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CAPÍTULO IX
ОглавлениеMr. Rushworth estaba en la puerta para recibir a su hermosa dama y a todos dio la bienvenida con la debida atención. En el salón viéronse acogidos con la misma cordialidad por la madre, y María Bertram fue objeto de todos los honores que podía desear. Una vez terminadas las ceremonias motivadas por la llegada se hizo preciso, ante todo, comer; y las puertas se abrieron de par en par, a fin de que los invitados pasaran, atravesando un par de salas intermedias, al salón comedor, donde les esperaba una colación preparada con abundancia y buen gusto. Mucho se habló, mucho se comió, y todo fue bien. Luego se tomó en consideración lo referente al especial motivo de la visita. ¿Qué le parecía a Mr. Crawford, qué medio preferiría emplear para dar un vistazo a los terrenos? Mr. Rushworth hizo mención de su carrocín. Mr. Crawford sugirió la mayor conveniencia de un carruaje que admitiera más de dos personas, y añadió:
—Vemos privados del favor de otros ojos y otros pareceres sería un perjuicio, incluso superior al sacrificio de estos deliciosos momentos.
La señora Rushworth propuso que se empleara también el calesín; pero esto fue considerado apenas como una solución: las damiselas no sonrieron ni dijeron palabra. La siguiente proposición de la señora Rushworth, ofreciendo mostrar la casa a los que nunca habían estado allí, resultó más aceptable; pues María Bertram gustaba de que se exhibiera toda su grandeza, y los demás acogieron con agrado la perspectiva de hacer algo.
Así, pues, todos se levantaron de la mesa y, guiados por la señora Rushworth, fueron recorriendo gran número de habitaciones, todas altas de techo, muchas de ellas amplias, profusamente amuebladas al gusto de cincuenta años atrás, dotadas de relucientes pavimentos, sólida caoba, ricos damascos, mármoles, tallas y dorados, todo muy bonito dentro de su estilo. Cuadros los había en abundancia, y algunos de ellos buenos, pero la mayoría eran retratos de familia que no interesaban más que a la propia señora Rushworth, la cual se había tomado el mucho trabajo de aprenderse cuanto el ama de llaves pudo enseñarle, y estaba ahora casi tan bien preparada como ésta para mostrar la casa. En la presente ocasión se dirigió principalmente a miss Crawford y a Fanny, aunque no podía compararse la atención que ponían la una y la otra; pues miss Crawford, que había visto docenas de grandes casas sin interesarse por el contenido de ninguna de ellas, daba la impresión de que se limitaba a escuchar por cortesía, mientras que Fanny, para la cual era todo tan interesante como nuevo, atendía con buena fe desprovista de toda afectación a cuanto la señora Rushworth pudo relatar de la familia en épocas pretéritas: su origen y grandeza, las visitas regias, los méritos de lealtad..., y se deleitaba al relacionarlo con hechos históricos que ya le eran conocidos, o animando su imaginación con escenas del pasado.
La ubicación de la casa excluía la posibilidad de grandes perspectivas desde cualquiera de las habitaciones; y, mientras Fanny y algunos más acompañaban a la señora Rushworth, Henry Crawford fruncía el ceño y meneaba la cabeza al mirar por las ventanas. Todas las habitaciones de la fachada oeste daban a una verde extensión de césped limitada por el comienzo de la avenida, que desde allí podía divisarse en su parte inmediata a la alta verja de hierro.
Cuando hubieron recorrido muchas más habitaciones, de las que cabía suponer que no tenían otra utilidad que la de contribuir al impuesto de ventanas y dar trabajo a las criadas, dijo la señora Rushworth:
—Ahora nos dirigimos a la capilla, en la que, propiamente, deberíamos entrar por arriba para verla desde un punto dominante; pero como estamos en confianza los guiaré por aquí, si me lo permiten.
Entraron. La imaginación de Fanny había previsto algo más grandioso que una simple sala espaciosa, rectangular, sin que al adaptarla a los fines de la devoción se la hubiera provisto de algo más impresionante o más solemne que la profusión de caoba y almohadillas de terciopelo carmesí en la galería superior, destinada a la familia.
