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CAPÍTULO X

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Índice

Pasaron quince minutos, veinte... y Fanny seguía pensando en Edmund, en Mary y en sí misma, sin que nadie la interrumpiera. Empezó a extrañarle que la dejaran sola tanto tiempo y a escuchar con ansias de oír de nuevo sus pasos y sus voces. Escuchaba, escuchaba y al fin pudo oír... sí, eran voces y pasos que se acercaban; pero, apenas acabó de percatarse de que no se trataba de los que ella esperaba, aparecieron María Bertram, Mr. Rushworth y Henry Crawford, procedentes del mismo sendero que ella había seguido antes.

—¡Fanny sola...! Querida Fanny, ¿cómo ha sido esto? —fueron los primeros saludos.

Ella lo contó.

—¡Pobrecita Fanny! —exclamó su prima—. ¡Qué mal te han tratado! Hubiera sido mejor que te quedaras con nosotros.

Después, sentándose en el banco con un caballero a cada lado, reanudó la conversación que antes sostenían, estudiando la posibilidad de las mejoras con gran animación. Nada se concretó, pero Henry Crawford tenía la cabeza llena de ideas y proyectos; y, en términos generales, cuanto él proponía quedaba inmediatamente aprobado, primero por ella y luego por Mr. Rushworth, cuya principal ocupación era, a lo que parecía, escuchar a los demás, sin arriesgarse apenas a exponer alguna sugerencia propia, como no fuera su deseo de que vieran ellos también la finca de su amigo Smith.

Después de dedicar unos minutos a ese tema, miss Bertram, observando la verja de hierro, expresó su deseo de entrar por ella en el parque, a fin de obtener nuevas perspectivas para sus planes. Henry opinó que sería lo mejor que podían hacer, el único medio que les permitiría decidir con algún acierto. Enseguida descubrió una loma a menos de media milla, desde cuya cima tendrían la exacta visión de conjunto que se requería para el caso. Por lo tanto, era incontestable que tenían que ir a la loma y pasar por la verja; pero la verja estaba cerrada. Mr. Rushworth lamentó no llevar encima la llave; dijo que estuvo muy cerca de pensar, antes de salir, en si debía cogerla; que estaba resuelto a no volver jamás por allí sin la llave. Sin embargo, todo esto no resolvía la dificultad presente. No podían atravesar la verja. Y, como en María no menguaban los deseos de hacerlo, Mr. Rushworth acabó por manifestar que estaba dispuesto a ir a buscar la llave y separóse de ellos acto seguido.

—Indudablemente, es lo mejor que podemos hacer, ahora que nos hemos alejado tanto de la casa —dijo Henry, cuando el otro se hubo marchado.

—Sí, no cabe hacer otra cosa. Pero, sinceramente, ¿no encuentra el lugar, en su conjunto, peor de lo que esperaba?

—No, por cierto; muy al contrario. Lo encuentro mejor, más grandioso, más completo en su estilo, aunque acaso este estilo no sea el ideal. Y, si quiere que le diga la verdad —añadió, hablando bastante más bajo—, no creo que jamás vuelva a ver Sotherton con el placer de ahora. Dificilmente otro verano podrá mejorarlo para mí.

Después de una breve turbación, la damisela replicó:

—Es usted un hombre demasiado mundano para no ver las cosas con los ojos del mundo. Si los demás creen que Sotherton ha mejorado, usted también lo considerará así.

—Temo que no soy tan hombre de mundo como me convendría en algunos casos. Mis sentimientos no son tan deleznables, ni mis recuerdos del pasado tan fáciles de dominar, como es el caso, según uno puede ver por ahí, de los hombres de mundo.

Se siguió un corto silencio. Miss Bertram empezó de nuevo:

—Parece que esta mañana se divirtió usted mucho mientras guiaba el coche. Celebré verle tan entretenido. Usted y Julia no cesaron de reír en todo el camino.

—¿Nos reíamos? Sí, creo que sí; pero no me acuerdo en absoluto de qué. ¡Ah!, creo que le estuve contando unas ridículas anécdotas de un viejo palafrenero irlandés que tiene mi tío. A su hermana le gusta mucho reír.

—¿Le parece ella más alegre que yo?

