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—De un somero examen del esqueleto de la mujer, se desprende que es muy antiguo.

—¿Somero?

El doctor Curt se rebulló en el asiento. Estaban en su despacho de la Facultad de Medicina, con vistas a un pequeño patio detrás del McEwan Hall. De vez en cuando —generalmente cuando estaban los dos en algún bar— Rebus recordaba a Siobhan que muchos de los grandes edificios de Edimburgo, como el Usher Hall y el McEwan Hall sobre todo, eran obra de dinastías cerveceras, y que ello no habría sucedido si no hubiera habido bebedores como él.

—¿Somero? —repitió ella.

Curt fingió ordenar unos bolígrafos sobre la mesa.

—Bueno, no había necesidad de consultar con nadie... Es un esqueleto de los que se emplean en las clases de anatomía, Siobhan.

—Pero ¿es auténtico?

—Ya lo creo. En épocas de menos reparos que esta, la enseñanza de la medicina dependía de objetos como ese.

—¿Ahora ya no?

Curt negó con la cabeza.

—Las nuevas tecnologías los han desplazado prácticamente del todo —respondió casi con tristeza.

—¿Esa calavera no es auténtica? —preguntó ella señalando la expuesta en una vitrina con fieltro verde sobre un estante a espaldas del patólogo.

—Oh, sí que lo es. Perteneció al anatomista Robert Knox.

—¿El que estaba conchabado con los ladrones de cadáveres?

Curt torció el gesto.

—Él no les secundaba, pero ellos arruinaron su carrera.

—Bien. Así que para la enseñanza se empleaban esqueletos auténticos... —dijo Siobhan, advirtiendo que Curt pensaba ahora en su predecesor—. ¿Cuándo dejaron de utilizarse?

—Hará unos cinco o diez años, pero algunos ejemplares siguieron en uso.

—¿Y la misteriosa mujer es uno de ellos?

Curt abrió la boca sin decir nada.

—Dígame sí o no —insistió Siobhan.

—No puedo decirle... No estoy seguro.

—Bien, ¿qué hicieron con ellos?

—Escuche, Siobhan...

—¿Qué es lo que le preocupa, doctor?

Él la miró y pareció adoptar una decisión, apoyando los brazos en la mesa con las manos entrelazadas.

—Hace cuatro años, seguramente no lo recordará, hallaron en Edimburgo unas piezas anatómicas.

—¿Unas piezas?

—Una mano en un lugar, un pie en otro... Al analizarlas se comprobó que estaban conservadas en formol.

—Recuerdo haberlo oído —dijo Siobhan asintiendo con la cabeza.

—Resultó que las habían sustraído de un laboratorio como broma de mal gusto. No descubrieron a los culpables, pero la prensa se cebó de lo lindo y nos ganamos serias reprimendas de toda la jerarquía, desde el rector para abajo.

—No veo la relación.

Curt alzó una mano.

—Dos años después desapareció una muestra del pasillo junto al despacho del profesor Gates.

—¿Un esqueleto de mujer?

Curt asintió con la cabeza.

—Lamentablemente se echó tierra al asunto. Era la época en que estábamos deshaciéndonos de muchos elementos didácticos anticuados —añadió alzando la vista hacia ella y volviendo a centrarla en los bolígrafos—. Y creo que fue por entonces cuando tiramos algunos esqueletos de plástico.

—¿Uno de niño entre ellos?

—Sí.

—Me dijo usted que no había desaparecido ningún objeto.

Curt se encogió de hombros.

—Me mintió, doctor.

—Mea culpa, Siobhan.

Siobhan reflexionó un instante restregándose el puente de la nariz.

—No sé si lo entiendo. ¿Por qué conservaban de muestra el esqueleto de esa mujer?

Curt volvió a mover los bolígrafos.

