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4. Una ciencia del sufrimiento: Historia de la patología

La patología como sistema de conocimiento médico

La medicina no es una ciencia; se trata, más bien, de una tecnología aplicada o un arte que hace un uso intensivo de la ciencia. La afirmación de que la medicina es una disciplina científica se basa en suponer que la patología es el estudio de las enfermedades. La patología, que por su etimología griega significa «teoría del sufrimiento», es, literalmente, el estudio del sufrimiento. Pero su significado ha quedado restringido al conocimiento material de la enfermedad.

Desde siempre, los humanos han tratado de comprender la enfermedad, las heridas y la muerte. En otras palabras, la patología siempre se ha practicado, incluso cuando no se nombraba de forma explícita. La patología es un sistema de conocimiento avezado a extraer conclusiones sobre las enfermedades. Ha cambiado a lo largo de los siglos, pero en toda circunstancia histórica y cultural ha recibido la validación de la ciencia y la filosofía del momento. Es posible que las patologías del pasado no se parezcan a la nuestra, pero siempre han asumido las posiciones contemporáneas de la «ciencia».

Funciones de la patología

Pese a las diferencias de contenido, las funciones de la patología son universales. En primer lugar se recurre a ella para explicar el sufrimiento, para averiguar por qué y cómo los humanos son víctimas del dolor y la muerte. «¿Por qué me pasa a mí?», preguntan los enfermos. La enfermedad exige una explicación «lógica», ya esté basada en las ideas culturales y espirituales del pecado y la culpa o bien en las ideas, más materiales y «científicas», de la estructura, la función, la herencia, el contagio o el riesgo.

En segundo lugar, la patología se emplea para identificar o etiquetar la dolencia que aqueja a la persona que sufre: es el proceso de diagnóstico. Los doctores se sirven de signos que apuntan

—igual que las señales de tráfico de una carretera— a un diagnóstico o pronóstico. Tener un buen ojo clínico permite convertir los síntomas en signos. El examen físico ofrece nuevos signos. Estos no son tan solo el resultado de la observación; también contienen

conocimiento. Por ejemplo, el síntoma subjetivo de un dolor opresivo en el pecho se convierte en signo objetivo de una enfermedad cardíaca merced a la incorporación del saber médico.

La función diagnóstica de la patología presenta un importante corolario: al identificar lo «anómalo» o enfermo, la patología también define lo «normal». La frontera entre normalidad y anomalía se halla condicionada por la cultura, la religión, la economía, la raza, la clase y el género, entre otros factores sociales y biológicos. Fenómenos que antaño se suponían «anómalos» o «patológicos» se consideran hoy variantes de la normalidad. Como ejemplos podemos citar la visceroptosis (o síndrome de prolapso visceral) y la homosexualidad (véanse capítulos 10 y 12). A la inversa, algunas enfermedades identificadas en tiempos recientes eran inconcebibles como problemas de salud hace unos años. Son buen ejemplo de ello los problemas psiquiátricos, la hipertensión, el carcinoma in situ, la apnea de sueño, el síndrome alcohólico fetal, la fatiga crónica, la coprolalia y el sida. Se han publicado historias sobre todas estas dolencias (véase la página web de la bibliografía: http:/histmed.ca).

En tercer lugar, la patología se emplea para predecir desenlaces. En algunas culturas, especialmente en la Antigüedad, un pronóstico certero era por lo menos tan importante como la capacidad de diagnosticar o curar. Basada en unos pocos signos fiables relacionados con el individuo, la predicción médica se asemejaba a la adivinación sacerdotal: «Morirás en el séptimo día». El pronóstico sigue siendo una importante función de la patología, pero se expone con estadísticas, derivadas de la experiencia de una cohorte caracterizada por edad, sexo, diagnóstico y alcance de las lesiones. Hablamos, por ejemplo, de una supervivencia de cinco años, de un índice de mortalidad de un cincuenta por ciento y de factores de riesgo.

En cuarto lugar, la patología se emplea para justificar tratamientos. Como veremos en el capítulo 5, la mayoría de tratamientos se descubrieron a través de la observación y no tanto del razonamiento (es decir: empíricamente). Los argumentos terapéuticos se aplicaban a menudo a posteriori y, en algunos casos, sigue siendo así. Relacionan un tratamiento aparentemente efectivo con la formulación científica de un problema. A veces ocurre que un remedio habitual sigue empleándose mientras que la explicación de su funcionamiento cambia de forma considerable con el tiempo.

Por último, la patología se ha empleado para probar que una explicación, diagnóstico o proceder es razonable. El examen post mortem es la expresión más obvia de esta función. En Europa podemos encontrar informes de autopsias para formular diagnósticos retrospectivos en fechas tan tempranas como finales del siglo xiii. La autopsia sigue siendo la prueba definitiva de nuestro sistema de conocimiento. ¿El diagnóstico era acertado? ¿Se podría haber hecho algo más? A partir del siglo xix se generalizó el uso de la ciencia forense en los campos de la medicina y la justicia, cuando las enfermedades empezaron a relacionarse con cambios en el organismo y se incrementó el número de demandas por negligencia.

Dolencia y enfermedad

Los humanos siguen padeciendo las dolencias que atormentaron a nuestros antepasados prehistóricos y ancestros simios. Los aspectos subjetivos de las dolencias no han cambiado: dolor, fiebre, inflamación, vómito, diarrea, deformidad, lesión, pérdida de peso, pérdida de sangre, pérdida de función, pérdida de vida. Pero las ideas médicas sobre esas dolencias sí han experimentado cambios. A esas ideas las llamamos enfermedades.

Solemos considerar que dolencia y enfermedad son la misma cosa y empleamos los términos indistintamente. Para esta discusión, sin embargo, y siguiendo a varios filósofos, el término «dolencia» designa el sufrimiento individual, mientras que el término «enfermedad» se enmarca en las ideas sobre la dolencia. La «dolencia» es el sufrimiento real que aqueja a una persona; la existencia de la «enfermedad» queda acotada a la teoría construida para dar cuenta de la dolencia, su causa supuesta y el lugar donde ataca. Más que semántica, esta distinción resulta útil en la filosofía del saber médico, o epistemología médica, el estudio acerca de cómo sabemos lo que creemos saber.

Un experimento mental sobre «dolencias» y «enfermedades»—¿Existe la viruela?—No —dice el estudiante que sabe que la viruela fue erradicada por la Organización Mundial de la Salud en 1979.—Sí —dice la estudiante que sabe que la destrucción prevista de los viales del virus de la viruela ha sido aplazada una vez más.—Un momento —llega la respuesta filosófica—, ¿los viales contienen la «viruela» o contienen más bien el virus que, cuando se introduce en el ser humano, provoca la dolencia a la que llamamos enfermedad de la «viruela»?¿Existe la viruela? ¿Es una enfermedad? ¿Un ente? ¿Una dolencia? ¿Una idea?

El saber médico es la capacidad de reconocer y dar respuesta a la enfermedad. Por tanto, construir, reconocer y tratar la enfermedad es su tarea primordial. Los conceptos sobre la enfermedad se «construyen» a partir de la observación de múltiples individuos que padecen dolencias de la misma naturaleza. Toman en consideración el paciente, la dolencia y la causa supuesta, pero también se ven influidos por el observador/doctor. A las enfermedades se les atribuyen características (síntomas), nombres (diagnósticos), esperanzas de vida (curso), desenlaces previstos (pronósticos) y tratamientos recomendados. En el concepto que se construye para una enfermedad se da por supuesta la existencia de una causa, incluso cuando dicha causa nos es desconocida.

El triángulo hipocráticoEl arte [médico] consta de tres elementos, la enfermedad, el enfermo y el médico. El médico es el servidor del arte. Es preciso que el enfermo oponga resistencia a la enfermedad junto con el médico.«Epidemias», en Hipócrates, Tratados hipocráticos(Madrid: Gredos, 1989, vol. 5), libro i, 11, p. 63.

Si las enfermedades son ideas intangibles sobre distintas dolencias, entonces ¿qué teoría o definición única podríamos hallar que definiera todas las enfermedades? En otras palabras, ¿qué tienen en común todas las enfermedades? De momento, no hemos dado con una explicación única que sea válida para toda descripción de una enfermedad. Sin embargo, hay una teoría que domina la práctica médica. Se trata de la teoría organísmica, o individual, de la enfermedad.

La teoría organísmica sostiene que las enfermedades son perjudiciales, discontinuas y afectan a los individuos. Desde la perspectiva de un organismo (individual), esta teoría es difícil de refutar. Por su propia naturaleza, la medicina suscribe este ideal: las enfermedades son por fuerza perjudiciales, ya que los individuos acuden a la medicina para deshacerse de ellas. La formación médica tiene por objeto reconocer, curar y prevenir la enfermedad. La mayoría de los relatos médicos de la enfermedad se ajustan a esta postura aunque sus autores nunca hayan oído hablar de esta teoría.

Conocida como el «modelo médico», la teoría organísmica no tiene problema en abordar el paciente como la diana de la enfermedad, pero no es de mucha ayuda en la explicación de las causas. A lo largo de la historia ha habido otras dos perspectivas que han competido por el dominio. La primera es la teoría ontológica, que sostiene que las causas son exteriores al paciente, que las enfermedades son distintas entre sí y que existen de forma independiente con respecto al paciente. El término «ontología» procede del sustantivo griego que refiere el «ser»; subraya la idea de que la enfermedad es un ser, o ente, independiente. La segunda teoría acerca de la causa de la enfermedad es la teoría fisiológica, que sostiene que las causas proceden del interior del paciente, que los pacientes son distintos entre sí y que las enfermedades no existen de forma independiente con respecto al enfermo.