—Creo que se la divierte con mayor facilidad —replicó Henry—, y por tanto, ¿comprende usted? —agregó sonriendo—, me parece mejor compañera. A usted, no me hubiera visto capaz de divertirla con anécdotas irlandesas durante un recorrido de diez millas.

—Creo que mi carácter, corrientemente, es tan animado como el de Julia, pero ahora tengo más cosas en qué pensar.

—Sin duda; y, en determinadas circunstancias, un exceso de alegría denota insensibilidad. Sin embargo, las perspectivas que a usted se le ofrecen son demasiado halagüeñas para justificar una pérdida de humor. Se halla usted ante un panorama risueño.

—¿Habla usted en sentido literal o figurado? Deduzco que literal. Sí, en efecto. Luce el sol y el parque tiene un aspecto muy alegre. Pero, por desgracia, esa verja de hierro, ese foso escarpado, me dan idea de opresión y limitación. No puedo salir, como dice el estornido de la fábula —mientras esto decía, poniendo vehemencia en sus palabras, se aproximó a la verja; él la siguió—. ¡Tarda tanto James en volver con la llave!

—Y por nada del mundo se atrevería usted a salir sin la llave y sin el consentimiento y la protección de Mr. Rushworth; de lo contrario, creo que sin mucha dificultad saltaría usted por este extremo de la verja, con mi ayuda. Creo que podríamos hacerlo, si usted deseara realmente sentirse menos prisionera y tuviera el valor de considerarlo como cosa no prohibida.

—¡Prohibida! ¡Qué tontería! Claro que puedo salir así, y lo haré. James no tardará en llegar, por supuesto; no nos alejaremos mucho, para que nos vea.

—Y, si no nos viera, miss Price tendrá la amabilidad de decirle que nos encontrará cerca de aquella loma... en el robledal de la loma.

Fanny, dándose cuenta de que todo aquello no estaba nada bien, no pudo menos que esforzarse en evitarlo.

—María, te vas a lastimar —porfiaba—; seguro que te lastimarás con esos clavos; te rasgarás el vestido; corres el riesgo de caerte al foso. Mejor sería que no fueras...

Al decir esto último, su prima se hallaba ya en el otro lado y, sonriendo con todo el buen humor que proporciona el éxito, replicó:

—Gracias, querida Fanny, pero tanto mi traje como yo hemos llegado sanos y salvos; de modo que... ¡adiós!

Fanny se quedó otra vez sola y no de mejor humor, pues la apenaba casi todo lo que había visto y oído. Estaba asombrada de María y enojada con Henry. Como no tomaron el camino recto, sino otro que les obligaría a dar un rodeo y, según a ella le pareció, muy irrazonable para dirigirse a la loma, pronto quedaron fuera del alcance de su vista. Transcurrieron unos minutos más sin que oyera ni viese a nadie. Le parecía tener todo el bosquecillo para ella sola. Casi tenía motivo para suponer que Edmund y miss Crawford la habían abandonado; pero no era posible que Edmund se olvidase tan por completo de ella.

Un repentino rumor de pisadas la distrajo de sus inquietantes suposiciones; alguien se acercaba a paso rápido, bajando por el sendero principal. Esperaba que aparecería Mr. Rushworth, pero era Julia, la cual, acalorada y sin resuello, y evidentemente contrariada, exclamó al verla:

—¡Hola! ¿Dónde se han metido los demás? Creí que María y Henry estaban contigo.

Fanny explicó lo ocurrido.

—¡Bonito truco, a fe mía! No los veo por ninguna parte —añadió, mirando con impaciencia al interior del parque—. Pero no pueden estar muy lejos, y creo que puedo saltar tan bien como María, hasta sin que me ayuden.

—Pero, Julia: Mr. Rushworth estará aquí dentro de un momento, con la llave. Espérale, por favor.

—¿Esperarle yo? No es fácil. Demasiado he tenido que aguantar a esa familia, por una mañana. ¡Vamos, niña! Justamente ahora acabo de librarme de su horrible madre. ¡Menuda condena he tenido que soportar, mientras tú estabas aquí sentadita, tan compuesta y feliz! Tal vez te hubiera dado lo mismo encontrarte en mi sitio, pero el caso es que siempre te las arreglas para escabullirte de esos compromisos.