—Por decisión de uno de los predecesores del profesor Gates. La mujer se llamaba Mag Lennox. ¿Ha oído hablar de ella? Mag Lennox tenía fama de bruja... Hablo de hace doscientos cincuenta años. Murió linchada por el populacho, que se opuso a que la enterraran por temor a que escapara del féretro. Así que dejaron el cuerpo pudrirse para que quienes tuvieran interés estudiaran sus restos en busca de indicios diabólicos. Supongo que el esqueleto iría a parar a manos de Alexander Monro, quien lo legó a la Facultad de Medicina.

—¿Y alguien lo robó y ustedes se lo callaron?

Curt se encogió de hombros y echó la cabeza hacia atrás mirando al techo.

—¿Tienen alguna idea de quién fue? —preguntó ella.

—Oh, sí, desde luego... Los estudiantes de medicina son famosos por su humor negro. La cosa es que fue a parar al cuarto de estar de un piso compartido. Dispusimos que alguien investigara... —Curt la miró—. Un detective privado, entiéndame...

—¿Un detective privado? Por favor, doctor... —comentó Siobhan meneando la cabeza.

—Pero ya no estaba en ese piso. Claro que igual se deshicieron de él.

—¿Enterrándolo en el callejón Fleshmarket?

Curt se encogió de hombros. Era un hombre tan reticente, tan escrupuloso... Siobhan advertía que aquella conversación casi le producía dolor físico.

—¿Cómo se llamaban?

—Eran dos jóvenes casi inseparables... Alfred McAteer y Alexis Cater. Creo que emulaban a los personajes de la serie televisiva M*A*S*H. ¿La conoce?

Siobhan asintió con la cabeza.

—¿Siguen estudiando aquí?

—Ahora están en el hospital Royal Infirmary, ¡Dios nos asista!

—Alexis Cater, ¿tiene algo que ver con...?

—Sí, es su hijo.

Siobhan hizo una O con los labios. Gordon Cater era uno de los pocos escoceses de su generación triunfador en Hollywood, gracias sobre todo a papeles de carácter en películas taquilleras. Se decía que en cierta ocasión había sido finalista para encarnar a James Bond después de Roger Moore, pero le arrebató el papel Timothy Dalton. Pendenciero en sus buenos tiempos, Cater era un actor que las mujeres adoraban aunque hiciese películas malas.

—Ya veo que es usted admiradora suya —musitó Curt—. Tratamos de impedir que se supiera que Alexis estudiaba aquí. Es hijo de Gordon, de un segundo o tercer matrimonio.

—¿Y cree que él robó a Mag Lennox?

—Figuraba entre los sospechosos. ¿Entiende por qué no hicimos una investigación oficial?

—¿Aparte del hecho de que usted y el profesor habrían vuelto a quedar como irresponsables? —dijo Siobhan sonriendo ante el apuro de Curt.

Él, como irritado de pronto por los bolígrafos, los cogió y los echó dentro de un cajón.

—¿Canalizando su agresividad, doctor?

Curt la miró desalentado y suspiró.

—Hay otra pega. Una especie de historiadora local, que al parecer ha revelado a la prensa que cree que existe una explicación sobrenatural del caso de los esqueletos del callejón Fleshmarket.

—¿Sobrenatural?

—En las excavaciones del palacio de Holyrood se descubrieron hace ya tiempo unos esqueletos y circuló la hipótesis de que fueran víctimas de ejecuciones.

—¿De quién? ¿De la reina María de Escocia?

—El caso es que esa «historiadora» trata de vincularlos con los del callejón Fleshmarket. Quizá le interese saber que esa mujer ha estado trabajando en eso de las visitas guiadas sobre espectros en High Street.

Siobhan había formado parte de una de ellas. Había varias compañías que ofrecían rutas por la Royal Mile y callejuelas adyacentes, con un guion explicativo que mezclaba historias sangrientas, edulcoradas con eventos más felices, surtido todo ello con efectos especiales dignos del mejor túnel de los horrores de una feria.

