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El viernes siguiente, Ted repitió su ritual de costumbre. Slim había considerado hablar con Emma por la mañana y luego llevarla con él para demostrar su historia, pero después de una noche llena de pesadillas de demonios del mar y olas que rompían, se lo pensó mejor. Viendo a Ted desde el mismo promontorio de hierba desde el que lo había visto las últimas semanas, se sentía extrañamente inútil, como si hubiera estado corriendo hasta una pared de ladrillos y no le quedara otro sitio a donde ir.

Tras volver a bajar a la playa después de que Ted se fuera, dio una patada a los restos rosas desgastados de una pala de plástico y decidió que ya era el momento de profundizar más.

Imaginaba que el sábado y el domingo eran los días en que más gente estaría en casa, así que peinó las calles, llamando a las puertas y haciendo preguntas con su nuevo disfraz de falso documentalista. Poca gente le prestó atención y para cuando entró en uno de los tres pubs de Carnwell para reunir lo que había recabado hasta entonces, dudó que de todos modos estuviera en un estado como para avanzar mucho.

Iba tambaleándose por la última calle del límite del norte del pueblo cuando sonó brevemente una sirena para avisar de que había un coche de policía detrás de él.

Slim se detuvo y se dio la vuelta, apoyándose en una farola para recuperar el control. Un agente de policía bajo la ventanilla e indicó con la mano a Slim que subiera.

Con poco más de cincuenta años, el hombre sacaba diez a Slim, pero parecía en forma y saludable, el tipo de hombres que toma muesli y zumo de naranja para desayunar y sale a correr a la hora de comer. Slim recordó con cariño los días en que había visto en el espejo un hombre así que le miraba, pero habían pasado un par de años desde que había tirado y roto el único espejo de su piso y nunca se dedicó a pensar en la mala suerte que había generado.

El policía sonrió.

—¿Qué está pasando? Llevo hoy tres llamadas. El doble de la media semanal. ¿Qué casa está pensando robar?

Slim suspiró.

—Supongo que, si tuviera que elegir, iría a esa verde de Billing Street. ¿Era el número seis? ¿El marido trabajando y dos Mercury al lado? Se puede decir por el sonido del aire acondicionado que la casa contiene un tesoro. Quiero decir, ¿quién tiene aire acondicionado en el noroeste de Inglaterra? Ya estaría allí si no quisiera arriesgarme a que la alarma que hay justo detrás de la puerta tenga una conexión directa con la policía.

—Sí que la tiene. Terry Easton es un abogado local.

—Sanguijuelas.

—Tiene razón. Así que déjeme adivinar, ¿señor…?

— John Hardy. Llámeme Slim. Todo el mundo lo hace.

—¿Slim?

—No pregunte. Es una larga historia.

—Sería lo normal. Así que, Mr. Hardy, adivino que no está realmente interesado en mitos y leyendas locales. ¿Quién es usted, un policía camuflado de Scotland Yard?

—Ya me gustaría. Inteligencia militar, despedido. Ataqué a un hombre que en realidad no se estaba tirando a mi mujer. Cumplí mi condena, salí una serie de habilidades previas y un problema con la bebida esperando a desarrollarse.

—¿Y ahora?

—Investigador privado. Trabajo sobre todo en los alrededores de Manchester. El hambre me ha traído tan al norte —Palmeó su barriga—. Que no le engañe. Solo es cerveza y agua.

Como si no estuviera seguro dónde se encontraba Slim entre la verdad y el humor, el hombre intentó una sonrisa.

—Bueno, Mr. Hardy, mi nombre es Arthur Davis. Soy el inspector jefe de nuestra pequeña policía local aquí en Carnwell, aunque el tamaño de nuestra fuerza apenas se merece el título. Creo que usted trató contactarme acerca de un caso abierto. ¿Joanna Bramwell?

—¿Habitualmente responde así a las llamadas?

Arthur se rio con una voz de barítono que hizo que a Slim le zumbaran los oídos.

—Volvía a casa. Aunque voy a ser atento con usted. ¿Quiere contarme ahora de qué va todo esto? Ben Orland es un viejo amigo y esa es la única razón por la que me permito considerar siquiera hablar con usted. Hay casos abiertos y luego está el caso de Joanna Bramwell. Es uno que esta comunidad siempre ha preferido mantener enterrado.

