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EL EDIFICIO DE ADMISIONES DE POLUNSKY es bajo y gris. Parece un bloque de niebla muy concentrada, y lo encuentro adecuado porque mi mente tampoco puede deshacerse de la neblina.

Ayer me pasé la noche buscando los medicamentos de mi madre y después me quedé despierta hasta tarde para conseguir que me prometiera que se los iba a tomar. Me preguntó una y otra vez si aún tenía pensado venir a ver a mi padre y si estaba segura de que no quería esperar hasta que encontráramos un momento en que ella pudiera acompañarme. Me sorprendió que me lo preguntara porque ambas sabemos que eso nunca sucederá. Cuando le aseguré por quinta vez que estaría bien viniendo sola, me pareció que se quedaba convencida. Tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no cerrar de un portazo cuando me pidió que le dijera a mi padre que se encuentra bien.

No creo que esta vez esa parte de conversación nos lleve mucho tiempo, porque no voy a mentirle.

«No estamos muy bien, papá. No estamos muy bien.»

Cuando saludo a Nancy y paso por el control de seguridad, se me hace evidente que tanto ella como los demás funcionarios del despacho de admisiones saben lo que pasó en la apelación. Me lanzan miradas consoladoras y nadie intenta hacerme reír ni bromea conmigo como suelen hacer.

Cojo mis cosas en cuanto Nancy termina de cachearme, quiero salir de este despacho que, de pronto, parece el escenario de un funeral.

—Nos vemos la semana que viene, Riley —se despide.

Cuando me vuelvo para dirigirme hacia la recepción a retirar la placa de visitante, escucho que añade un lo siento.

Le hago un gesto de agradecimiento. Mi mente viene y va entre el pánico y una resignación paralizante, como me ocurre desde la audiencia de apelación de ayer. Mi cuerpo sigue funcionando y continúa con la rutina habitual mientras yo trato desesperadamente de fingir que nada ha cambiado.

En la pequeña sala de visitas está todo en calma, como siempre, lo único que no quiero hoy es quedarme sola con mis pensamientos. El reloj de pared marca los segundos y trato de no escucharlo. No dejo de pensar en el número de horas que hay en cuatro semanas, en veintiocho días... Veintisiete hoy.

Cuando mi mente me da la respuesta correcta al problema matemático, se me cae el alma a los pies. Veintisiete días son seiscientas cuarenta y ocho horas.

Niego con la cabeza. No, son menos que eso, en realidad. Ya no son veintisiete días completos. Hay que descontar cada hora que pasa. Dos horas por visita, y me quedan cuatro visitas incluyendo esta. Si son dos por visita... ¿Me quedan ocho horas en total?

Me quedan ocho horas con mi padre antes de que el estado de Texas lo ejecute por unos crímenes que no cometió. Ocho horas antes de que me lo quiten como me lo quitaron cuando yo tenía seis años... Excepto porque esta vez lo perderé para siempre.

Que le den a Texas. Odio Texas.

Así que me niego a volver a pensar en el tiempo que me queda. No sirve para nada. Pensaré en las únicas opciones que tenemos: el recurso de avocación y la solicitud de clemencia. No importa lo que haya dicho la jueza, todavía existe la posibilidad de que la Corte Suprema decida suspender la ejecución y revisar el caso. Y si la Corte Suprema se niega, entonces nuestra única esperanza será pedir clemencia al gobernador. Y que un gobernador otorgue una suspensión de ejecución es algo casi sin precedentes en Texas. Necesitamos un plan ya... y uno bueno.

Estoy de pie en la sala y me muevo de un lado a otro junto a la mesa. Cuando llega mi padre, me estoy mordiendo las uñas como si no tuviera nada más para comer, a pesar de que estoy caminando junto a unas máquinas expendedoras bien abastecidas.

—Hola, Ri —me saluda cuando el oficial lo trae.

Lo abrazo muy fuerte, y en cuanto nos sentamos lo miro con atención, sin saber por dónde empezar.

—¿Cómo está mamá?

La visita empieza como siempre, pero siento que estoy hablando con el fantasma de mi padre en lugar de con el real. El brillo de su mirada ha desaparecido y lo veo completamente exhausto. Incluso parece que ha perdido peso desde ayer.