—Estoy decepcionada —dijo, hablando a Edmund en voz baja—. Esto no se compagina con la idea que yo tengo formada de una capilla. No tiene nada de imponente, de grandioso, nada que invite al recogimiento. Aquí no hay naves, ni arcos, ni inscripciones, ni estandartes... No hay estandartes, primo mío, que tremolen en la noche al soplo de un aliento celestial, ni indicios de que un monarca escocés duerma debajo.
—Olvidas, Fanny, lo reciente de esta construcción y lo limitado de su finalidad, en comparación con las viejas capillas de castillos y monasterios. Ésta se hizo tan sólo para uso particular de la familia. Supongo que los grandes personajes estarán enterrados en la iglesia parroquial. Allí es donde puedes buscar estandartes y ambientación.
—He sido tonta al no pensar todo eso; pero me ha desilusionado.
La señora Rushworth empezó su relato:
—Esta capilla se arregló tal como ustedes la ven ahora, en tiempos de Jacobo II. Antes de esta época los bancos eran, según tengo entendido, simples tablones de madera; y hay algunos motivos para creer que los paramentos y almohadillas del púlpito y de los reclinatorios de la familia eran sólo de tela morada; pero esto no es del todo seguro. Es una hermosa capilla, de la que antes se hacía uso mañana y tarde. Siempre leía en ella los rezos el capellán de la casa, como muchos recuerdan. Pero el último Mr. Rushworth suprimió la costumbre.
—Cada generación tiene sus mejoras —dijo Mary, con una sonrisa, a Edmund.
La señora Rushworth se había alejado para recitar su lección a Mr. Crawford; y Edmund, Fanny y Mary quedaron en un grupo aparte.
—Es una lástima —consideró Fanny— que la costumbre se haya interrumpido. Era un aspecto muy estimable de los tiempos pasados. En una capilla con su capellán hay algo que está muy de acuerdo con una gran casa, según la idea que una se ha formado de lo que una gran casa debe ser. ¡Qué bonito ver a toda una familia que se reúne regularmente para rezar!
—¡Muy bonito, ya lo creo! —exclamó miss Crawford, riendo—. Debe hacer un gran bien a los cabezas de familia eso de obligar a las pobres criadas y a los lacayos a que dejen su trabajo o su recreo para venir aquí, a rezar, dos veces al día, mientras ellos mismas inventan excusas para escabullirse.
—Fanny apenas puede concebir así una reunión de familia —observó Edmund—. Si el señor y la señora de la casa no asisten, la costumbre reportará más daños que beneficios.
—De todos modos, es preferible dejar que la gente proceda de acuerdo con su conciencia en estas cuestiones. A cada cual le gusta seguir su camino... escoger la hora y el modo de practicar la religión. La obligación de asistir, la ceremonia, la coerción, la duración... todo eso resulta algo espantoso que a nadie gusta. Y si las buenas gentes que solían arrodillarse y bostezar en esa galería hubiesen llegado a prever que vendrían tiempos en que hombres y mujeres podrían permanecer otros diez minutos en la cama a la hora de levantarse, cuando despertasen con dolor de cabeza, sin temor a verse reprobados por haber faltado a la capilla, hubieran saltado de gozo y de envidia. ¿No os imagináis lo muy contrariadas que las bellas, antiguas moradoras de la casa de Rushworth, acudirían más de una vez a esta capilla? ¿A las jóvenes damitas, Leonoras o Brígidas, muy tiesas y envaradas para fingir piedad, pero con las cabezas llenas de algo muy distinto, especialmente si el capellán no era hombre digno de que se le mirase? Y me figuro que, en aquellos tiempos, los sacerdotes eran aun inferiores a los de ahora.
