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ES MARTES Y YA HE LIMPIADO mi habitación cinco veces mientras intento no pensar en la próxima audiencia de mi padre. Que yo recuerde, es la primera vez que casi quiero que haya clases en verano para tener algo con qué distraerme. Pero sé que es un deseo momentáneo y pasajero, ya que la mayor parte del tiempo daría el riñón izquierdo con tal de no tener que volver a ese lugar infernal donde todos —estudiantes y docentes por igual— me miran como si en cualquier instante fuera a transformarme en una asesina.

Sin embargo, cuando digo que necesito una distracción urgente me quedo corta.

Me hundo en el sofá para leer por millonésima vez mi maltratado ejemplar de El conde de Montecristo. La casa está a oscuras, y me gustaría que mi madre estuviera aquí. Me froto los párpados con las puntas de los dedos, y dejo que la tensión de la semana baje por las piernas y se filtre por los pies.

Abro el libro, pero lo abandono tras leer unas pocas páginas. Me encanta la historia, ese no es el problema. Es que la casa está demasiado tranquila. Me resulta apacible, pero a veces siento que se encuentra envuelta en una manta de aprensión. Que está a la espera, como yo. Del próximo día de visita, la próxima fecha de juicio, para leer la próxima carta o, como ahora, la próxima audiencia de apelación, para la que faltan dos días.

Es todo lo que hacemos en mi familia. Esperar.

Y en el silencio, los nervios me ganan la partida. Es como si un enjambre de hormigas rojas se introdujese en tropel bajo la piel. Como si sintiera las patitas arrastrándose, pero no pudiera detenerlas. Me estremezco porque sé que no puedo hacer nada para evitar que me piquen en cualquier momento.

Me froto los brazos para intentar alejar los pensamientos, la sensación. Quisiera tener algo para hacer, cualquier cosa. Dejo de frotarme y me dirijo hacia la escalera.

Se me ocurre una cosa para la que no necesito esperar.

En cuanto llego a mi habitación, saco las tres cartas que me quedan sin leer en la montaña de la semana, cojo la fechada el 31 de mayo y me dejo caer en la cama al tiempo que levanto la solapa del sobre. Mi padre nunca se preocupa por sellar las cartas. Aprendimos hace mucho tiempo que los funcionarios de la prisión abren y leen todas las cartas que él nos da para que nos llevemos a casa, así que no trata de impedirlo. Cojo el papel y lo sujeto con cuidado mientras leo.

Riley:

¡Feliz martes, cariño! Espero que tengas un buen día. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo últimamente. Siempre es bueno verte. No puedo creer que pronto vayas a cumplir dieciocho años. Me parece mal que mi hija crezca tanto sin mí. Cada vez que te veo me parece que eres mayor. No crezcas tan rápido, Ri. Todavía tengo esperanzas de encontrar alguna manera de volver a casa contigo antes de que te independices y empieces a vivir tu vida.

Con todo mi amor,

Papá

La leo de nuevo, sonriendo mientras recuerdo la última visita. La partida de ajedrez estuvo reñida. Casi gano, algo que no he logrado desde que cumplí nueve años y me di cuenta de que me estaba dejando ganar. Le exigí que empezara a jugar en serio y, desde entonces, no me da tregua.

Pero estoy aprendiendo. Mejoro con cada partida, y él lo sabe.

Me dirijo al armario. La parte de abajo está llena de cajas de zapatos apiladas en orden. Cada tanto, empaqueto las cartas viejas y las llevo al desván para hacer sitio a las nuevas. Nunca he intentado llevar la cuenta de cuántas cajas he apilado a lo largo de los años, pero en este momento en el armario tengo veintidós. La caja de más arriba es la única que no está cerrada con una goma elástica grande. Guardo la última carta, y acaricio algunos sobres antes de poner la tapa y devolver la caja a su lugar. Mi madre me ayudó a crear este sistema cuando el juicio de mi padre aún no había terminado. Había empezado a darnos cartas para que nos lleváramos a casa cada vez que lo íbamos a ver: una para cada día de la semana, salvo el de visita.

Tanto mi madre como yo esperábamos que, en algún momento, dejara de escribir o escribiera menos, pero ese momento nunca llegó. Las pilas de cajas de zapatos son tan altas que otra vez están a punto de interferir con la ropa que tengo colgada. Saber que pronto tendré que subir algunas al desván hace que se me forme un nudo de tristeza en lo más profundo del estómago.

Me aterroriza hacerlo. Las cajas contienen fragmentos de mi padre, y Polunsky ya se ha llevado demasiado de él. Me gusta tener las cartas cerca. Quisiera llenar la habitación entera con ellas, pero mi madre no me deja.

Solía pensar que quizá mi madre estaba celosa porque a ella no le escribía una carta para cada día de la semana, pero no me decido a preguntárselo por si le duele hablar del tema. Sé que lo echa tanto de menos como yo, y que los tres hemos sufrido mucho.

