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3. La vida interrogada:Historia de la fisiología

No debemos hacer nunca experimentos para confirmar nuestras ideas, sino, sencillamente, para controlarlas.

Claude Bernard, An Introduction to the Study of Experimental Medicine (1865), p. 38

La fisiología es el estudio de las funciones de los seres vivos. Desde un punto de vista médico, se halla tanto en relación como en oposición a la anatomía, que es el estudio de la estructura. El término fisiología deriva del griego y significa estudio de la naturaleza. Galeno y otros científicos lo usaron poco en la Antigüedad. Sin embargo, en tiempos modernos, vino a representar una disciplina independiente dotada de métodos bien acotados. A lo largo de la historia, la fisiología ha tratado de identificar y clasificar las propiedades fundamentales de la vida. Aspira a responder a la pregunta: «¿Qué es la vida?».

En la práctica de analizar la vida, las funciones de los seres vivos siempre se han subdividido en tareas más pequeñas, siendo cada una de ellas un proceso fisiológico en sí mismo. Por ejemplo, la nutrición puede dividirse en alimentación, masticación, deglución, absorción, transporte, crecimiento, reparación y excreción. Del mismo modo, otras funciones —como la locomoción y la reproducción— pueden tratarse como conjuntos de tareas más pequeñas. En distintas permutaciones y combinaciones, esas propiedades han ocupado desde siempre el foco de interés de la fisiología. A veces se les dieron otros nombres o fueron agrupadas en series distintas, pero en prácticamente cada época de la historia las funciones han sido «reificadas» hasta quedar convertidas en objetos o entes concretos.

Cuatro temas recurrentes

Este capítulo abordará cuatro temas; tres de ellos son dicotómicos. El primero concierne a los conceptos de vida: la relación entre mecanicismo y vitalismo. El mecanicismo es la reducción de la vida a un conjunto de fuerzas físicas y químicas; en ocasiones se relaciona con el materialismo, que define todo lo existente como materia tangible. El vitalismo postula, en cambio, que la vida se rige por fuerzas que son exclusivas de los seres vivos y que, además, no pueden reducirse a las leyes físicas. La «fuerza vital» del vitalismo se ha relacionado con frecuencia con los conceptos teológicos de espíritu o alma y sus partidarios han sido a veces personas muy religiosas. Pero la fuerza vital de los fisiólogos no ha de equipararse a los espíritus divinos. Ni el mecanicismo ni el vitalismo permiten resolver todas las lagunas explicativas. Cuando un modo de pensamiento domina, suele producirse un vuelco reactivo hacia el otro a renglón seguido.

El segundo tema trata de los métodos de investigación; concierne a la relación entre teleología y empirismo. El término «teleología», a menudo definido como «la doctrina de las causas primeras [o últimas]», refiere el conocimiento de la finalidad: la razón por la que algo existe u ocurre; ese cuestionamiento conduce al sentido de la vida y a la posible existencia de fuerzas superiores. El «empirismo» alude al conocimiento obtenido a través de la observación «pura» prescindiendo del sesgo teórico de una finalidad superior. Ambos métodos tratan con causas y efectos. Pero la teleología implica una confianza en la posibilidad de conocer la razón o finalidad última de una función dada; por ello, gobierna tanto los experimentos como las conclusiones. Los métodos empíricos, por su parte, se supone que han de ceñirse exclusivamente a los sucesos observables y sus causas inmediatas (e igualmente observables); se esfuerzan en controlar las condiciones y no quieren saber nada de finalidades trascendentes. La teleología era más influyente en la Antigüedad que hoy día; hace unos siglos, fue menospreciada por los científicos, quienes preferían métodos y explicaciones empíricas en el momento en que se estaban sentando los principios para experimentar con la vida. Prácticamente todos los problemas fisiológicos podían reformularse con la pregunta «¿Por qué?». Pero la búsqueda de una finalidad ya no constituye el objetivo expreso de los experimentos científicos. Más bien, el método científico afirma hoy día explorar los «cómo» y restringe los experimentos a la observación de sucesos en entornos naturales o manipulados (véase positivismo más abajo).

El tercer tema es la relación entre especulación y experimentación, que remite directamente a los dos tensiones dicotómicas que acabamos de mencionar. La especulación, a menudo llamada «fisiología de sofá», refiere un estilo de fisiología ejercido hasta tiempos modernos; otorgaba más valor al razonamiento y la observación que a la experimentación. El método experimental es relativamente moderno, pero hace por lo menos dos mil años que se llevan a cabo experimentos de fisiología. Tampoco deberíamos pensar que la especulación no tiene ninguna influencia en la investigación científica actual.

El cuarto y último tema es sociológico: el ascenso de la fisiología como disciplina o profesión independiente. El afán de explicar la vida ha formado parte desde siempre del carácter humano; en la Antigüedad, sin embargo, los fisiólogos eran más bien filósofos. Ya en el siglo xvi los fisiólogos eran anatomistas o quizá doctores. En el siglo xix se fundaron las primeras cátedras y departamentos independientes de fisiología. Hoy día, la fisiología es una disciplina autónoma con institutos, sociedades, revistas, cátedras, departamentos y congresos. Pero es posible que estemos asistiendo a una decadencia de la figura del fisiólogo multiusos a medida que van surgiendo nuevas subespecialidades. La psicología ha invadido la fisiología y es a través de esta ventana por donde retomaré el primer tema de este capítulo: la relación entre vitalismo y mecanicismo.

Panorámica de la historia de la fisiología

A lo largo de buena parte de la historia de la humanidad, la fisiología fue mucho más importante para la medicina que la anatomía. La estructura tenía escasa influencia en la conceptualización de la enfermedad y tampoco era fundamental para explicar el funcionamiento de los cuerpos (véase capítulo 2). Para explicar las funciones vitales, los griegos adoptaron la teoría del equilibrio entre cuatro humores: la bilis negra, la bilis amarilla, la flema y la sangre (véase figura 3.1). Los cuatro humores eran análogos de los cuatro elementos de la «tabla periódica» de los griegos —tierra, aire, fuego y agua— y reunían sus características.


3.1 Esquema que ilustra las propiedades y relaciones de los cuatro humores y los cuatro elementos en la ciencia griega. Mark Howes, Queen’s University.

Podemos hallar la fuerza de esta teoría en las obras de muchos autores antiguos, como Hipócrates o Galeno. Sus raíces tal vez se remonten a una tradición más remota si cabe, dado que los textos ayurvédicos de la antigua India refieren tres humores parecidos: vayu (aire), pitta (bilis) y kapha (flema). Esos tres humores se combinaban con otros nutrientes para formar siete tejidos básicos, uno de los cuales era la sangre (rakta). Sin embargo, nuestra búsqueda de paralelismos puede incurrir en el riesgo de hallar similitudes donde no las hay. El historiador Shigehisa Kuriyama señala que los proyectos griego y chino de sistematizar el cuerpo humano fueron radicalmente distintos, pese a que las observaciones fueron en ambos casos cuidadosas y el saber obtenido igualmente sólido. Kuriyama insiste en el papel de las prioridades culturales en el análisis.

