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CAPÍTULO VII

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Índice

—Bueno, Fanny, ¿qué te parece ahoraMary Crawford? —dijo Edmund al día siguiente, después de haber estado pensando él en lo mismo durante algún tiempo—. ¿Te pareció bien, ayer?

—Muy bien... mucho. Me gusta oírla hablar. Me entretiene su conversación; y es tan sumamente linda que me causa un gran placer mirarla.

—Es su fisonomía lo que resulta tan atractivo. Tiene un juego de facciones maravillosamente expresivo. Pero en su conversación, ¿no te chocó algo que no estaba bien, Fanny?

—¡Oh, sí! No debió hablar de su tío como lo hizo. Me sorprendió mucho. Un tío con el que ha vivido tantos años y que, cualesquiera sean sus defectos, quiere tanto a su hermano y lo considera, según ellos dicen, como un hijo... ¡Nunca lo hubiera creído!

—Ya supuse que te causaría mal efecto. Estuvo muy mal..., muy irrespetuosa.

—Y me pareció muy poco agradecida.

—Decir que es desagradecida tal vez sería demasiado. Yo no sé que su tío tenga derecho alguno a su gratitud; pero su esposa lo tenía, desde luego; y es su fervoroso respeto a la memoria de su tía lo que despista a Mary en este punto. Su ánimo se halla torpemente influenciado. Con la vehemencia de sus sentimientos y un espíritu tan arrebatado, tiene que serle difícil hacer patente su afecto por la difunta señora Crawford, sin echar una sombra sobre el almirante. No pretendo saber cuál de los dos llevaba más parte de culpa en sus desavenencias, aunque la actual conducta del almirante pueda inclinarle a uno a favor de la esposa; pero resulta natural y simpático que Mary quiera eximir de toda censura a su tía. Yo no condeno su criterio, pero lo que sí está mal es que lo exponga públicamente.

—¿No te parece —observó Fanny, después de una breve reflexión— que la responsabilidad de esta falta recae precisamente sobre su tía, puesto que ella se encargó por completo de su educación? No pudo inculcarle unas ideas justas en cuanto a lo que debía al almirante.

—Es muy acertada la observación. Sí, hemos de suponer que los defectos de la sobrina fueron los de la tía; y esto hace que uno lamente con más motivo las desventajas de su anterior situación, pero creo que su actual hogar habrá de hacerle mucho bien. El carácter de la señora Grant es ideal para el caso. Y cuando habla de su hermano lo hace en unos términos afectuosos y muy gratos.

—Sí, excepto en lo tocante a las cartas tan breves que suele escribirle. Casi me hizo reír; pero yo no podría tasar muy alto el cariño o la bondad de un hermano que no se toma la molestia de escribir a su hermana algo que valga la pena de ser leído, cuando están separados. Estoy segura de que William nunca me hubiera tratado así, en ningún caso. ¿Y qué derecho tiene a suponer que tú no escribirías cartas largas si estuvieras ausente?

—El derecho que le da su espíritu vivaz, Fanny, que aprovecha todo cuanto pueda contribuir a su diversión o a la de los otros; es algo perfectamente disculpable, siempre que no aparezca matizado con un tinte de mal humor o aspereza, y de esto no hay ni sombra en la expresión o en la actitud de Mary: nada agrio, ni chillón, ni grosero. Es perfectamente femenina, excepto en el aspecto a que nos hemos referido. Ahí no se la puede justificar. Me alegra que lo notases lo mismo que yo.

Puesto que él había formado su espíritu, al tiempo que se había ganado sus efectos, no era de extrañar la coincidencia de sus respectivas apreciaciones; aunque, por aquel entonces y sobre el mismo punto, comenzaba a perfilarse un peligro de disparidad, pues él admiraba ya a Mary Crawford de un modo que acaso pudiera llevarle adonde Fanny no podría seguirle. Los atractivos de Mary no disminuían. Llegó el arpa, que vino a añadir no poco a su aureola de belleza, ingenio y buen humor; pues se prestaba a tocar con la mayor complacencia en cuanto se lo pedían, lo hacía con una expresión y un gusto muy peculiares en ella, y siempre tenía algo acertado que decir al final de cada pieza. Edmund acudía a diario a la rectoría para deleitarse con su instrumento favorito. La primera mañana logró que se le invitara para la del día siguiente, pues a la damisela no podía desagradarle tener un oyente, y así un día y otro, quedando la cosa establecida como una costumbre normal.