Estas teorías de la enfermedad pueden emplearse para analizar cualquier relato sobre dolencias o enfermedades. Un médico que se acerque a la enfermedad a través de la teoría ontológica se preocupará de lo que el paciente tiene; en cambio, desde una perspectiva fisiológica se haría hincapié en qué o quién es el paciente. Con su búsqueda de causas, ambas teorías tienen todavía vigencia en la medicina moderna y algunas descripciones de enfermedades emplean una combinación de ambas. Al final de este capítulo, revisaremos algunas de las críticas que se han vertido contra esta lógica médica y echaremos un vistazo a una teoría alternativa de la enfermedad que cuestiona el modelo médico.

Una panorámica histórica de la patología

La construcción de los conceptos de enfermedad dejó atrás los relatos espiritualistas de la naturaleza para centrarse, primero, en las descripciones detalladas de la dolencia vista por el médico y, después, en el impulso de las técnicas de laboratorio que conocemos hoy día. En las páginas que siguen resumiremos brevemente esa transformación.

Causas sobrenaturales de la enfermedad

Al principio de La Ilíada, poema épico de Homero que empezó a ponerse por escrito en torno al siglo viii a. de C., los griegos padecen una mortífera plaga, pero no logran entender cuál es su causa. Se ofrecen escasos detalles sobre la dolencia. Consultan a un oráculo, quien anuncia la causa: el rey ha raptado a la hija del sacerdote de Apolo y el padre despechado ha suplicado a su Dios que castigue a todos los griegos con una enfermedad. Armados con esta información, los soldados se lanzan contra el rey, liberan a la hija y la peste desaparece.

El Libro de Job de la Biblia data más o menos del mismo período. Describe otra dolencia provocada por causas sobrenaturales. El devoto Job tiene una familia perfecta, buena salud y grandes riquezas, pero Satanás le dice a Dios que, para Job, es muy fácil ser piadoso porque lo tiene todo. Para demostrarle que Job le es fiel, Dios reta a Satanás, quien destruye a la familia de Job, sus riquezas y su salud. A Job se le llena todo el cuerpo de llagas supurantes, pero conserva la fe. Tras cuarenta capítulos de calvario, Dios le premia devolviéndole todo lo perdido.

Ambos relatos de las dolencias se ciñen a las perspectivas organísmica y ontológica. La enfermedad es perjudicial y el doliente quiere que termine. Les ha sido enviada por poderes remotos para castigarles o ponerlos a prueba. El terror y las desgracias que siguen son evidentes, pero las características de las dolencias parecen carecer de importancia, ya que se ofrecen pocos detalles de las mismas. El sanador profesional o sacerdote no se centra en los síntomas, sino que busca por todas partes los signos que le permitan averiguar por qué motivo la deidad ha enviado la tribulación. En este contexto, se presta especial atención a la opinión subjetiva del paciente sobre las causas de sus dolencias y se contempla la posibilidad de que la enfermedad posea funciones morales, espirituales o pedagógicas. El tratamiento consiste en mantener o recuperar la integridad, enmendar el mal que se haya cometido o conservar la fe.

Los relatos sobrenaturales de las dolencias tal vez tengan escasa vigencia en la ciencia moderna de la patología, pero su influencia sigue dejándose sentir en pacientes y responsables de políticas públicas. De entre las enfermedades que se interpretan a veces como castigos podríamos destacar el sida, los trastornos alimentarios y los efectos del consumo de drogas, tabaco y alcohol. Según esta postura, se considera que algunas personas merecen sus enfermedades, mientras que otras se escandalizan por estar enfermas sin haber cometido ningún acto «pecaminoso». Los sanos pueden aceptar su buena estrella como si se tratara de una prueba de su superioridad. Del mismo modo, dolencias crónicas como la artritis o la esclerosis múltiple son interpretadas como «tribulaciones» (pruebas de carácter) y se dice de los enfermos que las padecen sin quejarse que tienen «la paciencia del santo Job».

Patología de cabecera

Antigüedad grecorromana: Enfermedad = Desequilibrio natural

En Occidente, los primeros textos médicos aparecieron en torno al siglo v a. de C. con una tímida refutación del origen sobrenatural de la enfermedad. El mundo grecorromano tenía un panteón de dioses y una amplísima mitología, pero también reconocía la existencia de un mundo natural compuesto de cuatro elementos y la importancia de un sano equilibrio en el cuerpo humano de los cuatro humores para el buen temperamento del individuo (véase capítulo 3).

Los setenta tratados que integran el corpus hipocrático contienen varios textos sobre filosofía médica y las obligaciones del médico, entre ellos, El juramento. Algunas descripciones de enfermedades de esa época son ejemplos paradigmáticos de observación clínica, porque podemos reconocerlas como enfermedades que se diagnostican hoy día. Pero la patología también tiene un gran peso en las historias clínicas, en las descripciones de enfermedades y heridas, y en los aforismos hipocráticos. Estos últimos son sentencias que resumen el conocimiento, normalmente para la elaboración de signos; por ejemplo, «La robustez extremada es dañosa a quienes hacen ejercicios violentos, como los atletas» (Aforismos, i, 3); «Los viejos llevarán fácilmente la abstinencia; después de ellos siguen los que se hallan en la edad adulta; los adolescentes no pueden tolerarla y mucho menos los niños y, entre ellos, principalmente los que son muy vivos» (Aforismos, i, 15); y «Los que mueren de esta enfermedad [dolor de oído agudo con calentura continua], si son jóvenes, les sucede en el día siete, y, a veces, antes; sin son viejos, es mucho más tarde» (Pronósticos, 549-550).

La patología hipocrática se ceñía a los cinco temas que hemos descrito anteriormente: describía, predecía, interpretaba y justificaba las enfermedades y sus tratamientos de conformidad con la mejor ciencia del momento. Así pues, integraba observación clínica y razonamiento. Buen ejemplo de ello es el célebre texto La enfermedad sagrada, una magistral descripción de lo que hoy conocemos como epilepsia. El apelativo de la enfermedad tiene su origen en una visión aún más antigua según la cual quien la padecía estaba poseído por los demonios o tocado por los dioses. Pero el autor empieza el texto con una afirmación que no deja lugar a dudas: «Me parece que no es en modo alguno más divina ni más sagrada que las demás enfermedades, sino que tiene una causa natural. Pero los hombres creyeron que su causa era divina o por inexperiencia o por el carácter maravilloso de la dolencia» (Sobre la enfermedad sagrada, i). Los síntomas clínicos se describían en detalle: caída, temblores, pérdida del conocimiento, incontinencia. Los niños afectados, al presentir la llegada de un ataque («aura»), corrían a sus madres en busca de consuelo. El ensayo se basa en la observación de múltiples patrones de la enfermedad. Al explicar su causa, el autor recurría a la ciencia de su tiempo y atribuía la enfermedad a la obstrucción de la flema en el cerebro.

Muchas otras enfermedades se relacionaban con el desequilibrio de los humores —exceso o falta de sangre, exceso o falta de flema—. Otras se localizaban en partes concretas del cuerpo. Se prescribían tratamientos de sangrías, baños, fumigación y dietas con el objetivo de restablecer el equilibrio alterado. Causas externas, como traumas, aire nocivo y lugares insalubres, ejercían su perjudicial influencia a través de las estructuras físicas del cuerpo. Como muchos otros escritos médicos, estos relatos se ajustan a la teoría organísmica (la enfermedad afecta a los individuos, es perjudicial y discontinua). Desde una perspectiva causal, y a diferencia de textos anteriores, la confianza en la teoría del desequilibrio de los humores internos da a los escritos hipocráticos un carácter fisiológico. Podemos hallar conceptos semejantes al de desequilibrio, como falta de armonía o conflicto entre los componentes naturales del cuerpo, en los sistemas médicos de la India y la China antiguas.

Otro autor célebre por sus descripciones clásicas fue Areteo de Capadocia, quien vivió alrededor del año 100 a. de C. Sus vívidos informes de los síntomas de las diabetes y de los trastornos hepáticos, renales e intestinales aderezan a veces textos modernos. Las amplísimas obras de Galeno en el siglo ii de nuestra era también contienen casos clínicos, así como ensayos sobre enfermedades, diagnósticos y terapias, y comentarios sobre autores anteriores. La patología galénica era ecléctica, pero una vez más podremos hallar sin dificultad las cinco funciones descritas al principio de este capítulo. Con frecuencia, empleaba su patología para justificar sus éxitos como médico; solo se describen unos pocos ejemplos de fracaso terapéutico imprevisto. Galeno cimentaba algunas explicaciones en la anatomía, aunque nunca efectuó disecciones humanas (véase capítulo 2). Pero también se refería a los cuatro humores y a la fuerza vital. Salvo en casos de trauma o aires ponzoñosos, sus conceptos sobre la enfermedad, al igual que los de Hipócrates, tendían a ser organísmicos y fisiológicos.

