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CUERPO, SIGNO, SENTIDO

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En el discurso de la mayor parte de las ciencias humanas, el cuerpo ha entrado con fuerza: en historia, en sociología, en poética, en antropología y también… en semiótica. Sin embargo, esa “encarnación” de las ciencias humanas (embodiment le dicen los “cognitivistas”) se presenta con figuras y con motivos muy diferentes.

Cuando el historiador se interesa por los olores1, lo hace porque guarda en perspectiva la historia de las prácticas científicas, y especialmente las de la medicina2; pero también porque su concepción de la historia asigna un lugar de privilegio a las formas de la socialidad y de la vida colectiva. Por su lado, el cognitivismo, al otro extremo de la cadena, se interesa por el cuerpo, esencialmente en nombre del realismo neurológico: los esquemas cognitivos son “encarnados” porque su forma encaja en las redes de neuronas, indisociables de la “carne” a la cual están permanentemente conectados3. Entre esos dos extremos, para el estudioso de la poética, y para un grupo creciente de semióticos, el cuerpo es ante todo la sede de la experiencia sensible y de la relación con el mundo en cuanto fenómeno4, en la medida en que esa experiencia puede prolongarse en prácticas significantes y en experiencias estéticas.

Por lo que se refiere al antropólogo, sabe muy bien desde hace tiempo que el cuerpo es simultáneamente uno de los vectores de la socialidad y de la relación con el otro, el objeto y el soporte de prácticas terapéuticas, rituales y simbólicas, el anclaje principal de las “lógicas de lo sensible” y de las formas de relaciones semióticas con el mundo que lo rodea, características de cada cultura.

De hecho, las ciencias del hombre, dominadas permanentemente por el dualismo (cuerpo y espíritu, cuerpo y alma, etcétera), ya sea que se adhieran a él o que lo rechacen, no cesan de pendular entre la integración y la exclusión del cuerpo. Sin embargo, esas opciones no se hacen, como acabamos de sugerir, ni en nombre del dualismo, ni tampoco en nombre de su discusión monista: el desalojo del cuerpo, lo mismo que su retorno, es de hecho el resultado de otras decisiones epistemológicas o metodológicas. Por ejemplo, las figuras del cuerpo sirven para confirmar la pertinencia de las dimensiones sociológicas y antropológicas en las investigaciones históricas o intervienen a favor de las hipótesis conexionistas y “subsimbólicas” en los debates sobre inteligencia artificial5.

En semiótica, la cuestión se plantea del siguiente modo: ¿cuál es la razón para excluir o para integrar el cuerpo?

El cuerpo ha retornado explícitamente a la semiótica en los años ochenta con las temáticas pasionales, con la estesis y con el anclaje de la semiosis en la experiencia sensible. En efecto, en aquellos momentos se planteaba la cuestión de la articulación entre la semiótica de la acción y la semiótica de las pasiones. Si se considera la semiótica de las pasiones como un complemento o como un derivado de la semiótica de la acción, difícilmente se pueden evitar las actitudes normativas e idealistas; porque, en ese caso, solo parece racional y bien formada la lógica de la acción, y las pasiones se presentan como perturbaciones o disfunciones de las secuencias narrativas o como efectos superficiales y accesorios de la acción; en ambos casos, no hay necesidad de contar con el cuerpo, basta con complejizar la teoría de la acción. En cambio, si se considera que la semiótica de las pasiones abre el camino para un modelo más general, dentro del cual la semiótica de la acción aparecería como un caso particular, sometida a determinadas condiciones y a un punto de vista restrictivo, en ese caso, se hace necesario revisar en profundidad la organización de la teoría semiótica, establecer las condiciones de pertinencia y definir los límites de los diferentes campos de racionalidad que la constituyen, y principalmente reconsiderar el lugar del cuerpo en la semiosis.

Pero no podemos quedarnos en ese argumento redundante: si hay pasiones en semiótica, tiene que haber un cuerpo semiótico. Pues la verdadera ganancia teórica y metodológica de la semiótica de las pasiones no consiste en el “retorno del cuerpo” o en la pretendida semiótica de lo continuo6, sino en la sintaxis pasional, en la constitución de secuencias de patemas (derivadas de la sintaxis modal), resultado científico a cuyo amparo el tema del cuerpo retorna de manera convincente. Si una semiótica del cuerpo es deseable, no lo es para reforzar una semiótica de las pasiones ni para adecuarse a las modas intelectuales, si no, por el contrario, para abrir un nuevo dominio de investigación.

El cuerpo había sido excluido de la teoría semiótica por el formalismo, y sobre todo por el logicismo que prevalecía en la lingüística estructural de los años sesenta, y también en la teoría de la acción, cuyas deudas con la lógica formal y con la teoría de los juegos son bien conocidas.