Una mujer joven, bonita, brillante, junto a un arpa tan elegante como ella misma, recortándose ambas en el marco de un balcón abierto a la perspectiva de un césped rodeado de arbustos con su rico follaje estival, era suficiente para cautivar el corazón de cualquier hombre. La estación, la escena, el ambiente, todo era favorable a la ternura y el sentimiento. La presencia de la señora Grant con su bastidor de bordar no estorbaba... Todo quedaba armónico. Y, como nada carece de encanto cuando empieza a insinuarse el amor, hasta la bandeja de emparedados y el doctor Grant haciendo los honores eran otros tantos motivos en que se posaba con gusto la mirada. Aunque sin reflexionar sobre el caso, o tal vez sin darse cuenta de nada, al cabo de una semana de esta frecuentación Edmund empezó a estar no poco enamorado; y en honor de su dama debemos añadir que, sin ser él un hombre de mundo ni el primogénito de una familia acaudalada, sin ninguna de las artes de la adulación o las amenidades de las conversaciones frívolas, Edmund empezó a gustarle. Mary lo notó, aunque no lo había previsto y apenas podía comprenderlo; porque él no era un hombre atractivo según las reglas de aplicación general, ni decía tonterías, ni gastaba cumplidos, sus opiniones eran inflexibles y sus atenciones moderadas y simples. Acaso hubiera un encanto en su sinceridad, su firmeza, su integridad, aspectos éstos que Mary podía igualar en su sentir, pero no al debatirlos en su fuero interno. Sin embargo, no pensó mucho en ello; por lo pronto, Edmund le agradaba... a ella le gustaba tenerlo cerca. Era suficiente.

Fanny no podía extrañarse de que Edmund fuese todas las mañanas a la rectoría; también a ella le hubiera gustado ir, de poder hacerlo sin que la invitaran y sin ser vista, por el placer de oír tocar el arpa. Tampoco le podía extrañar que, al finalizar el paseo de las tardes, a Edmund le pareciera bien acompañar a la señora Grant y a su hermana hasta su casa, mientras Henry se dedicaba al elemento femenino de Mansfield Park. Pero consideraba que nada bueno podía esperarse de aquella especie de intercambio; y que, si Edmund no llegaba a tiempo de mezclarle el vino con agua, mejor hubiera sido que no existiera tan situación. Lo que sí le parecía un tanto sorprendente era que él pudiera pasar tantas horas al lado de miss Crawford sin descubrirle más defectos de la clase que tan pronto había observado en ella, y del que Fanny tenía que acordarse, debido a alguna manifestación de la misma índole, siempre que se encontraba en su compañía. Pero era así. A Edmund le gustaba hablar con ella de miss Crawford, mas parecía que ya se contentaba con que desde aquel día hubieran cesado las alusiones al almirante y ella tenía reparo en comunicarle sus propias observaciones, por temor a que pareciese malignidad de su parte. El primer motivo de verdadero pesar que le ocasionó Mary Crawford fue la consecuencia de un deseo de aprender a montar que se apoderó de ésta a poco de haber llegado a Mansfield, ante el ejemplo de las hermanas Bertram; deseo que, al estrecharse los lazos de amistad entre ella y Edmund, él mismo se prestó a fomentar, llegando a brindarle su mansa yegua para las primeras lecciones, por ser el animal más apropiado para cualquier principiante, que pudiera hallarse en caballeriza alguna. Pero en este ofrecimiento no podía haber daño ni ofensa para su prima: ella no iba a perder por eso ni un solo día de ejercicio. La yegua pasaría a la rectoría tan sólo media hora antes de que ella hubiese de iniciar su paseo; y Fanny, al ser consultada en primer lugar, lejos de sentirse desairada, quedó casi anonadada de gratitud por haberle pedido Edmund permiso para ello.

Miss Crawford realizó con gran éxito su primer ensayo, y sin el menor inconveniente para Fanny. Edmund, que se había llevado la yegua y lo había dirigido todo, volvió con el animal muy a tiempo, antes de que Fanny y el viejo cochero que la acompañaba siempre que no salía con sus primas estuvieran listos para la marcha. Al segundo día de prueba ya no se procedió con tanto escrúpulo. Tal era el gusto de Mary por montar, que no sabía como dejarlo. Ágil, valerosa, aunque algo pequeña, de firme complexión, parecía nacida para amazona; y al puro y genuino placer del ejercicio quizás habría de añadir algo consistente en la presencia e instrucciones de Edmund, y aún algo más relativo a la convicción de que ella superaba en mucho a las personas de su sexo en general por la rapidez de sus progresos, todo lo cual contribuía sin duda a que sintiera muy pocas ganas de descabalgar. Fanny estaba lista y esperando. La señora Norris empezaba a regañarla por no haber salido, y todavía no se anunciaba la llegada del caballo ni Edmund aparecía. Para esquivar a su tía y buscarle a él, Fanny salió.