Las ideas de Galeno dominaron la patología en Europa, y también la fisiología, hasta principios de la Edad Moderna (véase capítulo 3). La filosofía medieval abogaba por una completa sumisión a la voluntad de Dios. Se podía intentar sanar la enfermedad con los remedios propuestos por Galeno, pero en última instancia la curación era resultado de la voluntad divina. Solo pecando de arrogancia podía uno tratar de refinar el diagnóstico discriminando entre enfermedades o mejorando a Galeno. Algunos historiadores, con Fielding Garrison a la cabeza, han acusado al galenismo de «cortar el avance de la ciencia médica» por su lógica vitalista, su teoría de la circulación sanguínea y sus terapias (Introduction to the History of Medicine, 1929, p. 106 [Introducción a la historia de la medicina, Madrid, Calpe, 1922]). Pero es injusto culpar a Galeno de la falta de inventiva de sus sucesores. La longevidad de su influencia no fue idea ni culpa suya; se trata, más bien, de una consecuencia de las actitudes y prácticas dominantes.

Enfermedad = Patrones de sufrimiento (Nosología)

Paulatinamente, los autores médicos empezaron a distinguir entre enfermedades según sus síntomas en una práctica llamada nosología (que etimológicamente significa en griego «teoría de la enfermedad»). Hipócrates, Galeno y otros autores de la Antigüedad habían descrito las fiebres con o sin erupciones cutáneas y las fiebres con variaciones diurnas. En el siglo ix, el médico y enciclopedista persa Al-Razi (Abu Bakr Muhammad ibn Zakariya al-Razi) trazó una distinción clínica específica entre las dos enfermedades febriles con sarpullidos: el sarampión y la viruela. La suma médica en veinte volúmenes de Al-Razi, Liber Continens, fue trasladada del árabe al latín en 1280. A finales del siglo xiv, después de que Europa quedara asolada por la peste bubónica —una enfermedad que no figuraba en los textos galénicos—, los estudiosos redescubrieron a Al-Razi cuando buscaban nuevas formas de identificar la enfermedad. Ya en 1476, el Liber Continens se había publicado en Padua en versión abreviada y doce años más tarde su tratado sobre la peste fue traducido al latín.

Durante el Renacimiento, las explicaciones espiritualistas y vitalistas del mundo natural vieron menguar su credibilidad. La observación hipocrática recibía todos los parabienes, mientras que el rígido galenismo declinaba junto con las prohibiciones que pesaban contra la disección humana. La experimentación fisiológica revivió con el yatromecanicismo y la yatroquímica (véase capítulo 3). Los doctores desarrollaron técnicas para integrar la nueva ciencia química. Por ejemplo, la uroscopia (examen de orina) se convirtió en una nueva herramienta diagnóstica que añadir al examen del pulso. Se elaboraron tablas para que los médicos pudieran relacionar el color, el olor, la turbidez, la dulzura y otras propiedades químicas de la orina con diagnósticos específicos.

Pero relacionar una orina ácida con la enfermedad rara vez reportaba beneficio alguno. Los médicos estaban atrapados en la realidad de su experiencia con los enfermos: la gente sufría por sus síntomas, como dolor o dificultad respiratoria, y no por tener la orina ácida. Esos nuevos avances científicos todavía no se podían hacer casar con el análisis del enfermo y sus efectos sobre la patología eran más bien modestos. No obstante, con la decadencia del galenismo y el ascenso de la observación sensualista, los doctores dudaban a la hora de invocar causas desconocidas para las enfermedades. En vez de ello, elaboraron un nuevo sistema diagnóstico, al que dieron el oportuno nombre de nosología, basado en la cuidadosa observación de los síntomas. Representaba un tímido esfuerzo de evitar teorizaciones. Siguió una recua de descripciones de enfermedades que se han convertido en clásicas.

El médico inglés Thomas Sydenham publicó en latín sus observaciones clínicas sobre enfermedades, en especial fiebres, y su tratamiento. En la tradición de Al-Razi, distinguió entre escarlatina y sarampión (1676) y describió la corea (1686), un trastorno del movimiento que sigue a la escarlatina y que hoy lleva su nombre. Con su amigo el médico y filósofo John Locke, hizo hincapié en la importancia de la observación y los peligros de la teoría. El tratado de Sydenham sobre la podagra, o gota (1683), se ha convertido en un clásico por su exhaustiva relación de las manifestaciones de la enfermedad, de la que él mismo estaba aquejado. Sydenham se remitía a los humores, pero, para él, la base de un buen diagnóstico era una caracterización bien desarrollada de cada enfermedad. Sus enfermedades tenían consistencia al margen de los pacientes como «tiranas» o «amigas».

En el siglo posterior a Sydenham, la nosología devino una forma consolidada de patología. Los autores médicos, los cuales, de hecho, se hacían llamar nosólogos, clasificaban las enfermedades en árboles conceptuales con ramas para clases, órdenes, géneros y especies patológicas. Los síntomas y la secuencia en la que estos se producían se empleaban para categorizar las enfermedades como si fueran entes o «seres», a semejanza de las taxonomías de animales y plantas. Algunos autores concibieron sistemas originales, todos ellos con la esperanza de dar con una imagen especular perfecta del orden natural. Había clasificaciones que reconocían varios millares de especies patológicas. Figuras destacadas entre los nosólogos fueron los franceses François Boissier de Sauvages y Philippe Pinel, el escocés William Cullen y el sueco Carolus Linnaeus, el mismo científico que clasificó animales y plantas. Trabajando principalmente a partir de libros y muy pocas veces junto a las camas de los pacientes, los estudiantes de medicina tenían la obligación de memorizar la clasificación y características «correctas» de cada enfermedad, que dependían del lugar donde estudiaran. Las teorías de la enfermedad que mejor casan con el sarampión según Al-Razi, la gota según Sydenham y las taxonomías nosológicas participan de la teoría organísmica (como era de esperar) y de la teoría ontológica.

Las clasificaciones nosológicas se emplean aún hoy en la patología y la medicina clínica. De un modo que recuerda al epígrafe hipocrático de este capítulo, permiten simplificar la gran cantidad de información recabada durante el conjunto de efímeras oportunidades de experiencia clínica al imponerle un orden y estructura que han de contribuir al juicio en el diagnóstico y el pronóstico. A diferencia de la nosología del siglo xviii, empero, la mayoría de sistemas nosológicos se refieren hoy a cambios producidos a nivel anatómico o químico. Solo en la psiquiatría, donde no suelen darse lesiones físicas, seguimos encontrando un ordenamiento parecido del saber, basado en la observación de los síntomas y la conducta (véase capítulo 12).

Enfermedades con personalidad propiaSi [la hemorragia] continuase ... la gota se instalará hasta en el paciente joven, y su imperio no será un gobierno, sino una tiranía.Thomas Sydenham sobre la gota (1683), en The Works of Thomas Sydenham (Londres: New Sydenham Society, 1848), vol. 2, p. 131.Bien podríamos llamar a la neumonía la amiga de los ancianos. Cuando es ella la despachadora en un curso agudo, breve y con frecuencia indoloro, el anciano se ahorra esa «fría progresión de decadencia» que tanta angustia causa al enfermo como a sus amigos.William Osler, Principles and Practice of Medicine (1892; 3ª ed., Edimburgo: Young J. Pentland, 1898), p. 109.

La patología entra en la morgue

Enfermedad = Anatomía alterada

Los conceptos patológicos que empleamos hoy día son indisociables de los cambios anatómicos. Sin embargo, hace dos siglos, la importancia de la anatomía para el médico de cabecera resultaba dudosa por tres razones: 1) los cambios en el interior del cuerpo quedaban ocultos hasta la muerte del paciente; 2) las alteraciones apreciables durante la autopsia podían deberse a la muerte y no a la enfermedad; y 3) los cambios internos no podían remediarse. Con todo, los anatomistas no dejaron de diseccionar, delimitando las fronteras entre estructura normal y anómala (véase capítulo 2).

Si bien los médicos clínicos organizaban las enfermedades por sus síntomas, algunos anatomistas empezaron a recopilar las anomalías halladas en cadáveres. En particular, son de destacar cuatro tratados. El primero, el libro del médico italiano Antonio Benivieni, publicado póstumamente en 1507, casi cuarenta años después de la Fabrica de Vesalio. Su título en latín, De abditis nonnulis ac mirandis morborum et sanationum causis (Sobre algunas de las causas desconocidas y sorprendentes de enfermedades y tratamientos), se refería a las causas «ocultas» y «asombrosas» de enfermedades que habían sido reveladas gracias a las autopsias de ciento once casos clínicos. Benivieni fue uno de los primeros estudiosos en relacionar la enfermedad con los cambios en el organismo.

En 1679, el médico suizo Théophile Bonet (véase figura 4.1) publicó otra antología de anomalías anatómicas que contenía más de tres mil observaciones obtenidas de su propio ejercicio clínico y de otros autores desde la Antigüedad. Dividió la obra en cuatro partes: cabeza, tórax, abdomen y enfermedades sistémicas como fiebres y lesiones. Poniendo de manifiesto la naturaleza en cierto modo paramédica de su labor, dio a su tratado el título Sepulchretum anatomicum (Cementerio anatómico). El libro de Bonet era más largo y más desarrollado que el de Benivieni, pero su título reflejaba todavía la posición marginal de la anatomía en la disciplina médica.