Además de los cuatro humores, los antiguos griegos también concibieron una fuerza vital (enhormonta o pneuma) que impregnaba y nutría a los seres vivos. Simplificando mucho, la comprensión galénica de la nutrición y la circulación puede resumirse de la siguiente manera: se ingiere alimento que es asimilado y luego transformado por el hígado en sangre gracias a un espíritu natural (pneuma physicon). De ahí pasa al pulmón, donde la sangre es imbuida de aire o espíritu vital (pneuma zoticon). Luego mana del corazón, a través de arterias y venas, hasta regar todos los órganos, incluido el cerebro, que añade el espíritu psíquico (pneuma psychicon), la fuente de todo movimiento. La salud del individuo depende del equilibrio de esos humores y de la potencia de sus fuerzas vitales (véase figura 3.2).


3.2 Esquema de la fisiología de Galeno. Mark Howes, Queen’s University.

Galeno imaginó que la sangre manaba constantemente del corazón, como el agua en un canal de riego. Para que la idea funcionara, postuló la existencia de poros en el corazón. Perplejos, algunos comentaristas se preguntan cómo pudo Galeno confundirse tanto con respecto a la anatomía del corazón y la dirección del flujo sanguíneo, pero en su época las disecciones estaban en gran medida prohibidas.

Un experimento mentalCíñete a lo que Galeno sabía y a los métodos de investigación que podía emplear. Luego, trata de refutar su teoría.

Galeno no era un «fisiólogo de sofá». Efectuó numerosos experimentos en animales para averiguar la importancia relativa del cerebro, el corazón, los pulmones y el hígado. El marco teleológico de su pensamiento queda de manifiesto en sus textos, pues imputaba ciertas facultades específicas a cada parte del cuerpo: atractiva, retentiva, alterativa, repulsiva o eliminativa. Los siguientes fragmentos de su tratado Sobre las facultades naturales refieren la descripción de un experimento en el que se ligaban los uréteres y la uretra. En el texto asoman tanto la teleología como el vitalismo.

Así los que son esclavos de las sectas no sólo no saben nada sensato sino que persisten en no aprender. Aunque debieran escuchar la razón por la que un líquido puede entrar en la vejiga a través de los uréteres pero no puede volverse atrás por el mismo camino, y admirar el arte de la naturaleza, no quieren aprender y, más aún, se burlan diciendo que los riñones y muchas otras cosas han sido creadas por ella sin una razón.

Si otorgamos a los riñones una cierta facultad que atraiga esta cualidad, ... no encontraremos ninguna otra causa. Porque es obvio a todos que o es preciso que éstos atraigan la orina o que las venas la envíen, si no se mueve por sí sola. (Sobre las facultades naturales [Madrid: Gredos, 2003], Libro 1, 13, 15, pp. 45-46, 59)

En siglos posteriores, la fisiología de Galeno sedujo a la iglesia cristiana. Sus alusiones a la fuerza vital fueron identificadas con el «alma» y sus formulaciones dogmáticas adquirieron el aura de un texto bíblico. Por consiguiente, las ideas de Galeno fueron repetidas, comentadas y copiadas durante generaciones. Si surgieron dudas, estas no se expresaron hasta los siglos xv y xvi (véase capítulo 2).

El derrocamiento de las teorías galénicas fue paulatino. En algunos casos fue preciso desacreditarlas varias veces antes de destronarlas definitivamente. Por ejemplo, la circulación pulmonar fue descrita por vez primera en la obra del intelectual árabe Ibn an-Nafis de Siria y Egipto. Este refutó a Galeno proclamando que la sangre no circulaba por los poros del tabique cardíaco sino del corazón derecho al izquierdo tras pasar por los pulmones. Su obra no fue conocida en Europa hasta que se tradujo. Trescientos años después, el médico y teólogo español Miguel Servet también describió la circulación pulmonar en un tratado religioso. Reformistas como Calvino lo acusaron de herejía por sus posiciones teológicas y en 1553 fue sentenciado a arder en la hoguera junto con sus libros. La aceptación general de la idea de la circulación pulmonar tardaría setenta años más en llegar.

La aparición del mecanicismo

Pese a la resistencia de la autoridad galénica, los ataques finalmente llegaron por todos los flancos. Los críticos de la obra de Galeno aseguraban que había rechazado terapias efectivas y no había sido capaz de describir dos importantes flagelos de tiempos más recientes: la peste y la sífilis (véase capítulo 7). En 1628, el médico inglés William Harvey publicó su libro On the Motion of the Heart (Sobre el movimiento del corazón), en el que daba cuenta de la circulación de la sangre a través de los pulmones y el cuerpo.

El célebre descubrimiento de Harvey no se debió a la casualidad. Además de sus predecesores Ibn an-Nafis y Servet, varias condiciones previas habían abonado el terreno: unas eran de orden anatómico, otras de naturaleza conceptual. En primer lugar, durante sus estudios en Padua, sus profesores de anatomía, que habían tenido contacto con Vesalio, le habían enseñado la existencia de válvulas en las venas. Gracias a la anatomía, vio que la sangre de las venas fluía hacia el corazón. En segundo lugar, empleando cálculos matemáticos basados en el pulso y el volumen de cada latido, estimó que, si la sangre no circulaba, el hígado tenía que fabricar 1.800 litros de sangre diarios, muchísimo más, a todas luces, de lo que se podía producir a partir de la ingesta media diaria de alimentos. En tercer lugar, el concepto filosófico de los ciclos naturales y las nuevas bombas mecánicas y los coches de bomberos de su tiempo influyeron en su pensamiento. Harvey demostró que el corazón era, también, una bomba.

Según parece, Harvey dudó más de una década antes de decidirse a publicar sus hallazgos, que serían recibidos como una revisión radical de la obra de Galeno. Sus argumentos se apoyaban en observaciones anatómicas y cálculos, para los que empleaba los experimentos a modo de prueba, y parecían situarse en las antípodas de la teorización o especulación propias de la Antigüedad. Por ello, muchos autores citan su libro como el inicio de la fisiología moderna experimental. Con todo, sus numerosos experimentos con animales no hacían más que confirmar sus razonamientos previos. La especulación también tenía su importancia.

Tras los pasos de Harvey, otros científicos se vieron inspirados a buscar explicaciones mecanicistas a las funciones vitales. Una pasión numérica inundó la medicina desde otras disciplinas con el objetivo de encontrar formas más sencillas de describir los procesos. Buen ejemplo de su época, Galileo Galilei, contemporáneo de Harvey, dijo: «Mide todo lo medible y lo que no lo sea, hazlo medible» (K. Rothschuch, History of Physiology, Nueva York, Krieger, 1973, p. 76). Al socaire de este nueva tradición, el italiano Santorio Santorio, quien fue médico en Venecia y Padua, inventó un artefacto pendular para contar las pulsaciones. Para medir la temperatura del cuerpo, diseñó un enorme e incómodo termómetro, complejo precursor de los instrumentos más pequeños que entrarían en la praxis clínica dos centurias más tarde. Pero la más conocida de las invenciones de Santorio fue una silla para medir el equilibrio basal, a la que dedicó muchísimo tiempo, a menudo comiendo y durmiendo sentado en ella. Mediante esmeradas mediciones del peso de las ingestas y las excreciones, Santorio calculó una pérdida media diaria de 1,25 kilos en la forma de «pérdida hídrica insensible».