—O sea, que tiene una motivación.

—No sabría decirle —contestó Curt mirando el reloj—. Seguro que en el periódico encontrará algún artículo sobre sus tonterías.

—¿Ha tenido usted contacto con ella?

—Nos preguntó qué había sido de Mag Lennox y, como le dijimos que no era asunto suyo, ella trató de suscitar interés en la prensa —añadió Curt haciendo un gesto con la mano como si espantara el recuerdo.

—¿Cómo se llama?

—Judith Lennox... Sí, reivindica ser descendiente suya.

Siobhan anotó el nombre junto a los de Alfred McAteer y Alexis Cater. Tras una pausa añadió el de Mag Lennox, y lo unió con una flecha al de Judith Lennox.

—¿Falta mucho para que acabe mi tortura? —preguntó Curt con voz cansina.

—Pues no —contestó Siobhan dándose golpecitos con el bolígrafo en los dientes—. Bueno, ¿y qué van a hacer con el esqueleto de Mag?

El patólogo se encogió de hombros.

—Dado que, al parecer, ha vuelto a casa, tal vez lo restituyamos a su vitrina.

—¿Se lo ha dicho al profesor?

—Le envié un correo electrónico esta tarde.

—¿Un mensaje por correo electrónico teniendo su despacho a veinte metros...?

—Pues es lo que hice —añadió Curt poniéndose en pie.

—Le tiene miedo, ¿eh? —dijo Siobhan en broma.

Curt no se dignó responder al comentario. Le abrió la puerta y la despidió con una leve inclinación de cabeza. Tal vez fuese por sus modales anticuados, pensó Siobhan, pero lo más seguro es que no osara mirarla a la cara.

El itinerario de vuelta a su casa discurría por George IV Bridge. Dobló a la derecha de los semáforos y decidió dar un pequeño rodeo por High Street. Había cartelones en la catedral de Saint Giles anunciando recorridos históricos de espectros aquella misma noche. Comenzaban dos horas más tarde, pero ya había turistas leyendo los programas. Más adelante, ante el viejo Tron Kirk, había más anuncios incitando a vivir el «pasado embrujado de Edimburgo». Lo que a ella más le preocupaba era su agobiante realidad presente. Miró el callejón Fleshmarket vacío. ¿No era un buen incentivo para añadirlo al recorrido de los guías turísticos? En Broughton Street aparcó junto a la acera y entró en una tienda a comprar comestibles y el periódico de la tarde. Su casa estaba cerca; no encontró aparcamiento y dejó el coche en línea amarilla confiada en retirarlo antes de que los agentes iniciaran la ronda matutina.

Vivía en una casa de cuatro pisos con la suerte de no tener vecinos que dieran fiestas nocturnas o fuesen baterías aficionados de rock. Conocía a algunos de vista, pero no sus nombres. En Edimburgo la gente casi no habla con los vecinos, salvo si existe algún problema que resolver, como una gotera o un canalón roto. Pensó en Knoxland, con sus pisos de tabiques de papel donde se oían unos a otros. Las únicas pegas en su casa eran un vecino con gatos y que la escalera olía, pero dentro del apartamento ella se desconectaba del mundo.

Metió en la nevera la leche y el bote de helado en el congelador. Desenvolvió el plato preparado y lo puso en el microondas. Era bajo en calorías, como desagravio a la posibilidad de sucumbir al deseo del helado. Tenía una botella de vino en el aparador de la que había consumido un par de vasos; se sirvió un poco, dio un sorbo y se dijo que no iba a morirse por ello. Se sentó a hojear el periódico mientras se calentaba la cena. Nunca guisaba cuando comía sola. Sentada a la mesa, advirtió que los kilos que había ganado últimamente le aconsejaban aflojar el pantalón. También le apretaba la blusa en las axilas. Se levantó y volvió dos minutos después en chanclas y bata. Vio que la comida estaba caliente y la llevó al cuarto de estar en una bandeja con el vaso y el periódico.