La acusación no podía ser más injusta, pero Fanny prefirió no darle importancia y pasar por ella. Julia estaba picada y se dejaba llevar de su temperamento impulsivo; pero Fanny estaba segura de que no le duraría el mal humor, y por tanto, haciendo caso omiso de sus palabras, le preguntó si había visto a Mr. Rushworth.

—Sí, sí, le vimos. Iba disparado, como si fuera cuestión de vida o muerte, y perdió el tiempo justo para decimos a lo que iba y dónde estabais. —Es lástima que se haya tomado tanta molestia para nada.

—De esto debe preocuparse María. Yo no estoy obligada a sufrir por sus pecados. De la madre no pude huir mientras tía Norris, siempre tan pesada, anduvo danzando por ahí con el ama de llaves, pero al hijo puedo eludirlo en todo momento.

Inmediatamente trepó por la verja, saltó al otro lado y se alejó sin atender a la última pregunta de Fanny sobre si había visto algún rastro de Edmund y de Mary. La especie de temor que ahora sentía Fanny de encontrarse ante Mr. Rusworth le impidió pensar mucho en la prolongada ausencia de la pareja, como hubiera hecho en otro caso. Se daba cuenta de que le habían tenido muy poca consideración, y le resultaba violento tener que explicarle lo ocurrido. James se presentó cinco minutos después que Julia había desaparecido; y, aunque Fanny hizo cuanto pudo para referir el caso de modo que no resultara tan desagradable, él no pudo ocultar la enorme mortificación y el profundo disgusto que sentía. Al principio apenas dijo nada; sólo en su actitud se reflejó la sorpresa y el enojo que aquello le causaba. Se llegó a la verja y quedó allí, inmóvil, como sin saber qué hacer.

—Me rogaron que me quedase; María me encargó que le dijera, en cuanto usted llegase, que los encontraría en aquella loma o en sus inmediaciones.

—Me parece que no voy a ir más lejos —dijo él, desalentado—. No se ven por ninguna parte. Cuando yo llegase a la loma, ellos ya se habrían marchado a otro sitio. Me he paseado bastante.

Y fue a sentarse con aire sombrío junto a Fanny.

—Lo siento mucho —dijo ella—; es muy lamentable.

Y hubiera dado cualquier cosa para que se le ocurriese algo más que poder decir, a propósito.

Después de un prolongado silencio, él se quejó:

—Creo que bien hubieran podido esperarme.

—María pensó que usted la seguiría.

—Yo no tenía por qué seguirla, si ella se hubiese quedado.

Esto no podía negarse, y Fanny se calló. Al cabo de otra pausa, él reanudó:

—Por favor, miss Price, ¿podría decirme si es usted tan admiradora de ese Mr. Crawford como otras personas? Lo que es yo, no le veo nada de particular.

—A mí no me parece nada guapo.

—¡Guapo! Nadie puede decir que sea guapo un individuo corto de talla como él. No alcanza cinco pies con nueve. Y no me extrañaría que sólo llegase a los cinco con ocho. Además, le encuentro un aspecto muy poco agradable. Opino que esos Crawford no son una buena adquisición, en absoluto. Lo pasábamos muy bien sin ellos.

Aquí le escapó a Fanny un leve suspiro, y no supo contradecirle.

—Si yo hubiera puesto algún reparo en lo de ir a buscar la llave, cabría alguna excusa; pero fui en cuanto ella manifestó sus deseos.

—Su amable atención obligaba mucho, desde luego, y estoy segura de que se apresuró usted tanto como pudo; no obstante, la distancia es bastante larga desde aquí a la casa, como usted sabe, y quien espera juzga mal el tiempo; en estos casos, cada medio minuto pesa como cinco.

Él se puso en pie y volvió a la verja, diciendo:

—Ojalá hubiese tenido la llave entonces.

Fanny creyó ver en su actitud un indicio de apaciguamiento que la animó para otra tentativa. Con tal propósito dijo:

—Es una lástima que no vaya a reunirse con ellos. Buscaban una perspectiva mejor de la casa por aquel lado del parque, y estarán estudiando las mejoras que cabría hacer; pero, como usted sabe, no pueden decidir nada sin contar con su parecer.