Pasaron unos momentos sin que nadie contestara. Fanny se sonrojó y miró a Edmund, pero estaba demasiado enojada para hablar; y él necesitó concentrarse un poco antes de poder decir:
—Su espíritu animado y bullicioso apenas le permite estar seria aun tratando de cosas serias. Nos ha trazado usted un esbozo divertido, y desde un punto de vista humano no puede decirse que no fuera así. Todos tropezamos, a veces, con la dificultad de no poder fijar nuestra atención como desearíamos. Pero si supone usted que es cosa frecuente, es decir, una debilidad convertida en hábito por negligencia, ¿qué podría esperarse de la piedad privada de esas personas? ¿Cree usted que las mentes a las que se les permite, a las que se les consiente que divaguen en la capilla, se recogerían mejor en un gabinete íntimo?
—Sí, es muy probable. Cuando menos tendrían dos contingencias a su favor: habría menos motivos para distraer su atención y la prueba no sería tan larga.
—La mente que no lucha contra sí misma en una de las circunstancias, creo yo que hallaría motivos de distracción en la otra; y la influencia del lugar y del ejemplo puede muchas veces suscitar mejores intenciones que las que se tuvieron a entrar. Sin embargo, admito que la mayor duración del servicio represente, a veces, un esfuerzo excesivo para la atención. Uno desearía que no fuese así; pero aún no ha transcurrido bastante tiempo desde que abandoné Oxford para olvidar lo que son los rezos de la capilla.
Mientras así se hablaba, los demás invitados se habían esparcido por la capilla; y Julia hizo que Mr. Crawford se fijara en María, diciendo:
—Fíjate en Mr. Rushworth y en mi hermana, uno al lado del otro, lo mismo que si fuera a celebrarse la ceremonia. ¿Verdad que parecen completamente dispuestos?
Henry sonrió, como asintiendo, adelantóse hasta María y dijo, con voz que sólo ella podía oír:
—No me gusta ver a miss Bertram tan cerca del altar.
María dio un respingo, se apartó instintivamente unos dos pasos, pero se recobró en el acto, aparentó reír y le preguntó, en un tono de voz no mucho más alto:
—¿Quisiera usted apartarme?
—Temo que lo haría muy torpemente —fue su respuesta, que acompañó de una mirada muy significativa.
Julia, que al momento se reunió con ellos, siguió adelante con su broma:
—La verdad, es realmente una lástima que no tenga lugar ahora mismo. Sólo falta la correspondiente licencia. Pues aquí nos hallamos todos reunidos, de modo que sería lo más práctico y agradable del mundo.
Y más dijo y rió sin prevención, como para recabar la atención de Mr. Rushworth y su madre en tomo al tema, dando ocasión a que él susurrara sus galanteos al oído de su amada, y la señora Rushworth dijese, con dignidad y sonrisa apropiadas, que sería para ella el suceso más feliz cuando tuviese lugar.
—¡Si Edmund ya estuviera ordenado! —exclamó Julia; y, corriendo hacia donde él se encontraba con miss Crawford y Fanny, añadió—: Querido Edmund, si ya hubieses sido ordenado podría efectuarse la ceremonia ahora mismo. ¡Qué desgracia que todavía no lo estés! Mr. Rushworth y María están dispuestos.
El rostro de Mary Crawford, mientras Julia hablaba, hubiera divertido a cualquier observador desinteresado. Parecía casi horrorizada ante la noticia que acababa de recibir, Fanny la compadeció; por su mente cruzó esta reflexión: «¡Qué mal le sabrá haber dicho lo de hace un momento!»
—¡Ordenarse! —exclamó miss Crawford—. ¿De modo que va usted a ser sacerdote?
—Sí; voy a ordenarme poco después del regreso de mi padre. Probablemente por Navidad.
Miss Crawford, rehaciendo su ánimo y recobrando su temple, tan sólo replicó:
—De haberlo sabido antes, hubiese hablado del clero con más respeto —y cambió de tema.
Poco después abandonaron todos la capilla, dejándola sumida en la paz y el silencio que reinaban en ella, con pocas interrupciones, en el curso de todo el año. María Bertram, disgustada con su hermana, fue la primera en salir; y todos parecían sentir que habían permanecido ya allí bastante tiempo.
