Читать книгу Querencias - Irma Beatriz Meza - Страница 15

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Un solo puño

Una bandada de gorriones se esparce con bullicio de niños alborotados.

En el patio de tierra de la casa, dos álamos altísimos y equidistantes vigilan.

La anciana se levanta de su cama arrastrando su húmedo letargo, envolviéndose en la polvareda de su pesado caminar y da un quedo carraspeo para que el hijo tan enajenado, detenga la lucha que repetitivamente realiza con cara hosca y terminante.

El hombre, como atendiendo a ciegas la orden maternal, se sienta en la soledad de su cansancio, mientras el supuesto rival se aparta de sus sombras. Basílico Basualdo había regresado a su hogar después de vivir la experiencia singular.

Naturaleza amanecida con pureza de lirios había sido este niño. El lucero del amanecer guiaba sus pasos de semi sonámbulo. Iba dispuesto a enfrentar la rutina que cumplía sin cuestionamientos. Tierras labradas. Surcos abiertos. Cielo llano. Claridad. Monotonía y silencio. Todo era posibilidad. Mundo sencillo y sin locuacidad.

Las siestas incandescentes lo aletargaban. Las sombras de los eucaliptos mecían la desnudez de su cuerpo y de su alma.

El ocaso, un silbido quedo de esperanzas desbordadas.

El sacerdote que llegaba de tanto en tanto a ese paraje inhóspito y olvidado sugirió un destino para él.

Antes de dar su consentimiento, Rogelia apropiándose del sol que alumbraba sus días con sus noches, fue dando pasos inseguros llenos de interrogantes. Él era su unigénito que había venido en edad tardía. –Será un fiel servidor- prometía el cura. El Todopoderoso lo necesita.

Ella accedió. Después de todo era una mujer creyente.

Alambrados que cercaban interminables latitudes vieron partir un día a ese jovencito revestido de la humildad propia de la gente no contaminada.

El Ministro del Señor no se había equivocado. El seminarista absorbe los torrentes de sabiduría. La piedad fuertemente se apodera de él. Multiplica sacrificios. Va restando horas al descanso. El ayuno impuesto voluntariamente comienza a hacer estragos en su organismo. Una obsesión mística lo invade. Una urgencia inexplicable de santificación lo transforma. El muchacho manso y humilde va adquiriendo una fuerza interior patológica. Una personalidad desconocida hace quebrantar su salud.

La última noche que lo vio con sotana, la madre intuyó la mala elección que lo estaba trastornando. Él llegó a la casa con semblante exhausto. Vació de un sacudón la endeble mesa y, buscando la oscuridad oscura, bien del fondo, armó el altar. Parecía vigilando. Extasiado. Mientras hojeaba los libros indescifrables bajo la tenue luz de la vela consumida.

“Es noche y noche oscura. El alma busca y encuentra una ausencia, o una presencia en la que duele la ausencia, una conciencia en la que está presente el dolor: La plenitud que sustrae. El misterio no conoce llegada, sólo búsqueda: todo partida. En el silencio del hombre el Dios reza, en la oración se escucha”

Rogelia también parecía vigilante. Al hijo ya lo iba desconociendo.

Escuchó los ruidos. Lo vio flagelarse con saña y rebeldía. Con angustia de mujer dolida, iba mirando los quesitos de cabra preparados con afán, los mismos que otrora fueran la delicia del lastimero hoy, se negó a probarlos.

Basilico está de nuevo en el convento. Con el Rector Mayor se confiesa.

Como Padre e Hijo dan vuelco de cáliz y de patena. Ambos saben que a los votos definitivos no los podrá enfrentar por la psicalgia que lo viene sometiendo. El tormento no está del todo asumido. Pero en esa confesión tan prolongada se define el futuro del seminarista.

Nuevamente latitudes lo devuelven. Del muchachito ingenuo no se acuerdan. Son dos los que vuelven a la casa. Son dos: hombre y dolor. Hombre y dolor en pugna viajan al desolado lugar donde el martirio no se escapa.

Allí está Basilico, en ese sitio donde dos álamos altísimos y equidistantes vigilan.

“Porque el acto místico, deseo del deseo, siempre otredad, es eso: nada. Una nada que despoja de todo”.

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