Casi un siglo después, el paduano Giovanni Battista Morga-gni publicó en 1761 un prolijo tratado en tres volúmenes que ampliaba el trabajo de sus predecesores con sus propias experiencias. A diferencia del título de Bonet, las Sedibus et causis morborum per anatomen indagatis (Sedes y causas de enfermedades investigadas mediante la anatomía) de Morgagni incidían en la importancia de la autopsia para la medicina clínica. Trató de acercar la anatomía patológica a los médicos incorporando un índice de enfermedades y otro de lesiones; saber de unas podría conducir al lector a saber de las otras. Por la importancia concedida a las autopsias, muchos historiadores consideran a Morgagni el fundador de la patología moderna. En 1793, Matthew Baillie publicó una obra más breve y accesible titulada The Morbid Anatomy of Some of the Most Important Parts of the Human Body (La anatomía mórbida de algunas de las partes más importantes del cuerpo humano). Muchos doctores se interesaron por la anatomía patológica, pero no les quedaba en absoluto clara su pertinencia en la praxis médica, ya que tanto el diagnóstico como las terapias se fundamentaban en los síntomas. Los métodos de examen antes de la muerte revelaban escasa información sobre los órganos internos. Para tener una «enfermedad», una persona del siglo xviii tenía que encontrarse mal.


4.1 Théophile Bonet, tal y como eligió hacerse retratar. Repárese en la Parca asomando la cabeza por la puerta. Sepulchretum anatomicum, 1700, frontispicio.

La síntesis entre anatomía y medicina clínica tuvo lugar a principios del siglo xix con la aparición del diagnóstico físico, enfoque este que incorporaba las invenciones de la percusión torácica, a cargo del vienés Leopold Auenbrugger, y de la auscultación, por el parisino R. T. H. Laennec. Los síntomas de los pacientes vivos podían relacionarse ahora con los cambios anatómicos. En 1830, Jean Cruveilhier publicó el primer volumen de su tratado lujosamente ilustrado sobre anatomía patológica. Nuevas tendencias en la conceptualización de la enfermedad habían estimulado la aparición de esta tecnología: si la enfermedad era anatómica, entonces tenía que poder reproducirse en una imagen. Una vez consolidada, la patología anatómica suscitó una nueva transformación en los conceptos de la enfermedad: del énfasis en cómo se sentía el paciente, se pasó al énfasis en qué lesión podía descubrirse (véase capítulo 9). Con el auge de la anatomía en la patología, cambiaron los nombres de las enfermedades; por ejemplo, de la tisis (o consunción) se pasó a la tuberculosis.

A principios del siglo xix, los doctores repararon en que no todos los pacientes presentarían cada uno de los síntomas de una enfermedad dada: unos tendrían unos pocos, otros los tendrían todos. En 1825, P. C. A. Louis, médico en París, analizó dos mil casos de tuberculosis correlacionando la mortalidad con la frecuencia de varios síntomas y la edad y sexo de los enfermos. Mucho antes de que las técnicas matemáticas de la probabilidad y la estadística hubieran alcanzado su pleno desarrollo, se le considera el fundador del «método numérico» en medicina. Un alumno suyo, L. D. J. Gavarret, dio un paso más en la sistematización de dicha técnica. El método numérico fue la respuesta de la patología al positivismo que había impregnado la fisiología experimental (véase capítulo 3). Entre sus múltiples sucesores, se cuentan la medicina basada en la evidencia de finales del siglo xx. La palabra «natural», con el significado de salud, decayó paulatinamente en favor del término «normal», con una carga matemática evidente (ver J. H. Warner, Therapeutic Pespective, Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1986, pp. 89-91).

De esa misma época data la aparición de descripciones más «clásicas» de enfermedades, todas ellas reflejo del nuevo interés científico por la anatomía. Bautizadas en honor a sus descubridores, estaban relacionadas con los cambios orgánicos concretos que permitían su diagnóstico; por ejemplo, la enfermedad renal de Bright (1827), la enfermedad de Hodgkin (1832) (véase figura 4.2), la enfermedad de Graves (1835) y la enfermedad de Addison (1855). La vinculación de las enfermedades a formas anatómicas tridimensionales, que podían ilustrarse, tal vez fue el origen de la actual pasión por las imágenes en la comunicación médica.

Gran parte de la anatomía patológica se efectuaba a simple vista hasta la década de 1830, cuando se mejoró el diseño de los microscopios. El concepto de tejidos había aparecido tres décadas antes, a partir de las observaciones macroscópicas de J. C. Smith, P. Pinel y Xavier Bichat, pero el perfeccionamiento de los microscopios permitió llenarlo de contenido. En adelante, las enfermedades podrían identificarse y clasificarse en función de los cambios apreciados en los tejidos. Por ejemplo, el antiguo concepto de «inflamación», caracterizado por el enrojecimiento, la hinchazón, el calor, el dolor y la pérdida de función, asumió nuevas características derivadas de la observación microscópica. El médico vienés de origen checo Karl Rokitansky redactó en alemán un texto de anatomía patológica (1842-1846) y, según se cuenta, efectuó más de treinta mil autopsias a lo largo de su carrera, pero era reacio a emplear el microscopio. Rudolf Virchow, por su parte, estaba convencido de su utilidad; describió la leucemia (1846), fundó una revista de anatomía patológica (1847) y escribió un tratado de patología celular (1858), considerado por muchos una «piedra angular» de la disciplina (véase también capítulo 8). Basándose en su estudio de los tumores, Virchow incorporó la teoría anatómica celular a la patología; llegó a la conclusión de que la anatomía y fisiología de cada célula se transmitían a todas sus células «hijas». En el terreno político, era además progresista.


4.2 Enfermedad de Hodgkin. Acuarela de Robert Carswell, empleada para ilustrar la lectura pública del artículo original de Thomas Hodgkin, en 1832. Los ganglios linfáticos hinchados constituían la definición anatómica de esta enfermedad. Medical School Library, University College, Londres.

La aparición de elegantes innovaciones técnicas permitieron vincular los cambios microscópicos y submicroscópicos en las estructuras con determinadas enfermedades. Este método domina nuestro sistema de conocimiento médico actual. Para determinar qué enfermedad tiene un paciente, los doctores buscan cambios, ya sean anatómicos, químicos (altos niveles de glucosa en sangre, por ejemplo) o físicos (como una elevada tensión arterial). A diferencia de lo que ocurría en el siglo xviii, una persona ya no necesita encontrarse mal para estar enferma. El diagnóstico ya no depende de cómo se sienta el paciente, sino de lo que el doctor descubra (véase capítulo 9).

Los métodos anatómicos para describir e identificar una enfermedad se corresponden con la teoría organísmica; con respecto a las causas, pueden ser tanto externas (ontológicas) como internas (fisiológicas). En apoyo de la perspectiva ontológica tenemos el que la lesión física —un ente tridimensional— se equipare a la enfermedad. Por el contrario, e inclinándose en favor de la perspectiva fisiológica, tenemos que las lesiones parecían brotar del interior del paciente, y que, en cierto modo, tal vez dependían del tipo de persona que sufriera la enfermedad. A finales del siglo xix, la teoría microbiana puso en tela de juicio esa idea y lanzó a la patología en una nueva dirección.

Enfermedad = Órganos dañadosAsí pues, los síntomas no son más que el grito de los órganos dolientes.J. M. Charcot, Clinical Lectures on the Senile and Chronic Diseases (1868; ed. inglesa, Londres: Sydenham Society, 1881), p. 4.La cirugía hace lo ideal; separa al paciente de su enfermedad. Mete al paciente en la cama y a la enfermedad en un frasco.Logan Clendening, Moderns Methods of Treatment (Saint Louis: Mosby, 1925), p. 17.

Enfermedad = Invasión de organismos vivos

La perspectiva ontológica de la enfermedad se consolidó en la década de 1880 con el triunfo de la teoría microbiana, deudora del trabajo de un químico francés, un cirujano británico y un médico alemán, los cuales abordaron el problema al mismo tiempo, cada uno por su cuenta y desde un ángulo distinto. Pese a sus numerosos precursores, la medicina había dudado largo tiempo en aceptar la idea de que las enfermedades estuvieran provocadas por microbios (véase capítulo 7).

El químico Louis Pasteur investigó la fermentación para estudiar (y refutar) la idea de la generación espontánea de seres vivos. Demostró la existencia de una relación entre bacterias y enfermedades, y en algunas impresionantes demostraciones públicas probó que la inoculación podía conceder inmunidad a los animales domésticos. Los doctores recibieron su trabajo con escepticismo por varios motivos: aquellos microbios se encontraban por doquier, incluso en las personas sanas. Además, Pasteur no era médico.

El cirujano Jospeh Lister aplicó la teoría microbiana de Pasteur a la práctica del vendaje de heridas, empleando ácido carbólico para «matar a los microbios» y sellar los cortes. En 1865 curó una fractura abierta en la pierna de un niño y aquel éxito fue publicado en la revista Lancet en 1867. La aceptación de esta técnica antiséptica variaba según los casos, pero la noticia se propagó rápidamente, lo que permitió divulgar las consecuencias prácticas de la teoría microbiana (véase también capítulo 10).