René Descartes, filósofo y matemático francés del siglo xvii, expresó el talante filosófico del momento: sin negar la existencia de Dios, explicó las funciones corporales según leyes mecánicas. Para explicar la sensación y la reacción, Descartes apeló a unas pequeñas partículas de movimiento vertiginoso («espíritus animales») que viajaban por el interior de los nervios huecos. Los músculos se contraían según principios hidráulicos, hinchados por el influjo de esos espíritus animales. Descartes conocía los textos de Harvey; sin embargo, en su teoría la sangre circulaba no porque fuera bombeada por el corazón, sino porque este la calentaba en su seno hasta producir una expansión que la arrojaba.

Descartes compara el hombre enfermo con un reloj mal construido (a diferencia del hombre sano, que sería un reloj bien hecho)Un hombre enfermo no es menos verdaderamente una criatura de Dios que el hombre sano. ... Y así como un reloj, compuesto de ruedas y contrapesos, no observa menos exactamente las leyes de la naturaleza cuando está mal hecho y da mal las horas, que cuando cumple enteramente los deseos del artífice, así también, ... el cuerpo humano [es] como una máquina construida y compuesta de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, de tal suerte que, aunque ese cuerpo no encerrara espíritu alguno, no dejaría de moverse como lo hace ahora, cuando se mueve sin ser dirigido por la voluntad.Descartes, «Meditación sexta» (1641), en Discurso del método y Meditaciones metafísicas (Madrid: Tecnos, 2005), p. 211.

Para Descartes, el calor, y no la fuerza vital, era la principal característica de la vida. Admitía la existencia de un alma creada por Dios, que identificaba con la mente y localizó en la glándula pineal. Esta alma era independiente de las funciones corporales. Los animales estaban vivos, pero no tenían alma. La separación de alma y cuerpo, tal y como fue expresada por Descartes (aunque tuvo predecesores), suele recibir el nombre de «dualismo cartesiano mente-cuerpo». Prescindir de la mente para centrarse en el cuerpo dio como resultado una serie de tratados científicos en los que el cuerpo se representaba en términos mecanicistas. El dualismo mente-cuerpo también suscitó un debate sobre las relaciones entre estructura anatómica, experiencia vital y enfermedad. Los críticos no tardaron en señalar las carencias de dicho dualismo. En muchos aspectos, la controversia sigue abierta a día de hoy, aunque la investigación biomédica la soslaye en gran medida. La medicina basada en esa filosofía recibió el nombre de «yatromecanicismo».

El yatromecanicismo definía y describía la enfermedad sirviéndose de analogías físicas que incluían bombas, palancas, muelles y poleas. Aquellos fisiólogos también repararon en que la química podía simular procesos biológicos como la fermentación, la combustión y la descomposición. Comoquiera que los procesos corporales podían describirse en términos parecidos, el yatromecanicismo se convirtió en un subtipo especializado de la fisiología a inicios de la Edad Moderna. Ya en el siglo xvii, el azufre, el mercurio y la sal habían ampliado los cuatro elementos tradicionales de la tabla periódica de la medicina. Todos aquellos elementos, fueran nuevos o antiguos, tenían presencia en las explicaciones de la vida y la enfermedad.

El yatromecanicista inglés John Mayow, inspirándose en la equivalencia cartesiana entre calor y vida, estudió los seres vivos como unidades de combustión; una vela necesita aire para arder, al igual que los animales necesitan aire para vivir. Sobre un recipiente de agua, colocó una vela encendida que tapó con una campana de cristal. El ascenso del nivel del agua le sirvió para medir el aire consumido. Observó que la vela se apagaba cuando desaparecía en torno a una quinta parte del aire y llegó a la conclusión de que solo una fracción del aire alimentaba la combustión. Repitió el experimento empleando un ratón en vez de una vela y vio que el animal moría cuando se consumía la misma proporción de aire (véase figura 3.3). Una vez más, concluyó que solo una parte del aire era la responsable de sostener la vida. ¿Pero «aire respirable» y «aire combustible» eran lo mismo? Para responder a la pregunta, puso un ratón y una vela en la misma campana. Llama y animal se apagaron más deprisa que estando por separado, pero la fracción de aire consumida no se movió de la quinta parte. El aire «respirable» y el «consumible» eran una y la misma cosa. Hoy sabemos que se trata del oxígeno, que integra en torno a un veinte por ciento del aire. Mayow logró así acercar la vida a la combustión de los objetos inanimados.


3.3 Ratón en una campana. Ilustración extraída de John Mayow, Tractatus duo quorum, 1668. El aire consumido se mide mediante el desplazamiento de la membrana.

A caballo de los siglos xvii y xviii varios fisiólogos reaccionaron ante lo que consideraban un mecanicismo exagerado. Entre ellos, se contaban el alemán Georg Stahl y el médico francés Julien Offray de La Mettrie. Stahl, quien empezó siendo un mecanicista, es el responsable del término «flogisto» para referirse a la porción de aire combustible. Había sido interesante, y hasta útil, sostenía, haber separado el alma del cuerpo. Pero pronto descubrió que dicha separación dificultaba la investigación de ciertos problemas, como, por ejemplo, el movimiento voluntario. Stahl creía que los yatromecanicistas, al concentrarse en la mecánica y la materia, habían dado pábulo a una tendencia que en realidad los alejaba de la vida. ¿Cómo iban a refutar esas seductoras pero simplistas analogías —describir el corazón como una bomba o el calor como fuerza motriz— la existencia de una fuerza vital subyacente que movía el corazón o generaba calor?, se preguntaba Stahl. Los fisiólogos mecanicistas sencillamente obviaban aquellas preguntas.

Stahl volvió a poner en circulación el antiguo concepto de fuerza vital, en términos de un anima gaseosa que se asemejaba a la recién descubierta pero invisible gravedad de Isaac Newton. Según Stahl, un cuerpo sin vida era una sopa química a la que no esperaba otro destino que descomponerse. El anima era la fuerza que le daba vida, aseguraba su organización y su buen estado, y animaba su movimiento. La Europa dieciochesca se dividió en dos facciones por lo que respecta a la fisiología: los mecanicistas y los vitalistas.

El naturalista y médico suizo Albrecht von Haller fue quizá el más prolífico fisiólogo del siglo xviii. En sus Elementos fisiológicos del cuerpo humano (1757-1766), volvió a examinar dos propiedades bien conocidas de la vida: la sensibilidad (percepción) y la irritabilidad (respuesta). Se creía que todos los seres vivos —plantas y animales— poseían ambas facultades. Su estudio, que hoy llamaríamos neurofisiología, pasó a ocupar el lugar central de la investigación sobre la vida durante un siglo cuando menos. Von Haller basó sus conclusiones en observaciones anatómicas y experimentó con animales. Empleando métodos parecidos, su contemporáneo el italiano Lazzaro Spallanzini estudió la reproducción, concluyendo que todos los seres vivos descendían de otros y que la generación espontánea era una entelequia. Pero el debate sobre la generación espontánea siguió en carne viva hasta que Louis Pasteur lo zanjó definitivamente un siglo después.

