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ENTRO EN EL EDIFICIO DE ADMINISIONES y me maravilla que huela siempre igual. Ese olor intenso a lejía, que nunca logra tapar el tufo a moho y podredumbre, es muy difícil de olvidar.

Durante más de diez años, he pasado las tardes de todos los viernes, de tres a cinco, en la Unidad Polunsky, a excepción de las dos semanas de diciembre que tardó el alcaide en aprobar mis «visitas humanitarias». Todavía hoy me sigue pareciendo una locura que el alcaide Zonnberg —el mismísimo director del corredor de la muerte— tuviera que dar el visto bueno a que yo fuera a ver a mi propio padre sin que estuviera mi madre presente. Fue un proceso muy engorroso, teniendo en cuenta que en ese momento me quedaban apenas diez meses para cumplir la mayoría de edad. Pero como dice mi madre: «Diecisiete años son diecisiete años, lo mires como lo mires». Por eso, cuando mi madre ya no pudo venir conmigo debido al trabajo, el alcaide me declaró caso humanitario para aprobar mis visitas en solitario. Tengo los papeles y todo. No hay nada como que te pongan una etiqueta para hacerte sentir bien contigo misma.

Para que luego vengan esos adolescentes estúpidos que participan en los realities y se crean que sus problemas con papá son importantes.

Mi madre me ha dado una carta para él, como siempre. Me pregunto qué le habrá escrito, pero no la leo. Es suficiente con que los funcionarios de prisión las examinen al detalle. Que yo también fisgonee sus notas sería tan bien recibido como una mofeta en una fiesta al aire libre.

Casi por inercia, camino hacia la entrada y me empiezo a preparar para cruzar el control de seguridad. Cuando me acerco a registrarme, ya me he quitado los zapatos y el cinturón, y vaciado los bolsillos. Como siempre, he dejado el bolso en el coche y en una única bolsa de plástico con cierre hermético llevo un juego de ajedrez de papel, mi documento de identidad, cambio para las máquinas expendedoras, las llaves del coche y la carta de mi madre. Nada que cause problemas. Tal vez no sea una estudiante de matrícula, pero en el corredor de la muerte soy una visitante modelo.

Mi madre debería comprarse una pegatina para el parachoques con ese lema.

Nancy, la agente que ocupa el mostrador de la entrada, sonríe cuando levanta la vista y me ve registrándome.

—¿Ya estás lista? Seguro que eres la más rápida en el aeropuerto, Riley.

Bajo la cabeza.

—Seguro que sí, si alguna vez decido ir a algún sitio. Me habéis preparado bien.

—¿Nunca has viajado en avión?

—Nunca he salido de Texas.

—¡Dios mío, ¿y eso?! —exclama con expresión sorprendida.

Me pongo una mano en el pecho y sonrío de oreja a oreja.

—Porque me encanta Texas. No soportaría tener que irme.

—A todo el mundo le encanta —dice Nancy asintiendo con una sonrisa y sin captar mi sarcasmo.

Le doy la respuesta que está esperando.

—Por supuesto.

Nancy abre la carta de mi madre y la lee en diagonal. Cuando termina, la guarda en la bolsa y lo pasa todo por la máquina de rayos X. Le entrego mi carnet de conducir para que lo inspeccione como ya ha hecho tantas otras veces.

—Aún no has cumplido los dieciocho, ¿no? —me pregunta.

Se estira para alcanzar la carpeta roja que está detrás de su escritorio, donde sé que guarda mi permiso de visita humanitaria. La montaña de papeleo que tuve que rellenar para conseguir ese permiso está archivada en algún lugar seguro en el despacho del alcaide. Juro que me pareció que el sistema penitenciario se hubiese cargado al hombro la responsabilidad de mantener en funcionamiento la industria papelera.

—No. He decidido que voy a retrasar mi entrada en la edad adulta todo lo humanamente posible.

—Ajá. —Nancy anota algo en la carpeta—. ¿Estáis preparados para la audiencia?

—Sí —respondo tratando de sonar segura y de tragar el miedo que me atenaza la garganta cada vez que pienso en la apelación final de mi padre, que está prevista para la semana siguiente.

—¿Qué día es? —pregunta mientras me hace pasar por el detector de metales y me cachea.

—El jueves.

Me he acostumbrado a charlar con la gente mientras me cachean, pero no por eso me resulta menos incómodo. El truco está en evitar el contacto visual hasta que termina. Miro al frente mientras me pasa las manos por las piernas.

—Bueno, entonces, buena suerte. Nos vemos la semana que viene, Riley —dice Nancy.

Me despido con la mano mientras me dirijo a la recepción para que me den la placa de visitante e inspeccionen aún más la carta de mi madre.

Mi cuerpo continúa con la rutina habitual como si estuviera desconectado de mi cerebro. Atravieso el patio y la puerta rumbo al edificio de administración. No me doy cuenta de que he cruzado la puerta exterior verde y las dos de seguridad de acero hasta que estoy sentada esperando a mi padre en el área designada a las visitas que tienen permitido el contacto físico.

En la sala, apenas más grande que un armario de la limpieza, está todo en calma. Repaso mentalmente los pocos detalles que mi padre me contó sobre la apelación. Su equipo de abogados encontró pruebas de que, en su primer juicio, al menos uno de los miembros del jurado podría haber sido manipulado. En los casi veinte años que mi padre lleva en la cárcel, esta es la primera vez que tenemos la oportunidad de conseguir un nuevo juicio. La apelación de la semana que viene parece bastante prometedora y, por primera vez en mucho tiempo, me cuesta mantener a raya la esperanza.