En 1882, Robert Koch identificó el mycobacterium tuberculosis como la causa de la tuberculosis pulmonar, gracias al desarrollo de las técnicas de tinción y cultivo. La tuberculosis era la causa más importante de muerte en el siglo xix y el descubrimiento de Koch tuvo una importantísima repercusión entre científicos y la sociedad en general. Koch también fijó unas normas para determinar si una bacteria determinada era la causa de una enfermedad concreta. Encontrar el organismo en cada caso era una condición necesaria, decía, pero no constituía prueba suficiente para considerar que ese organismo provocase la enfermedad. Era tan solo el primero de cuatro criterios, conocidos como los «postulados de Koch». Para demostrar que se trata de la causa de una enfermedad, el organismo debe: 1) encontrarse en todos los casos; 2) aislarse y reproducirse en un cultivo puro; 3) producir el mismo tipo de enfermedad cuando se inyecta en animales; y 4) recuperarse en todos los casos experimentales. El cumplimiento de los «postulados de Koch» es todavía parte integrante de la investigación etiológica. Aunque había completado su obra más célebre más de veinte años antes, Koch recibió el premio Nobel en 1905.

El triunfo de la teoría microbiana como explicación de las enfermedades avaló de forma automática la búsqueda de vacunas efectivas para producir inmunidad y de fármacos para matar a los organismos invasores. Las primeras investigaciones se centraron en las vacunas.

El experimento más famoso de Pasteur tenía por objeto la creación de una vacuna para la rabia. Desde la Antigüedad, se sabía que la rabia era una enfermedad letal que se contagiaba por el mordisco de un animal infectado. Pasteur descubrió que la virulencia del tejido nervioso infectado menguaba si se exponía largo tiempo al aire. Esperando desarrollar una vacuna atenuada, inyectó a perros durante varios días material cada vez más virulento obtenido del tejido nervioso de conejos infectados con la rabia. La tarde del 4 de julio de 1885 aparecieron frente a su puerta tres personas: Joseph Meister, un niño de nueve años que había sido atacado con saña por un perro rabioso; la madre que había salido ilesa; y el dueño, quien también había recibido mordiscos del perro al rescatar al niño y matar a su animal. Palos, piedras y paja encontrados en el estómago del perro fueron el signo diagnóstico de la rabia. Creyeron que el dueño estaba fuera de peligro (su piel no se había abierto), pero los médicos a los que consultó Pasteur concluyeron que el niño iba a morir. Pensaron que había que administrarle la vacuna, aunque las posibilidades de curación fueran mínimas. En una serie de inyecciones que recuerdan al experimento de Jenner (véase capítulo 7), Pasteur administró al niño una gama de disoluciones preparadas a partir de tejido de conejo infectado con la rabia y que habían sido incubadas en plazos cada vez menores; la última inyección contenía material fresco. El niño sobrevivió y creció hasta convertirse en un hombre hecho y derecho, terminando sus días como conserje del Instituto Pasteur de París. Después de consultar los cuadernos de Pasteur, el historiador Gerald Geison ha descubierto que por lo menos dos pacientes «privados» más recibieron inyecciones con la vacuna de la rabia antes que el pequeño Meister. Uno de ellos falleció.

La teoría microbiana desplazó la causa de las enfermedades desde los órganos internos a invasores externos. Los movimientos higienistas que habían visto frustrados sus esfuerzos durante largo tiempo pudieron ahora contar con el aval de la ciencia en su proyecto de limpiar el mundo en una campaña concertada contra un «enemigo» vivo (véase capítulo 5). Es más, la teoría microbiana engendró la nueva ciencia de la bacteriología, que hizo más por situar la patología en el punto de mira médico que ninguna otra forma de investigación. Los bacteriólogos lograron imponer el microscopio como herramienta útil tanto para doctores como para científicos. Las técnicas de tinción necesarias para visualizar los microbios también podían aplicarse a los tejidos, lo que dio mayor importancia a la anatomía en el campo de la clínica.

La medicina de laboratorio desempeñó un papel fundamental en la transformación de los hospitales de lugares que era preferible evitar en lugares de ciencia y curación (véase capítulo 9). Pronto todo hospital necesitaría un laboratorio con alguien preparado para dirigirlo, normalmente un doctor especializado en patología. El ascenso de la patología como especialidad independiente está íntimamente relacionado con dicha transformación, que coincidió con los primeros compases de una especialización generalizada en todas las ramas de la medicina. Con la llegada del siglo xx, los patólogos trabajaban ya en hospitales y facultades de medicina de Europa y América. Eran las estrellas de la ciencia médica; sus trayectorias profesionales eran llamativamente parecidas, ya que iban cosechando toda suerte de honores por incorporar nuevas ciencias a la medicina clínica.

Desde 1878 William Henry Welch impartió clases de patología en Nueva York. En 1885 —apenas tres años después del descubrimiento de Koch—, lo convocaron a Baltimore con la seductora oferta de dirigir el departamento de patología del hospital Johns Hopkins, que abriría sus puertas en 1889. Fiel reflejo de la nueva jerarquía de las ciencias en el campo médico, no fue fortuito que Welch, un patólogo puntero, fuera elegido primer decano de la recién estrenada facultad de medicina en 1893. Ocho años después, Welch se convirtió en el primer presidente de la Junta de Directores del Instituto Rockefeller de Investigación Médica, un cargo que «propulsó al corpulento patólogo, que entonces contaba cincuenta y un años, a cotas más altas todavía: el selecto mundo de la filantropía, el mecenazgo universitario y la labor en fundaciones»

(A. B. Swingle, Hopkins Medical News, otoño de 2002). La combinación de ciencia y medicina clínica en la facultad de medicina Johns

Hopkins fue ampliamente copiada por docentes universitarios durante más de medio siglo. La patología era la clave.

En Gran Bretaña, el médico Almroth Wright se especializó en bacteriología cuando fue nombrado profesor de patología de la facultad de medicina del ejército en 1892. Diez años después, fundó un departamento de investigación en la facultad de medicina del Saint Mary’s Hospital en Londres, donde investigó en el campo de las vacunas. Cuatro años más tarde fue ordenado caballero del Imperio británico.

En Alemania, Emil von Behring empezó sus estudios de medicina, sirvió como médico militar y, a partir de 1888, trabajó junto a Koch en su instituto de investigación en Berlín, donde desarrolló antitoxinas para el tétanos y la difteria. Más tarde, se mudaría a Marburgo para impartir clases de higiene en la facultad de medicina. En 1901, von Behring se convirtió en el primer galardonado con el premio Nobel de medicina por sus trabajos sobre la difteria. También en Alemania, el joven médico judío Paul Ehrlich había experimentado con tinciones de tejidos para su tesis doctoral, que leyó en 1878. Al igual que von Behring, trabajó con Koch en el diseño de un método de tinción para el bacilo de la tuberculosis. Ya en 1882, ostentaba una plaza de profesor en la facultad de medicina de Berlín y en 1908 también le fue concedido el premio Nobel.

En Francia, Émile Roux aprovechó su trabajo con la vacuna de la rabia de Pasteur como base para su tesis doctoral, leída en 1881. Dos años más tarde ayudó a fundar el Instituto Pasteur, donde desarrolló gran parte de su carrera trabajando en la administración de la institución y en la investigación de las enfermedades infecciosas. Entre 1901 y 1932, Roux fue propuesto más de cien veces en veinticuatro años distintos para el premio Nobel, lo que le convirtió en uno de los científicos más admirados que no logró esa recompensa. Charles Nicolle, colega suyo más joven, regresó a su Ruán natal para trabajar de profesor en la facultad de medicina; en 1896, apenas tres años después de obtener su título de doctor en medicina, pasó a desempeñar el cargo de director del laboratorio de bacteriología de la facultad. Más tarde viajaría a Túnez para dirigir una sucursal del Instituto Pasteur, donde descubrió el papel de los piojos en la transmisión del tifus. Por este logro le fue concedido, veinte años después, el premio Nobel.

William Osler, canadiense de nacimiento, estaba fascinado con las posibilidades que brindaba la ciencia de laboratorio para el diagnóstico. Su primer destino fue una plaza de patólogo en la universidad McGill en 1874. Tras un breve paso por Filadelfia, Osler se unió a Welch como profesor fundador de la asignatura de medicina clínica en la influyente universidad Johns Hopkins de Baltimore. Sus Principles and Practice of Medicine (1892) mezclaban la patología con escabrosos casos clínicos, lo que lo convirtió en el libro de texto más duradero e influyente de su tiempo. Terminó su carrera como Regius Professor de medicina en Oxford. Aun hoy es venerado en numerosos círculos, como la American Osler Society, que sigue reuniéndose anualmente en su honor. Su protegida Maude Abbott organizó el soberbio museo de especímenes patológicos de la universidad McGill y su clasificación de las malformaciones congénitas del corazón fue una condición indispensable para la cirugía a corazón abierto. En la misma tradición, el patólogo canadiense de origen escocés William Boyd publicó el primero de sus numerosos textos sobre patología en 1925. Admirados por su uso de la ciencia, sus libros también recibieron grandes encomios por su vibrante prosa.