El oxígeno, heredero de los vaporosos conceptos del flogisto y el aire combustible, fue el resultado de varios descubrimientos interrelacionados y casi simultáneos en la década de 1770 a cargo de tres científicos que trabajaban en sus respectivos países: Carl Wilhelm Scheele, Joseph Priestley y Antoine-Laurent Lavoisier (véase capítulo 8). Pronto sería ampliamente aceptado que toda vida animal necesitaba oxígeno. Esta idea casaba bien con la concepción paralela de que el calor era vida.

En 1780, el italiano Luigi Galvani hizo el sorprendente descubrimiento de que pasar una corriente eléctrica por la pata de una rana podía ocasionar un movimiento reflejo. La electricidad se unió así a la gravedad y la fuerza vital como un invisible pero poderoso ente generador de movimiento.

El positivismo y el auge de la fisiología experimental

Durante el siglo xviii, los fisiólogos habían estado obsesionados con las causas de las funciones vitales, pero en el siglo xix volvieron su atención hacia la definición más elemental de los «hechos», tal y como quedaban descritos mediante métodos empíricos. Esta tendencia se debió al auge del positivismo, rigurosa extrapolación del anterior sensualismo y filosofía del conocimiento centrada en la observación (véase capítulo 2).

El francés Auguste Comte acuñó y describió la filosofía positivista. Suele considerársele el «fundador de la sociología» porque sostenía que las conductas sociales también habían de ser objeto de medición y análisis. Con su especial interés por los números, los preceptos del positivismo ya habían sido ideales no expresos para muchos de sus contemporáneos antes de que Comte publicara sus lecciones.

Con estos criterios, el positivismo expulsó la teleología, la especulación y, hasta cierto punto, el vitalismo fuera del método científico. La filosofía posmoderna critica el positivismo, en especial su confianza en la existencia de «hechos» inmutables que ahora consideramos constructos susceptibles de sufrir el sesgo del observador (véase, por ejemplo, Fleck 1979, y capítulo 4). No obstante, la fisiología y la medicina siguen siendo marcadamente positivistas, por más que algunos doctores y científicos no hayan oído hablar de dicha filosofía.

Preceptos del positivismo1. Todo conocimiento se desarrolla a través de tres etapas cada vez más sofisticadas.- Teológica: explicaciones basadas en divinidades o fuerzas sobrenaturales.- Metafísica: explicaciones basadas en fuerzas inmateriales.- Positiva: explicaciones basadas solamente en observaciones directas.2. Los sistemas más positivos de conocimiento son las matemáticas y la astronomía; los menos positivos son la biología y las ciencia sociales.3. La búsqueda de la causa (o causas) de los acontecimientos es inútil, porque las causas son incognoscibles.4. En cambio, el conocimiento positivo deriva de los fenómenos observados o «hechos».5. Hay que emplear el cálculo numérico en la descripción de las observaciones para así evitar metáforas verbales subjetivas que arrastran la ciencia de vuelta a la metafísica o la teología.6. El positivismo aspira a determinar leyes a través de la correlación de hechos.Basado en Auguste Comte, Cours de philosophie positive (1830-1842) (Indianápolis: Hackett, 1988).

La investigación fisiológica a principios del siglo xix siguió centrada en la anatomía, con el objetivo de localizar los procesos fisiológicos en el cuerpo y dilucidar su naturaleza. Cuando la anatomía se convirtió en una pieza esencial de la enseñanza médica, los fisiólogos estaban perfectamente situados para aprovechar el momento. Sin embargo, la anatomía médica se practicaba en cadáveres. Toda vez que un cuerpo muerto no era adecuado para el estudio de la vida, los fisiólogos efectuaban sus observaciones en animales vivos y, por lo general, lejos de las facultades de medicina. Poco a poco, se fueron decantando por investigar alterando directamente la estructura orgánica por medio de la cirugía en animales. Historiadores como Gerald Geison han identificado la experimentación como la seña de identidad que delimitó a la fisiología como disciplina independiente.

Después de la Revolución francesa, y en apenas unos años de enérgica investigación, François Xavier Bichat, un joven genio de Lyon que trabajaba en París, trató de definir las propiedades de la vida estudiando aquellos aspectos de la existencia que desaparecían con la muerte. Sus métodos eran tanto anatómicos (adoptó la idea de que los tejidos eran estructuras anatómicas y empleó métodos quirúrgicos) como filosóficos (clasificó las funciones vitales en dos tipos: animales y orgánicas). Tras un invierno de frenética investigación, durante el cual diseccionó seiscientos cadáveres, impartió dos asignaturas como mínimo y trabajó en varios libros, Bichat murió de una súbita enfermedad febril a los treinta años de edad.

Inspirado por Bichat, el médico francés François Magendie practicó vivisecciones en animales sin anestesiar para estudiar las propiedades de la vida. En unos experimentos célebres por su crueldad, relacionó meticulosamente las funciones neurológicas con su correspondiente estructura. Por ejemplo, demostró que las fibras nerviosas sensoriales y motoras viajaban juntas a lo largo de todo el nervio, pero no cerca de la médula espinal, donde las fibras sensoriales ocupaban la raíz posterior del nervio y las fibras motoras, la anterior. La paternidad de ese descubrimiento fue objeto de disputa con el inglés Charles Bell, quien también había experimentado con la función motora. Bell hizo a continuación otras observaciones, especialmente sobre los nervios craneales y la parálisis facial que lleva su nombre. Magendie amplió sus investigaciones a la circulación, la digestión y los efectos de fármacos y «venenos», incluido el virus de la rabia en la saliva (véase capítulo 5). Dudaba en sacar conclusiones generales de su trabajo, pero descartó las fuerzas vitales de sus predecesores entendiendo que se trataban de suposiciones sin fundamento. Sin embargo, tampoco pudo salvarse de emplear ciertos conceptos vitalistas en sus interpretaciones.

Magendie fundó uno de las primeras revistas de fisiología (véase tabla 3.1). Si bien se publicaban ensayos sobre las funciones vitales desde los mismos inicios del periodismo académico, la creación de publicaciones dedicadas específicamente a la fisiología fue una novedad del siglo xix.

Tabla 3.1

Primeras publicaciones y sociedades nacionales de fisiología

AñoPaísEditorTítulo/Sociedad
1795AlemaniaReilArchiv für Physiologie
1821FranciaMagendieJournal de physiologie
1828FranciaSociété de Biologie
1876Reino UnidoThe Physiological Society
1878InglaterraFosterJournal of Physiology
1887Estados UnidosAmerican Physiological Society
1898Estados UnidosPorterAmerican Journal of Physiology
1904AlemaniaDeutsche Gesellschaft für Physiologie
1926FranciaL’Association des Physiologistes
1929CanadáCollipCanadian Journal of Research
1936CanadáCanadian Physiological Society
1950internacionalDoscientos cincuenta títulos
1990internacionalmiles (¿o muy pocos?)

Aquella visión materialista de la vida seducía a muchos de los contemporáneos de Magendie. En 1828, Friedrich Wöhler, quien trabajaba en Berlín, sintetizó la urea, una sustancia que hasta entonces se creía producto exclusivamente de procesos biológicos. Se dijo entonces que el vitalismo estaba muerto y enterrado: no se necesitaba ninguna fuerza especial para explicar la vida, porque todas las funciones vitales, como la urea, se podrían reproducir algún día en el laboratorio. Las investigaciones del químico alemán Julius von Liebig y sus colegas en Giessen se centraban en la búsqueda de interpretaciones químicas similares de los procesos vitales. Liebig sintetizó el cloroformo (1830), estudió la fermentación, descubrió el aminoácido tirosina (1846) y escribió un renombrado manual sobre lo que él mismo bautizó como «química animal».