Habían visitado toda la planta de la casa, y la señora Rushworth, incansable en sus funciones, los hubiera llevado al piso principal dispuesta a mostrarles todas sus habitaciones, si su hijo no se hubiese interpuesto con la duda de que les quedase tiempo suficiente.
—Ya que —dijo, incurriendo en esa especie de argumentación redundante que otros muchos cerebros más preclaros no siempre consiguen eludir—, si alargamos demasiado el recorrido por el interior de la casa, luego no nos quedará tiempo para lo que tenemos que hacer fuera. Son más de las dos, y hay que cenar a las cinco.
La señora Rushworth se sometió. La cuestión de proceder al examen de los terrenos, con quién y en qué forma, parecía que iba a debatirse en agitada sesión, y la señora Norris empezaba a disponer la combinación de carruajes y caballos más factible, cuando la gente joven, al encontrarse ante una puerta tentadora abierta a un tramo de escalera que conducía inmediatamente al césped y a los arbustos y a todas las delicias de un jardín de recreo, como obedeciendo a un mismo impulso, a un mismo anhelo de aire y libertad, se deslizó por ella al exterior.
—Podríamos dar una vuelta por aquí, de momento —propuso la señora Rushworth, haciéndose cortésmente eco de aquel deseo, y siguiéndoles—. Aquí está la mayor parte de nuestras plantas, y aquí los curiosos faisanes.
—Me pregunto —dijo Henry Crawford, observando en derredor—, ¿no podríamos hallar algo en que empleamos aquí, antes de ir más lejos? Mr. Rushworth, veo unos bancos de roca natural que prometen mucho. ¿No podríamos convocar a la junta en este prado?
—James —dijo la señora Rushworth a su hijo—, creo que a todos les gustaría recorrer el bosque. María y Julia Bertram no lo conocen todavía.
Nadie objetó nada, pero por algún tiempo pareció que no había propensión a moverse para ningún plan ni a distancia alguna. Todos mostraron al principio su interés por las plantas o los faisanes, y todos se dispersaron gozando de la feliz independencia. Mr. Crawford fue el primero en alejarse para examinar las posibilidades que en aquel extremo ofrecía la casa. El terreno, limitado a ambos lados por altos muros, contenía, a continuación de la primera área con plantas, una bolera, y a continuación de la bolera una terraza sostenida por columnas de hierro, desde donde se descubrían las copas de los árboles del bosque contiguo. Era un ángulo excelente para la observación con espíritu crítico. A Mr. Crawford le siguieron pronto María Bertram y James Rushworth; y cuando, poco después, los demás se reunieron en sendos grupos, Edmund, miss Crawford y Fanny hallaron a los primeros en atareada consulta sobre las mejoras. Después de una breve participación en sus deliberaciones, los dejaron y siguieron paseando. Los tres restantes personajes —la señora Rushworth, la señora Norris y Julia— quedaban aún muy atrás; pues Julia, cuya buena estrella no prevaleció mucho tiempo, se vio obligada a caminar al lado de la señora Rushworth y a refrenar la impaciencia de sus pies para acompasarlos a la marcha lenta de la dama; y tía Norris, habiendo establecido contacto con el ama de llaves, que había salido para dar comida a los faisanes, se demoraba comadreando con ella. ¡Pobre Julia! La única de los nueve que no estaba medianamente satisfecha de su suerte, sentíase ahora como si la hubieran castigado y tan distinta de la Julia que vino en el pescante del birlocho como quepa imaginar. La cortesía que había aprendido a practicar como un deber, le hacía imposible la escapatoria: mientras que la carencia de otros móviles más elevados para el dominio de sí mismo, de un sentido de la debida consideración al prójimo, de un conocimiento de su propio corazón, de esos principios de derecho, en fin, que no había formado parte esencial de su educación, hacían sentirse desgraciada bajo la esclavitud de aquel deber.
