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CAPÍTULO VIII

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Índice

Los paseos a caballo de Fanny se reanudaron al día siguiente; y como la mañana era fresca, agradable, menos calurosa que las inmediatas anteriores, Edmund confió en que no tardaría en resarcirse de la salud y el goce perdidos. A poco de haber salido ella de paseo, llegó Mr. Rushworth en compañía de su madre, que acudió en visita de cortesía y dispuesta a mostrarse especialmente cortés al insistir para que se llevara inmediatamente a la práctica el plan de visitar Sotherton, que se había esbozado quince días atrás y que se había dejado dormir, a causa de haber tenido que ausentarse ella de la finca. A la señora Norris y a sus sobrinas les hizo mucha ilusión que se sacudiera el polvo del citado proyecto, y se señaló una fecha próxima, que fue aceptada, a condición de que Henry Crawford no tuviera otro compromiso contraído con anterioridad. El joven elemento femenino tuvo buen cuidado de introducir esta salvedad, y aunque tía Norris de buena gana hubiera respondido por él, ellas no quisieron autorizar esta libertad ni correr el riesgo. Al fin, después de atender a una insinuación de María Bertram, Mr. Rushworth descubrió que lo más propio era que él se llegara a la rectoría sin perder más tiempo, hablase directamente con Henry y le preguntase si el jueves le iría bien.

Antes de que él volviera, se presentaron la señora Grant y Mary Crawford. Como llevaban algún tiempo fuera de casa y habían seguido un camino distinto hasta allí, no se habían tropezado con él. Sin embargo se dieron confortadoras esperanzas de que encontraría en casa a Mr. Crawford. Se habló, naturalmente, de la proyectada excursión a Sotherton. Era casi imposible, desde luego, que se hablara de otra cosa, pues tía Norris estaba la mar de ilusionada por ello; y la señora Rushworth, mujer ingenua, afable, insulsa y pomposa, que no concedía importancia a nada que no estuviera relacionado con sus propios asuntos y los de sus hijos, no había abandonado aún su insistencia cerca de lady Bertram para que se uniera a la partida. Lady Bertram no hacía más que rehusar; pero su modo suave al negarse hacía que la señora Rushworth siguiera pensando que deseaba aceptar, hasta que el mayor número de palabras y el tono más alto empleados por tía Norris la convencieron de lo contrario.

—Sería muy fatigoso para mi hermana, excesivamente fatigoso, se lo aseguro, mi querida señora Rushworth. Son diez millas de ida y otras diez de vuelta, bien lo sabe usted. Debe excusar a mi hermana en esta ocasión y aceptamos a nuestras queridas niñas y a mí, sin ella. Sotherton es el único lugar que podría suscitar en ella un deseo de ir tan lejos, pero no puede ser, desde luego. Ella tendrá la compañía de Fanny Price, ¿sabe usted?, de modo que todo se combinará perfectamente bien; y, en cuanto a Edmund, como no está aquí para decirlo personalmente, yo puedo responder de lo mucho que le encantará unirse a la partida. Él podrá ir a caballo, ¿sabe usted?

La señora Rushworth, viéndose obligada a admitir que lady Bertram se quedara en casa, sólo pudo lamentarlo:

—El verme privada en tal ocasión de su honrosa compañía será para mí un gran pesar, y me hubiera causado una gran satisfacción recibir también a esta jovencita, miss Price, que nunca ha estado en Sotherton, y es una lástima que no conozca el lugar.

—Es usted muy amable, toda amabilidad, señora mía —expresó tía Norris—; pero, por lo que a Fanny se refiere, ya tendrá infinidad de ocasiones de conocer Sotherton; tiene mucho tiempo ante--si. Y de que pudiera ir ahora, ni hablar. A mi hermana le sería totalmente imposible prescindir de ella.

—¡Oh, no! No puedo pasarme sin Fanny.

La señora Rushworth procedió acto seguido, bajo la convicción de que todo el mundo tenía que estar ansioso por conocer Sotherton, a incluir a miss Crawford en la invitación; y la señora Grant, que no se había tomado la molestia de visitar a la señora Rushworth cuando ésta se instaló en su finca de la cercanía, rehusó cortésmente por su parte, satisfecha de asegurar un motivo de placer a su hermana Mary, la cual, previos los convenientes ruegos e insistencias, no tardó en aceptar la atención. Mr. Rushworth volvió de la rectoría con resultados positivos de su visita, y Edmund compareció después, llegando justo a tiempo para enterarse de lo que se había acordado para el jueves, acompañar a la señora Rushworth hasta su carruaje y bajar hasta la mitad del parque con la señora Grant y su hermana.