—Bien. Me ha pedido que te dijera que no te preocupes por ella —esbozo la sonrisa valiente que tengo esculpida permanentemente en la cara cada vez que vengo a verlo.

—Sin mentiras, Riley, ¿recuerdas?

Mi padre se acerca y me aparta con cuidado uno de los mechones que se me ha escapado de la coleta.

—No ahora. No a mí —añade.

Cojo el mechón rebelde y lo coloco en su lugar.

—Hablemos de cuál es el plan, entonces —digo cambiando de tema.

Mi padre suspira tan hondo que parece que el suspiro parta de sus pies. Abre la boca para decir algo, pero de repente escuchamos un golpecito y la puerta se abre enseguida. En el corredor de la muerte no existe la intimidad.

Un agente mayor al que no conozco se aleja de la puerta para dejar pasar a Stacia. La exayudante de mi padre viene al menos una vez por semana en representación del resto del equipo para discutir sobre las apelaciones y las opciones. Suele venir a principios, por eso hace tiempo que no coincido aquí con ella.

Su cara, que es muy pálida, contrasta con su pelo, rubio oscuro, que hoy luce más encrespado de lo normal. Durante el último año, sus mejillas se han hundido un poco. Parece que luchar por alguien detenido en Polunsky deja marca.

Titubea cuando me ve, pero la vacilación dura solo un instante.

—Lo siento, David, he olvidado que hoy es el día que Riley viene a verte.

Stacia es extremadamente tímida y un poco retraída, pero muy leal, que es lo único que importa. Pasa el peso de un pie al otro y mantiene los ojos clavados en el suelo. Se la ve aún más incómoda de lo normal, que es decir mucho en su caso.

—No te preocupes. Tampoco me queda mucho tiempo para organizarme mejor con las visitas.

Mi padre le sonríe, pero la tristeza y el miedo que esconde esa sonrisa me cortan la respiración. Nunca lo había oído hablar así. Siempre está lleno de esperanza. Nunca menciona el final o el tiempo que le queda. Verlo de esa manera me asusta muchísimo más que todo lo que dijo ayer la jueza en la sala de audiencias.

Siento un sudor frío en la espalda, y mi ritmo cardíaco se acelera.

—Te pido disculpas por tener que interrumpirte con esto, pero...

Stacia levanta una mano hacia mi padre y veo que sujeta un sobre blanco. Lo sostiene con tanta fuerza que cada uno de sus dedos ha dejado una marca profunda en el papel. Me mira.

—A los dos.

Mi padre se estira para coger la carta. Descubro en el sobre la dirección con las palabras «Corte Suprema de Estados Unidos», y todo se ralentiza mientras lo abre.

No estaba previsto que nos enteráramos de la resolución del recurso de avocación hoy.

Es nuestra última oportunidad.

Y ahora que sé que todas las respuestas están en ese sobre, de pronto espero que pase algo drástico y que no podamos leer lo que contiene. Ojalá se produzca un simulacro de incendio, caiga un meteorito, llegue el fin del mundo... lo que sea con tal de no enterarnos de la respuesta.

Lo que sea con tal de conservar nuestro último rayito de esperanza, porque yo no estoy lista para perderlo.

El papel que mi padre extrae del sobre no es grueso, e incluso desde el otro lado de la mesa puedo leer la palabra denegado impresa en unas atemorizantes letras en negrita.

Esa palabra elimina una de nuestras dos últimas opciones, y siento como si alguien me acabara de arrancar la pierna derecha. Es doloroso. Me deja completamente desequilibrada.

Mi padre lee el papel despacio. Luego lo dobla, lo introduce de nuevo en el sobre y se lo devuelve a Stacia.

—Gracias... por todo.

Ella se aferra al sobre con ambas manos. Tiene los ojos llenos de lágrimas, pero parece que no sabe qué decir.

Mi padre le ahorra el mal trago.

—Ahora me gustaría continuar con la visita de Riley, pero muchas gracias por venir.

Las palabras son amables, pero su tono de voz es cansino y ligeramente despectivo.

—Por supuesto.

