotase Clarke y preguntó:

—¿Le llamo ahora?

—Si quieres...

Pero por lo visto Bell se lo pensó mejor. Empezó a dar vueltas al teléfono en la mano y dijo que esperaría a que se hubieran marchado.

—Pero aún querrán hablar con él, ¿no? —se aseguró—. Y no pasa nada si se lo advierto, ¿verdad?

Clarke asintió, dando su conformidad.

—Pues muy bien.

La estudiante se había puesto en pie. Clarke y Rebus hicieron lo mismo y Bell los condujo por el pasillo. Rebus se planteó pedirle que les enseñara la habitación de Jessica, pero no tenía una buena razón para ello. En la puerta, Alice estrechó la mano a los dos detectives. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando Clarke recordó que no tenía el número de contacto de Bell. La universitaria se lo dijo de carrerilla y se retiró hacia el interior del piso.

—¿«Si se lo advierto»? —repitió Rebus.

—Sí, yo también me he fijado.

—Bueno, ¿qué hacemos?

Clarke miró el reloj de pulsera.

—Tengo que ir a casa y cambiarme para esa cena de tres al cuarto.

—Después de haberme llevado a mí, claro.

—¿Colina arriba hasta el Oxford Bar?

—Aún conseguiremos hacer de ti una buena detective...

El Bia Bistrot era un pequeño restaurante de estilo francés en Colinton Road. Los vecinos llamaban a la zona «Holy Corner», el rincón sagrado, debido a la abundancia de iglesias en la intersección: Clarke contó cuatro, aunque no hubiera sabido decir cuáles seguían abiertas. David Galvin ya estaba sentado a la mesa. Le ofreció una sonrisa radiante a la vez que se levantaba para saludarla. Alto y delgado, llevaba un traje oscuro con camisa blanca, abierta por el cuello. Al inclinarse para darle un beso en la mejilla, ella le preguntó si aquella era su idea de vestirse en plan informal.

—Lo que tenía en mente era Reservoir Dogs —explicó—. Pulcro pero peligroso.

—Buen intento.

Galvin era solo un par de años más joven que ella y llevaba en la Fiscalía desde su llegada a la ciudad media década atrás. Habían trabajado juntos en un caso el otoño anterior y fue entonces cuando él la invitó a tomar una copa, con el pretexto de revisar unas notas. Ahora era el código que habían acordado, y más o menos una vez a la semana él le enviaba un mensaje para preguntarle si tenía una noche libre a fin de «hacerle una consulta».

—No había estado aquí —reconoció Clarke, mirando en torno.

—A mí me gusta, y está a solo cinco minutos de mi casa.

—De la mía no.

La sonrisa de él se esfumó.

—Tendría que haberlo pensando...

—No pasa nada, David, hay taxis de sobra por ahí. —Tomó la carta de bebidas y pidió una ginebra con lima y soda.

—Igual yo también me tomo una de esas —le dijo Galvin al camarero. Luego, a Clarke—: ¿Un día ajetreado?

—No especialmente. ¿Y tú?

Movió los hombros para restarle importancia.

—El mismo rollo de siempre.

—¿Qué te pareció la fiesta de despedida del jefe de policía?

—Fue un detalle que nos invitaran.

—¿Fue cosa de la subfiscal?

—Le gusta ir por ahí con varios acompañantes.

—¿Para sentirse importante? —supuso Clarke.

Volvió a encogerse de hombros. Galvin estaba concentrado en la carta.

—Aquí todo está bueno —dijo.

Rillettes de salmón y lomo de cordero —decidió Clarke.

—No has tardado mucho.

—No suelo titubear.

Les trajeron las copas. Brindaron y tomaron unos sorbos.

—¿Qué tal van las cosas con tu viejo sparring? —preguntó Galvin.

—¿John? Le va bastante bien, de momento.

—¿Se comporta? ¿Obedece órdenes?

Clarke le miró.

—¿Te ronda algo por la cabeza, David?

Galvin negó. El camarero andaba cerca, así que pidieron. Había pan en la mesa y Clarke partió un trozo, cayendo en la cuenta de que hacía horas desde la última vez que había comido algo.

—¿Pedimos vino? —preguntó su acompañante.

—Una copa de blanco ya me va bien.

—¿De la casa? —preguntó el camarero.

—De la casa —accedió Clarke.

—¿Grande o pequeña?

—Grande.

—Yo lo mismo —le dijo Galvin. Luego se retrepó en la silla y cerró los ojos un momento.

—Es agradable desconectar, ¿eh? —supuso Clarke.

—No tengo claro que los que somos como tú y yo desconectemos alguna vez, Siobhan. El motor siempre está al ralentí.

—No dirías eso si me vieras tirada en el sofá con una tarrina de helado. Pero puesto que parece que hablamos de trabajo...

—¿Sí?

—¿Conoces a Patrick McCuskey?

—¿El ministro de Justicia? —Galvin arqueó una ceja—. Está muy por encima de mi categoría salarial. Bueno, he estado presente alguna vez mientras él tenía la palabra.