La evolución de la definición de la función semiótica es muy significativa a este respecto: en la tradición saussuriana y hjelmsleviana7, la relación entre las dos caras del signo, o entre los dos planos del lenguaje, es siempre una relación lógica, cualquiera que sea su formulación: necesaria o arbitraria, según el punto de vista adoptado, o de presuposición recíproca. Ese tipo de relación pasa por alto el operador: se constata, posteriormente, una vez que el signo ha sido estabilizado, o que el lenguaje ha quedado instituido, que el significante y el significado, la expresión y el contenido, están en relación de presuposición recíproca: no hay, pues, por qué preguntarse por el operador de esa relación, ni tampoco por el rol de la enunciación, y menos aún por el del cuerpo. En Saussure mismo, la relación constitutiva del signo, simbolizada por una barra horizontal colocada entre el significante y el significado, está por definición desencarnada. Podríamos incluso hacer la hipótesis de que, en la perspectiva de una semiótica del cuerpo, a contrario, la noción de signo sería definitivamente anticuada e inoperante8, puesto que los dos tipos de “figuras” –en sentido hjelmsleviano– que lo constituyen, el significante y el significado, de ninguna manera podrían ser tratados como cuerpos.

La posición de Hjelmslev (y no de la tradición hjelmsleviana) es de hecho más dubitativa, pues no cesa de proclamar (1) que la distinción entre plano de la expresión y plano del contenido es meramente práctica y que no tiene valor operativo, y (2) que dicha distinción es fluctuante y que depende del punto de vista y de los criterios de pertinencia del analista. La relación de presuposición recíproca expresa, pues, de hecho, en la formulación logicista de la época, una solidaridad entre ambos planos, percibida ya como algo frágil, móvil e inmotivado, y que exige, por tanto, la explicitación de un operador.

Pero desde el momento en que uno se pregunta por la operación que reúne los dos planos de un lenguaje, el cuerpo se hace indispensable: ya sea que se le trate como sede, como vector o como operador de la semiosis, aparece como la única instancia común a las dos caras o a los dos planos del lenguaje, capaz de fundar, de garantizar y de realizar su unión en un conjunto significante.

Otro ejemplo, igualmente significativo, es el del recorrido generativo. En los años setenta, A. J. Greimas se propuso organizar el conjunto de los componentes de la teoría semiótica en un solo modelo generativo, inspirado en las gramáticas chomskianas; en él se escalonan los diferentes niveles, desde los más abstractos hasta los más concretos, des de las estructuras elementales de la significación hasta las estructuras narrativas de superficie9. Pero ahí nos encontramos con la dificultad de justificar las conversiones que se producen entre niveles, ya que la única solución aportada es de tipo logicista: el horizonte es siempre el de los algoritmos de reescritura de Chomsky, con reglas de conversión que no son más que desarrollos lógicos de un nivel a otro, de significación constante.

Pero, desde el Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, resulta claro que lo que es manipulado, de nivel en nivel, en el recorrido generativo, no son formas lógicas, sino articulaciones significantes que el recorrido modifica, aumenta y complejiza progresivamente –y no tendría incluso otra razón de ser—. Sin embargo, el recorrido generativo se queda en un “simulacro formal”, en un modelo de estratificación lógica (que se basa en la oposición entre hiponimia e hiperonimia, preferida de la semántica lógica de los años sesenta), que consideraba que se podía pasar por alto la presencia de un operador; en principio10, es claro que habría que pasar de un modelo de estratificación lógica, estático, a un modelo topológico, dinámico11; pero la “dinámica”, sin operador explícito, no pasa de ser una consigna y no una solución.

La teoría semiótica obedecería, según eso, al régimen de la “historia”, en el sentido que le asigna Benveniste a este término: así como el re lato parece que se cuenta solo, sin narrador alguno, el recorrido generativo “se recorre” y “se convierte” solo, por sí mismo y automáticamente.

En cambio, si las conversiones se tratan como “fenómenos” y no como operaciones lógicas formales, entonces aparecen como operaciones que implican un sujeto epistemológico dotado de un cuerpo que percibe contenidos significantes y que calcula y proyecta valores. A cada cambio de nivel de pertinencia, podemos atribuir la rearticulación de las significaciones a la actividad de ese operador sensible y “encarnado”: es él el que percibe las significaciones de un primer nivel como tensiones entre categorías, como conflictos graduados, y de esa percepción extrae nuevas significaciones, articuladas en forma de “valores posicionales” en el nivel de pertinencia siguiente.