A su regreso al comedor auxiliar de la casa, encontró a tía Norris intentando esclarecer en su concepto si la integración de Mary en la partida sería conveniente o no, o si el birlocho de su hermano no iría lo bastante completo sin ella. Las hermanas Bertram se rieron de sus temores, asegurándole que en el birlocho cabrían cuatro personas perfectamente, sin contar el pescante, donde podría ir una al lado de él.

—Pero, vamos a ver, ¿por qué es necesario emplear el carruaje de Crawford, o solamente el suyo? —consideró Edmund—. ¿Por qué no hemos de hacer uso del calesín de nuestra madre? Ya el otro día, cuando se habló del proyecto por primera vez, no pude entender por qué una visita de la familia no ha de hacerse con el carruaje de la familia.

—¡Vaya! —exclamó Julia—. ¡Ir hasta tres personas encajonadas en un calesín en este tiempo, pudiendo disponer de asientos en un birlocho! No, mi querido Edmund, esto sí que no resultaría.

—Además —agregó María—, sé que Mr. Crawford cuenta con llevamos. Después de lo que se habló al principio, reclamaría este derecho por considerarlo un compromiso.

—Y, mi buen Edmund —añadió tía Norris—, sacar dos carruajes cuando con uno basta sería buscarse molestias inútiles. Y, entre nosotros, el cochero no es muy amigo de las carreteras que nos unen a Sotherton; siempre se queja con mal humor de que por lo angosto de los caminos se araña el coche, y se comprende que no nos gustaría que vuestro padre, a su regreso, se encontrara con el barniz completamente rayado.

—Ésta no seria una razón muy noble para hacer uso del de Mr. Crawford —opinó María—; pero la verdad es que Wilcox es un pedazo de viejo estúpido que no tiene noción de cómo hay que conducir. Apostaria a que lo angosto de los caminos no representará ningún inconveniente el jueves próximo.

—No creo que sea un sacrificio —dijo Edmund— ni nada desagradable ir en el pescante del birlocho.

—¡Desagradable! —exclamó María—. ¡Por Dios! Yo creo que todo el mundo lo consideraría el asiento favorito. Es como mejor pueden apreciarse las bellezas del paisaje. Es probable que la misma Mary Crawford prefiera reservarse la plaza del pescante para ella.

—Entonces no puede haber obstáculo que impida a Fanny ir con vosotras; no cabe ya dudar de que dispondréis de un sitio para ella.

—¡Fanny! —exclamó la señora Norris—. Querido Edmund, no hay que pensar en que venga con nosotras. Se quedará con su tía. Así lo dije a la señora Rushworth. No la esperan.

—No puedes tener motivo, supongo, madre —dijo él, dirigiéndose a lady Bertram—, para desear que Fanny nose una a la partida, como no sea por ti, por tu comodidad. Pero si pudieras prescindir de ella no tendrías el menor empeño en que se quedara en casa, ¿verdad?

—Claro que no; pero no puedo prescindir de ella.

—Podrás, si me quedo yo en casa, como pienso hacer.

Estas palabras provocaron un clamor general.

—Sí —prosiguió él—; no es necesario, en absoluto, que yo vaya, y pienso quedarme en casa. A Fanny le gustaría conocer Sotherton. Me consta que lo desea muchísimo. Pocas veces se le da una satisfacción como ésta, y estoy convencido, madre, de que te gustaría proporcionarle ahora este placer.

—Oh, claro, mucho me gustaría... siempre que tu tía no vea algún inconveniente.

Tía Norris se apresuró mucho a exponer el único inconveniente que podía existir aún: el de haber asegurado decididamente a la señora Rushworth que Fanny no podría ir, y el efecto tan raro que, por consiguiente, produciria el llevarla, lo que le pareció una dificultad totalmente imposible de superar. ¡Causaría el efecto más desastroso! Sería un proceder tan sumamente descortés, tan rayano en falta de respeto para la señora Rushworth, cuyo modo de comportarse era precisamente ejemplo de hidalguía y buena educación, que ella no se veía capaz de afrontarlo. La señora Norris no le tenía ningún afecto a Fanny, ni jamás había sentido deseos de proporcionarle satisfacción alguna; pero la oposición que en este caso hacía a Edmund provenía más de un partidismo por su plan, porque era el que ella había concebido, que de otra cosa. Consideraba que lo había combinado todo magníficamente bien y que cualquier alteración sólo serviria para estropearlo. Por eso al replicarle Edmund, lo que hizo en cuanto ella tuvo a bien prestarle oídos, que no tenía por qué preocuparse de lo que diría la señora Rushworth, pues al cruzar con ella el vestíbulo había aprovechado la oportunidad para decirle que Fanny Price se uniría probablemente a la partida y había recibido en el acto una invitación más que suficiente para su prima, tía Norris se sintió demasiado humillada para rendirse con mucha elegancia y se limitó a decir:

—Está bien, está bien, como tú quieras; combínalo a tu manera. Te aseguro que a mí tanto me importa.