Un ruido dispersa mis pensamientos cuando escucho que la puerta se cierra en el piso de abajo.

—Riley, ¿estás en casa? —Es mi madre.

—Sí —respondo mientras cierro el armario.

—¿Puedes venir a ayudarme con la compra, por favor?

—Sí, señora —murmuro.

Y me dirijo a las escaleras. Dejo los pensamientos donde me gustaría poder quedarme yo, encerrados en el armario con las cartas de mi padre.


Mi madre me empuja las manos con un bol de espaguetis hasta que parpadeo y lo cojo. Cuando levanto la vista, resulta evidente que ha estado hablando y que no le he prestado atención.

—Perdona —digo mientras llevo el bol a la mesa y cojo los vasos para llenarlos de leche.

—Estás con la cabeza en las nubes. —Espera a que la mire a los ojos antes de continuar—. ¿Has tenido un buen día?

—Sí, ha estado bien.

—¿Te aburres? ¿Estás segura de que dejar el trabajo ha sido una buena idea? —Su tono de voz indica claramente que cree que debería haber aguantado, pero ya hemos hablado de ello.

La miro a los ojos.

—Trabajar en un lugar como ese no valía la pena.

Me observa. Me doy la vuelta y me sirvo un segundo vaso de leche antes de que siga hablando.

—Ya sé que fue difícil...

—No fue difícil, mamá.

Dejo con fuerza el vaso encima de la mesa, escucho el golpe sordo pero casi no me doy cuenta de que derramo un poco de leche.

—En cuanto se enteró de lo de papá, Carly se lo contó a todo el mundo. Comenzaron a evitarme, y después alguien me dejó esas amenazas en la taquilla y en el coche.

—No es la primera vez que nos pasa, Riley.

Mi madre limpia la leche con una servilleta mientras niega con la cabeza.

—Me dijeron que debía morir como las chicas del caso de papá. —Las palabras se derraman como la leche, sin que pueda detenerlas.

Mi madre me lanza una mirada penetrante y yo cierro la boca. Me quedo en silencio, pero estoy furiosa. Nuestra situación es difícil, sin embargo, la peor parte es cuando me habla como si yo no fuera lo bastante fuerte. Cuando insinúa que soy débil aunque me pase el día peleando para demostrarme a mí misma y al resto del mundo que sí soy fuerte como para lidiar con la situación, con la vida. Que sea ella quien duda de mí es más doloroso que si fuera cualquier otra persona.

—¿Has hecho algo divertido hoy?

Carraspea y levanta la barbilla mientras deja el bol en la mesa y se sienta. Puedo ver en su mirada que ha dado por zanjada la discusión.

—He leído un poco —respondo sabiendo que no estará contenta si se entera de que me he pasado el día sin hacer nada, satisfecha con mi estatus reciente de desempleada.

—¿Sí? ¿El qué? —Sonríe con gravedad, pero su voz suena cálida.

Nunca reconocerá que entiende por qué dejé el trabajo, pero lo entiende. Ahora ella tiene un puesto estable, pero no siempre ha sido así. Y, por lo que cuenta, sé que ha tenido que esforzarse el doble para que la gente valorara sus capacidades en lugar de a su marido.

Como ella siempre dice: «Si te vuelves imprescindible, la gente no podrá deshacerse de ti».

El conde de Montecristo.

Enrollo unos cuantos espaguetis en el tenedor, pero no me los llevo a la boca.

Vuelve a fruncir el ceño.

—¿Otra vez? ¿Un libro sobre un hombre inocente que está en prisión, Riley? ¿No te parece que deberías intentar leer algo diferente?

—Me gusta. —Me encojo de hombros y decido que me toca a mí cambiar de tema—. ¿Vendrás conmigo a la audiencia de apelación del jueves?

Mi madre asiente mientras pincha espaguetis.

—Sí. Quedé con alguien para que me cubriera un par de horas. ¿Te paso a buscar de camino a los tribunales?

—Vale.

Me alivia saber que esta vez no estaré sola. Bajo la mirada y me doy cuenta de que llevo todo el rato dando vueltas a los espaguetis en el bol, pero que no he comido nada. Tengo el estómago hecho un nudo y no por nada relacionado con el hambre.

A lo mejor sacar el tema de la apelación a la hora de la cena no ha sido mi idea más brillante.

Mi madre posa una mano sobre mis dedos para que no me aferre al tenedor con tanta fuerza.

—Pase lo que pase en la audiencia, estaremos bien.

Levanta la cabeza bien alta. Desearía poder contagiarme un poco de su resiliencia a través de la mirada. Como no digo nada, me aprieta la mano.

—¿Me crees, Riley?

Asiento con la cabeza y trato de convencerme de que me lo creo.

—Sí, mamá.

Condenado a muerte

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