Libro de texto de William Boyd (1925)Sobre la bronquiectasia«Malolientes charcos de pus» se acumulan provocando «un aliento pestífero que convierte en un marginado social a la desdichada víctima, con lo que termina viviendo sola, aislada, sin amparo ni esperanza.»Sobre el papiloma velloso de la vejiga visto a través del cistoscopio El «delicado y ramificado crecimiento ... despliega sus frágiles proyecciones cuando la vejiga se llena de agua hasta asemejarse a un cuajo de algas en una charca marina».William Boyd, A Textbook of Pathology (1925; 8ª ed., Filadelfia: Lea and Febiger, 1970), pp. 698, 945.

Ejemplo paradigmático del alcance internacional de esas contribuciones fue la trayectoria profesional de Félix d’Hérelle. Nacido en Montreal, estudió los bacteriófagos, unos virus cuyo ácido nucleico se convirtió en el prototipo de la genética molecular. Su interés le llevó por los cinco continentes; al igual que Roux, fue candidato al premio Nobel veintiocho veces entre 1926 y 1937, sin ganarlo nunca.

La mayoría de científicos que trabajaban en laboratorios clínicos y en las universidades no disfrutó de tanta fama; a veces, tenían demasiado trabajo y no se les concedía el reconocimiento que merecían. Cuando finalmente se aceptó sin fisuras la importancia de la patología para la medicina clínica, se organizaron para fijar unos criterios de formación y ejercicio de la disciplina, además de obtener su reconocimiento como especialidad independiente. Como ocurriera en su momento con la fisiología (véase capítulo 3), aunque un poco más tarde, este proceso de profesionalización se fraguó gracias al concurso de sociedades, revistas, departamentos universitarios y congresos. Como la patología se había convertido en una especialidad médica, al final se impuso la creación de exámenes independientes para obtener los títulos correspondientes (véase tabla 4.1).

Tabla 4.1

Algunas organizaciones formadas por patólogos

AñoPaísOrganización
1906Reino UnidoSociedad de Patología de Gran Bretaña e Irlanda
1916AlemaniaSociedad Alemana de Patología
1922Estados UnidosSociedad Estadounidense de Patólogos Clínicos
1927Reino UnidoAsociación de Patólogos Clínicos
1936Estados UnidosJunta Estadounidense de Patología
1942FranciaSociedad Francesa de Biología Médica
1947Estados UnidosColegio de Patólogos Estadounidenses
1947InternacionalSociedad Internacional de Patología Clínica(se convierte en Asociación Mundial en 1972)
1949CanadáAsociación Canadiense de Patólogos
1952JapónSociedad Japonesa de Patología Clínica

La esplendorosa promesa de que la medicina de laboratorio podía salvar vidas y ayudar a resolver crímenes despertó el interés de la sociedad. El bacteriólogo Paul de Kruif homenajeó en emocionantes relatos a algunos de esos investigadores. Su libro Microbe Hunters (Cazadores de microbios), publicado en 1926, inspiró a varias generaciones de futuros científicos médicos y se ha convertido, a su vez, en objeto de estudio histórico. De Kruif había trabajado en el Instituto Rockefeller. Sirviéndose de caricaturas populares, el historiador Bert Hansen ha documentado la transformación de la figura del doctor, que pasó de ser un petimetre vestido con levita a un científico enfundado en una bata blanca, y la relacionó con las pasiones que despertaban algunos casos particulares. En diciembre de 1885, cuando no había pasado un año todavía del caso del joven Meister, el público estadounidense leyó con fascinación los artículos periodísticos en los que se daba noticia del viaje a París de cuatro niños que habían sido mordidos por un perro para que los vacunara el doctor Pasteur.

La ciencia en la que descansan la patología y la bacteriología desembarcó también en el terreno de la ficción, donde fue (y sigue siendo) calurosamente acogida por los lectores. El personaje de Sherlock Holmes, creado en 1887 por el médico y escritor Arthur Conan Doyle, estaba inspirado en el cirujano Joseph Bell; su repertorio incluía los más recientes descubrimientos científicos. La novela Doctor Arrowsmith, publicada en 1925 con un enorme éxito, relataba las vicisitudes y éxitos de un médico científico; su autor, Sinclair Lewis, dedicó el libro a su amigo De Kruif. Le fue concedido el premio Pulitzer (que rehusó) y el Nobel de literatura. El médico y escritor escocés A. J. Cronin creó héroes de la misma estirpe en su novela La ciudadela (1937). Los patólogos siguen interpretando papeles secundarios y protagonistas en novelas, películas y series del género policial. En tiempos recientes también encontramos personajes femeninos: el personaje de Kay Scarpetta, creado por Patricia Cornwell; Samantha Ryan de la serie de la bbc Silent Witness; y Temperance Brennan, quien, como su creadora Kathy Reichs, es antropóloga forense y el alma de la serie Bones. Otros muchos escritores de éxito del género negro también trabajaron en el campo de la salud o como forenses; sirvan de ejemplo Agatha Christie y P. D. James.

El vertiginoso ascenso de la patología no fue un campo de rosas, ya que todavía a principios del siglo xx encontraba adversarios. En 1906, la teoría microbiana se había popularizado tanto que fue objeto de las mofas de George Bernard Shaw. Los críticos sostenían que los microbios no podían explicarlo todo: algunas personas eran más susceptibles de infectarse que otras, de ahí que la infección microbiana por fuerza tuviera que ver también con el anfitrión y no solo con el agente invasor, algo que los métodos anatómicos no habían logrado explicar todavía.

El excesivo microbio del exceso de trabajoridgeon: No es nada. Me he mareado un poco. Exceso de trabajo, supongo...b. b. [Sir Ralph Bloomfield Bonington]: ¡Exceso de trabajo! Menudo invento. Yo hago el trabajo de diez hombres. ¿Y me mareo? No. De ninguna manera. Si no te encuentras bien, tienes una enfermedad. A lo mejor no es grave, pero es una enfermedad. ¿Y qué es una enfermedad? El hospedaje en el organismo de un microbio patógeno y la multiplicación de dicho microbio. ¿Cuál es el remedio? Es muy sencillo. Encontrar el microbio y matarlo.sir patrick: Supongamos que no hay microbio.b. b.: Imposible ... Tiene que haber un microbio; de lo contrario, ¿podría el paciente estar enfermo? ... [Con tono severo] No hay nada que la ciencia no pueda explicar.G. B. Shaw, The Doctor’s Dilemma (1906; reedición, Harmondsworth: Penguin, 1957), pp. 102, 112. [Ridgeon era una versión apenas disimulada del inmunólogo Almroth Wright.]

La herencia contraataca

Enfermedad = moléculas

El concepto de herencia viene de muy lejos. Que algunas personas tengan rasgos físicos y psicológicos distintos se había expresado con palabras como «temperamento». Del mismo modo, desde antiguo se creía que ciertas enfermedades eran «familiares». Pero las explicaciones hereditarias empezaron a parecer anticuadas con el nacimiento de la teoría microbiana. Mientras la bacteriología atraía la patología a hospitales y facultades de medicina, el estudio de la herencia quedó en manos de otros científicos especialistas en botánica, entomología y agricultura.

En 1900, una controversia internacional sobre la paternidad de un avance científico motivó el redescubrimiento de las leyes de la herencia que habían sido publicadas treinta años antes por el botanista y sacerdote austríaco Gregor Mendel. El trabajo de Mendel con los guisantes era tan perfecto que algunos historiadores consideran hoy que amañó los resultados. No obstante, la distribución y herencia de ciertos rasgos en líneas dominantes y recesivas parecía tener sentido. Dos años después, en 1902, el inglés Archibald Edward Garrod resolvió la herencia de la alcaptonuria. Fue la primera vez que se demostraba que una enfermedad humana seguía las leyes de Mendel. De pronto, esta observación holística dio impulso a aquellos postulados fisiológicos de la enfermedad que habían quedado eclipsados por la teoría microbiana. Importa saber quién eres para explicar qué enfermedades padeces.

Los éxitos en el campo de la bacteriología impulsaron, a su vez, nuevas mejoras en los microscopios, lo que permitió apreciar con mayor claridad tejidos y células. A finales del siglo xix, los científicos habían observado los cromosomas; en 1899, se anunció el efecto de la colchicina sobre la mitosis, lo que permitió experimentar en este campo. Las etapas más tempranas de la genética se desarrollaron en Estados Unidos y surgieron de los márgenes de la anatomía descriptiva y la biología celular. El embriólogo Thomas Hans Morgan no era doctor en medicina; se había doctorado en 1890 con una tesis en zoología comparada. Tras serle concedida en 1904 una plaza de profesor de zoología experimental en la Universidad de Columbia, empezó a trabajar en la mosca de la fruta (Drosophilia melanogaster). Gracias a la colchicina, se podían estudiar los patrones cromosómicos bajo el microscopio óptico. Morgan no tardó en conjeturar que las unidades hereditarias se hallaban en los cromosomas; recibieron el nombre de «genes», término acuñado en 1909. En 1910, Morgan ya había averiguado los principios de la transmisión hereditaria por sexo y se centró entonces en el análisis del entrecruzamiento en la división celular. El concepto de herencia ligada al cromosoma x se aplicó a ciertas enfermedades que se sabía desde hacía tiempo que solo se daban en niños varones, como la distrofia muscular o la hemofilia. Sin embargo, comoquiera que nadie comprendía qué era exactamente un gen y cuál era su funcionamiento, poco podía hacerse con esa nueva forma de expresar lo obvio. Los numerosos logros de Morgan fueron recompensados con el premio Nobel en 1933, fecha un tanto tardía que quizá se debió a la euforia que rodeaba a la bacteriología en aquel tiempo.