En las páginas centrales aparecía Judith Lennox, en una foto a la entrada del callejón Fleshmarket, probablemente hecha aquella tarde. Una foto de medio cuerpo; lucía una espesa melena rizada hasta los hombros y un pañuelo de vivos colores. Siobhan no podía decir qué actitud había pretendido adoptar, pero boca y ojos desprendían engreimiento. Se notaba que le encantaba la cámara y que estaba dispuesta a prestarse a la pose que le pidieran. Había otra foto, esta sí en pose, de Ray Mangold, prepotente y con los brazos cruzados ante The Warlock.

Una imagen más pequeña mostraba las excavaciones arqueológicas de Holyrood, lugar del descubrimiento de varios esqueletos. Y venía una entrevista con un miembro de Escocia Histórica que ironizaba sobre la hipótesis de Lennox a propósito de rituales satánicos en relación con los restos y el modo de enterramiento. Pero era un simple comentario en el último párrafo, dado que el artículo hacía hincapié en la pretensión de Lennox de que, al margen de que los esqueletos del callejón fuesen auténticos o no, era posible que estuvieran en la misma posición que los de Holyrood y que alguien hubiera intentado hacer un simulacro del histórico enterramiento. Siobhan lanzó un bufido y continuó cenando y hojeando el periódico, deteniéndose sobre todo en la página de los programas de televisión, pero era evidente que no había ninguno entretenido hasta la hora de acostarse, por lo que las alternativas eran música y un libro. Comprobó el contestador y vio que no había mensajes, puso a recargar el móvil y se trajo un libro y el edredón nórdico del dormitorio. Puso un compacto de John Martyn que le había prestado Rebus y pensó cómo pasaría él la velada; tal vez en el pub con Steve Holly, o a solas. Bueno, ella tendría una noche tranquila y así estaría más en forma por la mañana. Leería dos capítulos antes de atacar el helado.

La despertó el teléfono. Saltó del sofá y descolgó.

—Diga.

—No te habré despertado... —dijo Rebus.

—¿Qué hora es? —respondió ella tratando de verla en su reloj.

—Las once y media. Lo siento si estabas en la cama.

—No. ¿Dónde es el fuego?

—La verdad es que no es ningún fuego; simples rescoldos. Se trata del matrimonio cuya hija ha desaparecido.

—¿Qué sucede?

—Que requieren tu presencia.

—No entiendo —dijo ella pasándose la mano por el rostro.

—Acaban de recogerlos en Leith.

—¿Los han detenido?

—Por abordar a las busconas. La madre estaba histérica y los llevaron a la comisaría de Leith a ver si se calmaba.

—¿Y tú cómo te has enterado?

—Porque llamaron aquí desde Leith preguntando por ti.

—¿Todavía estás en Gayfield Square? —dijo ella frunciendo el ceño.

—A esta hora se está muy tranquilo y puedo disponer de la mesa que quiera.

—Ya es hora de que te vayas a casa.

—En realidad estaba a punto de hacerlo cuando llamaron —replicó él conteniendo la risa—. ¿Sabes a qué se dedica Tibbet? Tiene el ordenador lleno de horarios de tren.

—¿O sea, que estás fisgando en las cosas de los demás?

—Es mi modo de adaptarme al nuevo destino, Siob. ¿Quieres que vaya a recogerte o nos vemos en Leith?

—¿No te ibas a casa?

—Lo de Leith parece más interesante.

—Pues allí nos vemos.

Siobhan colgó y fue a vestirse al cuarto de baño. El resto del bote de helado se había derretido, pero lo guardó en el congelador.