—Hace un calor insoportable —dijo miss Crawford, cuando hubieron dado una vuelta por la terraza y se dirigían nuevamente a la puerta que daba acceso a la floresta—. ¿Acaso alguno de nosotros hallaría inconveniente en sentirse a gusto bajo la sombra de los árboles? Ahí tenemos un delicioso bosquecillo... mientras podamos penetrar en él. ¡Qué felicidad si la puerta no estuviera cerrada...! Pero lo está, desde luego. En estas grandes mansiones sólo los jardineros pueden ir adonde les place.
No obstante, resultó que la puerta no estaba cerrada, y todos se avinieron a franquearla con gran alegría, zafándose de los inclementes ardores del sol. Un largo tramo de escalera les condujo a la floresta, que era un bosque plantado en unos dos acres de terreno, y, aunque todo eran alerces y laureles, y hayas recortadas, allí había sombra y belleza natural, en comparación con la terraza y la bolera. Todos acusaron su grato influjo refrigerante y, por algún tiempo, se limitaron a pasear y admirar. Al fin, rompiendo el silencio, miss Crawford comentó:
—De modo que va a convertirse usted en un sacerdote, Mr. Bertram. Es una sorpresa para mí.
—¿Por qué había de sorprenderla? Tenía usted que suponerme destinado a alguna profesión, y pudo darse cuenta de que yo no era abogado, ni militar, ni marino.
—Muy cierto; pero, en definitiva, no se me había ocurrido. Y ya sabe usted que suele haber un tío o un abuelo que deja una fortuna al segundón de una familia.
—Una costumbre muy encomiable —dijo Edmund—, pero no universal. Yo soy una de las excepciones y, por serlo, debo hacer algo por mi cuenta.
—Pero, ¿por qué ha de ser clérigo? Yo creí que, en todo caso, eso era el destino del hermano más joven, cuando había muchos otros con derecho de prioridad en la elección de carrera.
—¿Cree usted, entonces, que ésta nunca se elige por vocación natural?
—Nuncaes palabra atroz. Pero, sí: aplicando el nunca de la conversación, que quiere decir no muy a menudo, yo lo creo así. A los hombres les gusta distinguirse, y en cualquier parte pueden conseguirse distinciones, menos en el clero. Un clérigo no es nadie.
—Supongo que el nadie de las conversaciones tendrá sus gradaciones, como el nunca. Unos sacerdote podrá no destacar por su brillantez o su elegancia. No deberá acaudillar turbas ni dar la pauta en la moda. Pero me es imposible admitir que no es nadie el individuo que labora en el terreno de mayor importancia para la humanidad, individual o colectivamente considerada, así para lo temporal como para lo eterno, quien cuida de la religión y la moral y, en consecuencia, de las costumbres que resultan de su influencia. En este aspecto, no hay quien pueda tachar de nadie al que ejerce este ministerio; y si, en realidad, mereciera tan pobre concepto, sería porque descuida sus deberes, porque se concede más importancia de la que tiene, pisando fuera de su terreno a fin de aparentar lo que no debe.
—Ustedconcede más importancia a un sacerdote de la que una está acostumbrada a que le reconozcan, o de la que yo misma pueda atribuirle. Poco se notan los efectos de esa influencia benéfica en el seno de la sociedad, y ¿cómo pueden adquirir tal prestigio y ejercer tal influencia en unos medios en que raramente se los ve? ¿Cómo pueden dos sermones a la semana, aun suponiéndolos dignos de ser escuchados, conseguir todo eso que usted dice: moderar la conducta y ordenar las costumbres de una numerosa feligresía para todos los días restantes? Apenas se ve a un sacerdote fuera del púlpito.
—Usted está hablando de Londres; yo me refiero a la nación entera.
—Me figuro que la metrópoli es una bonita muestra de lo que ocurre por doquier.