No todo el mundo estaba de acuerdo con el espíritu empírico que había dado forma a las investigaciones de Liebig y Magendie. Un movimiento contrario, llamado Naturphilosophie, ponía en un primer plano la intuición, relegando el empirismo y burlándose de la experimentación. Su principal valedor, Friedrich von Schelling, definió la Naturphilosophie como una especulación sobre la vida basada en jerarquías y órdenes. Se apoyaba en el principio de que la naturaleza era el espíritu visible y el espíritu era naturaleza invisible. Influido por las ideas del escritor J. W. von Goethe, quien había estudiado la morfología de las plantas, Schelling había reclamado una búsqueda de semejanzas en las funciones vitales a fin de desvelar los patrones cósmicos generales que regían la naturaleza. La Naturphilosophie sedujo a numerosos médicos destacados alemanes, como J. C. Reil, F. Blumenbach y Johannes Müller. Este último escribió un influyente manual de fisiología en el que se mezclaban estas ideas con pruebas recabadas mediante la ciencia experimental.

Características de la NaturphilosophieLa naturaleza es una jerarquía, que va de las plantas, caracterizadas por un interés vegetativo por la reproducción, pasa por los insectos y los animales, caracterizados por su irritabilidad, y llega a los humanos, caracterizados por su sensibilidad.

Muchos historiadores señalan que la filosofía de la naturaleza de Schelling «retrasó» el crecimiento de la ciencia «real». Pero cabría preguntarse por qué se desarrolló cuando lo hizo. Como muchos antes que él, a Schelling le preocupaba el problema mente-cuerpo. Incluso sus críticos parecen haber considerado que la organización del cuerpo obedecía a una fuerza inmaterial, ya fuera vital, espiritual o creativa. Tanto la estructura como la función debían tener alguna causa precursora, pero la nueva experimentación positivista rechazaba la búsqueda de causas al considerarla un pensamiento teleológico inoportuno. Ignorar las causas y las finalidades para centrarse en propiedades ínfimas por el mero hecho de que eran mensurables le parecía a Schelling poco científico. Se suscitó así un vivo debate sobre esas lógicas de pensamiento acerca de la vida. En su momento, pocos podían predecir cuál de esas perspectivas se alzaría con la victoria. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo antes de que la teleología explícita fuera desterrada del método científico.

Los fisiólogos más célebres de mediados del siglo xix fueron el francés Claude Bernard y el alemán Karl Friedrich Wilhelm Ludwig. Sus trabajos sentaron las bases metodológicas de la fisiología experimental actual. Alumno de Magendie, Bernard se formó como doctor pero dedicó toda su carrera a la investigación con animales y acumuló numerosos descubrimientos sobre la formación del glicógeno y otros procesos vitales. Su aportación principal, sin embargo, fue la elaboración de una determinada forma de abordar la experimentación, conocida hoy como «el método científico». Bernard observaba un fenómeno, lo situaba en una estructura anatómica y entonces alteraba quirúrgicamente dicha estructura para estudiar los efectos producidos. Su Introducción al estudio de la fisiología experimental (1865) sentó los principios filosóficos y metodológicos de la investigación. Bernard abogaba por aislar el fenómeno objeto de estudio controlando todas las condiciones del experimento. Era partidario del enfoque empirista, según el cual todo cuanto se necesita para comprender un fenómeno puede extraerse de la rigurosa observación del mismo. Sin negar la existencia de una fuerza vital, sostenía que solo se podían observar sus consecuencias. Sus ideas están empapadas de positivismo y quedan reflejadas en el epígrafe de este capítulo.

Bernard reconocía que los organismos vivos reaccionan a los cambios en su entorno para conservar un milieu intérieur constante u homeostático. Sus trabajos sobre el glicógeno y la diabetes estaban impregnados de este ideal. Hacia el final de su vida, la fisiología experimental gozaba de un enorme prestigio, especialmente en el ensayo de fármacos, pero ocupaba todavía un lugar periférico en los estudios de medicina, que seguían centrados en la investigación con cadáveres. Bernard no consiguió hacerse con una plaza de profesor en una facultad de medicina. Trabajó en la Sorbona y en el Collège de France en París.

Una anécdotaSe cuenta que la vida de Bernard en su hogar fue desdichada porque la vivisección no era del agrado de su mujer y su hija. Mi amigo François Gallouin, también fisiólogo, sugiere que aquellos sinsabores domésticos tal vez beneficiaron su trabajo científico, ya que le permitían pasar largas horas en el laboratorio.

Alemania invirtió exorbitantes sumas de dinero en universidades y laboratorios construidos específicamente para la investigación científica. No tardaría en situarse a la cabeza del mundo en la publicación de revistas de fisiología y la creación de laboratorios, cátedras y departamentos universitarios, en un proceso llamado profesionalización. En Berlín, Müller formó a varios científicos que con el tiempo se labrarían carreras de prestigio, entre los que destacaron el histólogo suizo R. A. von Kolliker, y los alemanes Emil du Bois-Reymond, neurólogo, y Rudolf Virchow, patólogo. Pero la meca de la fisiología se hallaba en Leipzig, en el instituto dirigido por Carl Ludwig.

Ludwig estaba firmemente convencido de que la física y la química podían explicar todas las funciones vitales. En lo político, era progresista; en lo espiritual, ateo. Sus opiniones sociales y filosóficas iban de la mano de su enfoque reduccionista de la ciencia, lo que avivaba todavía más las llamas del debate sobre la naturaleza de la vida. Ludwig analizó la fisiología renal y cardiovascular, inventando artefactos mecánicos para medir lo que hasta entonces había sido inmensurable: el quimógrafo (1846) y el Stromuhr o flujómetro (1867), que controlaba el flujo sanguíneo. Las genealogías de sus numerosos discípulos dan fe de la gran influencia que tuvo en el desarrollo de la fisiología en Rusia, Italia, Escandinavia y Estados Unidos.

El cirujano William Beaumont fue el primer estadounidense en cosechar reconocimiento internacional gracias a la investigación fisiológica de un caso insólito. En 1822, trató una herida de bala abdominal recibida por un francocanadiense, Alexis Saint Martin. Como la herida sanó con una fístula abierta en el estómago, Beaumont pudo experimentar con la digestión de Saint Martin sirviéndose de trozos de carne y otros alimentos que ataba a un cordel e introducía por el agujero en el estómago de su paciente para extraerlos después de distintos intervalos de tiempo. Durante la década siguiente estuvo tan entusiasmado con la posibilidad de continuar con sus investigaciones que en varias ocasiones tuvo a Saint Martin viviendo en su casa, a veces incluso durante dos años. Pero el paciente se cansó de aquel acuerdo y regresó a su casa en Saint Thomas, en el condado quebequés de Joliette. A los setenta y ocho años de edad se tuvo constancia de que seguía en buen estado de salud, con la fístula todavía abierta, pero recelaba de las intenciones que pudieran tener los científicos con él. Cuando Saint Martin murió en 1880, William Osler recibió un telegrama de su familia en el que se le avisaba de que no se acercara y se le informaba de que habían retardado adrede su inhumación antes de sepultarlo en una tumba exageradamente profunda. Los deudos esperaban que la descomposición del cadáver y la profundidad de la tumba disuadirían a los doctores de intentar diseccionarlo. En 1962, la Sociedad de Fisiología de Canadá puso una placa de bronce en la pared de la iglesia que daba al cementerio donde se enterró a Saint Martin para conmemorar sus contribuciones a la ciencia.

