Читать книгу Doce viajes a Goumbou - Isidro Ávila Montoro - Страница 13

Día 5

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Pronto cantaron los gallos, los burros, el imán… ¡Todos arriba!

Algunos nos acercamos a ver la tortuga, que seguía sujeta al coche, y… ¡Sorpresa! ¡Había movido el coche casi un metro! Debía de tener una fuerza excepcional.

Desayuno rápido y partimos cada uno a su menester. «¡Hasta luego, que tengáis buen día!».

Seguía el CSCOM lleno de gente a rebosar. Parecía que se había corrido la voz y habían venido desde otras aldeas en carros o andando, algunos desde lugares situados a decenas de kilómetros de Goumbou. Aquello no tenía fin… Sería otro día largo y difícil para nuestros compañeros sanitarios.

Los agrónomos siguieron su ruta prevista y nuestro grupo marchó hacia las escuelas locales. La primera escuela que vimos era solo de niños pequeños y había sido construida con adobe, palos y hojas de palmera para el techo, con una abertura en cada lateral y una superficie estimada de unos veinte o veinticinco metros cuadrados. En ella había cinco o seis bancos viejos de madera y una pizarra pequeña en la pared. El maestro nos dio la bienvenida, instando a los alumnos a que hiciesen lo mismo, poniéndose de pie. En ese momento Toni se vino abajo y empezó a llorar. Tenía una hija pequeña y costó consolarlo; incluso nos contagió y no pudimos contener las lágrimas. Se hacía duro ver las caras de los niños, extrañados y con una sonrisa triste a la vez que contentos. Instintivamente hacíamos la comparación con nuestros hijos: no tenían ningún material escolar, salvo unas pequeñas pizarras de mano y pizarrines para escribir, que a algunos nos volvieron a recordar la niñez. Nos despedimos del maestro, que agradeció nuestro interés y nos pidió material escolar para los niños y para que él pudiera impartir las clases con una mayor atención por los pequeños.

Nos dijeron que había dos o tres escuelas con las mismas características, por lo que nos dirigimos hasta la más grande del pueblo. Tenía dos aulas a un lado y tres a otro, hechas con ladrillo y cemento, aunque bastante deterioradas. El techo estaba lleno de agujeros y sufría alguna que otra falta de chapas. Había una habitación independiente, hecha de troncos de madera y caña alrededor y en el tejado, que utilizaban los maestros como estancia privada. También contaba el recinto con unas letrinas. En el patio pudimos ver un mástil con la bandera de Malí desgastada y una gran explanada donde los alumnos jugaban al fútbol descalzos con un balón de trapo en la hora del recreo. La capacidad total, entre niños y niñas, podía rondar los trescientos o 350, ya que en cada pupitre se amontonaban unos junto a otros. Las aulas de niños estaban separadas de las destinadas a las niñas y solo el mayor de cada familia tenía «derecho» a escolarización, siendo el número de niñas unas diez veces menor.

Después de pasar toda la mañana entre las escuelas y el ayuntamiento volvimos al campamento para reunirnos con los nuestros y almorzar. Había varios niños y niñas pequeños en el recinto, entre ellos Ronaldinho en la espalda de su madre, y las otras mujeres que nos habían traído la comida. Yolanda se fijó en una chiquilla de cinco o seis años, tímida y muy flaca, de nombre Maya. Era huérfana de madre. Esa tarde el alcalde nos sugirió visitar alguno de los pueblos o aldeas… Ya se vería.

Un breve descanso y partimos hacia el oeste para realizar las primeras visitas. Aprovechando que los coches estaban dentro del campamento, Yolanda le cogió cariño a la pequeña Maya y la montó en el vehículo. Estaba extrañada y un poco asustada; no hablaba ni miraba a nadie, solo agachaba la cabeza y dejaba entrever unas diminutas lágrimas, por lo que de inmediato acudió Djeneba para intentar calmarla y que se sintiera más cómoda entre nosotros. Ya no se separaría de ella en todo el viaje…

Tras unos diez kilómetros y más de media hora de camino polvoriento llegamos hasta Dembassala, donde a las puertas de un edificio azul celeste, estropeado y descolorido, al parecer oficial, nos esperaban el jefe del pueblo y representantes del mismo, que nos recibieron cordialmente y nos invitaron a unos refrescos en el interior. Había un sofá viejo y hundido, donde al sentarte te caías encima del que tenías al lado; y un ventilador que a medida que iba dando vueltas también se mecía con bastante intensidad y daba miedo que nos pudiera caer en la cabeza. Allí debíamos permanecer sentados, atendiendo a las breves explicaciones sobre las necesidades más urgentes y las dificultades que tenían para cultivar por la escasez de lluvia. Insistieron mucho en decirnos que ellos estuvieron presentes en la recepción a nuestra llegada y que estaban muy agradecidos.