Stacia baja la vista, se dirige hacia la puerta y la golpea. Parece que cree que le ha fallado, y yo siento la enfermiza esperanza de que quizá haya sido así. Ha estado ayudando con el caso. ¿Se habrá equivocado en algo? De ser así, tendríamos la posibilidad de solicitar otra apelación, y yo daría casi cualquier cosa por tener esa posibilidad ahora.

Cierro los ojos, enfadada por lo que acabo de pensar. Stacia se preocupa por mi padre. Sinceramente, no quiero que se haya equivocado. Ella nunca se lo perdonaría.

—Volveré el lunes —murmura cuando el agente le abre la puerta.

Y luego se escabulle sin esperar respuesta.

Mi padre se queda en silencio mirando fijamente la mesa mientras la puerta se cierra, y yo me pregunto si ha olvidado que estoy aquí.

Me trago el miedo y la preocupación que amenazan con cerrarme la garganta, y hago un esfuerzo por sonar segura.

—Bueno, supongo que el plan que quería montar se acaba de volver más importante.

—No vamos a planear nada, Riley.

Mi padre cierra los ojos y descansa la cabeza en el pecho por un instante. Lo veo hecho polvo. Siempre ha sido un hombre apuesto, pero, últimamente, todo lo sucedido le está pasando factura.

Cuando abre los ojos, han pasado de no tener expresión a estar casi vacíos. Se me encoje el corazón solo de verlos. Las pocas esperanzas que tenía después de la audiencia de ayer lo acaban de abandonar ahora mismo frente a mí.

Ese pensamiento me aterroriza, así que sigo adelante. Las palabras se derraman de mi boca unas sobre otras apresuradas por escapar.

—Creo que tal vez deberíamos organizar algún tipo de campaña, ¿sabes? Ver si podemos conseguir que se involucre gente, quizá de otros estados. Que escriban al gobernador con nosotros y soliciten una suspensión. Creo que fuera de Texas la gente está más predispuesta a...

—Riley —mi padre intenta interrumpirme, pero no lo dejo.

—Porque aquí las ejecuciones son demasiado frecuentes, y nosotros estamos acostumbrados. Además, yo me pregunto, ¿existe alguna posibilidad de que tu equipo de abogados se haya equivocado en algo?

—Necesito que me escuches...

Mi padre frunce el ceño y se inclina hacia mí, así que yo me aparto hacia atrás.

Por primera vez, no me importa que se enfade. Que se frustre. Puedo manejarlo. Lo que me asusta es percibir la derrota total en su voz.

—Hay mucha gente que te escribe desde otros países. Sé que son desconocidos, y que unos cuantos estarán completamente locos, pero parecen fascinados con tu historia y afirman que están de tu lado. El alcaide Zonnberg me lo dijo.

Me inclino hacia delante de golpe y me pregunto si estoy parpadeando porque siento que los ojos me empiezan a arder.

—Podemos pedirles a ellos también que escriban y creo que muchos...

—¡Basta, Riley! —me grita mi padre.

El agente que espera en el pasillo golpea la puerta con el puño y mira a través del ventanuco para asegurarse de que estoy bien.

Cuando le indico con la mano que sí, se relaja. Observo con detenimiento a mi padre. Nunca me ha levantado la voz, jamás. No sé cómo reaccionar ni qué decir, así que me cruzo de brazos y espero.

—Creo que esto ya no es bueno para ti... y está claro que no es saludable para tu madre.

No puedo evitar soltar una carcajada burlona.

—Papá, esto nunca ha sido bueno para nosotras.

—Y espero que algún día puedas perdonarme por ello.

Su expresión se endurece y me arrepiento de inmediato de lo que he dicho.

—Lo siento, pa...

Pero no me deja seguir hablando.

—Necesito decir esto mientras tenga la valentía para hacerlo, así que, por favor, no me interrumpas.

No levanta la voz, pero se inclina hacia mí, me coge una mano con fuerza y me mira con tanta intensidad que no me atrevo a apartar la vista.

—Tu madre lo está pasando mal, pero no lo admite. Y nos guste o no, se me está acabando el tiempo con rapidez. Tú eres mejor, más fuerte y más inteligente de lo que jamás hubiera imaginado, y aunque odio tener que hacerlo, me veo obligado a confiar en ti en lugar de en mamá. Y me sentiré mal siempre por ello.