La fisiología en el siglo xx

En cuanto la fisiología se convirtió en una disciplina independiente definida por su compromiso con la experimentación, su importancia para la medicina ganó muchos enteros. De hecho, ambas disciplinas eran interdependientes: los fisiólogos necesitaban a la medicina clínica para entender cómo operar a los animales y mantenerlos con vida, mientras que los médicos necesitaban a la fisiología para apuntalar la defensa de que su disciplina era científica. En Europa, los mejores fisiólogos habían trabajado en institutos científicos en vez de en las facultades de medicina, por más que algunos de ellos se hubieran formado como médicos. En Norteamérica, aunque la anatomía había formado parte de la instrucción médica desde la fundación de las primeras facultades de medicina, la fisiología todavía no había entrado en sus aulas. William Osler describió la integración de la fisiología en la medicina como un «crecimiento de la verdad». Su carrera profesional abarcó todo el proceso de integración.

La incorporación de la fisiología a la formación médica fue un proyecto de finales del siglo xix y principios del xx. En Gran Bretaña y Estados Unidos, implicó la labor internacional de varios reputados médicos científicos, muchos de los cuales habían viajado a otros países para ampliar estudios o acudir a los congresos de sus sociedades. Entre ellos, se contaban John Burdon-Sanderson de Oxford, Michael Foster de Cambridge, Charles Brown-Sequard de París (y Havard), y el médico formado en Harvard John C. Dalton, quien en 1855 se convirtió a los treinta años de edad en el primer profesor de fisiología de Estados Unidos. El nombramiento de Dalton en el Colegio de Médicos y Cirujanos de Columbia fue sorprendentemente temprano; la mayoría de cátedras y plazas de profesor de fisiología en las facultades de medicina llegaron entrada la década de 1870. Por ejemplo, en 1871 el médico Henry P. Bowditch se convirtió en el primer profesor de fisiología en la facultad de medicina de Harvard, aunque había tenido predecesores en otras facultades. Cuatro de los cinco fundadores de la Sociedad Estadounidense de Fisiología, Bowditch incluido, eran doctores y habían viajado por Europa. En Canadá, se fundó en Kingston una efímera facultad de veterinaria con el simple objetivo de procurar las habilidades necesarias para efectuar investigación con animales en la facultad de medicina de la misma ciudad. Ya en las primeras décadas del siglo xx, la fisiología empezaba a dejar su impronta en la medicina científica.

Sobre la casualidad en los descubrimientosEl azar sonríe a las mentes preparadas.Frase atribuida a Louis Pasteur, c. 1854, citada en R. Vallery-Radot, Life of Pasteur (Garden City, Nueva York: Garden City Publishing, 1927), pp. 76-79.Son muchos los inventores y descubridores que atribuyen sus hallazgos a la «casualidad», la «coincidencia» o el «azar». No obstante esos relatos en primera persona, los historiadores y filósofos de la ciencia ven en el azar a un actor secundario más, en vez de un magister ludi. Solo si un observador sabe que algo falta o es necesario tendrá la posibilidad de encontrarlo. Una coincidencia inesperada puede llamar la atención sobre una yuxtaposición determinada de circunstancias a un observador que esté buscando otra cosa. Pero el descubrimiento solo se producirá si el observador tiene alguna intuición previa o conocimiento específico —un «boleto afortunado»— que le permita trazar correlaciones. El evento fortuito pudo haberse producido en numerosas ocasiones en el pasado sin haber dado pie a ningún «descubrimiento». Por ejemplo, es probable que «azares» como el de Saint Martin hubieran ocurrido antes, pero si Beaumont pudo aprovechar al máximo aquel estómago fistulado en particular fue porque estaba al corriente de otras investigaciones en ese campo. La estructura de la comunicación científica, el desarrollo consciente de un método y la existencia de laboratorios —e incluso, hasta cierto punto, las cantidades que se invierten en investigación— tienden a disminuir la influencia del azar.

A diferencia de Beaumont, pocos fisiólogos pudieron llevar a cabo investigación con humanos que hubieran sobrevivido a accidentes interesantes. De conformidad con las premisas de observar, alterar o incluso extirpar partes del cuerpo para desvelar su función, algunos investigadores como Santorio hicieron uso de sus propios cuerpos o los de alumnos voluntarios. Otros se agenciaron los servicios de gente desfavorecida a la que compraron u obligaron a prestar sus servicios: pacientes, indigentes, delincuentes convictos, soldados, prostitutas, nodrizas e individuos de otras razas. Los abusos de los doctores nazis incluyeron la experimentación supuestamente científica en personas sin su consentimiento en investigaciones que con frecuencia resultaban en la muerte del paciente (véase capítulo 15). El espeluznante descubrimiento de dichas prácticas durante el proceso a los doctores tras la Segunda Guerra Mundial deparó la aprobación del Código de Núremberg (1947), que incidía en los fundamentos éticos de la experimentación con pacientes humanos. Habría que esperar a la Declaración de Helsinki de 1964 para que esos valores encontraran una expresión más plena.

De todos modos, los fisiólogos empleaban sobre todo animales, en cuya elección influían tanto la disponibilidad y los costes como sus semejanzas con los seres humanos. Ratas, ratones, conejos, gatos, perros, monos, bovinos, caballos, ovejas, cerdos, hurones, cobayas y distintas especies de aves, peces, reptiles y bacterias se emplearon en experimentos a lo largo del siglo xix, incluso antes de la invención de la anestesia a mediados de dicho siglo. La supuesta necesidad de sacrificar las vidas y el bienestar de los animales a mayor gloria de la ciencia encontró una decidida oposición que resultó en la creación de grupos contrarios a la vivisección, a menudo surgidos de sociedades de larga tradición dedicadas a la lucha contra el maltrato animal. El concepto de derechos de los animales apareció a finales del siglo xix y en la década de 1960 fue ampliamente impulsado por un grupo de intelectuales de la Universidad de Oxford y por el filósofo australiano Peter Singer, autor del ensayo Liberación animal (1973). Los más fanáticos lanzaron violentos ataques contra laboratorios. La presión incesante de este movimiento dio origen a la aprobación de normativas nacionales para el cuidado de los animales de laboratorio, así como a la creación de sistemas de inspección y revisión. La controversia provocó la aparición de la bioética como disciplina (véase capítulo 6) y desencadenó una reacción de signo opuesto entre investigadores, doctores y pacientes que querían explicar los beneficios de la investigación en animales y apaciguar las amenazas de los activistas. Se fundaron así nuevas organizaciones como Partners in Research (Canadá, 1988), Americans for Medical Progress (Estados Unidos, 1991) y la Coalition for Medical Progress (Reino Unido, 2003). Este tema sigue siendo de gran interés para historiadores y especialistas en ética.