Fanny comprobó que tenía más garbo en despachar que en retener a sus acompañantes. Mr. Rushworth quedó convencido.

—Bueno —dijo—, si a usted le parece mejor que vaya... Sería tonto haber traído la llave para no utilizarla.

Franqueó la verja y se marchó sin más ceremonia.

Entonces, los pensamientos de Fanny se concentraron por entero en tomo a los que la habían dejado allí hacía tanto tiempo, y, como creciera su impaciencia, resolvió ir en su busca. Siguió el mismo camino que ellos habían tomado, paralelamente al foso, y apenas lo dejó para internarse por otra vereda llegaron de nuevo a su oído la voz y las risas de Mary. Resonaban cada vez más cerca, y unos momentos después se encontró ante ellos. Acaba ban de regresar al bosque desde el parque, al que habían pasado, tentados por una puerta lateral que hallaron abierta, poco después de separarse de Fanny, y cruzando un sector del parque habían llegado hasta la mismísima avenida que tanto había anhelado Fanny, en el curso de toda la mañana, alcanzar al fin, y allí se habían sentado bajo uno de los árboles. Esto fue lo que contaron. Era evidente que el tiempo había transcurrido muy agradablemente para ellos y no se habían dado cuenta de lo prolongado de su ausencia. El mejor consuelo para Fanny fue que le aseguraran lo mucho que Edmund la había echado de menos y que, desde luego, hubiera vuelto por ella ni no hubiese sido por lo cansada que ya estaba a causa del paseo por el bosque. Pero no era esto suficiente para borrar su pena por haberse visto abandonada durante una hora entera, cuando él había hablado tan sólo de unos minutos, ni para ahuyentar la especie de curiosidad que sentía por saber de qué habrían estado hablando durante todo aquel tiempo; y el resultado fue que se sintiera desilusionada y deprimida cuando decidieron, por acuerdo general, regresar a la casa.

Cuando llegaron al pie de la escalera que conducía a la terraza, aparecieron en lo alto la señora Rushworth y tía Norris, que se disponían a ir entonces a la floresta, cuando hacía una hora y media que ellos habían salido. La señora Norris estuvo ocupada en cosas demasiado interesantes para ponerse en marcha con mayor prontitud. Cualesquiera que fuesen los contratiempos que hubiesen podido frustrar la diversión de sus sobrinas, el caso es que para ella la mañana había sido de gozo completo; pues el ama de llaves, después de mostrarse en extremo atenta y amable al informarla de todo lo referente a los faisanes, la había llevado a la vaquería, ilustrándola sobre cuanto hace referencia a las vacas y dándole la receta de un famoso queso de crema; y después que Julia las había dejado se encontraron con el jardinero, tropiezo que resultó en extremo satisfactorio para la señora Norris, pues tuvo ocasión de rectificar el erróneo criterio del buen hombre acerca de la enfermedad que padecía su nieto, convenciéndole de que tenía una calentura intermitente, y le prometió un amuleto para el caso; y él, en justa correspondencia, le enseñó su plantel más escogido y hasta la obsequió con un ejemplar de brezo muy curioso.

Al encontrarse las damas con el terceto que regresaba, todos volvieron a la casa para, una vez allí, dedicarse a pasar el tiempo lo más distraídamente posible, bien charlando, ya leyendo alguna Revista Trimestral, cómodamente arrellenados en los sofás, esperando la llegada de los otros y la hora de la cena. Era ya bastante tarde cuando se presentaron las hermanas Bertram y los dos caballeros; y, al parecer, su paseo no había resultado agradable más que a medias, y en modo alguno fecundo en consecuencias positivas con respecto al motivo de la excursión. Según ellos refirieron, no habían hecho más que ir unos en pos de otros, y el encuentro le pareció a Fanny que se había producido demasiado tarde para restablecer la armonía lo mismo que para, según reconocieron, tomar decisiones sobre las mejoras a realizar. Al mirar a

Julia y a Mr. Rushworth, notó que no era sólo en el pecho de ella donde se ocultaba el descontento por la conducta de los otros dos; también en el rostro de él se apreciaba un rictus de disgusto. Henry y María aparecían más satisfechos, y creyó ver que él ponía especial empeño, durante la cena, en disipar toda sombra de resentimiento en los otros y restablecer el buen humor general.

