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Dinámica corporal e identidad del actante

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El problema siguiente, desde el momento en que se ha reconocido que el actante es ante todo un cuerpo sometido a impulsos, presiones y tensiones, es el de la “puesta en marcha” del actante, y, luego, el de la formación de una identidad a partir de esos impulsos, presiones y tensiones que lo afectan.

En otros términos: ¿cómo pueden emerger formas e identidades actanciales a partir (1) de la materia corporal, la carne, la sustancia del y (2) de las fuerzas y de las tensiones, diversas y opuestas, que se ejercen sobre ella?

Si el actante adquiere forma e identidad en un mundo figurativo en el que toma posición para construirse, tiene que obedecer necesariamente a las reglas generales de la sintaxis figurativa, bajo la hipótesis de que esta se basa en la interacción entre la materia y la energía y da lugar a formas y a fuerzas: se supone que tanto las formas como las fuerzas, de acuerdo con esta hipótesis, nacen de ciertos equilibrios y desequilibrios típicos que tienen lugar entre materia y energía. Volveremos con más detalle sobre esta hipótesis en capítulos sucesivos. La formación de un actante a partir de un cuerpo aparece entonces como un caso particular de esa hipótesis general que funda la sintaxis figurativa en las interacciones entre materia y energía.

Merleau-Ponty propone, a propósito del gesto reflejo3, una concepción del nacimiento de las formas en las que la conjugación de las fuerzas contradictorias desempeña el primer papel; evoca principalmente la “colaboración” entre la excitación y la inhibición en los siguientes términos: la inhibición aparece en ese sentido como un caso particular de la colaboración. La integración de las excitaciones y de las inhibiciones, precisa el autor, es coordinada por la orientación del gesto, por una “imagen total” del cuerpo en movimiento. La idea de una “imagen total” es desarrollada así: “Podríamos decir de la inhibición lo mismo que hemos dicho de la coordinación: que tiene su centro en todas partes y en ninguna”4. Y Merleau-Ponty concluye: “Es esta autoorganización la que expresa la noción de forma”5. Las fuerzas de excitación y de inhibición solo dan lugar a un gesto significante, a un acto que se inscribe en el orden del mundo cuando engendran (por autoorganización, por autodistribución) una forma significante en movimiento. Merleau-Ponty describe, en suma, la emergencia de una forma actancial, un actante unimodalizado (por el poder-hacer, formulado aquí en términos de excitación y de inhibición) a partir de las fuerzas que se ejercen sobre su cuerpo y en su cuerpo.

Para explicar cómo simples excitaciones/inhibiciones conjugadas entre sí producen un acto significante y una forma autoorganizada y emergente, es necesario, no obstante, definir aún los umbrales de excitación y de inhibición, es decir, hallar un principio de resistencia y de inercia que, disminuyendo o anulando el efecto de las excitaciones y de las inhibiciones sucesivas y de intensidades diferentes, establezca los límites de una zona de equilibrio privilegiada. De ese modo se explica la individualidad del acto y su “mira” particular: por la formación de un equilibrio estable, subyacente a cada identidad.

En la misma obra, Merleau-Ponty generaliza su propuesta, y esa generalización resulta hoy de una singular actualidad. Después de recordar el anclaje material de la forma:

La noción de forma se define como la de un sistema físico, es decir, como la de un conjunto de fuerzas en estado de equilibrio o de cambio constante…6,

asocia definitivamente la fuerza y la forma:

Cada forma constituye un campo de fuerzas, caracterizado por una ley que no tiene sentido fuera de los límites de la estructura dinámica considerada. (…) Si se considera como una forma el estado de distribución equilibrada y de máxima entropía hacia el cual tienden las energías que actúan en un sistema de acuerdo con el segundo principio de la termodinámica, se puede presumir que la noción de forma estará presente allí donde se asigne a los acontecimientos naturales una dirección histórica7.

