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Al día siguiente, Slim llegó a Cramer Cove un par de horas antes de cuando esperaba que apareciera Ted, tratando de encontrar un buen sitio para instalar su equipo de grabación. Normalmente veía a Ted desde una zona de hierba no muy alejada del camino de la costa, pero esta vez subió un poco más arriba y eligió un saliente asimismo con hierba que seguía teniendo vistas de la playa, pero también estaba escondido a la vista de cualquiera que pasara paseando. Allí, con un plástico impermeable para evitar la lluvia, instaló su equipo de grabación y se sentó a esperar.

Ted llegó poco después de las dos. Había llovido a ratos durante todo el día y Slim frunció el entrecejo cuando el tiempo empeoró, amenazando con perturbar su grabación al irse intensificando el golpeteo de la lluvia sobre la tela impermeable. Ted, que llevaba un chubasquero, se acercó al borde de las aguas y adoptó su postura habitual. La marea estaba ese día a mitad de la playa. Ted estaba solo: el último paseante de perros se había ido a casa media hora antes de que llegara.

Ted se agachó y sacó el libro. Lo puso sobre una rodilla y luego se inclinó para que la capucha lo protegiera de la lluvia. Entonces empezó a leer y una voz amortiguada empezó a sonar en los auriculares de Slim.

Por unos segundos, Slim ajustó el control de frecuencia, seguro de que estaba recibiendo algo más que la voz de Ted. Las palabras eran un galimatías, pero los gestos de Ted se ajustaban al aumento y caída de la entonación, así que Slim se sentó en la hierba a escuchar. Ted estuvo perorando varios minutos, hizo una pausa y luego volvió a empezar. Slim fue perdiendo la atención mientras luchaba por dar sentido a las palabras. Para cuando Ted imploró en inglés: «Por favor, dime que me perdonas», Slim llevaba un buen rato estudiando la suave sucesión de las olas, pensando en otras cosas.

Slim se sentó al tiempo que Ted devolvía el libro al bolsillo de su abrigo. Después de una última mirada al mar, Ted se dio la vuelta para volver al coche, con la cabeza baja. Slim empezó a guardar su material en una bolsa. Tenía un hormigueo en los dedos y estaba desconcertado. Sentía que algo no iba bien, como si se hubiera entrometido en un acto que era privado y no debía haber compartido nunca. Mientras observaba al coche de Ted salir del estacionamiento, sabía que debía perseguirlo, que esa noche podía ser la noche en que Ted cayera en los brazos de una amante hasta entonces invisible, pero estaba paralizado, atrapado en sus propias aguas revueltas por la amenaza de lo que las palabras de Ted podrían revelar.

El Hombre A La Orilla Del Mar

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