Читать книгу Norah - Irene Lombardero Gestal - Страница 8
ОглавлениеLa noche dio paso al día y los primeros rayos de sol trepaban con velocidad por el otro lado de las montañas. Cuando el sol hizo su aparición, todo el valle pareció cobrar vida. Un gallo trepó hasta el tejado de la casa de Norah y cantó con todas sus fuerzas dándole la bienvenida al nuevo día y, de paso, despertando a Norah, que abrió ligeramente un ojo que volvió a cerrar rápidamente por la excesiva claridad que entraba por la ventana. La hubiese cerrado y corrido la cortina, pero debido al incidente de la noche anterior no lo pudo hacer.
Esperó un momento y volvió a abrir poco a poco los ojos, esta vez con más éxito. Sus pupilas se hicieron pequeñas de golpe y le llevó un momento enfocar la habitación. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz, se incorporó torpemente del suelo y se sentó en el borde de la cama. “Menudo dolor de espalda”, pensó y maldijo el suelo en que había estado durmiendo. Levantó levemente la mirada hasta posarla en la ventana. Recordó lo que había pasado la noche anterior. Ya no había rastro del dolor de cabeza ni de la fatiga, pero aun así, se llevó las manos a la cabeza para comprobar que no hubiera ninguna herida producida por la caída. Al ver que su estado era satisfactorio y no había ninguna brecha, se levantó de la cama y se acercó al tocador que estaba al otro lado de la cama. Abrió el único cajón y sacó de él un lazo con el que se ató el pelo, dejando que su melena rizada le cayera hasta la mitad de la espalda. Se miró al espejo que tenía colgado enfrente y no pudo contener una carcajada que resonó en toda la habitación. Tenía unas ojeras profundas y negras que se hundían en el párpado inferior, debido a no haber dormido en su cama. Le daban un aspecto tétrico, pero aun así seguía siendo preciosa. Sus ojos azules resaltaban aún más sobre las ojeras, que intensificaban su color. Eran de un azul tan intenso como los que viera en su cabeza anoche. Eran de esas miradas que te atraviesan. Se giró y se acercó al baúl que tenía a los pies de la cama y sacó de él un vestido limpio, de color azul haciendo juego con sus ojos. Tras asearse con el agua que estaba dentro de un pequeño barreño y una pastilla de jabón que estaban al lado del tocador, se puso el vestido y se ajustó ligeramente las cintas del corsé dejando notar su estilizada figura. Odiaba esos vestidos, sentirse aprisionada y sin libertad de movimientos. Se volvió a mirar al espejo. No quería salir de la habitación. El día sería brillante pero ella lo sentía el más oscuro. Suspiró profundamente y salió de la habitación.
La ventana del pasillo ya estaba abierta y lo iluminaba todo. Eso significaba que su madre ya estaba despierta. Miró la puerta que tenía enfrente de la suya. Seguía cerrada, como siempre. Hacía años que esa puerta no se abría. Se acercó a las escaleras, las bajó y abrió la puerta que llevaba a la cocina.
Aún no había puesto los dos pies en la cocina cuando una sombra la sobresaltó dándole un abrazo.
— Feliz cumpleaños cariño. – Le dijo su madre mientras la apretaba con fuerza entre sus brazos.
Norah le devolvió el abrazo en señal de agradecimiento y se quedaron así un par de minutos.
— Bueno, ¿qué se siente teniendo dieciocho años? – le preguntó su madre.
— Igual que con diecisiete. – le respondió encogiéndose de hombros con una sonrisa mientras se sentaba en el banco de la cocina.
— Venga Norah... – dijo mientras ponía dos cuencos con leche caliente sobre la mesa.
— Mamá, ya sabes que no pienso irme a ningún lado.
Su madre no quiso meterse más en el tema. Sabía que era duro para su hija. Hacía diez años que habían perdido a su padre y esposo y Norah había abandonado todo interés de ir a la capital y estudiar cartografía e historia y recorrer el mundo. Aquel sueño lo había cultivado con su padre desde que tenía memoria. Su padre le contaba historias maravillosas de guerreros ancestrales y batallas épicas. De paisajes y construcciones solo de describirlas te tomarían por loco. Siempre le había dicho que cruzando las montañas del valle había un mundo nuevo y que junto a él, lo recorrerían y descubrirían. Que era peligroso, pero llegado el momento estaría preparada para él. Todo aquello había quedado en un recuerdo, en una bonita historia.
Terminaron de desayunar y Norah recogió la mesa dispuesta a salir a hacer sus tareas diarias.
— Hija espera. – Y cogió una bolsa que le pasó por el cuello. – Hoy no hay tareas para ti. Llevas dentro comida y merienda. Y esto es para ti también.