—Lo he buscado en Google: incondicional del Partido Nacional Escocés..., rostro de la campaña a favor del Sí..., casado con una abogada llamada Bethany...

—Es americana, me parece. Se dedica al derecho mercantil en Glasgow.

—Él no proviene del mundo de la abogacía, ¿verdad?

—Estudió derecho en la universidad pero se dedicó a la política: yo diría que tuvo que hincar los codos antes de ocuparse de la cartera de Justicia. ¿A qué viene todo esto?

—Tiene un hijo llamado Forbes. Sale con una universitaria que se llama Jessica Traynor.

—¿Está emparentada con Owen Traynor? —la atajó Galvin.

Clarke se dio cuenta de que no sabía el nombre de pila de Traynor.

—¿Quién es Owen Traynor?

—Un empresario del sur. Estuvo involucrado en un caso hace tiempo. Salió en la prensa.

—¿Qué ocurrió?

—Una de sus empresas se fue a pique. Hubo un montón de inversores furiosos.

—¿Y?

—Al inversor más furioso y peleón le dieron una paliza a la puerta de su casa.

—¿Dónde fue eso, en Londres? —Galvin asintió—. Entonces, ¿qué te llamó la atención al respecto?

—Me recordó un caso que estudiamos en la universidad, nada más.

Clarke se estaba imaginando al padre de Jessica.

—El Traynor que yo digo tiene amigos en cargos importantes de la policía de Londres.

—Entonces, igual no es el mismo. Sea como sea, me estabas hablando de Forbes McCuskey.

—Jessica Traynor sufrió un accidente de coche. La encontraron en el asiento del conductor, pero no estamos convencidos de que fuera ella quien conducía.

—¿Está bien?

—Se recuperará.

Galvin se quedó pensativo.

—¿Forbes salió por piernas?

—No lo sabemos; aún no hemos hablado con él.

—Su padre no quedaría en muy buen lugar.

—Sería bochornoso, desde luego.

—Por no hablar de que sería delito. —Galvin parecía intrigado.

—Aún tardaremos una temporada en llevarlo ante vosotros —le advirtió Clarke—. Como decía, no tenemos pruebas fehacientes, y además a nuestro jefe no le gustan los líos.

—Ya lo sé: lo conozco. ¿Sigue preocupado por el futuro de Gayfield Square?

—Todos lo estamos.

—Seguro que os irá bien, Siobhan. Perderéis sobre todo puestos de administración.

—¿Tendré que pasarlo todo a máquina yo misma? ¿Y también fichar a los detenidos? Igual tendré que aprender a hacer autopsias...

Se interrumpieron al llegar los entrantes, y comieron sin decir gran cosa. En la pausa antes del segundo plato, Clarke sacó el móvil, pensando que podría buscar en Google a Owen Traynor, pero no consiguió conectarse.

—La cobertura no es muy buena —explicó Galvin—. A veces cuesta creer que estemos en medio de una ciudad.

—Y además de una capital. —Volvió a dejar el teléfono. El camarero había regresado para preguntar qué tal estaba el vino—.

—Está bien —respondió Clarke, aunque se fijó en que Galvin no había vuelto a probar el suyo, ni había tocado casi el aperitivo.

»¿Quieres estar despejado mañana por la mañana? —le reprendió.

—Algo así —reconoció él.

Media hora después, cuando retiraban los platos, les preguntaron si querían ver la carta de postres. Clarke miró a su acompañante y negó con la cabeza.

—¿Té o café?

Clarke y Galvin cruzaron otra mirada.

—En mi casa hay café —propuso él.

—¿Y banda ancha? —preguntó ella.

—Y banda ancha —confirmó. Luego, tras otra pausa—: ¿Vamos a seguir con la consulta?

—Pues sí —dijo Clarke con una amplia sonrisa.

Rebus solo tomó una copa en el Oxford Bar, y luego cogió un taxi de regreso al aparcamiento de Gayfield Square para recoger el Saab. Sabía que siempre podía cambiar de idea, pero también sabía que probablemente no lo haría. El semáforo estaba en rojo en South Clerk Street. Si ponía el intermitente derecho, iría camino de casa. Pero cuando el semáforo se puso en verde, siguió recto, hacia Cameron Toll y Old Dalkeith Road. A esas horas de la noche, el aparcamiento de la Royal Infirmary estaba medio vacío, pero Rebus se detuvo en la zona marcada con doble línea amarilla, sacando el cartel de ASUNTO OFICIAL DE LA POLICÍA de debajo del asiento del acompañante para ponerlo entre el salpicadero y el parabrisas. Se echó a la boca un chicle de menta, cerró el coche y entró en el hospital.

Se acercaba a la habitación de Jessica cuando se abrió la puerta. Reconoció a Alice Bell. Estaba con un joven que iba despeinado y llevaba vaqueros anchos desteñidos y una camiseta negra con cuello de pico. Iba recién afeitado y tenía los ojos verde pálido.

—Vaya cojera que tienes —comentó Rebus, a la vez que indicaba la pierna izquierda de Forbes McCuskey.

—Me he torcido el tobillo.