—¿Por alguna razón concreta?

—¿De verdad quiere saberlo?

Sin pedirlo, Arthur se metió en un drive-through de McDonald’s y pasó a Slim un vaso caliente de café negro.

—Tres de azúcar —dijo Arthur, rasgando una bolsa— ¿Usted?

Slim le respondió con una sonrisa cansada.

—Echaría un chorrito de Bell’s si lo tuviera a mano —dijo—. Pero me lo tomaré tal cual. Fuerte funciona mejor.

Arthur se detuvo en una plaza de estacionamiento libre y apagó el motor. A la luz de la farola más cercana, la cara del jefe de policía era como la superficie de la luna: una serie de cráteres oscuros.

—Le voy a decir directamente que debería dejar tranquilo el caso —dijo Arthur, sorbiendo su café y mirando directamente adelante a las vías que los separaban de una rotonda de una circunvalación—. El caso de Joanna Bramwell acabó con uno de los mejores policías que hay tenido Carnwell. Mick Temple fue mi primer mentor. Llevó ese caso, pero se retiró inmediatamente después, con solo cincuenta y tres años. Se ahorcó un año después.

Slim frunció el ceño.

—¿Todo por una joven muerta en la playa?

—Usted es un militar —dijo Arthur. Slim asintió—. Adivino que ha visto cosas de las que no quiere hablar mucho. Salvo que estuviera bebido, en cuyo caso no hablaría de otra cosa.

Slim miró los faros de los automóviles que pasaban por la circunvalación.

—Una explosión —murmuró—. Un par de botas y un sombrero tirado en tierra. Todo lo demás… desaparecido.

Arthur se quedó en silencio durante unos segundos como si digiriera esta información y mostrando un momento de respeto cortés. Slim no había hablado de su antiguo líder de pelotón en veinte años. Bill Allen no había desaparecido completamente, por supuesto. Encontraron sus restos después.

—Mick siempre decía que ella volvería —dijo Arthur—. La encontraron tendida en la zona de alta de la playa, como si la hubiera llevado una gran ola. Usted ha estado en Cramer Cove, supongo. Estaba treinta metros por encima de la línea de marea de la primavera. No hay forma de que Joanna hubiera llegado hasta allí si no la hubiera arrastrado alguien.

—O que se hubiera arrastrado ella misma hasta ahí.

Arthur levantó una mano como si quisiera quitarse la idea de su cabeza.

—El informe oficial decía que los dos paseantes de perros que la encontraron debieron moverla, para alejarla de la marea, pero ambos eran residentes locales. Tendrían que saber que la marea estaba bajando.

—¿Pero estaba muerta?

—Lo suficiente. Informe forense y todo eso. Oficialmente, se ahogó. La llevaron a la morgue y luego la enterraron.

—¿Y eso es todo? ¿Ninguna investigación?

—No teníamos nada. Ninguna indicación de que fuera otra cosa que un accidente. Sin testigos, nada circunstancial. Fue un accidente, eso fue todo.

Slim sonrió.

—¿Por qué lo llamó entonces un caso abierto? Eso equivale a una investigación de asesinato sin resolver, ¿no?

Arthur tamborileó con los dedos sobre el salpicadero.

—Me ha pillado. Todos lo han olvidado, salvo los pocos que recordamos a Mick.

—¿Qué más sabe?

Arthur se giró, mirando a la cara a Slim.

—Creo que ya le he contado bastante. ¿Qué tal si usted me dice qué está haciendo al peinar las calles de Carnwell en busca de información?

Slim pensó en contar una mentira al jefe de policía. Después de todo, si abría un melón y la policía se veía implicada, probablemente no iba a cobrar. Al final dijo:

—Tengo un cliente que está obsesionado con Joanna. Estoy tratando de averiguar por qué.

—¿Qué tipo de obsesión?

—Bueno, una oculta.

—¿Es usted uno de esos cazafantasmas chalados?

—No lo era hasta hace una o dos semanas.

Arthur gruñó.

—Bueno, este debería ser un buen lugar para empezar. ¿Ha oído hablar de Becca Lees?

Slim frunció el ceño, repasando en su memoria. El nombre había aparecido en algún sitio…

—La segunda víctima —dijo Arthur—. Cinco años después de la primera. 1992. Hubo una tercera en 2000, pero ya llegaremos a eso.