En cuanto fue posible visualizar, medir y experimentar con los cromosomas, la herencia pareció recuperar el tiempo perdido y se convirtió en un campo científico específico. Con todo, la investigación seguía desarrollándose al margen de las instituciones médicas y a menudo tenía que apoyarse en los métodos de la física y la química. Paso a paso los hallazgos fueron aproximándose al terreno de la utilidad clínica, pero seguía tratándose de una especialidad estadounidense. Por ejemplo, en 1927 Hermann J. Müller demostró que los rayos x podían dañar los cromosomas de la mosca de la fruta, un descubrimiento que desdibujó la enconada rivalidad entre causas internas y externas. En esos mismos años, Barbara McClintock, trabajando con el maíz, estudió los cambios cromosómicos durante la reproducción; en la década de 1940, descubrió que algunos genes eran como niños revoltosos porque saltaban de un lugar cromosómico a otro en un proceso llamado transposición. Sus conclusiones fueron consideradas sacrílegas durante largo tiempo. También en la década de 1940, George Beadle y Edward Tatum acercaron la genética a la utilidad clínica con su hipótesis del «un gen, una enzima». A diferencia de los bacteriólogos, ninguno de esos investigadores había sido médico. Todos ellos terminarían ganando el premio Nobel de medicina, pero algunos tuvieron que esperar muchos años.

Entre tanto, los movimientos eugenésicos, muy populares en aquel tiempo, se apropiaron de la ciencia genética (véase capítulo 13). No obstante, la mayoría de genetistas, con Morgan a la cabeza, terminarían sospechando de los usos peligrosos que se podían hacer de su especialidad para justificar medidas discriminatorias basadas en la raza, la clase o la ideología política.

Fue el descubrimiento de la estructura del adn en 1952 lo que propulsó la genética al primer plano de la vida pública, proporcionándole las primeras planas de los periódicos como había ocurrido con la bacteriología medio siglo antes. Los investigadores esperaban poder demostrar que los genes eran proteínas. Oswald Avery, nacido en Canadá, llamó la atención sobre el ácido nucleico adn en 1944. Pero la pregunta seguía siendo cómo esa molécula podía portar la complicadísima información necesaria para construir un organismo. Ya en 1950 Erwin Chargaff, un bioquímico austríaco de origen judío que había emigrado a Nueva York, hizo varias observaciones que resultarían cruciales para despejar el misterio: en los cuatro aminoácidos del adn, el número de unidades de guanina es el mismo que el de unidades de citosina; del mismo modo, el número de adeninas es el mismo que el de timidinas. En la universidad de Cambridge, James Watson y Francis Crick utilizaron esta información e imágenes por cristalografía de rayos x obtenidas por otros investigadores para descubrir la estructura de doble hélice. Se ganaron la posteridad y llevaron la genética a las puertas mismas de la medicina clínica.

Ciertas constelaciones de múltiples síntomas podían reducirse ahora a una anomalía cromosómica o incluso a una única sustitución molecular en el adn, detectada por la carencia de un enzima o su alteración. A partir de 1959 se empezó a prestar más atención a las personas que nacían con algún defecto, agrupándolas en patrones clínicos que se relacionaban inmediatamente con cambios cromosómicos o enzimáticos. Algunas afecciones hacía décadas que eran conocidas; otras formas más infrecuentes se buscaban con ahínco. En efecto, a veces la descripción cromosómica permitía descubrir una enfermedad clínica. Jérôme Lejeune, quien describió la trisomia del par 21 en 1959, señaló los tintes racistas del término «mongolismo», elegido por su predecesor J. Langdon Down. Más veces de lo deseable, el epónimo identificaba a alguien que no era el descubridor original o cuyas opiniones ya no gozaban de respeto entre la profesión. Los nombres de los descubridores clínicos permanecieron asociados a los síndromes que hemos referido (véase tabla 4.2), pero a partir de 1960 los epónimos decayeron en favor de nombres de ciudades o patrones cromosómicos. Por ejemplo, Lejeune también descubrió el síndrome x frágil y, sin embargo, ninguna enfermedad lleva su nombre.

Tabla 4.2

Algunos problemas clínicos relacionados con anomalías cromosómicas

Nombredel síndromeAnomalíaDescripción clínicaDescripcióncromosómicao enzimática
Downcopia extradel cromosoma 2118661959
KlinefelterXXY (varón)19421956
Turner0X (mujer)1930-19381959
Hurlergen recesivo19191959
Leucemia mieloide crónica*cromosoma Filadelfia18451960
X frágil1968
* La translocación del cromosoma 9 al 22 fue descrita en 1973.

En la actualidad, las alteraciones derivadas de numerosos trastornos hereditarios o adquiridos se definen por su expresión fenotípica, cromosómica o en los ácidos nucleicos. Sirvan de ejemplo la enfermedad de Tay-Sachs (análisis de la hexosaminidasa A, 1970), la anemia de células falciformes (locus en el brazo corto del cromosoma 11, responsable de la síntesis de cadenas de beta globina); la distrofia muscular (cartografía genética, 1987); y la fibrosis quística (cartografía genética, 1989). El descubrimiento a mediados de la década de 1950 del complejo de histocompatibilidad humana (antígenos leucocitarios humanos, o hla por sus siglas en inglés) ayudó a explicar la predisposición a padecer ciertas enfermedades hereditarias y contribuyó a la tipificación tisular para valorar la compatibilidad entre donantes de órganos y receptores relacionados familiarmente o no. En efecto, cabría decir de la tipificación hla que es una versión moderna del antiguo concepto de «temperamento» individual. A veces las técnicas genéticas sirvieron para justificar realidades clínicas que habían sido cuestionadas: por ejemplo, el tipo de distrofia muscular congénita que identificó el japonés Yokio Fukuyama (véase su «Abstract» en Brain and Nerve, vol. 60, n. 1 [2008], pp. 43-51). Así como la bacteriología había dominado los primeros premios Nobel, la genética ejerció su dominio un siglo más tarde.

Gracias a la precisión de la identificación molecular, la patología ha trascendido los ámbitos de la medicina y la justicia para convertirse en un reputado instrumento para investigar el pasado. El estudio de las momias egipcias se ha convertido en una nueva especialidad, mientras que los descubrimientos de restos óseos y cadáveres congelados suscitan un gran interés entre científicos y público en general. Los cadáveres de la expedición perdida de Franklin (que se empezaron a encontrar en 1981), Ötzi, el hombre de hielo fallecido hace cinco mil años y hallado en los Alpes (1991), y la abertura de las tumbas de víctimas de la gripe española en el permafrost de Spitzbergen (1998) se cuentan entre los hallazgos recientes a los que se ha prestado especial atención. La paleopatología no solo puede explicar las características, enfermedades y muertes de individuos de tiempos remotos, sino que permite, además, demostrar los vínculos y orígenes de las poblaciones actuales.

El modelo médico actual y sus problemas

Si retomamos las perspectivas causales de la enfermedad, podemos encontrar ahora elementos pertenecientes al paradigma causal externo (ontológico) e interno (fisiológico) en el modelo médico actual. El primero lo vemos en enfermedades provocadas por virus y bacterias y modificadas fisiológicamente por la condición del sistema inmune del anfitrión. El segundo lo vemos en desórdenes genéticos o autoinmunes, modificados ontológicamente por conceptos como la autoinmunidad post-viral para enfermedades como la diabetes o la esclerosis múltiple. No obstante, las descripciones de las enfermedades en los libros de texto médicos se ajustan en su inmensa mayoría a una perspectiva organísmica de la enfermedad; es decir, un fenómeno indeseable y, con suerte, discontinuo que afecta a los individuos.

Hacer extrapolaciones a partir de estas perspectivas teóricas puede ser peligroso. Por ejemplo, una adhesión inflexible a la perspectiva ontológica de la enfermedad entendida como la consecuencia de unos demonizados invasores externos puede a veces impulsar a la sociedad a alejarse de aquellas personas que parecen hallarse en riesgo. En el Canadá del siglo xix, a los inmigrantes que se les consideraba propensos a padecer el cólera se les encerraba por la fuerza en unos cobertizos insalubres, donde aquellos que no estaban infectados no tardaban en enfermar y morir. Del mismo modo, en tiempos más recientes, a los homosexuales y haitianos se les ha equiparado con el sida. En 2003, la aparición del sars (síndrome respiratorio agudo, por sus siglas en inglés) desencadenó reacciones xenófobas contra personas procedentes del sudeste asiático. Se proponen controles contra grupos de riesgo como si sus miembros fueran sinónimo de la enfermedad o de su causa (véase capítulo 7).

Asimismo, la extrapolación de consideraciones fisiológicas acerca de las enfermedades permite a los observadores culpar a los pacientes de sus enfermedades. Por ejemplo, algunas descripciones de enfermedades incorporaban prejuicios raciales, de género o de clase: enfermedades «judías», «negras», de mujeres, y de la pobreza. El historiador Robert Aronowitz sugiere que el concepto de factores de riesgo desarrollado a partir de la década de 1960 ha contribuido a mitigar las notables diferencias y desventajas que presentan ambas perspectivas causales: los factores de riesgo que predisponen a una enfermedad se expresan estadísticamente y combinados entre sí, y no se interpretan como las consecuencias intrínsecas a determinados rasgos de la vida de los individuos..