El “retorno del cuerpo” a la teoría semiótica no significa, como podrá verse a lo largo de este libro, una renuncia a su carácter de proyecto científico ni a la búsqueda de las formas y de las “maneras de significar” que lo caracterizan. En cambio, proporciona una evidente alternativa a las soluciones logicistas: en vez de tratar los problemas teóricos y metodológicos como problemas lógicos, quedamos invitados a tratarlos desde el ángulo fenoménico, y para eso se requiere contar con el cuerpo del operador. Comprometernos a tratar una relación, una operación o una propiedad como un fenómeno, es comprometernos a examinar la formación de las diferencias significativas y de las posiciones axiológicas a partir de la percepción y de la presencia sensible de esos fenómenos.

Pero, como en las demás ciencias humanas, la “encarnación” de los conceptos teóricos y la atención fijada en el cuerpo modifican las relaciones con las disciplinas vecinas. Aduciremos solamente dos ejemplos a este respecto.

Durante el tiempo en que la semiótica anduvo en busca de soluciones “lógicas” y formales, mantuvo relaciones bastante ambiguas con la psicología, y particularmente con el psicoanálisis: como las soluciones retenidas desalojaban buena parte de la significación humana, esa “parte de sombra” de la que se ocupa el psicoanálisis, la semiótica no tenía otro recurso que declararla no-pertinente, o refugiarse, en último término, en la metapsicología freudiana para “semiotizarla”. Sin embargo, la semiótica de las pasiones se ha desarrollado claramente como una alternativa a una semiótica psicoanalítica; hoy, ya no es necesario pasar por la metapsicología, como mostraremos aquí mismo, para comprender el efecto que produce el hecho de “tener” o de “ser” un cuerpo en un actante semiótico y sobre todo en un actante pasional.

Ciertamente, esta posición no deja de tener consecuencias. Por ejemplo, una semiótica de la acción centrada en el cuerpo del actante y no solamente en el encadenamiento lógico y canónico de las pruebas, va a devolver su lugar al acto fallido, a la torpeza y a la peripecia, fenómenos que habían sido suprimidos en una reconstrucción retrospectiva de la lógica de la acción. Igualmente, la enunciación de un cuerpo-actante mezcla inevitablemente balbuceos, períodos vacilantes, fragmentos de “lengua de palo”, lapsus y desarrollos argumentados.

En consecuencia, la pertinencia de tal o cual acto particular no puede ser reducida a un “programa” de búsqueda o a un “proyecto” de enunciación; el acto fallido es tan significativo como el acto programado, y su carácter aparentemente accidental solamente enmascara la confrontación entre diversas direcciones significantes o entre varias isotopías, que se hallan en competencia para encontrar lugar en el espacio y en el tiempo del desarrollo de la acción. El “accidente”, en ese caso, es una figura de discurso comparable a una figura de retórica, puesto que cumple el mismo rol que el “núcleo” de dicha figura, único testigo observable de un conflicto y de una sustitución entre programas, entre recorridos o entre isotopías concurrentes.

Segundo ejemplo. El proceso de semiotización del entorno, particularmente la semiotización de los objetos y de los lugares –paisajes y ciudades, por ejemplo– no se reduce ya, para un operador encarnado, a la simple proyección de un simulacro semiótico sobre objetos que pertenecen a otras disciplinas (la ergonomía, la geografía, el urbanismo, etcétera). Hoy puede ser considerado como un proceso de elaboración de la significación a partir de la experiencia corporal de tales objetos y de tales lugares. Como prolongación del sentimiento de existencia, el cuerpo se despliega a través de “prótesis” y de “interfaces” en forma de objetos o de partes de objetos que conservan la memoria de su origen y de su destino corporales, y que resultan de la proyección de las figuras del cuerpo sobre el mundo. La semiotización del entorno –por ejemplo, la instauración de un espacio como “paisaje”–, no es solamente el resultado de la percepción o de la adopción de un punto de vista, sino también del reconocimiento de una experiencia corporal de las formas del mundo que nos rodea.

La aproximación semiótica al cuerpo debe finalmente asumir una ambivalencia recurrente, que resulta del doble estatuto del cuerpo en la producción de conjuntos significantes: (1) el cuerpo como sustrato de la semiosis, y (2) el cuerpo como figura semiótica. Aparentemente, la distinción es fácil de establecer: en el primer caso, el cuerpo participa de la modalidad semiótica y proporciona uno de los aspectos de la “sustancia” semiótica; en el segundo caso, el cuerpo es una figura entre otras; adopta entonces la forma de las figuras del discurso, figuras de la expresión o del contenido, que resultan del proceso de semiotización y de la “puesta en forma” del cuerpo de los actores.

“Sustancia” y “forma”, la distinción sería fácil de sustentar. No obstante, en el análisis concreto, se encuentran situaciones más delicadas. Si se examinan, por ejemplo, los diversos roles del cuerpo desde una perspectiva antropológica, nos daremos cuenta de que esas dos dimensiones se encuentran estrechamente entrelazadas.