A la cena sucedió inmediatamente el té y el café, pues la perspectiva de un recorrido de diez millas para volver a casa no permitía desperdiciar el tiempo. A partir del momento en que se sentaron a la mesa todo fue una bulliciosa sucesión de naderias, hasta que el coche estuvo a la puerta y la señora Norris, después de afanarse y obtener del ama de llaves unos huevos de faisán y un queso de crema y abundar en corteses discursos de cumplido por las atenciones de la señora Rushworth, estuvo dispuesta a iniciar la marcha. En aquel momento, Henry se aproximó a Julia para decirle:

—Espero que no voy a perder a mi compañera, a menos que ella tema el aire de la tarde en un sitio tan expuesto.

La instancia no estaba prevista, pero fue gratamente acogida, y era de prever que para Julia la jornada iba a terminar tan bien como había empezado. María, por su lado, esperaba algo muy distinto, y quedó un tanto decepcionada; pero su convicción de que, en realidad, era ella la preferida le bastó para conformarse y la capacitó para acoger como debía las atenciones de despedida de James Rushworth. Sin duda a él había de satisfacerle más dejarla en el interior del birlocho que ayudarla a montar en el pescante, y sus deseos parecieron cumplirse con este arreglo.

—¡Vamos, Fanny, que éste ha sido un magnífico día para ti! —dijo tía Norris, mientras atravesaban el parque—. ¡Un completo recreo, desde el principio hasta el fin! Ya te digo que puedes estar muy agradecida a tía Bertram y a mí, por haber buscado la manera de que pudieses venir. ¡Nada, que has podido disfrutar un bonito día de constante diversión!

María estaba lo bastante disgustada para decir sin ambages:

—Me parece que usted no lo ha aprovechado del todo mal, tía. Yo diría que en el regazo lleva un montón de cosas buenas; y entre las dos hay una cesta con algo que me está torturando el codo sin piedad.

—Querida, no es más que un pequeño y hermoso brezo que el viejo jardinero, tan amable, se empeñó en que me llevara; pero, si te estorba, ahora mismo lo pongo en mi regazo. Mira, Fanny, tú podrías llevarme este paquete. Pon mucho cuidado... no se te vaya a caer; es un queso de crema, exactamente igual que ése tan excelente que hemos probado en la comida. No hubo manera de que la Whitaker, la buena ama de llaves, se resignase a que no me lo llevara. Me resistí todo lo que pude, hasta que las lágrimas asomaron casi a sus ojos y yo me di cuenta de que el queso era precisamente de la clase que hace las delicias de mi hermana. ¡Esta señora Whitaker es un tesoro! Se horrorizó de veras cuando le pregunté si se les permitía beber vino a los de la segunda mesa, y echó a dos criadas por llevar vestidos blancos. Cuidado con el queso, Fanny. Así puedo llevar muy bien el otro paquete y la cesta.

—¿Y qué más ha pescado por allí? —preguntó María, en cierto modo satisfecha de que Sotherton mereciera tantos elogios.

—¡Pescar, querida! Nada más que esos cuatro hermosos huevos de faisán me obligó a aceptar, quieras o no quieras; no admite que se le desprecie nada. Dijo que sin duda sería una distracción para mí, enterada de que vivo sola, tener unos cuantos seres vivientes de esta especie; y lo será, de seguro. Haré que la granjera se los ponga a la primera clueca libre que tenga, y si llegan a buen fin me los llevaré a casa y los pondré en una caponera que alguien me prestará; y será para mí delicioso cuidarlos en mis horas de soledad. Y, si tengo suerte, habrá algunos para tu madre.

Era un bello anochecer, dulce y apacible, y el regreso venía a ser un paseo con todos los encantos que pudiera prestarle el sosiego de la naturaleza; pero, cuando tía Norris cesaba de hablar, en el coche se hacía un silencio absoluto. Los ánimos, en general, estaban agotados; y definir si el día les había procurado más penas que alegría, o viceversa, era la cuestión que sin duda ocupaba la mente de casi todos.

Mansfield Park

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