Entregados por vez primera en 1901, los premios Nobel de medicina también lo eran de fisiología; en general, han sido concedidos por la reducción de los procesos vitales a conceptos fisicoquímicos. Es decir, dan fe del triunfo del mecanicismo. La contracción y la circulación cardíacas eran ahora eléctricas en la misma medida que musculares. La respiración ya no era un fenómeno exclusivo de los pulmones, sino un proceso químico que se producía a la escala de las células, los orgánulos subcelulares y las moléculas (véase capítulo 8). A principios del siglo xx, hormonas y vitaminas fueron identificadas como las enzimas de los procesos vitales, siendo las primeras un producto intrínseco del organismo y las segundas, extrínsecas y sintetizadas por otros organismos (véase capítulo 13). En 1944, el canadiense Oswald T. Avery identificó los ácidos nucleicos como la sustancia química de la herencia, lo que situó todo el nuevo campo de la genética en un entorno molecular (véase capítulo 4). A partir de la década de 1950, psicología y psiquiatría empezaron a volverse cada vez más fisiológicas, ya que la percepción y el movimiento empezaron a describirse en términos mecánicos que podían medirse y manipularse. La aparición de potentes tranquilizantes (neurolépticos) que ayudaban a los esquizofrénicos a controlar sus síntomas parecía dar un nuevo impulso a una teoría de la mente basada en la química del cerebro. Lo mismo puede decirse de la aparición del litio como tratamiento para los desórdenes bipolares (véase capítulo 12). Rothschuh representó gráficamente el acelerado auge de la fisiología como disciplina a través del número de asistentes a congresos internacionales; de los 124 delegados procedentes de dieciocho países en el primer encuentro de 1889, se pasó a los 4.300 delegados de cincuenta y un países en 1968.

Pero los congresos de fisiología general son mucho menos concurridos en la actualidad si lo comparamos con el pasado. El grado de especialización de los fisiólogos es mucho mayor que el de sus predecesores. Grupos de investigadores —anatomistas, fisiólogos y médicos con un interés por la estructura, la función y sus problemas (patologías)— forman comunidades epistémicas en torno a sistemas funcionales: circulatorio, respiratorio, reproductor, digestivo y, sobre todo, neurológico.

Por poner un ejemplo, las historias de la neurociencia suelen contar que la investigación de la mente, el cerebro y los nervios posee una dilatada tradición que se remonta a los primeros albores de la escritura. Si bien se trata de una observación ajustada a la realidad, no es menos cierto que los primeros investigadores dedicaron su interés al estómago y los músculos con la misma frecuencia con que estudiaban el cerebro. A juzgar por los títulos de libros y revistas, el término neurociencia para referirse a un campo de investigación científica apareció a principios de la década de 1960. Si buscamos en la bibliografía médica, el primer artículo indexado en cuyo título se empleó el término data de 1967 (véase figura 3.4). Varias sociedades de neurociencia se formaron y empezaron a celebrar sus congresos anuales en la década de 1970 (Estados Unidos en 1971; Europa, 1977; Japón, 1977). Las primeras revistas que emplearon el término neurociencia también datan de la década de 1970. Hoy día la neurociencia está tan bien asentada como campo de estudio que incluso su historia ha sido institucionalizada mediante una reputada revista fundada en 1991 y una Sociedad Internacional para la Historia de las Neurociencias fundada en Montreal en 1995. En otras palabras, el extensísimo dominio interdisciplinar de la neurociencia nació de una redefinición y subespecialización de la fisiología a gran escala. Lo mismo cabría decir de otras muchas formas de investigación científica basadas en sistemas del organismo.


3.4 El aumento en la frecuencia del término neurociencia (o neurociencias) en títulos de artículos indexados en Medline, 1967-2008. Fuente: Medline, 2.603 resultados obtenidos en una búsqueda de títulos efectuada el 20 de junio de 2009.

El inquebrantable dominio del positivismo supone que nuestros métodos exigen números, incluso en aquellos aspectos de la vida que parecen íntegramente cualitativos y no cuantitativos. Nadie duda de la trascendencia de la calidad de vida ni de la importancia del bienestar espiritual y mental en el correcto funcionamiento general del cuerpo humano. Los médicos desean integrar estos aspectos en sus investigaciones y praxis. Como es prácticamente imposible tratar un problema científicamente sin reformularlo en términos que puedan medirse, se han desarrollado métodos para expresar esta información cualitativa como cantidad. Por ejemplo, se han inventado nuevos instrumentos para medir la calidad de vida con respecto a la salud, como el Perfil de Impacto de la Enfermedad (1975), el Índice de Calidad de Vida (1981), el Cuestionario McMaster del Índice de Salud (1982), la Escala de Calidad de Bienestar (1984) y la Escala Edmonton de Valoración de Síntomas (1991). A principios de la década de 1990 empezó a publicarse una revista especializada en la investigación sobre la calidad de vida. Estos instrumentos son de uso general en ensayos clínicos, donde es difícil computar los efectos de los tratamientos físicos en la mente, el pensamiento, las emociones, la personalidad, la espiritualidad y la conducta de los pacientes. El positivismo impone sus reglas en el terreno de juego: en 2007, con ocasión del decimocuarto congreso anual de la Sociedad Internacional para la Investigación de la Calidad de Vida, las palabras «medir», «medida» o «medición» aparecieron más de setecientas veces en unos 370 resúmenes de las ponencias. Sin estas herramientas cuantitativas, el análisis de aspectos cualitativos podría parecer vitalista, especulativo, quizá incluso teleológico, y por ende carente de valor científico.

Nos topamos aquí con el mismo problema mente-cuerpo que preocupó a Stahl, Schelling y otros investigadores a los que hoy consideramos vitalistas (y a veces menospreciamos por ello). Al apoyarnos en índices cuantitativos para expresar la calidad, haríamos bien en recordar que, como decía Claude Bernard, buena parte de la vida es cualitativa: los números simplemente nos ayudan a comprenderla, pero no la definen.

El vitalismo no carece de interés en la ciencia contemporánea. Las hormonas en particular tienden un puente interesante entre las posiciones vitalistas y mecanicistas. El término hormona, derivado de la palabra griega ‘rmwnta (hormonta, que significa «Yo excito» o «Yo produzco movimiento»), fue empleado por Hipócrates y dos milenios más de autores médicos para describir la fuerza vital. «Hormona», como término científico moderno, fue acuñado en 1902 por los fisiólogos británicos W. M. Bayliss y E. H. Starling cuando anunciaron el descubrimiento de la secretina. Dicho de otra forma, cuando se concibieron por vez primera las hormonas modernas, se optó expresamente por identificarlas como una traducción química de la fuerza vital. Entre los más recientes hallazgos en este campo, destacan las endorfinas, descubiertas a mediados de la década de 1970. Secretadas en respuesta a experiencias agradables, se unen a receptores internos, que también pueden recibir varias drogas narcóticas. Más que cualquier otra sustancia, las endorfinas parecen encajar bien en una concepción mecanicista del vínculo entre mente y cuerpo. Con euforia similar fue recibida la creación del concepto de vitamina, ya que estas parecían resolver los inescrutables misterios de la química de los organismos vivos. El fervor intelectual que suscitaba cada descubrimiento relacionado con el sistema endocrino o con las vitaminas tuvo su reflejo en los premios Nobel. (Sobre la insulina, véase capítulo 5; sobre las hormonas sexuales, capítulo 11; sobre la endocrinología y el estrés, capítulo 12; sobre las vitaminas, capítulo 13.)

