Читать книгу Teoría de la retaguardia - Iván de la Nuez - Страница 11
Оглавление¿PLATAFORMA?, ¿QUÉ PLATAFORMA?
Una teoría de la retaguardia no desconoce que artistas como Duchamp o Beuys lo dieron todo –o casi todo– para quebrar ese muro entre el arte y la vida. Pero tampoco puede ignorar que esta no ha sido una batalla exclusiva de los vanguardistas. Un decadente como Oscar Wilde avanzó lo suyo en amalgamar los dos mundos; y pocos como él han pagado tan caro esta fusión.
No hablemos ya de Gilbert K. Chesterton, quien consiguió –ironía mediante– una parábola sobre el arte como anarquía en El hombre que fue jueves. (Hay que recomendar esta novela a las actuales agencias del arte político que pululan por todo el mundo.)
A una teoría de la retaguardia tampoco se le puede escapar la siguiente coincidencia: que una reafirmación tan enfática del arte político como la Documenta de Kassel y un ataque tan feroz al arte que se congrega allí, como el que suele esgrimir el novelista francés Michel Houellebecq, escogieran la misma figura para nombrar sus antitéticos alegatos: Plataforma.
Esto ocurrió en 2008. Y esa similitud nominal entre una política de izquierdas y una cínica de derechas nos lleva a considerar las cosas de otra manera. Bien miradas, las plataformas que más nos convengan puede que no sean las que aluden a su aserción como “programa”, “agenda” o “estrategia”, sino aquellas que indican su sentido físico: el de unas balsas concretas capaces de ofrecer resuello a los supervivientes. A los que se han movido entre la diferenciación zoológica del multiculturalismo (cada bestia en su jaula) y la disolución absoluta del estándar global (todas las bestias en la misma jaula siempre que pierdan su singular fiereza). O a los que se han sacudido de encima el socialismo real y les ha venido encima el capitalismo irreal mientras se mantienen a flote sin muchas alforjas.
En esta encrucijada, solo se puede transmitir conocimiento o emoción estética a costa de poner en peligro la propia condición de artista. Y si, de Hegel a Agamben, ese artista ya se percibía como un “hombre sin contenido” porque explayaba su encomienda “más allá” del propio arte, tendríamos que renovar nuestra batería de preguntas.
¿Estamos ante un arte suicida? Si así fuera, ¿no habrá, en este despojo, un acto desesperado de “dar lo que no se tiene”? ¿No consistía precisamente en eso –en dar lo que no se tiene– el amor para Lacan? ¿Y esto no indicaría el éxtasis de un arte, con ínfulas conceptualistas, que a final resulta candorosamente romántico?
Después de abismarse a otros mundos –la política, los media, la tecnología, la iconografía o la literatura– el arte ha ido dejando por ahí sus retazos. Por eso se comporta como un monstruo menguante cada vez que regresa, desvencijado, de su odisea a La Institución y a su abanico de prestigios.
Esta diferencia entre una ida pletórica y una vuelta rebajada hace poco creíbles muchas propuestas del Arte Contemporáneo, pues la clave no está en que este pueda desbordarse, “más allá de sí mismo”, sino en que no sea capaz de llevar hasta el último puerto el reto que plantea su expansión.
Lo reprochable no es, como dicen los conservadores, aventurarse hasta quedar fuera de sí, sino no convertir esta apuesta en la medida de su futuro.