—No, le aseguro que no lo es de la proporción entre la virtud y el vicio que pueda registrarse en el conjunto del reino. No buscamos en las grandes ciudades el mejor ejemplo de moralidad. No es allí donde las gentes de cualquier condición tienen más probabilidades de obrar bien; y, en efecto, no es allí donde más pueda acusarse la influencia de la Iglesia. Al buen predicador se le sigue y admira; pero no es sólo con hermosos sermones como un buen sacerdote puede ser útil a su parroquia, cuando ésta no abarca una demarcación excesivamente extensa y un número demasiado crecido de feligreses, de modo que los mismos tengan ocasión de conocer el carácter personal y observar la línea de conducta de su pastor, caso que raramente puede darse en Londres. Allí, la clerecía se pierde entre la multitud de feligreses. A los más, se les conoce tan sólo como predicadores. Y, en cuanto a lo de influir en las costumbres, Mary, no debe usted interpretarme erróneamente ni suponer que les confiero el carácter de árbitros de la buena educación, artífices del refinamiento y la cortesía o maestros en las ceremonias mundanas. Las costumbres de que le hablo podrían más bien llamarse conducta, quizás el resultado de los buenos principios... el efecto, en fin, de aquellas doctrinas que ellos tienen el deber de enseñar y recomendar; y creo que en todas partes se hallará que, según el clero sea o no sea como debe ser, así será el resto de la nación.
—Muy cierto —dijo Fanny con gentil gravedad.
—¡Vaya! —exclamó Mary—. Ya ha convencido del todo a Fanny.
—Desearía poder convencer a Mary también.
—No creo que lo consiga jamás —dijo ella, con una picaresca sonrisa—; estoy tan sorprendida ahora como al principio de que tenga la intención de ordenarse. Realmente, usted tiene condiciones para algo mejor. Vamos, cambie de idea; todavía no es demasiado tarde. Hágase abogado..., métase en leyes.
—¡Que me meta en leyes! Y lo dice con la misma naturalidad con que me invitó a meterme en esta floresta.
—Ahora va a decimos algo acerca de que la jurisprudencia es el más salvaje de los dos bosques, pero yo me anticipo; conste que lo he prevenido.
—No es necesario que se apresure usted, si su única finalidad es la de impedirme que diga algo ocurrente, porque en mí no existe el menor ingenio. Soy hombre claro, sólo sé decir las cosas por su nombre y puedo andar perdido en los ribetes de una agudeza durante media hora seguida, sin dar con ella.
Se hizo un silencio general. Los tres quedaron pensativos. Fanny fue la primera en hablar de nuevo:
—No creo que vaya a cansarme mucho con sólo pasear por este delicioso bosque; pero cuando descubramos otro banco, si no os desagrada, me gustaría sentarme un poco.
—¡Mi querida Fanny! —exclamó Edmund, brindándole enseguida el apoyo de su brazo—. ¡Qué descuido el mío! Espero que no te sientas demasiado fatigada. Acaso —añadió, dirigiéndose a Mary— mi otra compañera me haga el honor de aceptar también mi brazo.
—Gracias, pero yo no siento el menor cansancio.
Mientras esto decía aceptó, sin embargo, el ofrecimiento.
Y la satisfacción de Edmund, por ello, unida a su emoción al sentir esta clase de contacto por primera vez, hizo que se olvidara un poco de Fanny.
—¡Si apenas se apoya usted! —dijo él—. Así no le presto ningún servicio. ¡Qué diferente el peso de un brazo femenino comparado con el de un hombre! En Oxford solía muchas veces pasear con algún compañero que se apoyaba en mi brazo, y, en comparación, no pesa usted más que una mosca.
—Le aseguro que no estoy cansada, lo que casi me extraña, pues al menos hemos andado una milla por este bosque. ¿No le parece?
—Ni media milla —fue la tajante contestación de Edmund; pues no estaba aún tan enamorado como para medir las distancias o computar el tiempo con irresponsabilidad femenina.
—¡Oh!, no tiene en cuenta los muchos rodeos que hemos dado. ¡Si ha sido un continuo serpenteo! El bosque ya debe de tener la media milla en línea recta, porque no hemos vuelto a verle el fin todavía, desde que abandonamos el sendero ancho.