La sociedad occidental aplaude aquellas explicaciones del movimiento, la voluntad y el pensamiento que recurren a la química y la física por considerarlas los logros más importantes en medicina y fisiología. Pero cabría preguntarse por qué los descubrimientos fisicoquímicos cosechan fama y premios mientras que otras observaciones menos reduccionistas no obtienen el mismo reconocimiento. Por ejemplo, ¿por qué se premió la labor del científico Linus Pauling y de los fundadores de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear (véase capítulo 6) con el premio Nobel de la Paz, y no de Medicina, aunque su actividad evitó millones de muertes, cuando no un exterminio global? ¿La estrecha identificación de la medicina con la fisiología experimental (y su acompañante, el positivismo) explicaría sus dificultades para abordar determinantes menos mensurables de la salud como son los aspectos sociales, culturales, medioambientales y económicos? ¿La fijación de la medicina con la cura en vez de la prevención obedecería tal vez a su vínculo con la fisiología experimental? ¿Ese vínculo explicar la preferencia de los médicos por terapias biológicas y mecanicistas?

Historiadores como J. V. Pickstone han tratado de relacionar las actitudes filosóficas en las ciencias biológicas con las posturas políticas y religiosas de cada científico. Pese a que se han hallado algunas correlaciones, no se ha podido alcanzar ningún consenso general. En efecto, existen argumentos de peso para suponer que toda labor científica participa tanto del vitalismo como del mecanicismo, tanto de la especulación como de la experimentación; lo que cambia es en qué medida cada científico estará dispuesto a reconocerlo. Identificando las connotaciones peyorativas del «vitalismo», un médico e historiador caracterizó el debate entre vitalistas y mecanicistas como una lucha entre «modestos» y «arrogantes» (G. Canguilhem, La Connaissance de la vie, París: 1980, pp. 86, 95, 99 [El conocimiento de la vida, Barcelona: Anagrama, 1976]). Quienes tratan de abordar aspectos de la vida que todavía no pueden expresarse en términos «científicos» suelen ser tildados de vitalistas, normalmente por otras personas y no por ellos mismos. Los vitalistas molestan a los mecanicistas reduccionistas porque se les ve demasiado humildes, como poseídos por una modestia fatal, sophrosyne, lo contrario de la hubris (F. J. Ingelfinger, «Arrogance», New England J. Medicine, n. 303 [1980], pp. 1570-1511). Por su parte, los reduccionistas molestan a los vitalistas no solo por su arrogancia (aunque también), sino además por las necesarias limitaciones que imponen a las investigaciones, ya que ciertas facetas como la actitud, la personalidad, el placer y el valor no pueden controlarse ni medirse. El premio Nobel Peter Medawar escribió que los biólogos ya no necesitan invocar las fuerzas vitales y que, en consecuencia, las ideas vitalistas han caído en el «limbo de lo ignorado» (P. B. Medawar y J. S. Medawar, Aristotle to Zoos, Harvard University Press, 1983, p. 277). Pero los llamados vitalistas se niegan a prescindir de los fenómenos todavía inconmensurables que sin lugar a dudas pueden constituir los aspectos más significativos de estar vivo.

La teleología tal vez sea inaceptable como marco para el estudio científico de la vida. Sin embargo, «¿Por qué?» tal vez sea la pregunta más seductora que uno pueda plantearle a la ciencia (¡y a la historia!). La especulación seguirá revolucionando las mentes de los científicos más creativos, por lo que es inútil tratar de reprimir el pensamiento tildado de «vitalista». La concepción de procesos complejos e irreducibles sigue siendo útil —incluso para aquellos que afirman repudiar el vitalismo—, aunque solo sea para proporcionarnos un lenguaje con el que abordar lo que todavía no tiene explicación: ¿Por qué se desenrolla la molécula de adn? ¿Por qué algunos estamos cuerdos y otros no? ¿Por qué no nos descomponemos en vida? ¿Por qué algunas mezclas fisicoquímicas presentan vida y otras están muertas? Resulta fascinante ver cuántos científicos que ganan el premio Nobel terminan escribiendo ensayos filosóficos en los que reconocen la existencia de preguntas que (todavía) no se prestan al trabajo de laboratorio como estímulo para futuras investigaciones. (Al leer este capítulo, Steven Iscoe, un fisiólogo colega mío, comentó que es difícil imaginar que un galardonado en humanidades recorra el camino contrario.)

Una anécdota: ¿Qué piensa Carlson del vitalismo? ¿Y de la religión?La lectura de ¿Qué es la vida? de Erwin Schrödinger, un texto divulgativo sobre la genética desde el punto de vista de un físico, dejó huella en [Francis] Crick y [James] Watson [galardonados con el premio Nobel en 1962]. Crick veía la biología de forma muy distinta a Schrödinger, porque era ateo, mientras que el físico tenía una percepción vitalista de la existencia. Sin embargo, lo que Crick encontró de valor en el libro fue que Schrödinger reconocía que muchas de las propiedades exclusivamente biológicas, como la herencia, se prestaban a un análisis que los físicos habían empleado con éxito en el estudio de la estructura de la materia inanimada.Elof Axel Carlson, «Francis Crick» en Daniel Foz et al., Nobel Laureates in Physiology or Medicine (Nueva York: Garland, 1990), pp. 111-112.

Sugerencias de lecturas complementarias

En la página web de la Bibliografía: http://histmed.ca

Sobre la casualidad en los descubrimientosEl azar sonríe a las mentes preparadas.Frase atribuida a Louis Pasteur, c. 1854, citada en R. Vallery-Radot, Life of Pasteur (Garden City, Nueva York: Garden City Publishing, 1927), pp. 76-79.Son muchos los inventores y descubridores que atribuyen sus hallazgos a la «casualidad», la «coincidencia» o el «azar». No obstante esos relatos en primera persona, los historiadores y filósofos de la ciencia ven en el azar a un actor secundario más, en vez de un magister ludi. Solo si un observador sabe que algo falta o es necesario tendrá la posibilidad de encontrarlo. Una coincidencia inesperada puede llamar la atención sobre una yuxtaposición determinada de circunstancias a un observador que esté buscando otra cosa. Pero el descubrimiento solo se producirá si el observador tiene alguna intuición previa o conocimiento específico —un «boleto afortunado»— que le permita trazar correlaciones. El evento fortuito pudo haberse producido en numerosas ocasiones en el pasado sin haber dado pie a ningún «descubrimiento». Por ejemplo, es probable que «azares» como el de Saint Martin hubieran ocurrido antes, pero si Beaumont pudo aprovechar al máximo aquel estómago fistulado en particular fue porque estaba al corriente de otras investigaciones en ese campo. La estructura de la comunicación científica, el desarrollo consciente de un método y la existencia de laboratorios —e incluso, hasta cierto punto, las cantidades que se invierten en investigación— tienden a disminuir la influencia del azar.
Historia escandalosamente breve de la medicina

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