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La doble identidad del actante

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Partiendo de la toma de posición de la instancia enunciante, se puede concebir la definición del actante desde esos dos puntos de vista: el punto de vista formal y el punto de vista corporal con sus dos instancias: la carne y el cuerpo propio.

Distinguiremos, de un lado, la carne, es decir aquello que resiste o colabora con la acción transformadora de los estados de cosas, y que cumple también el rol de “centro de referencia”, el centro de la “toma de posición”. La carne es la instancia enunciante en cuanto principio de resistencia/impulso material, pero también en cuanto posición de referencia, conjunto material que ocupa una porción de la extensión, a partir de la cual se organiza dicha extensión. La carne es al mismo tiempo la sede del núcleo sensoriomotor de la experiencia semiótica.

Por otro lado, está el cuerpo propio, es decir, aquello que se constituye en la semiosis, lo que se construye con la reunión de los dos planos del lenguaje en el discurso en acto. El cuerpo propio es el portador de la identidad en construcción y en devenir, el cual obedece, por su parte, a un principio de fuerza directriz.

Por convención2, y sin ningún investimiento metapsicológico, consideramos que la carne es el sustrato del del actante, y que el cuerpo propio es el soporte de su *.

El correspondería, en el caso particular de un actante del habla, al “locutor en cuanto tal” (Ducrot), al individuo concreto que articula, que farfulla, que grita, etcétera; es también, por la toma de posición de la que es responsable, el centro de referencia del discurso, el punto de confluencia de las coordenadas del discurso, y de todos los cálculos de retensión y de protensión. El es pues esa parte de Ego que es a la vez referencia y pura sensibilidad, sometida a la intensidad de las presiones y de las tensiones que se ejercen en el campo de presencia.

El sería, en cambio, la fuente de las “miras”, el operador de las “captaciones”. Corresponde a la parte de Ego que se construye en y por la actividad discursiva. Pero habrá que distinguir aquí, al modo de Ricoeur, dos modos de construcción de la identidad “en ”: por un lado, una construcción por repetición, por recubrimiento continuo de las identidades transitorias, y por similitud (el Sí-idem), y por otro lado, una construcción por mantenimiento y permanencia de una misma dirección (el Sí-ipse).

El Sí-ipse es la instancia de las “miras”, que se reconoce por la constancia y por el mantenimiento de las “miras”; el Sí-idem es la instancia de las “captaciones”, y se reconoce por la similitud y por la repetición de las “captaciones”. La identidad corporal del actante se analiza, pues, del siguiente modo:


Podemos preguntarnos ahora de qué modo puede esta tipología hacer compatibles la definición formal y la definición carnal del actante. Para ello, es preciso desplazar la distinción entre esas dos definiciones: la definición corporal será proyectada sobre la carne (del ) porque es ella la que toma posición y hace referencia; la definición formal (como argumento típico de una clase de predicados) será proyectada sobre el cuerpo propio (especialmente sobre el Sí-idem) porque es él el que se construye en la actividad de discurso, y el que, particularmente por repetición y similitud, es susceptible de constituirse como “clase de argumentos de predicados”.

La aporía, sin embargo, no queda resuelta; solo se reduce: las dos definiciones dependen de una misma definición corporal, y la definición del actante como clase de argumentos de predicados queda “desformalizada” en cierto modo y “encarnada”, ya que, remitiendo al “cuerpo propio” en construcción, aparece como una subcategoría de la definición corporal.

La aporía, empero, puede ser resuelta si se considera que las dos instancias, el y el del actante, se presuponen y se definen recíprocamente: El es esa parte de él mismo que el proyecta fuera de sí para poder construirse actuando; el proporciona al el impulso y la resistencia que le permiten ponerse en marcha hacia su devenir; el proporciona al la reflexividad que necesita para medirse a sí mismo durante el cambio. El le plantea al un problema que tiene que resolver permanentemente: el se desplaza, se deforma, resiste, y obliga al Sí a afrontar su propia alteridad, problema que el se esfuerza en resolver, sea por repetición y similitud, sea por “mira” constante y mantenida. El y el son en cierto modo inseparables, son el anverso y el reverso de una misma entidad: el cuerpo-actante.

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