La comisaría de Leith estaba en Constitution Street, en un edificio de piedra sombrío y adusto como la misma zona. Leith, antaño próspero barrio portuario de Edimburgo, con personalidad propia, llevaba décadas en decadencia: crisis industrial, drogas y prostitución. Habían remodelado y adecentado algunas zonas, porque a los nuevos residentes no les gustaba el viejo y sucio Leith, y no obstante, a criterio de Siobhan, era una pena que aquel barrio perdiera su carácter; pero, claro, ella no tenía que vivir en él.

En Leith se permitía hacía años una «zona de tolerancia» para la prostitución. No es que la policía cerrara los ojos, pero hacía la vista gorda. Ahora aquello se había acabado, obligaban a las prostitutas a diseminarse y ello provocaba más casos de violencia contra ellas. Algunas, resignadas, regresaban a su coto particular, pero otras lo habían abandonado por Salamander Street y Leith Walk, que unía el barrio al centro de la ciudad. Siobhan se imaginaba lo que pretendían los Jardine, pero quería oírlo de su propia boca.

Rebus la esperaba en la zona de recepción. Tenía aspecto cansado, aunque era su aspecto habitual. Siobhan sabía que usaba el mismo traje toda la semana y lo llevaba el sábado a la tintorería. Hablaba con el oficial de guardia, pero cortó la conversación al verla y accionó el mecanismo de apertura de la puerta, sujetándolo para que entrara.

—No les han detenido —dijo—. Solo les trajeron para hablar con ellos. Están ahí.

«Ahí» era la sala de interrogatorios número 1, pequeña y sin ventanas, con una mesa y dos sillas. John y Alice Jardine estaban sentados uno frente al otro con los brazos estirados agarrados de las manos. En la mesa había dos tazas vacías. Al abrirse la puerta, Alice se levantó de un salto y tumbó una de ellas.

—¡No pueden tenernos aquí toda la noche! —exclamó. Pero al ver a Siobhan se quedó boquiabierta y la tensión de su rostro cedió, al tiempo que su esposo sonreía avergonzado y enderezaba la taza.

—Perdone que la hayamos hecho venir —dijo John Jardine—. Dimos su nombre pensando que nos dejarían marchar.

—John, me consta que no están detenidos. Ah, les presento al inspector Rebus.

El matrimonio le saludó con una inclinación de cabeza y Alice Jardine volvió a sentarse. Siobhan se acercó a la mesa y se cruzó de brazos.

—Me han dicho que han estado atemorizando a las honradas y tenaces trabajadoras de Leith.

—Sólo les hacíamos preguntas —replicó Alice.

—Lamentablemente, ellas no ganan dinero charlando —terció Rebus.

—Anoche estuvimos haciendo lo mismo en Glasgow —dijo John Jardine— y no hubo ningún problema.

Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada.

—¿Hacen todo eso simplemente porque Ishbel se veía con alguien con pinta de chulo? —preguntó Siobhan—. Escúchenme una cosa. Las chicas de Leith pueden ser drogadictas, pero no les saca el dinero ningún chulo como los que se ven en las películas de Hollywood.

—Hay hombres mayores —dijo John Jardine— que engañan a chicas como Ishbel y las explotan. Lo publican constantemente los periódicos.

—Los periódicos que ustedes leen —replicó Rebus.

—Fue idea mía —añadió Alice Jardine—. Pensé que...

—¿Por qué se irritó de ese modo? —preguntó Siobhan.

—Es que llevamos dos noches tratando de hablar con las prostitutas —dijo John Jardine.

Pero su mujer negó con la cabeza.

—Vamos a decírselo a Siobhan —le reprochó—. La última mujer con quien hablamos —prosiguió dirigiéndose a Siobhan— nos dijo que quizás Ishbel estaba en... No sé cómo dijo exactamente...

—En el triángulo púbico —añadió el marido.

Su esposa asintió despacio con la cabeza.

—Y cuando le preguntamos qué era eso se echó a reír y nos dijo que nos largásemos. Eso es lo que me sacó de mis casillas.