Nos sorprendió la poca gente que había en las calles de ese lugar. Las mujeres, niñas y niños pequeños aparecían escondidos detrás de los cercados de caña que tenían algunas casas, como si se hubiesen concentrado para vernos llegar. Bajamos de los coches para saludar y al acercarnos los pequeños corrían asustados. El alcalde nos dijo que muchos de ellos nunca han visto al hombre blanco y podrían sentir miedo. Como de tiempo estábamos muy cortos, quedamos en volver al año siguiente con más tiempo para dedicarlo a planificar todas las necesidades de cada pueblo.

Seguimos unos kilómetros más adelante, hasta una pequeña aldea. Al bajar observamos que en el techo de un coche iba una cabra viva atada, que nos habían regalado por la visita.«Nunca el hombre blanco les había visitado y mucho menos había escuchado sus demandas», nos comentó el alcalde, a quien le sugerimos devolverles la cabra por estar mucho más necesitados. El regidor nos lo dejó claro: «¡Lo considerarían un desprecio!». Aceptamos su explicación.

A pocos kilómetros estaba la aldea de Norbeli, el jefe, y una comitiva nos esperaba en la «casa palabra», donde nos invitaron a pasar, para lo cual debíamos agacharnos, incluso hincar las rodillas, debido a la poca altura del techo. Nos sentamos en las alfombras dispuestas para nosotros en el suelo y nos ofrecieron un cuenco con agua, que aceptamos e hicimos como que bebíamos para no despreciarla. El jefe comenzó su relato de necesidades y añadió las dificultades de las familias cuyos hijos iban a la escuela. Por lo general, eran pocos e iban a Dembassala, a unos dos kilómetros andando; pero otros debían ir a Goumbou y quedarse en casa de algún familiar o amigo cada semana y tenían que trabajar, sin poder ayudar en la suya. Además, debían pagar los gastos de manutención, por lo que se le hacía muy costoso a la familia. Todo el trayecto lo hacían andando y tardaban más de dos horas.

El jefe le dijo algo a su ayudante, que se levantó y al rato volvió con varias bolsas de frutos secos, con los que nos agasajó por nuestra visita. Prometimos volver al año siguiente con más tiempo y estudiar sus necesidades, lo cual nuevamente nos agradecieron.

Aprovechando la poca distancia con otros poblados, nos acercamos hasta el pueblo de Sabougou y la aldea de Tacoutala, ambos de similares características a los anteriores, con las mismas necesidades y problemas para subsistir. En ellos también nos esperaban cada jefe y su comitiva para saludarnos y agradecer el duro viaje que habíamos debido soportar para visitar su pueblo o aldea con el fin de escucharlos y tener en cuenta sus necesidades, lo que agradecían con una humildad sobrecogedora. Nos costaba ser conscientes de lo que para ellos suponía esta atención que les prestábamos. ¡De nuevo otra cabra, aún más grande, y unas gallinas!

Volvimos para Goumbou antes de que se hiciera de noche a fin de evitar posibles problemas en los vehículos debido al pésimo estado del camino. Al poco de echar a andar alguien comentó que nos íbamos a encontrar con una tormenta de arena, lo que en breve comprobamos dada la fuerza del viento, que arrastraba la arena contra los coches. Tuvimos que parar hasta que la tormenta se alejase porque no se veía el camino e incluso podría dañar los cristales de algún coche y nos crearía problemas para la vuelta. Así que cada chófer colocó su vehículo en posición favorable al viento y nos pusimos a esperar a que pasase cuanto antes.

Unos treinta minutos y la tormenta ya había pasado. Seguimos la ruta y de nuevo, cuando estábamos llegando, decidimos acercarnos al CSCOM para comprobar si había disminuido el número de gente o si habían terminado… ¡No era posible! Cada vez había más gente; decían que algunos habían venido desde Nara, en carros o andando, y que esperarían todo el tiempo necesario para que les atendieran los médicos blancos. Como ya estaba anocheciendo, les convencimos para que se volvieran al campamento. Mañana sería otro día. Al llegar, los guardias nos abrieron la puerta y conforme entramos nos señalaron con la mano. Detrás de las letrinas había otra cabra. Ya nos enteraríamos por qué.

Llegó la noche y todo fue rutinario:la cena, la ducha, el briefing… ¡Buenas noches!

Doce viajes a Goumbou

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