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ОглавлениеCapítulo Siete
Mientras el automóvil de Croad saltaba y rebotaba por caminos rurales de los que Slim estaba seguro de que no estaban en sus mapas aéreos, el aire entraba por el agujero del techo mientras el tablero pintado de azul que normalmente cubría la abertura se encontraba a sus pies. Slim estaba seguro de que nadie que se fuera a encontrar con un fantasma real pasaría el rato hablando de partidos hace tiempo olvidados del Queens Park Rangers.
—El nombre del tipo era Mickey —estaba diciendo Croad, tamborileando en el volante con los dedos—. Le acabó yendo bastante bien, llegó a ser internacional con Escocia. Pero el día que apareció era el novato en el entrenamiento. La noche anterior a su primer partido con los reservas, le llenamos las botas con polvos de guindilla. Un día de barro y niebla, todo mezclado. Le dio la sarna o algo así. Decía que los pies le picaban tanto que prácticamente se rascaba hasta quedarse sin piel.
—¿La sarna? —musitó Slim, fingiendo interés mientras Croad resoplaba de la risa.
—Al chico le hubiera ido fatal si no se lo hubiera tomado deportivamente… Ah, aquí estamos. La casa de Den.
Una cancela cubierta de viña la separaba de la carretera. El edificio que había detrás (era difícil decir si era una casa) tenía las ventanas tapiadas, pero la puerta principal había sido reventada y la entrada invadida por arbustos y zarzas. Slim salió del coche y se acercó a la cancela, viendo ahora un segundo piso escondido entre las ramas.
—La casa de Den —repitió Croad mientras salía y rodeaba el coche para unirse a Slim en la cancela—. Después de llegar el primer mensaje, Ozgood me hizo venir aquí a echar un vistazo, a ver si aparecía Den. Estuve vigilando durante semanas. Nada.
—Pensaba que Sharp estaba muerto.
—Lo está. O debería estarlo. Los fantasmas no pueden escribir cartas ni mandar correos electrónicos, ¿verdad?
Slim dejó a un lado la cancela hasta un muro de piedra enterrado y subió por él. Si eso había sido alguna vez algo parecido a un jardín, hacía mucho de eso, reemplazado por un bloque denso de zarzas que se prendían a los vaqueros de Slim mientras este se abría paso.
—¿Va a entrar? —preguntó Croad—. Necesitará esto. —Se inclinó por encima de la cancela para dar una linterna a Slim—. Los jóvenes han destrozado el lugar, así que Ozgood lo hizo tapiar, ya que no se volvió a alquilar.
—Me gustaría conocer a esos jóvenes —dijo Slim—. Seguro que tienen historias que contar.
—En el parque los viernes por la noche —dijo Croad—. Los encontrará en el jardín de la cerveza, bebiendo sidra barata. Eso hace que siga funcionando la tienda de Cathy.
Slim asintió. Tomó la linterna y apuntó hacía la oscuridad. Las siluetas de objetos de cocina en descomposición aparecían en medio de la vegetación. Pisando con cuidado, dio unos pasos hacia el interior, pero no había nada que ver, salvo la ruina de la casa. Cristales rotos, pedazos de albañilería y unas pocas piezas no identificables de metal sostenían a los sospechosos habituales de una propiedad abandonada: unas pocas latas aplastadas de Special Brew en un par de charcos, revistas pornográficas y un condón polvoriento y usado que se había dividido en el extremo correspondiente.
A sus espaldas, Croad dijo:
—Yo soy el responsable de las cervezas. Con respecto al resto, no tengo nada que ver.
Slim apagó la linterna.
—Aquí no vive nadie —dijo—. Creo que es hora de dejar de hacer turismo y de que alguien me cuente acerca de la naturaleza de ese supuesto chantaje.
Croad sonrió.
—Usted manda. ¿Lo quiere en el coche o fuera de él?