—Pero sin duda recordará que, antes de abandonar el sendero ancho, veíamos el final a cuatro pasos. Miramos hacia abajo contemplando el panorama y vimos que quedaba cerrado por una verja de hierro, de la que no podía separamos más que un octavo de milla.
—Bueno, yo no estoy por discutir esos quebrados; lo que sí sé es que es un bosque muy extenso... y que no hemos cesado de dar vueltas y revueltas desde que nos internamos en él; por lo tanto, cuando digo que hemos recorrida una milla, lo hago prescindiendo de la brújula.
—Llevamos exactamente un cuarto de hora en el bosque —dijo Edmund, sacando su reloj—. ¿Cree acaso que andamos a cuatro millas por hora?
—¡Oh!, no me ponga nerviosa con su reloj. Los relojes siempre se atrasan o se adelantan. Yo no puedo someterme a las arbitrariedades de un reloj.
Unos pasos más, y salieron al extremo del sendero a que acababan de referirse; y arrimado a un lado, muy sombreado y protegido, mirando al parque se extendía a continuación de un foso escarpado, los esperaba un cómodo banco, en el que se sentaron los tres.
—Temo que te sentirás muy cansada, Fanny —dijo Edmund, observándola—; ¿por qué no lo dijiste antes, Será para ti un mal día de asueto, si al fin quedas rendida. Toda clase de ejercicio la fatiga, Mary; excepto la equitación.
—Entonces, ¡qué abominable su comportamiento al permitir que yo acaparase su caballo, como hice la semana pasada! Me avergüenzo por usted, así como de mí misma; pero nunca volverá a suceder.
—Su miramiento y consideración hacen que me sienta más culpable de mi propio descuido. Los intereses de Fanny parece que están más seguros en sus manos que en las mías.
—No obstante, que se encuentre cansada ahora no me sorprende; porque, de todas las obligaciones que puedan existir, no hay otra tan pesada como la que hemos cumplido esta mañana, viendo una casa inmensa, vagando durante horas de una sala a otra, forzando la vista y la atención, escuchando lo que uno no entiende, admirando lo que a uno no le importa... En general, todo el mundo reconoce que es una de las cosas más cargantes del mundo, y para Fanny lo ha sido también, aunque no se haya dado cuenta
—Pronto habré descansado bastante —dijo Fanny—; sentarse a la sombra en un día magnífico y contemplar la vegetación es lo que más alivia.
Poco rato llevaba sentada Mary, cuando se puso de nuevo en pie.
—Necesito moverme —dijo—; la inactividad me fatiga. He estado mirando al parque por encima del foso, hasta aburrirme. Voy a contemplarlo ahora a través de aquella verja, aunque no lo vea tan bien.
Edmund abandonó también el asiento.
—Ahora, Mary, podrá ver el trazado del paseo que en línea recta une los dos extremos del parque, y se convencerá de que no puede tener media milla de longitud, ni acaso la mitad de media milla.
—¡Es una distancia enorme! —replicó ella—. Con una ojeada tengo bastante.
Él siguió razonando, pero en vano. Ella no quería calcular, no quería comparar; sólo quería sonreír y discutir. Un mayor grado de consistencia racional no hubiese podido resultar más atractivo, y ambos continuaron hablando con mutua satisfacción. Al fin convinieron que debían intentar la verificación de las dimensiones del bosque paseando un poco más. Se llegarían hasta uno de sus extremos por la parte en que ahora se encontraban (pues había un sendero recto, cubierto de césped, que se extendía a lo largo de la parte baja bordeando el foso), y acaso se internarían por alguna vereda orientada en otra dirección si ello podía ayudarles, pero a los pocos minutos estarían de vuelta. Fanny dijo que ya había descansado y se disponía a marchar también, pero no lo consintieron. Edmund la instó para que permaneciera donde estaba, con tanta seriedad que ella no se pudo resistir, y la dejaron en el banco pensando con placer en los cuidados de su primo, aunque muy apenada por no sentirse más fuerte. Los observó hasta que doblaron por otro camino, y escuchó hasta que cesaron los últimos ecos de sus voces.