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La berlina verde estaba estacionada en lo alto de la playa, con el motor en marcha y escupiendo humo negro por su tubo de escape. Tenía una raya irritante, que podía haberse hecho con una llave, en forma de curva vacilante y ebria desde debajo del retrovisor exterior izquierdo hasta justo por encima de la llanta trasera.

Desde su ventajoso punto de vista sobre un promontorio bajo al sur de la playa, Slim Hardy bajó los binoculares, escudriñó la playa hasta divisar una figura junto a la orilla y luego los volvió a subir. Con un dedo, ajustó el enfoque hasta ver al hombre con claridad.

Envuelto en un chubasquero por encima de su ropa de trabajo, Ted Douglas estaba solo en la playa. Una única línea de pisadas sobre la arena marcaba su trayecto desde la parte rocosa de la playa.

Con las manos enrojecidas por el viento helado, Ted sostenía un libro con la portada abierta hacia arriba. Con un diseño plateado sobre negro, desde esa distancia las palabras eran ilegibles. A Slim le hubiera gustado acercarse sin que le viera, pero los guijarros del fondo de la playa y la húmeda extensión de charcos entre rocas no ofrecían ninguna manera de esconderse.

Mientras las olas de color gris azulado se agitaban y rompían, Ted levantó una mano y apenas se oyó un débil grito por encima del viento que aullaba en torno a la base del imponente acantilado del norte.

—¿Qué estás haciendo, de verdad? —murmuró Slim—. No hay nadie más ahí, ¿no?

Bajó los binoculares y sacó una cámara digital de su bolsillo. Tomo una foto del coche y otra de Ted. Durante cinco semanas seguidas Slim había hecho el mismo par de fotografías. Todavía tenía que decirle algo a Emma Douglas, la mujer de Ted, porque, aunque le estaba empezando a presionar para que le ofreciera resultados, aún no había nada que contar.

A veces deseaba que Ted dejara el libro, sacara una caña de pescar y acabara con esto.

Al principio Slim pensó que Ted leía, pero la forma en que gesticulaba con su mano libre ante el mar le dejó claro que, o bien estaba practicando un discurso, o bien estaba recitando unos versos. Slim no tenía ni idea de por qué o a quién.

Se movió a una zona de hierba, húmeda por la brisa marina, poniéndose más cómodo. No había mucho que hacer ahora aparte de comprobar lo que haría Ted después, para ver si hoy hacía lo mismo que los cuatro viernes anteriores: salir de la playa, quitarse la arena de la ropa y los zapatos, subirse a su automóvil y volver a su casa.

Es lo que acabó haciendo.

Slim lo siguió despreocupadamente, con una sensación de urgencia desaparecida a lo largo del último mes. Como las veces anteriores, Ted condujo los veinticinco kilómetros de vuelta a Carnwell, entró en su acceso al garaje y aparcó su vehículo. Con un periódico bajo un brazo y un portafolios en el otro, se dirigió a su confortable casa donde, a través de una ventana del comedor con las cortinas abiertas, Slim le vio besar a Emma en la mejilla. Mientras Emma volvía a la cocina a través de una puerta y Ted se sentaba en un sofá, Slim puso su coche en punto muerto, levantó el pie del freno y dejó que este descendiera por la colina. Tan pronto como estuvo a una distancia segura, encendió el motor y se alejó conduciendo.

Seguía sin tener nada de qué informar a Emma. Había algo seguro: no había ningún asunto extramarital, solo el extraño ritual junto al mar.

Tal vez Ted, banquero de inversión durante el día, era un seguidor oculto de Coleridge que se escapaba en secreto al salir del trabajo cada viernes, exactamente a las dos de la tarde, para arremeter contra el salvaje océano con relatos de albatros y costas gélidas.

Por supuesto, Emma sospechaba la existencia de una amante, como la mayoría de las esposas satisfechas después de salir de su zona de confort debido a un descubrimiento sorprendente.

Slim tenía un alquiler que pagar, una afición por el alcohol que atender y una curiosidad que alimentar.

Disfrutando de un gran vaso de tinto junto a un curry calentado en el microondas, revisó sus notas, buscando algo extraño. El libro, evidentemente, lo era. La raya del coche. El que Ted hubiera perfeccionado un ritual. Emma había dicho que Ted se había estado tomando medios días libres los viernes desde hacía tres meses, algo que solo había descubierto cuando tuvo que hacer una llamada urgente a la oficina.

Una llamada urgente.

Apuntó que tenía que preguntárselo, pero su importancia tenía que ser poca cuando el ritual de Ted había durado tanto tiempo.

Había algo más, algo evidente que no podía precisar lo suficiente. Le intrigaba, pero estaba fuera de su alcance.

Había otras variables que había descartado. El ritual había durado entre treinta minutos y una hora y quince minutos a lo largo de las cinco semanas que había contemplado Slim. Ted elegía el lugar de estacionamiento al azar. A veces dejaba el motor puesto y a veces no. Variaba sus rutas de aproximación y retorno cada vez, pero no de una forma que hiciera sospechar algo. Conducía tan lento que Slim podía haberlo seguido en bicicleta (al menos cuando era joven). Su desganada conducción parecía un tiempo para meditar, especialmente para un hombre como Ted, a quien Slim había visto durante otras vigilancias conduciendo como una flecha al trabajo cada día, dejando la casa en un momento en que no le quedaban ni cinco minutos que perder.

Fuera cual fuera la razón del extraño ritual de Ted a la orilla del mar, había dejado a Slim lleno de dudas, como un pez echado fuera del agua por una ola de una tormenta.

El Hombre A La Orilla Del Mar

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