En esa generalización, se han puesto provisionalmente entre paréntesis las nociones de acto y de actante, centrando solamente la atención en los sistemas dinámicos en conjunto. Pero, en cambio, se ha puesto en evidencia un principio subyacente en el razonamiento anterior, a saber que la conjugación de las fuerzas solo puede producir una forma en los límites de un sistema físico aislable (una “ontología regional”, diría Jean Petitot), y sobre todo de un sistema físico inscrito en el tiempo y dirigido por un devenir orientado. El análisis del gesto reflejo ponía ya en evidencia el rol organizador de la orientación del gesto, pero solo acentuaba el aspecto intencional de este. La definición de la forma, en su versión más general, la somete a una dirección histórica, es decir, a una intencionalidad inscrita en un devenir. A fin de cuentas, el devenir expresa la intencionalidad de la forma.

Cualquier sustrato material puede ser actualizado si las fuerzas a las que es sometido cumplen las dos condiciones siguientes:

1. del conjunto dispar de esas fuerzas, se desprenden fuerzas opuestas, antagonistas; si unas son dispersivas, las otras son cohesivas; si unas son excitadoras, las otras son inhibidoras;

2. el tipo de oposición que surge entre esas fuerzas puede ser considerado en todos los casos como modal: necesidad o contingencia, potencia o impotencia, y puede al mismo tiempo ser apreciado en intensidad (como toda fuerza) y en extensión (en alcance, en cantidad de efectos, etcétera).

La condición mínima, y presupuesta por todo el razonamiento que va a seguir, es que las fuerzas que se ejercen sobre el cuerpo protoactancial son tensivas y rítmicas: diferencias tensivas, alternancia y agrupamiento de las diferencias tensivas, etcétera.

Interviene luego una regla general que, una vez que ha sido cumplida la primera condición, no es en absoluto específica del campo semiótico, puesto que se la encuentra en todos los sistemas físicos susceptibles de evolucionar de manera no-lineal: un sistema físico semejante, sometido a tales fuerzas, les opone dos umbrales de inercia: uno es el umbral de remanencia, que expresa la resistencia del sistema al trastorno de las fuerzas, al paso de una fuerza a otra, o, simplemente, a la aparición/desaparición de una fuerza; el otro es el umbral de saturación, que indica la resistencia del sistema a la aplicación de cada una de las fuerzas, y particularmente a su intensidad.

La inercia, definida por esos dos umbrales, es el mínimo necesario para poder pensar clara y distintamente el cuerpo y las fuerzas que se ejercen sobre él (o en él); en ausencia de inercia, el cuerpo se confunde con las fuerzas que lo animan, y en ese caso, no se puede descubrir la emergencia de ninguna estructura. Referido al cuerpo del actante, ese principio de inercia remite a la experiencia elemental de la pasividad: lo característico del cuerpo actancial consiste en poder tener la experiencia de su propia inercia, y en singularizarse por su resistencia a las presiones que sufre. Y como además los umbrales de inercia son específicos de cada cuerpo, ellos son los que definen la identidad elemental, es decir, su individualidad. La inercia del sistema corporal proporciona, pues, la definición mínima del actante en la perspectiva de la sintaxis figurativa.

Además, la sucesión rítmica de las fuerzas opuestas y alternadas determina la memoria del sistema del cuerpo, constituida por el encadenamiento de las saturaciones y de las remanencias, y, por consiguiente, el proceso puede ser considerado como irreversible. En cierto modo, el principio de inercia, trasladado al dominio de la sintaxis figurativa de los discursos, poblados de “cuerpos” y no solo de “sememas” abstractos, presupone algo así como una memoria de la sustancia corporal, una capacidad de dicha sustancia para conservar la huella de las fuerzas, presiones y tensiones que sufre. Vamos a encontrar en los capítulos siguientes ese lazo entre interacciones entre materia y energía, huella y memoria semióticas.

“Aprendiendo” a reconocer, a compensar y a gestionar las tensiones que padece y que lo animan, el cuerpo adquiere un “campo sensoriomotor”; de él da testimonio la naturaleza modal de los dos umbrales de inercia: la remanencia y la saturación, en cuanto resistencia a la inversión de las polaridades o al aumento de las intensidades, constituyen, en efecto, una suerte de aprendizaje del poder-querer-saber hacer, sin que se pueda distinguir claramente en este nivel de análisis el contenido semántico de la modalidad. En tal sentido, la sensoriomotricidad se convierte en un subsistema de control que puede potenciar o debilitar los umbrales de saturación y de remanencia8.

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