Es lo que llevamos esperando todo este tiempo: una nueva oportunidad para demostrar que mi padre no es culpable.

No paro de toquetear el sobre que contiene la carta de mi madre. Me lo paso de una mano a la otra. Me estremezco cuando el borde del papel me hace un pequeño corte en la palma, pero el dolor sirve para mantenerme presente en la sala de visitas. Mi mente no debería estar entre rejas. No debería distraerse pensando en lo que debe de estar sucediendo ahora mismo en una celda o en lo que podría pasar el jueves en el tribunal.

Hoy solo es un día de visita más con mi padre, y eso ya es suficiente para que sea especial.

—Hola, Ri —me saluda cuando el agente lo hace pasar.

Lo estudio como cada semana. Y una vez que concluyo que no se ve peor que en la última visita, suelto, temblorosa, una bocanada de aire. Todos los presos de Polunsky están en aislamiento, condición suficiente para volver loco a cualquiera, si ya no lo estabas antes de entrar. Pasar solo tanto tiempo no es bueno para el bienestar de nadie. Ha perdido mucho peso a lo largo de los años, está más delgado y firme. A veces le veo magulladuras que se niega a explicarme. Pero tengo bastante experiencia como para sospechar que se deben a un altercado casual con otro preso cuando lo están trasladando por la prisión... o a los mismos funcionarios. Cuando le quitan las esposas, me abraza muy fuerte, y yo le devuelvo el abrazo como hago siempre en cada visita. Supongo que cuando solo estás autorizada a darle dos abrazos por semana a tu padre nunca sientes que eres demasiado mayor para hacerlo.

El agente carraspea y mi padre se aparta de mí. Caminamos unos pasos para sentarnos a la mesa. Una vez que estamos sentados, el agente cierra la puerta y se queda fuera haciendo guardia. Esto es todo lo que se nos permite. Esto es lo que define nuestra relación en las visitas: un abrazo al principio y otro al final. Cuando me vaya, el agente me dará las cartas que mi padre me ha escrito durante la semana para que me las lleve a casa. Mientras estamos en la sala, debemos mantenernos sentados uno frente al otro. Podemos cogernos de las manos, pero ya casi no lo hacemos. No desde que era niña. Cuando mi madre venía más seguido, mi padre y ella a veces se cogían de las manos. Para mí, ese es el símbolo de su matrimonio, de su amor. No podría quitárselo.

En el último año, mi madre se ha perdido demasiadas visitas y audiencias seguidas, y sé que se echan de menos, pero su trabajo nuevo la absorbe. Desde el verano pasado, es la ayudante ejecutiva del vicepresidente de una empresa financiera. Le pagan bien y tiene el trabajo asegurado, pero siempre y cuando esté a su completa disposición. Desde que la despidieron argumentando que «su presencia provocaba un entorno laboral incómodo» o por «no haber facilitado la información pertinente sobre su situación», a mi madre le importa muchísimo tener el trabajo garantizado.

—¿Cómo está mamá? —pregunta mi padre primero.

Yo sonrío. Polunsky lo ha envejecido, pero no le ha quitado el brillo de los ojos cuando me ve.

—Bien. Me ha pedido que te diga que tiene muchas ganas de verte el jueves.

—¿Vendréis las dos a la audiencia? —Su sonrisa flaquea.

—Sí —respondo, y me preparo para la discusión que sé que se avecina.

—Preferiría que no vinieras, ya lo sabes.

Mi padre se reclina en la silla y se pasa una mano por el pelo, grueso y entrecano.

—Ben puede contarte después lo que pase... —añade.

—Queremos estar allí. Es importante que la familia te apoye durante las apelaciones, para ti y para el juez. Nos los dijo el señor Masters.

Benjamin Masters es el abogado de mi padre, y un viejo amigo de la familia. De pequeña, pensaba que era mi tío. No entendí que no estábamos emparentados hasta que cumplí diez años. Eran socios en el bufete de abogados antes de que mi padre terminara encerrado aquí.

—Es la lógica de los abogados. Lo sé yo y tú también. —Frunce tanto el ceño que parece que le asoman arrugas nuevas a la cara—. Pero yo no estoy pensando como abogado en este momento. Sino como padre, y trato de proteger a mi familia. Odio ver a la prensa rodeándoos a ti y a tu madre como una manada de coyotes que han olido carne fresca. No habéis hecho nada para merecer esto.

—Tú tampoco, papá.

Me estiro y le doy un apretón firme.

—Estamos metidas en esto contigo porque lo hemos elegido —prosigo—. Además, odiaría no estar allí para escuchar las buenas noticias.

Me devuelve una versión desdibujada de mi sonrisa y decido cambiar de tema. Abro la bolsa de plástico y le tiendo la carta de mi madre antes de extraer el juego de ajedrez de papel y colocar las piezas.

—Bueno, pasemos a lo que de verdad importa —digo—. Esta semana he aprendido en YouTube una jugada con la que vas a alucinar.

Mi padre se ríe entre dientes, hace crujir los nudillos y se inclina hacia delante esbozando una sonrisa de oreja a oreja.

—Eso ocurre con todo lo que me dices que encuentras en internet.

Condenado a muerte

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