—¿Debería anotar esto?

En la penumbra, el gesto de Arthur podría haber sido de asentimiento o de indiferencia.

—No voy a hablar con usted ahora mismo —dijo—. Ya lo descubrirá.

—¿Pero sería bueno para usted que el caso abierto de Joanna Bramwell se… cerrara un poco?

—Mick era un buen amigo —dijo Arthur.

Slim tuvo la impresión de que había terminado.

—¿Qué tiene para mí?

— Becca Lees tenía nueve años —continuó Arthur—. La encontraron en los charcos de la playa del lado sur con la marea baja.

—Ahogada —dijo Slim, recordando que había leído la historia—. Muerte accidental.

—Ni una señal sobre ella —añadió Arthur—. Yo iba en el primer coche que llegó al lugar. Yo… —Slim oyó un sonido similar a un sollozo contenido—… yo la di la vuelta.

—He oído muchas cosas acerca de esas resacas marinas—dijo Slim.

—Era octubre —dijo Arthur—. Aproximadamente esta época del año. Una semana de vacaciones, pero había habido una tormenta y la playa estaba cubierta de desechos. La pequeña Becca, según su madre, había ido a recoger madera para un trabajo de arte en la escuela.

Slim suspiró.

—Recuerdo haber hecho una vez lo mismo. Y decidió darse un baño rápido y fue arrastrada.

—Su madre la dejó camino de Carnwell. Volvió una hora después para recogerla y ya era demasiado tarde.

—¿Cree que la asesinaron?

Arthur golpeó el salpicadero con una ferocidad que hizo que Slim se estremeciera.

—Mierda, sé que la asesinaron. Pero ¿qué podía hacer? No asesinas a alguien en una playa si no hay ya bajamar. ¿Sabe por qué?

Slim sacudió la cabeza.

—Dejas rastros. ¿Ha tratado alguna vez de eliminar rastros dejados en la arena? Imposible. Pero solo había uno. Eso era todo. Hacia el borde del agua, había un pequeño espacio en el que la marea había bajado. La niña había sido arrastrada por el agua y arrojada sobre las rocas, quedando abandonada cuando el agua se retiró.

—Parece un ahogamiento. Se acercó demasiado, la absorbió y la arrastró por la playa.

—Eso parece. Salvo que Becca Lees no sabía nadar. Ni siquiera le gustaba la playa. No llevaba ningún bañador. Cuando llegamos, había un zigzagueo en la arena donde estaba recogiendo cosas. Luego desde aproximadamente la mitad de camino hasta la marca de bajamar hay una única línea recta hasta el borde del agua, que acababa con dos marcas en la arena, mirando al mar. ¿Qué le sugiere esto?

Slim dejó escapar un profundo suspiro.

—Que, o bien una niña a la que no le gusta el agua sintió una urgencia repentina por andar directamente a la orilla… o vio alago que atrajo su atención.

Arthur asintió.

—Algo que salía del agua.

Slim pensó en la figura que había pensado haber visto junto a la orilla. ¿Había visto Becca Lees algo similar? ¿Algo que le habría impulsado a dejar de recoger madera y dirigirse directamente al borde del agua?

¿Algo que la atrajo a su muerte?

—Hay algo más —dijo Arthur—. El forense lo apreció, pero no bastaba para negar una muerte accidental. Los músculos de detrás de los hombros y el cuello mostraban una rigidez antinatural, como si se hubieran tensado inmediatamente después de su muerte.

—¡Qué pudo haber pasado?

—Hablé con el forense y se lo conté al superintendente como justificación para prolongar la investigación, pero no había más evidencias. Lo que podía probar era que Becca estaba tratando de resistir una gran presión en el momento de su muerte.

Slim asintió. Se frotó los ojos esperando que se desvaneciera una desagradable imagen de su mente.

—Alguien la empujaba hacia el fondo del agua.

Intercambiaron sus números de teléfono antes de que Arthur dejara a Slim cerca de su casa con la promesa de revisar todo lo que pudiera encontrar en los ficheros de los casos. Había más que contar, pero con una mujer y una cena esperándolo tendría que aplazarse para otro momento.

Slim, con la cabeza exhausta después de un día agotador, solo había llegado a una conclusión concreta: tenía que hablar con Emma acerca de Ted.

El Hombre A La Orilla Del Mar

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