Inspira profunda y temblorosamente sin dejar de mirarme. Y luego sigue hablando en un susurro que solo yo puedo oír.

—Riley, he mentido. Es hora de que sepas la verdad. No tiene sentido seguir peleando esta batalla. Soy culpable y seré castigado por lo que he hecho.

El tiempo se detiene unos instantes, segundos, quizá minutos. Espero el final de esta broma de mal gusto, pero no llega. No entiendo lo que me está diciendo. Niego con la cabeza, esperando que algo tenga sentido o, de repente, entender por qué me está diciendo algo así. Se me para el corazón, y la sangre se me congela en las venas.

Mi padre continúa, como si no supiera perfectamente bien que mi mundo se está viniendo abajo.

—Te lo digo ahora para que puedas, de una vez por todas, abandonar esta pelea y seguir con tu vida. Tienes que dejarme ir. Y también tendrás que decidir el momento en que mamá esté lista para enterarse. Lo siento, Riley, pero tal vez tendrás que ser tú quien se lo cuente.

Parpadeo y parpadeo de nuevo. Entonces, un viento espantoso, una especie de aullido y gemido a la vez, me llena la mente. Y aunque él sigue hablando, yo ya no puedo entender lo que me dice. Trato de soltarme de su mano, pero no me deja. No puedo procesar lo que dice. No es verdad. No puede ser verdad. No puede serlo.

Mi corazón se rompe en mil pedazos que aún palpitan, y no debería sorprenderme que no sea capaz de recuperar el aliento. Lo único que tendría sentido es que mi padre esté buscando que deje de esforzarme. Quizá se ha dado por vencido y trata de darme permiso para que yo también lo haga.

Pero no puedo hacerlo. Y se puede ir al infierno solo por el hecho de pedírmelo.

Finalmente, logro arrancar mi mano de la suya y me incorporo. Mis oídos vuelven a funcionar, pero lo único que escucho es mi propia voz gritando «¡no!» una y otra vez: no a quedarme más tiempo aquí, no a lo que me está diciendo. Y no a todo lo que él está intentando convertir en una mentira.

El agente abre la puerta, pero se detiene, sorprendido, cuando ve que soy yo, y no mi padre, la que está causando alboroto.

—¿Riley? —pregunta mi padre, incorporándose también y observándome con cautela como si yo fuera un animal enjaulado, como si fuera un monstruo.

Como el monstruo que él acaba de intentar decirme que es... La ironía me hace sentir náuseas. Doy otro paso atrás. El agente mira a mi padre y luego a mí, y me ofrece la montaña de cartas que mi padre me ha escrito para la semana.

Le vuelvo la espalda sin decir una palabra, paso junto al agente y no toco las cartas. No sé qué pensar ni qué sentir. Solo sé que en este momento no puedo seguir escuchándolo. Cruzo las puertas y me dirijo al patio. Los pies me conducen hasta el coche en un estado de aturdimiento, y me quedó allí de pie. Miro fijamente la puerta mientras en mi mente da vueltas todo lo que mi padre me ha dicho, y trato con desesperación de encontrar algo real, algo verdadero, a lo que aferrarme.

«No soy un asesino, Riley.» ¿Cómo puedo estar segura?

«Soy culpable, y seré castigado por lo que he hecho.» Tampoco sé cómo creerme eso.

Cada intento que hago para entender lo que acaba de pasar me llena de más dudas. Pensaba que era incapaz de mentirme, y ahora sé con certeza que lo ha hecho al menos una vez. ¿Cómo podré distinguir la verdad de la mentira? Ha sido mi persona favorita desde siempre. ¿En quién se ha convertido?

«Nunca haría nada que pudiera heriros a ti o a mamá.» No lo sé.

«Confía en mí.» No lo sé.

«Te quiero, Riley...»

Pateo uno de los neumáticos y siento un dolor agudo en el pie, pero estoy hecha tal desastre que no me importa. Las lágrimas me caen a borbotones mientras el sol de Texas desciende a plomo sobre mi espalda, pero siento tanto frío en mi interior que no sé si alguna vez dejaré de temblar.

Condenado a muerte

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