Sacó de su bolsillo del delantal un sobre. Parecía antiguo.
— Sé que te enfadarás conmigo por no habértela entregado antes, pero él no hubiera querido. Fue lo último que me dio antes de irse. “Entrégasela a Norah cuando cumpla la mayoría de edad. No antes, no estará preparada.” Esas fueron sus palabras.
— ¡Es imposible! – Gritó Norah con la carta en las manos. Hizo el amago de tirarla al fuego que calentaba una pequeña olla con agua pero su madre le agarró la muñeca con fuerza y se la bajó.
— No hagas una estupidez de la que te arrepentirás después. – le dijo firmemente. – Necesitas estar a solas y leer esta carta. Sabes a donde tienes que ir. Nos vemos a la cena y si tienes preguntas, las responderé encantada.
Dicho esto, le dio un beso en la mejilla y salió por la puerta hacia el exterior de la casa. Norah miró de nuevo la carta, seguía teniendo ganas de quemarla, pero sabía que su madre tenía razón así que la guardó en la bolsa y fue hacia la puerta de la cocina.
Vio a lo lejos dos caballos que pastaban en el campo. Silbó dos veces con fuerza y una mancha negra empezó a acercarse a ella a toda velocidad y aminoró la marcha cuando llegó junto ella.
— Buenos días para ti también Altai.
Le dijo tras un resoplido y dos golpes en el suelo con la pata por parte del caballo. Totalmente negro a excepción de las patas, cuatralbas hasta la mitad de ellas. Robusto y elegante. Lo había criado su padre pero Norah lo había domado. Era un animal precioso. Le dio una manzana que había en un cesto y mientras el animal estaba entretenido se acercó al cobertizo a coger la silla de montar y la cabezada con las riendas. Tras ajustarle todo se subió a él y le susurró al oído “Hoy iremos a ver a papá”. Automáticamente el caballo giró sobre sí mismo y empezó a caminar hacia el campo de donde había venido.
Desde la muerte de su padre, Norah no había visitado su tumba, pero no se le ocurría otro sitio mejor dónde leer la carta. Fue un viaje tranquilo de varias horas. No galoparon en ningún momento, simplemente fueron disfrutando del paisaje. Atravesaron los campos de árboles frutales de los cuales Norah fue cogiendo manzanas, peras y algún melocotón que fue guardando en la bolsa. Luego pasaron por el viñedo donde las uvas empezaban a salir. El sol estaba en lo alto del cielo cuando llegaron a la base de la montaña. Habían dejado atrás todo el verde de los campos y ahora entraban en una zona rocosa. Norah desmontó y acarició el cuello del caballo.
— Vendré pronto. No te preocupes. – Y se adentró por un camino de rocas.
Altai resopló con gesto de aprobación mientras veía que su dueña se alejaba. Una brecha entre dos montañas que formaba un camino rocoso muy estrecho por el que cabían dos personas una al lado de la otra si no eran muy anchas. Era en lugar oscuro, bastante tétrico. Un sitio bastante extraño en el que enterrar a un simple campesino. La humedad era tal que caían pequeños hilos de agua por las paredes de roca, por lo que Norah tenía que tener cuidado de donde ponía los pies para no caer. Debía haber caminado cincuenta metros cuando el sendero terminaba y una pared sin fin subía hacia las montañas. A su izquierda un agujero en la pared con una inscripción en la parte superior le indicaba que había llegado a su destino. “Se valiente, se fuerte, se diferente” ponía. Su padre siempre le había repetido esa frase desde que era pequeña. Norah tragó saliva y se adentró en la gruta.
El camino estaba completamente a oscuras a excepción de una pequeña luz que se vislumbraba al fondo del túnel. Apretó el paso y rápidamente llegó a una sala redonda alumbrada por dos antorchas. Una de ellas estaba casi extinta. Se fijó que había otras dos, pero estaban apagadas. La sala era toda de piedra y en el centro se levantaban tres peldaños con forma de rombo. Dejó la bolsa en el suelo pero antes cogió la carta. Subió los peldaños y vio que en centro del rombo había un círculo de piedra blanca. Como si fuera atraída hacia él, se acercó y se sentó con las piernas cruzadas y abrió la carta. Cerró los ojos y de repente una luz blanca salió de la roca creando un tubo de luz que terminaba en el techo. Norah abrió los ojos y éstos también brillaban con la misma luz. Se había sumido en un trance.