—Y en ese momento pasó un coche de policía —añadió el marido encogiéndose de hombros— y nos trajeron aquí. Perdone las molestias que le ocasionamos, Siobhan.

—No es molestia —replicó ella, sin creérselo del todo.

—El triángulo púbico —dijo Rebus, que tenía las manos en los bolsillos— es un tramo de Lothian Road con locales de destape y sexshops.

Siobhan le dirigió una mirada preventiva, pero era demasiado tarde.

—Tal vez esté ahí —dijo Alice con voz temblorosa agarrándose al borde de la mesa como dispuesta a levantarse y marcharse.

—Pero vamos a ver —dijo Siobhan alzando la mano—. Una mujer les dice, seguramente en broma, que Ishbel «quizá» trabaja de bailarina de destape... ¿y usted se dispone a ir a ese tipo de locales?

—¿Por qué no? —replicó Alice.

—Señora Jardine —explicó Rebus—, los dueños de esos locales no suelen hacer gala de muchos miramientos, ni son tampoco muy complacientes, y cuando ven husmear a alguien...

John Jardine asintió con la cabeza.

—Otra cosa sería —añadió Rebus— que esa mujer se hubiese referido a un local concreto...

—Siempre que no le estuviera tomando el pelo —dejó Siobhan.

—Hay un modo de averiguarlo —insinuó Rebus provocando que Siobhan le mirara—. ¿Vamos en tu coche o en el mío?

Fueron en el de ella con los Jardine en el asiento de atrás. No habían recorrido mucho trecho cuando John Jardine les señaló el lugar en que habían visto a «la joven», apoyada en la pared de un antiguo almacén. Ya no había rastro de ella, aunque sí otra compañera paseando de arriba abajo encogida de frío.

—Esperaremos diez minutos —dijo Rebus—. No se ven muchos clientes y a lo mejor vuelve pronto.

Siobhan condujo por Seafield Road hasta la rotonda de Portobello, giró a la derecha hacia Inchview Terrace y de nuevo a la derecha en Craigentinny Avenue. Aquella era una zona de calles residenciales tranquilas y en casi todas ellas sus moradores dormían, porque no se veían luces.

—Me gusta ir en coche a esta hora —dijo Rebus en tono familiar.

—Las calles cambian radicalmente cuando no hay tráfico, y se va mucho más tranquilo —dijo la señora Jardine.

—Y es más fácil localizar a los malhechores —añadió Rebus.

Tras su comentario se hizo el silencio en el asiento de atrás hasta que entraron de nuevo en Leith.

—Ahí está —dijo John Jardine.

Delgada, con pelo moreno corto que el viento azotaba sobre sus ojos, la muchacha llevaba botas hasta las rodillas, minifalda negra y una cazadora tejana abrochada. Tenía el rostro pálido, sin maquillaje, e incluso de lejos se advertían en sus piernas unas magulladuras.

—¿La conoces? —preguntó Siobhan.

Rebus negó con la cabeza.

—Parece nueva en la plaza, no como esa otra —añadió refiriéndose a una mujer que acababan de rebasar—. Está a menos de seis metros y ni le habla.

Siobhan asintió con la cabeza. A falta de otra cosa, las chicas que hacían la calle solían ser solidarias entre sí, pero aquellas no. Indicio de que la mayor consideraba que la nueva había invadido su territorio. Después de unos metros, Siobhan dio la vuelta en redondo y continuó despacio pegada al bordillo. Rebus bajó la ventanilla y la prostituta se acercó, recelosa al ver a tanta gente en el coche.

—Yo no hago grupos —dijo—. Dios, ustedes otra vez —añadió, tratando de alejarse al ver las caras del asiento de atrás.

Pero Rebus bajó y la agarró del brazo obligándola a darse la vuelta y mostrándole su identificación de policía.

—Departamento de Investigación Criminal —dijo—. ¿Cómo te llamas?