—Es de un efecto bastante raro —dijo María— que te quedes tú en casa en lugar de Fanny.

—Creo que Fanny deberia agradecértelo muchísimo —añadió Julia, apresurándose a abandonar la habitación apenas acabó de pronunciar estas palabras, al darse cuenta de que también pudiera ser ella quien se ofreciese para quedarse en casa.

—Fanny sentirá toda la gratitud que pueda merecer una cosa así —dijo Edmund por toda réplica, y quedó agotado el tema.

La gratitud de Fanny al enterarse del plan fue, de hecho, muy superior a su satisfacción. Su sensibilidad vibró por la atención de Edmund, con toda, y aun más que con toda, la fuerza que él, ignorando los amorosos sentimientos de su prima, pudiera imaginar; pero le dolía que él tuviera que sacrificar su diversión por ella, y hasta su misma ilusión por conocer Sotherton se convertía en desencanto si no podía ir con él.

La siguiente reunión de las dos familias de Mansfield introdujo en el plan otra modificación, que fue acogida con general aplauso. La señora Grant ofreció quedarse aquel día en Mansfield Park para acompañar a lady Bertram, en vez de Edmund; su esposo, el doctor Grant, se reuniría con ellas para comer. A lady Bertram le pareció muy bien que se hiciera así, y las damiselas recobraron su buen humor. También Edmund quedó muy agradecido por un arreglo que le permitía ocupar de nuevo su puesto en la expedición; y la señora Norris manifestó que era un plan excelente, que lo tenía en la punta de la lengua y que estaba a punto de proponerlo cuando la señora Grant se le anticipó.

El jueves amaneció con un tiempo magnífico, y poco después del desayuno llegó Henry Crawford conduciendo a sus hermanas en el birlocho. Como todos estaban dispuestos, sólo faltaba que la señora Grant se apease y los demás ocuparan sus puestos. El asiento de los asientos, la plaza envidiada, el puesto de honor, estaba aún por adjudicar. ¿A quién caería en suerte? Mientras las hermanas Bertram, cada una por su lado, estaban meditando cómo mejor asegurárselo, dando la sensación de que lo cedían a los demás, la señora Grant se encargó de resolver la cuestión diciendo, al tiempo que se apeaba del coche:

—Como ustedes son cinco, mejor será que una se siente al lado de Henry; y como usted, Julia, dijo no hace mucho que le gustaría saber conducir, creo que se le presenta una buena oportunidad para tomar una lección.

¡Julia dichosa! ¡Desdichada María! La primera subió al pescante del birlocho sin pensarlo más, la segunda ocupó un sitio en el interior, triste y mortificada; y el coche arrancó entre las despedidas de las dos señoras que se quedaban y los ladridos del faldero en los brazos de su ama.

El camino discurría por un delicioso paisaje; y Fanny, que nunca se había distanciado mucho en sus paseos a caballo, no tardó en descubrir horizontes ignorados por ella, sintiéndose feliz al observar todo lo nuevo y admirar todo lo bello. No se la invitaba con frecuencia a participar en la conversación general, ni ella lo deseaba. Sus propios pensamientos y reflexiones solían ser sus mejores compañeros; y observando el aspecto de la campiña, la orientación de los caminos, las variaciones del terreno, el estado de las cosechas, las cabañas, los rebaños, los chiquillos, halló un entretenimiento que sólo hubiera podido sublimarse teniendo al lado a Edmund para hablarle de las sensaciones que experimentaba. Éste era el único punto de coincidencia entre ella y la damisela que iba sentada a su lado; aparte la estimación que profesaba a Edmund, miss Crawford era en todo muy distinta a ella. Mary no tenía nada de la delicadeza de gustos, de espíritu, de sentimientos, que poseía Fanny; veía la naturaleza, la inanimada natura, sin observarla apenas; su atención se concentraba toda en los hombres y las mujeres, su inteligencia captaba sólo lo superficial y animado. Pero en cuanto a ocuparse de Edmund, tratando de descubrirle cuando dejaban atrás una recta en la carretera, o cuando él los adelantaba en el ascenso a alguna loma de respetable altura, iban las dos muy unidas, y algún que otro «¡ahí está!» se les escapó a ambas simultáneamente más de una vez.