Norah se encontraba de pie en un lugar donde todo era luz blanca. No había nada más allí. Una silueta apareció a lo lejos y a medida que se fue acercando distinguió a su padre. Los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a correr hacia él, pero justo cuando quedaba un metro para llegar algo la detuvo de golpe. Era una pared de agua cristalina que caía como una catarata separándola de su padre. Empapada, quiso atravesarla otra vez para llegar a junto de él, pero fue imposible. El agua empezó a caer con gran fuerza borrando la imagen de su padre. Se separó y el agua volvió a su calma.
— No tenemos mucho tiempo hija. Escúchame.
Norah abrió los ojos como platos al escuchar la voz de su padre.
— ¿Cómo es posible todo esto? Yo...
— Es posible porque eres especial. Yo no tengo tiempo para contarte todo, así que tendrás que preguntarle a tu madre. La carta que te dio no tiene nada escrito, pero era la única manera de que vinieras a verme.
— Papá... – tenía los ojos llenos de lágrimas.
— Shh, Norah. No me interrumpas. Te mentí. Me marché para luchar con el gobernador y evitar así que te encontrara pero ahora que has cumplido dieciocho años ya no te puedo proteger. ¿Recuerdas todas aquellas leyendas e historias que te conté cuando eras pequeña?
— Si... – respondió mientras las lágrimas le caían por las mejillas.
— Pues son ciertas. A partir de ahora sólo podrás fiarte de tu instinto. Recuerda esto, se fuerte, se valiente, se diferente. Te quiero pequeña.
La imagen de su padre se desvaneció y el agua volvió a caer con fuerza. Un agujero se abrió a sus pies y cayó gritando hasta que volvió en sí de golpe. Seguía sentada en aquel círculo y estaba empapada por culpa de aquella catarata. “Ha sido real”, pensó. La carta ya no estaba y la antorcha que antes estaba casi extinta, se había apagado por completo. Se levantó y bajó los escalones despacio. Estaba algo aturdida. Cogió su bolsa y se la volvió a colgar a modo bandolera. Salió corriendo de aquel lugar y siguió corriendo hasta llegar a Altai. Lo abrazó con fuerza y empezó a llorar desconsoladamente. No podía ni quería creer nada de todo aquello.
Tras un tiempo abrazando al caballo, miró a su alrededor y vio que el sol empezaba a estar bajo. ¿Cuánto tiempo había estado dentro de la cueva? Para ella habían sido unos minutos, pero no había sido así. Montó en Altai y lo dirigió de vuelta a casa con la misma tranquilidad con la que habían ido. No sabía si quería llegar. Su vida hasta hoy había sido una mentira, o eso le había dicho su padre en la visión. ¿Qué historia le esperaba al llegar a casa? Cuando era pequeña, su madre siempre le cantaba canciones acerca de profecías y relatos de héroes antiguos. A lo mejor también eran ciertas. El rugido de las tripas la distrajo de sus pensamientos. El sol ya había caído y no se había dado cuenta. Cogió una manzana y un poco de pan y lo fue comiendo mientras proseguían el camino.
A lo lejos ya se veía su casa. La luna la dibujaba con haces blancos que hacían que pareciera estar encantada. No había ninguna luz dentro salvo un pequeño destello anaranjado que salía de la ventana de la cocina. Norah desvió al caballo por un pequeño sendero que iba hacia la parte de atrás de la casa donde estaba el establo. Desmontó a Altai y abrió la puerta. Todos los animales dormían. El caballo que estaba con Altai por la mañana levantó la cabeza en su cuadra.
— Buenas noches Ytana. – dijo en bajo Norah.
La yegua pareció molesta por haberla despertado. Resopló y se dio la vuelta para volver a dormir. Norah sonrió y le quitó el bocado a Altai, que se acercó a beber agua al abrevadero que había al lado de su cuadra. La chica aprovechó para quitarle la silla que apoyó en un tronco y colgó el bocado al lado. Cuando el caballo sació su sed entró en su cuadra y espero a Norah, que estaba cerrando la puerta del establo. Luego se acercó a Altai y lo acarició. Cerró su puerta y subió las escaleras hacia la casa. Estaba agotada.
Entró despacio en la casa y vio a su madre dormida en el banco de la cocina. La despertó con suavidad.
— Norah has llegado.– Le dijo acariciándole la cara.
— Vamos mamá. – la ayudó a incorporarse y a subir las escaleras.
Al llegar a la planta de arriba la soltó. Su madre iba somnolienta pero antes de entrar en su habitación dijo:
— ¿Sabes? Hoy los ojos te brillan igual que los de tu padre. – Y entró en la habitación.
Norah no contestó. Se limitó a mirar como su madre desaparecía en su habitación y cuando cerró la puerta, ella entró en la suya. Arrimó las contraventanas y se tiró encima de la cama. Pensando en todo lo que había pasado desde la noche anterior se quedó dormida.