En la cultura de los Tin de Nueva Guinea12, podemos constatar que el cuerpo es ante todo una “figura” concebida de acuerdo con un principio mereológico: diversas partes (los miembros y los órganos) son asociadas para formar un todo federativo donde las partes deben conservar su identidad; pero esa figura aparece de inmediato como el homólogo de la representación del entorno natural, una configuración en archipiélago, de tal modo que las relaciones entre las partes (los órganos y los miembros) son homólogas con las relaciones entre las islas y las aguas que constituyen el territorio de ese pueblo.

Pero el cuerpo es también en este caso un principio explicativo, porque, en retorno, ofrece la mejor representación de la “fuerza de enlace” que permite que las partes del archipiélago “se mantengan unidas como un conjunto”: esa fuerza es una “tensión del alma”, denominada wādama, que debe ser permanentemente mantenida por la atención y por la autoscopia, y esa “explicación” se expresa particularmente en una concepción original de la salud y de la enfermedad: en la enfermedad, o bien los órganos recuperan su autonomía porque la fuerza de ligazón se debilita (versión ive de la enfermedad), o bien pierden su identidad porque la fuerza de ligazón es demasiado potente (versión mulobi de la enfermedad)13. Más aún, para la preparación del matrimonio, los novios hacen una mutua exploración minuciosa del cuerpo, de acuerdo con un ritual de tocamientos y de interacción que les permita verificar si la futura unión de ambos cuerpos puede llegar a perturbar el principio de enlace interno, propio de cada uno de ellos.

Queda claro en este ejemplo someramente presentado que, para esa etnia, el cuerpo es al mismo tiempo una configuración semiótica (partes, fuerza de enlace y formas de la totalidad), objeto de una lectura sensible (táctil, visual, olfativa, etcétera) en las interacciones sociales, y también el resorte mismo de la semiotización de la vida entera: en él reside, en efecto, a través de la representación propia de ese grupo humano, la significación de su entorno y del cosmos: una concepción del mundo y una forma de vida; una definición del actante competente y una malla de lectura de los acontecimientos de la vida cotidiana, indisociable todo ello de las prácticas de supervivencia y de reproducción.

Lo que quiere decir que en una semiótica del cuerpo, la forma y las transformaciones de las figuras del cuerpo proporcionan una representación discursiva de las operaciones profundas del proceso semiótico. Entre el cuerpo como “resorte” y “sustrato” de las operaciones semióticas profundas, por un lado, y las figuras discursivas del cuerpo, por otro, se abre el campo para un recorrido generativo de la significación, recorrido que no es ya formal y lógico, sino fenoménico y “encarnado”.

Por tal razón, daremos gran importancia a las figuras discursivas del cuerpo (el movimiento, las envolturas corporales, por ejemplo), pues son ellas las que dan acceso a las representaciones profundas de la semiosis en acto. Por la misma razón, nos interesaremos por las diferentes formas de los campos sensibles y perceptivos, ya que son ellas las que fundan las formas del campo enunciativo del discurso.

El camino que aquí proponemos, en tres grandes momentos, cada uno de los cuales dará lugar a una parte de este libro: I-El cuerpo del actante, II-Modos de lo sensible y sintaxis figurativa, III-Figuras del cuerpo y memorias discursivas, obedece globalmente a esta última hipótesis de trabajo: (I) Reconocer que el actante es un cuerpo, es también preguntarse por los efectos de ese cuerpo sobre la semiosis y sobre las instancias de discurso que la toman a cargo, así como por la teoría del acto y de la acción, de los que es operador; (II) examinar luego la diversidad de los modos de lo sensible es también explorar la de los campos sensibles y construir los primeros elementos de una sintaxis de la figuras corporales del discurso; (III) la hipótesis de una sintaxis figurativa basada en las figuras del cuerpo conduce finalmente a una tipología de tales figuras, que se presentan, por un lado, como formas semióticas de la polisensorialidad, y por otro, como los soportes de la memoria del discurso.

Para sacar todas las consecuencias de esta hipótesis, no basta con el espacio de este libro. Veremos, no obstante, cómo el actante va recobrando la significación de sus errores y de sus lapsus; cómo el actor se despliega en fuerza, forma y aura; cómo los contenidos de significación quedan envueltos dentro de continentes; cómo los soportes semióticos se convierten en membranas protectoras, sometidas a inscripciones; y cómo las transformaciones figurativas se someten a las interacciones que se producen entre el sustrato material, las energías y la forma de las membranas que las contienen. Veremos finalmente cómo se perfila la sintaxis del discurso como una memoria de las interacciones entre figuras, gracias a las huellas que dejan y que se pueden leer en el cuerpo en que se inscriben.

Soma y sema

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