—¿Sufres también traumatismo cervical?

Bell le apretaba el antebrazo a McCuskey.

—Es el policía —le dijo ella.

—Ya lo había supuesto.

Rebus metió las manos en los bolsillos.

—¿Podemos charlar un poco, Forbes?

—¿De qué?

—Del accidente de Jessica.

—¿Para qué tiene que hablar conmigo?

—Por lo general entrevistamos a los testigos, nos ayuda a hacernos una idea más precisa...

—Pero yo no estaba presente.

—Y lo del tobillo, ¿es una coincidencia?

—Me pasó hace unos días en la escalera de Great King Street.

—Es verdad —se apresuró a confirmar Alice Bell.

Rebus asintió con ademán lento, columpiando la mirada entre los dos.

—Pues ya es coincidencia. Pero aun así nos gustaría que nos des algunos detalles.

—¿Esta noche?

—Mañana también va bien. ¿Puedes venir a Gayfield Square a las diez?

McCuskey se lo pensó un momento.

—A las diez me va bien —decidió.

Rebus le tendió una tarjera con su número.

—Por si surge alguna complicación. Y si necesitáis que os lleve hacia el centro, voy dentro de cinco minutos.

—Hemos pedido un taxi —dijo Bell.

—Pues hasta mañana.

—Hasta mañana —convino Forbes McCuskey.

El padre de Jessica había aparecido en el umbral.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sí, señor —le aseguró Rebus, viendo cómo McCuskey y Bell iban hacia la salida. Rebus se volvió hacia Traynor—. ¿Sigue apañándoselas para mantenerse despierto?

—He reservado una habitación de hotel en el centro. Van a venir a buscarme dentro de media hora o así.

Habían entrado en la habitación.

—Hola de nuevo —dijo Rebus a modo de saludo a Jessica Traynor.

—Hola —contestó ella.

—Es un detalle que hayan venido a verte tus amigos.

—Sí.

—Sobre todo teniendo en cuenta el esfuerzo que le supone a Forbes, con la pierna mal y todo eso.

Ella no se molestó en contestar.

—¿Hay algo de lo que deba estar enterado? —se interesó Traynor.

Rebus le quitó importancia al asunto haciendo un gesto con los hombros.

—La verdad es que no. Solo que hay quien cree que igual no iba al volante un conductor cauto. —Se volvió hacia la paciente. Seguía tendida boca arriba, y le hubiera venido bien lavarse el pelo—. Se me ocurre que a lo mejor él no estaba asegurado, y tenía alguna sustancia en la sangre. Todo sin mayor importancia hasta ahí, pero huir del lugar de un accidente... y manipular el escenario...

—¿Se refiere a poner a Jessica en el asiento del conductor? —A Traynor se le habían tensado los músculos de la cara. Se acercó a la cama e inclinó la cabeza sobre su hija—. ¿Es eso lo que pasó? ¿Te dejó allí ese mierdecilla, sin pedir siquiera una ambulancia?

Pero Jessica ya cerraba los ojos.

—Él no estaba —dijo, su voz poco más que un susurro—. No estaba allí, no estaba.

Traynor acompañó a Rebus a la salida, caminando a su altura hasta el vestíbulo principal.

—Lo interrogaremos por la mañana —explicó Rebus—. A ver si conseguimos avanzar un poco.

—¿Y en caso contrario?

—No habremos causado males mayores, diría yo. Bueno, se le puede culpar de exceso de velocidad tal vez, pero a menos que uno de los dos nos diga la verdad... —Rebus se interrumpió—. ¿Sabe que es hijo de un político de renombre?

—¿Ah, sí?

Rebus sonrió.

—Antes fingió que apenas sabía su nombre, pero a mí me parece que es usted un hombre meticuloso, y a todas luces adora a su hija. Seguro que habrá investigado a cualquier novio que ella mencionara de pasada.

—De acuerdo —reconoció Traynor—, igual sé quién es. ¿Me está diciendo usted que lo deje correr?

—Claro que no.

—Porque sé cómo puede ponerse un asunto así con la policía y los políticos.

—Por estos pagos no, señor.

—¿Está seguro?

Rebus asintió y Traynor pareció relajarse un poco: dirigió la vista más allá de Rebus y dejó que se le perdiera la mirada. Luego parpadeó como si despertara, tomó la mano de Rebus y la estrechó.

—Procure dormir un poco —le aconsejó Rebus—. Y quizá debería comprarle a Jessica un escúter, la próxima vez.

Su comentario provocó una levísima sonrisa antes de que Traynor diera media vuelta y entrara de nuevo en el edificio del hospital. El teléfono de Rebus estaba vibrando: un mensaje de Siobhan. Abrió el sms.

«¡Echa un vistazo a la bio de Owen Traynor!».

¿La bio de Owen Traynor? Rebus siguió con la mirada la figura alta y fornida que se alejaba, doblaba una esquina y desaparecía de su vista. Pulsó el número de Clarke pero ella no respondió, así que salió, escupió el chicle en la calzada y sacó un cigarrillo del paquete.

La Biblia de las Tinieblas

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