Las enfermedades, en tanto que ideas, se construyen con palabras y metáforas. A veces de forma intencionada y otras sin quererlo, esas metáforas manifiestan actitudes sociales pese a su pretensión de expresar una ciencia imparcial. En consecuencia, la enfermedad, al igual que los cuerpos, puede ser un «constructo social» (véanse también capítulos 2 y 7). Como demostró la crítica literaria Susan Sontag, los estereotipos pueden desencadenarse por la presencia de la propia enfermedad en un cierto grupo.

No solo cambian las actitudes sociales. La ciencia también puede demostrarse «equivocada» con el tiempo. La patología es vulnerable a distorsiones, abusos y errores. Por ejemplo, la frenología era el estudio del carácter, la inteligencia y las enfermedades mediante la lectura de la forma de la cabeza (véase figura 4.3). Hoy día resulta fácil desprestigiarla, pero en su momento la frenología era ciencia con todas las letras, cuando la anatomía se hallaba en pleno auge y los doctores estaban decididos a encontrar pistas externas que pudieran orientarles en la detección de alteraciones ocultas en los órganos internos. Muchos médicos distinguidos habían estudiado frenología y se devanaban los sesos intentando aplicarla.

Sobre la frenología y otros muchos temas, las autoridades médicas pronunciaron con gran confianza opiniones que con el tiempo se descubrió que eran erróneas. Los errores flagrantes del pasado persistieron porque parecían casar bien con los datos observados, ofrecían explicaciones y se ajustaban a la ciencia contemporánea. Los críticos de la medicina moderna advierten de esos errores del pasado como un aviso de peligro para el presente de la disciplina. Sin duda, parte de lo que hoy día damos por válido se demostrará equivocado, pero no podemos saber qué en concreto.


4.3 Comparación frenológica que ilustra las distintas capacidades intelectuales (y formas de la cabeza) de Galileo y de una mujer india. En O. S. y L. N. Fowler, Self-instructor in Phrenology and Physiology, 1859, p. 159.

Los críticos también se lamentan de que en el modelo médico el sufrimiento parece tener menos valor que las lecciones objetivas que pueden extraer los médicos: los doctores tienen demasiado poder en el diagnóstico. Estas quejas tienen derivadas filosóficas. Por ejemplo, las personas que padecen el «síndrome de fatiga crónica» experimentan muchos síntomas, pero la credibilidad que se concede a su desorden es mucho menor que la de enfermedades como el carcinoma in situ, la hipertensión o ser seropositivo. A veces esta situación conduce a diferencias que resultan paradójicas cuando no absurdas: el inquietante ascenso en casos de hepatitis C tuvo lugar en el marco de una práctica desaparición de las formas clínicas de hepatitis por transfusión (véase Duffin 2005). Con la multiplicación de factores de riesgo tratables, algunos de los gastos farmacéuticos más importantes corresponden a «enfermedades» que no presentan ningún síntoma en absoluto: hipertensión, hiperlipidosis y diabetes leves (véase capítulo 5).

Quienes acuden a las medicinas alternativas o complementarias anhelan una integración holística del cuerpo y la conciencia, un retorno a la subjetividad. Pero el holismo queda cada vez más lejos del alcance de una medicina basada en la corroboración de los más ínfimos cambios materiales. El célebre neurólogo y escritor Oliver Sacks también abogaba por una revisión del saber médico. Tras citar las carencias de aquellas definiciones de enfermedades que se limitan a la física o la química, describió los aspectos físicos del malestar y la gran fuerza de adaptación del ser humano en términos de organización y diseño. «Casi todos mis pacientes —escribe—, sean cuales sean sus problemas, le tienden la mano a la vida, y no sólo a pesar de sus dolencias, sino a menudo a causa de ellas, e incluso con su ayuda» (Un antropólogo en Marte, Anagrama, 1997, p. 18). En otras palabras, lo subjetivo debería formar parte de la enfermedad, al igual que forma parte del malestar del enfermo, y tal y como ocurría en tiempos remotos. Si encontramos la manera de incorporar lo subjetivo a nuestros conceptos de la enfermedad, a lo mejor podremos descubrir también una finalidad y un significado de nuestras dolencias.

Una medicina narrativa, relatada, sería una posible respuesta a esta necesidad de reincorporar el sufrimiento a la patología. Podría enmendar las carencias de unos diagnósticos y atención médica que orbitan exclusivamente en torno a la figura del doctor, por más que muchos médicos apenas puedan imaginar que ese enfoque pueda formar parte de la patología. Esas historias las cuentan los pacientes o sus cuidadores, para que las lean desconocidos, otros pacientes y sus familias. Un ejemplo temprano de ese género es la autopatografía de Norman Cousins Anatomía de una enfermedad (1979), en la que se relata cómo el propio autor se cuidaba y reía de sí mismo en el trance de su malestar. Ese método puede extenderse también a la poesía, el arte, el cine y la lectura de clásicos literarios. Artistas y estudiosos de la literatura enseñan hoy a estudiantes de medicina y trabajan con enfermos. ¿Cómo funciona ese enfoque? Si un hombre se ha convencido de que el cáncer que padece se debe a que fue cruel con su madre, su doctora deberá admitir la idea por mucho que le parezca un desatino. Si una mujer con artritis ve en el dolor que sufre la oportunidad de crecer espiritualmente, es posible que no tolere bien la medicación prescrita.

Lo que empezó como un lento goteo de artículos firmados por especialistas en ética a finales de la década de 1980 ha proliferado desde el cambio de siglo. El trabajo actual sobre la narración —e incluso su investigación científica— se analiza en congresos y revistas. Para cubrir esta demanda en internet, la «Literature, Arts, and Medicine Database» ha ido creciendo a buen ritmo desde 1993 bajo la dirección editorial de la fisióloga Felice Aull de la Universidad de Nueva York. La consultan enfermos, cuidadores y estudiantes de todo el mundo. En esta misma línea, la Universidad de Columbia lanzó un programa bajo la dirección de Rita Charon en 1996. «Narración» se convirtió en un encabezamiento de materia médica (MeSH) en 2002. La historia de este movimiento todavía está por escribir.

Por último, la aceptación acrítica de una perspectiva organísmica de la enfermedad en el modelo médico tal vez no se compadezca bien con los valores políticos de nuestro tiempo, pues entraña dificultades tanto para las enfermedades crónicas como para la salud pública (véase capítulo 15). Siguiendo con el argumento, si consideramos la opción opuesta, habremos de enfrentarnos a un mundo en el que las enfermedades no tienen fin ni pueden ser erradicadas —en efecto, tal vez no deberían serlo—, un mundo en el que cierto grado de enfermedad incluso podría resultar beneficioso. Esta teoría «no organísmica», o poblacional, también recibe el nombre de teoría ecológica de la enfermedad. Se advierten huellas de dicha perspectiva en el pasado, pero rara vez la encontramos en los textos médicos. En la Edad Media, autores como Hildegarda de Bingen reseñaron en relatos sobre la enfermedad que los períodos de sufrimiento podían resultar en un fortalecimiento moral. Más próximos a nuestro tiempo, el darwinismo social o ciertos conceptos malthusianos que se inspiraban en «la supervivencia de los más aptos» también coincidieron con esos ideales. Por ejemplo, a menudo se hace referencia a la supuesta protección contra la malaria que ofrece la hemoglobina falciforme, lo que favorece la persistencia del alelo falciforme en varias poblaciones.

Pero no es necesario volver al pasado para encontrar ejemplos de esa mirada no organísmica. La financiación de las políticas de salud pública ha de encontrar soluciones de compromiso entre la dura realidad de unos recursos limitados, por un lado, y los ideales médicos y los derechos de los individuos a buscar una cura, por el otro. Los gobiernos pueden decidir que los ancianos, cumplida cierta edad, no tienen derecho a recibir tratamientos costosos como la diálisis o un bypass coronario, o que los bebés nacidos prematuros por debajo de cierto estado de gestación no merecen recibir cuidados intensivos. Asimismo pueden decidir dónde y de qué manera han de ejercer los médicos, o a qué grupos sociales ha de prestar servicio cada hospital. Siguiendo a Oliver Sacks, esta perspectiva poblacional podría resumirse en que la enfermedad tal vez no sea «buena», pero cuando se trata de fomentar el bien mayor para el mayor número de personas, algo de enfermedad es, por lo menos, «tolerable» (véase capítulo 6).

La patología es una ciencia compleja que ha de definir los cambios materiales de forma fiable. Sin embargo, de ser un estudio holístico del sufrimiento ha quedado reducida a una investigación de laboratorio centrada en encontrar qué funciona mal. Pese a los esfuerzos de incorporar un criterio cualitativo, la cultura y la identidad a nuestra comprensión de la enfermedad, la respuesta a la pregunta «¿Qué me pasa?» —es decir, el diagnóstico— casi siempre se basa en la más ínfima lesión identificable en el organismo, en el cambio material más diminuto.

Sugerencias de lecturas complementarias

En la página web de la Bibliografía: http://histmed.ca

La vida es breve; la ciencia, extensa; la ocasión, fugaz; la experiencia, insegura; el juicio, difícil.

Hipócrates, Aforismos, I, 1.

Historia escandalosamente breve de la medicina

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