—Cheyanne. ¿Por qué? —respondió ella levantando la barbilla haciéndose la dura.

—Y ese es tu rollo, ¿no? —dijo Rebus poco convencido—. ¿Cuánto tiempo llevas en Edimburgo?

—Bastante.

—¿Ese acento tuyo es de Brummie?

—¿A usted qué le importa?

—Podría importarme. Para empezar habría que comprobar tu edad...

—¡Tengo dieciocho años!

—Lo que implica —prosiguió Rebus, como si la chica no hubiera dicho nada— verificar tu certificado de nacimiento, lo que requiere hablar con tus padres. —Hizo una pausa—. A menos que nos ayudes. Esos han perdido a su hija —añadió señalando al matrimonio dentro del coche—. Se fue de casa.

—Que tenga suerte —dijo la muchacha enfurruñada.

—Pero a sus padres les preocupa... quizá como te gustaría a ti que hicieran los tuyos. —Se calló para observar su reacción sin que se apercibiera; no parecía que se hubiera drogado, aunque tal vez fuese porque no había ganado lo suficiente para poder hacerlo—. Pero esta noche tienes la suerte —continuó— de poder ayudarles... suponiendo que eso que les dijiste del triángulo púbico no fuese un cuento.

—Yo solo sé que han contratado a algunas.

—¿Dónde en concreto?

—En The Nook. Lo sé porque fui a ver y... Me dijeron que era muy delgada.

Rebus se volvió hacia el asiento trasero del coche. Los Jardine habían bajado el cristal de la ventanilla.

—¿Le enseñaron a Cheyanne la foto de Ishbel? —preguntó.

Alice Jardine asintió con la cabeza y él miró a la muchacha, que ya no prestaba atención y oteaba a derecha e izquierda por si aparecían clientes. La que estaba unos metros más allá fingía concentrarse en su trozo de asfalto.

—¿La conocías? —preguntó Rebus.

—¿A quién? —replicó ella sin mirar.

—A la chica de la foto.

Cheyanne negó con fuerza con la cabeza y se apartó el pelo de los ojos.

—Tu trabajo no es muy agradable, ¿eh? —comentó Rebus.

—De momento me vale —respondió ella metiendo las manos en los estrechos bolsillos de la cazadora.

—¿No puedes decirnos nada más? ¿Algo que pueda ayudar a Ishbel?

La muchacha volvió a menear la cabeza sin dejar de mirar la calle, y dijo:

—Siento lo de antes. No sé qué me hizo echarme a reír... son cosas que pasan.

—¡Cuídate! —gritó John Jardine desde el asiento de atrás.

Su mujer sacó la foto por la ventanilla.

—Si la ves... —dijo ella con voz desmayada.

Cheyanne asintió con la cabeza y cogió la tarjeta de Rebus, quien volvió a subir al coche y cerró la portezuela. Siobhan puso el intermitente y levantó el pie del freno.

—¿Dónde tienen aparcado el coche? —preguntó a los Jardine.

Le indicaron una calle en el extremo opuesto, por lo que volvió a girar en redondo pasando por delante de Cheyanne. Ella ni les miró, al contrario que la otra mujer, que se le acercó para preguntarle qué había ocurrido.

—Tal vez sea el principio de una buena amistad —musitó Rebus cruzando los brazos.

Siobhan miraba por el retrovisor sin hacer caso.

—Allí no se les ocurra ir, ¿entendido? —dijo.

No hubo respuesta.

—Lo mejor será que vayamos el inspector Rebus y yo. Si al inspector le parece bien.

—¿Yo, ir a un club de striptease? —replicó Rebus haciendo pucheros—. Bueno, sargento Clarke, si lo cree necesario...

—Pues iremos mañana —dijo Siobhan—. Antes de que abran —añadió, mirándole y sonriendo.

Callejón Fleshmarket

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