Durante las siete primeras millas, el viaje tuvo muy poco aliciente para María Bertram; su mirada siempre iba a dar con el espectáculo de Henry Crawford y su hermana Julia, sentados uno al lado de la otra en el pescante, conversando animadamente y divirtiéndose de lo lindo; y el solo hecho de ver el expresivo perfil de Henry cuando se daba vuelta para sonreír a Julia, o de oír las risas que ésta soltaba de vez en cuando, era para ella un motivo constante de irritación que su sentido de lo correcto apenas conseguía disimular. Cuando Julia se daba vuelta, era con una expresión de deleite en el rostro, y cuando hablaba lo hacía con extraordinaria animación. «¡Aquí se disfruta de una vista espléndida!» «Me gustaría que todos pudiesen ver el paisaje tan bien como yo», etc., etc. Pero su única oferta de permuta la hizo a miss Crawford, cuando lentamente alcanzaban la cima de un extenso collado, y cuanto en sus palabras hubo de invitación no pasó de esto:

—Aquí se quiebra el paisaje en un estallido de magnificencia. Quisiera ofrecerle mi asiento; pero ya veo que no querrá aceptarlo, ni siquiera permitirá que insista.

Y miss Crawford apenas pudo contestarle antes de que se encontrasen ya corriendo a buena marcha por la otra vertiente.

Al adentrarse en la zona de influencia de Sotherton, María Bertram, de quien pudiera haberse dicho que tenía un arco con dos cuerdas, empezó a sentirse mejor. Tenía «sentimientos Rushworth» y «sentimientos Crawford»; y, en la vecindad de Sotherton, los primeros ejercían una influencia considerable. La importancia de Mr. Rushworth era también la de ella. No pudo decir a Mary Crawford que aquellos bosques pertenecían a Sotherton, ni comentar distraídamente que creía que los campos que ahora atravesaban eran todos, a uno y otro lado de la carretera, propiedad de Mr. Rushworth, sin que latiera con júbilo su corazón; y su satisfacción iba en aumento a medida que se aproximaban a la importante mansión feudal y antigua residencia solariega de la familia.

—A partir de ahora ya no tendremos mal camino; se acabaron las molestias. Lo que queda de carretera es como debe ser. Mr. Rushworth lo ha hecho, después de heredar la finca. Aquí empieza la aldea. Aquellas cabañas son, realmente, una ignominia. La aguja de la iglesia es conocida por su notable hermosura. Me gusta que la iglesia no esté tan pegada a la casa grande como ocurre a menudo en lugares antiguos. El fastidio de las campanas ha de ser terrible. Allí está la rectoría... casas de aspecto muy pulcro; y tengo entendido que el rector y su esposa son personas muy respetables. Aquello son casas de beneficencia, fundadas por miembros de la familia. A la derecha está la casa del administrador; es hombre muy respetable. Ahora llegamos al pabellón del guarda; pero nos queda todavía casi una milla de parque. Como usted ve, no es feo en este extremo; hay algunos árboles preciosos. Pero la situación de la casa es desastrosa. Para llegar a ella hemos de recorrer media milla cuesta abajo; y es una lástima, porque no tendría mal aspecto si tuviera mejor acceso.

Miss Crawford no regateó su admiración; fácilmente adivinó cuáles eran los sentimientos de María y se empeñó en aumentar su gozo todo lo posible. La señora Norris era toda entusiasmo y volubilidad; y hasta Fanny tenía algo que expresar, admirada, y era escuchada con agrado. Su mirada captaba con avidez cuanto se le ofrecía a su alcance; y después que hubo logrado, no sin algún esfuerzo, descubrir la casa, observando que «era una clase de edificio que ella no podía mirar sino con respeto», añadió:

—Bueno, ¿y dónde está la avenida? La casa está orientada al Este, según veo. La avenida, por tanto, tiene que hallarse detrás. Mr. Rushworth habló de la fachada del Oeste.

—Sí, está exactamente detrás de la casa; se inicia a corta distancia y desciende, en una extensión de media milla, hasta el límite del parque. Algo de ella puede verse desde aquí... algo de los árboles más distantes. Es todo roble.

Miss Bertram podía hablar ahora con plena suficiencia de lo que nada sabía unos días atrás, cuando Mr. Rushworth le preguntó su opinión; y en su espíritu se agitaba toda la felicidad que puedan proporcionar el orgullo y la vanidad, cuando se detuvieron ante la amplia escalinata de piedra de la entrada principal.

Mansfield Park

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