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El domingo, Slim dio una vuelta por la playa de Ted. No tenía nombre según el antiguo mapa del catastro que había comprado en una tienda de segunda mano y era una cala estrecha, con acantilados que se levantaban en altos bloques de terreno a ambos lados, estrechando el mar de Irlanda como las manos de un gigante. Cuando la marea estaba alta, la playa era un semicírculo rocoso, pero al bajar se extendía un bonito espacio de arena de color marrón grisáceo delante de las olas.

Un puñado de personas paseando sus perros y una familia trepando por los charcos rocosos eran los únicos visitantes en un alegre día de octubre. Slim se acercó a la orilla (el mar mostraba ese día un oleaje tranquilo, más calmado que cualquier otra vez) y, mirando a la zona del acantilado del sur desde la que había vigilado a Ted, calculó la ubicación aproximada de su objetivo la última vez que lo había visto.

Solo un pedazo normal de arena. Estaba casi en el centro, con unas pocas rocas en lo alto de un lado, arena ondulada y más pilas de rocas en el otro. La arena mojada a sus pies absorbía sus zapatos. El agua era una línea gris delante de él.

Estaba dándose la vuelta para irse cuando le habló un hombre que paseaba a un perro. Un Jack Russell brincaba por la arena mientras el hombre, barbudo y calvo y envuelto en un grueso cortavientos de tweed, agitaba parte de la correa a su alrededor como si fuera el lazo de un niño.

—Bonito, ¿verdad?

Slim asintió.

—Si hiciera más calor, me apetecería bañarme.

El hombre se detuvo, ladeando la cabeza. Miró rápidamente a Slim de arriba abajo.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad?

Slim se encogió de hombros, algo que podía significar que sí o que no.

—Vivo en Yatton, a unos pocos kilómetros al este de Carnwell. No, los tipos del interior no venimos mucho a la costa.

—Conozco Yatton. Un mercado decente los sábados —El hombre se giró para mirar el mar—. Si usted está tan loco como para entrar en el agua, tenga cuidado con las resacas. Son mortales.

Dijo esto con tal certidumbre que causó un escalofrío de temor en la espalda de Slim.

—Sin duda lo tendré —dijo Slim—. De todos modos, hace demasiado frío.

—Siempre hace demasiado frío —dijo el hombre—. Si quiere un baño decente, vaya a Francia —Luego, llevándose la mano a la ceja, añadió—: Nos vemos.

Slim vio al hombre alejarse cruzando la playa, con el perro haciendo amplios círculos a su alrededor mientras chapoteaba en los pequeños charcos que había dejado la marea. El hombre, saltando de vez en cuando por encima de los charcos más profundos, continuó con sus movimientos de la correa, como si en ningún momento tratara de atar al perro. A medida que el paseante se alejaba, Slim tuvo una sensación creciente de soledad, como una ola extraña que apareciera para romper en torno a sus talones. Volvió a su coche al ir arreciando el viento. Mientras salía del estacionamiento de tierra hacia la carretera de la costa, advirtió algo tirado entre los arbustos en el mismo cruce.

Paró, salió y tiró del objeto para sacarlo de la maleza. Las zarzas que lo rodeaban arañaron una vieja superficie de madera, como rehusando que las abandonaran.

Un cartel, podrido y medio borrado.

En el lado posterior, Slim leyó:

CRAMER COVE

Prohibido nadar todo el año

Corrientes de resaca peligrosas

Slim apoyó el cartel contra el seto, pero este se desequilibró y cayó al suelo, cara abajo. Después de pensarlo un momento, lo dejó donde había caído y volvió a su coche.

Mientras se alejaba conduciendo a lo largo de una ventosa carretera costera entre dos altos setos que serpenteaban por un valle escarpado, pensó en lo que había dicho el paseante del perro. El cartel explicaba la poca gente que había visto, aunque, sin mostrar claramente la información, las resacas tenían que ser algo que solo conocían los lugareños.

Pero, con un nombre para la playa, ahora tenía alguna pista.

El Hombre A La Orilla Del Mar

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