Las dos casas, aunque apenas distaban media milla, no quedaban a la vista una de otra; pero andando cincuenta yardas desde la puerta del vestíbulo, pudo dominar el parque y echar una ojeada a la rectoría y su heredad, que se extendía en suave declive al otro lado de la carretera; y en la pradera del doctor Grant descubrió enseguida el grupo: Edmund y Mary, ambos a caballo, cabalgando hombro con hombro, y el doctor Grant con su esposa, Henry y dos o tres palafreneros, todos de pie, mirándolos. A ella le pareció una feliz concentración: todos interesados en un solo objeto. Y que lo pasaban bien, sin duda alguna, pues hasta ella llegaba el ruido de sus animadas voces. Ruido de voces alegres que no podía alegrarla. Se sorprendió de que Edmund se hubiera olvidado por completo de ella, y esto la afligió muchísimo. No podía apartar los ojos de la pradera, no pudo dejar de observar cuanto allí ocurría. Primero, miss Crawford y su acompañante dieron la vuelta al circuito del campo, que no era pequeño, a paso lento; después, sugerido por ella a lo que parecía, se lanzaron a un medio galope, y Fanny, debido a su natural algo medroso, quedó asombrada al ver lo bien que la otra se mantenía en la montura. Al cabo de unos minutos se pararon por completo. Edmund estaba muy junto a ella... le decía algo; evidentemente, le estaba enseñando el manejo de la brida... le tenía la mano cogida. Fanny lo vio, o tal vez la imaginación suplía lo que la vista no alcanzaba a distinguir. No tenía que asombrarse por todo ello. ¿Podía haber algo más natural que eso de que Edmund procurara ser útil e hiciera gala de sus bondades cerca de quien fuese? Fanny hubo de decirse, eso sí, que Henry hubiese muy bien podido ahorrarle la molestia... que hubiera sido muy propio y muy correcto en un hermano el encargarse de aquel asunto; pero Mr. Crawford, a pesar de todas sus cacareadas bondades y todo su presunto arte de manejar, probablemente no entendía nada en el asunto y, desde luego, no tenía nada de efectivamente amable comparado con Edmund. Después, Fanny pensó que era bastante duro para la yegua atender a aquella doble obligación que le había sido impuesta; si de ella se olvidaban, había que acordarse de la pobre yegua.

No tardó en tranquilizarse algo su espíritu, al ver que se dispersaba el grupo de la pradera y que miss Crawford, siempre a caballo, pero guiada ahora por Edmund a pie, salía por un portalón a la callejuela, se introducía en el parque y se dirigía seguidamente hacia el punto donde ella se encontraba. Entonces empezó a invadirla el temor de parecer descortés en su impaciencia, y salió a su encuentro, ansiosa de evitar tal sospecha.

—Querida Fanny —dijo miss Crawford, en cuanto pudo hacerse oír—, he venido a fin de presentarle mis excusas personalmente por haberla tenido aguardando; pero no sé qué decirle. Me daba cuenta de que era ya muy tarde y de que me estaba portando enormemente mal; y por lo mismo debe usted perdonarme, yo se lo ruego. El egoísmo tiene que perdonarse siempre, porque es un mal que no tiene remedio, ¿no cree?

La contestación de Fanny fue en extremo cortés, y Edmund añadió que estaba seguro de que a ella no le coma ninguna prisa:

—Pues —dijo— a mi prima le queda tiempo más que suficiente para dar un paseo dos veces más largo de lo que acostumbra, y usted ha contribuido a su mayor comodidad al evitar que saliera media hora antes, ya que el cielo se está nublando y, así, Fanny no padecerá el calor que hubiera tenido que soportar en aquel caso. Desearía que no se sintiera usted fatigada por el mucho ejercicio. Podía haberse evitado este paseo hasta aquí.

—Nada de ello me fatiga, como no sea dejar el caballo, se lo aseguro —replicó Mary, mientras descabalgaba ayudada por él—. Soy muy fuerte. Nunca me fatiga nada, excepto el tener que hacer lo que no me gusta. Miss Price: le cedo a usted la vez con muy mala gracia, pero sinceramente le deseo un paseo agradable, y que sólo tenga que contarme excelencias de este querido, delicioso y bello animal.

En aquel momento llegó junto a ellos el viejo cochero, que había estado aguardando cerca con su caballo; Fanny montó en el suyo y ambos partieron atravesando el parque en otra dirección... sin que en ella disminuyera su desazón al darse vuelta y ver a los otros dos, caminando juntos por la pendiente de la colina hacia el pueblo; ni le hicieron mucho bien los comentarios de su acompañante sobre las excelentes disposiciones de miss Crawford para amazona, cosa que el hombre había estado observando casi con tanto interés como ella misma.

—¡Da gusto ver a una mujer con tanto arrojo para montar! —decía el buen hombre—. Jamás conocí a otra que se mantuviera tan bien a caballo. Parece que no tenga ni idea del miedo. Muy diferente de usted, señorita, cuando empezó, seis años hará en la próxima Pascua. ¡Bendito sea Dios! ¡Cómo temblaba usted cuando sir Thomas la sentó en la montura por primera vez!

En el salón, Mary Crawford fue también muy celebrada. Los dones del valor y la fuerza con que la había dotado la naturaleza eran muy apreciados por las hermanas Bertram; el gusto de Mary por montar era igual al de ellas; su precocidad para aprender era, también, igual a lo que se había manifestado en ellas, y se complacían en elogiarla.

—Estaba segura de que enseguida aprendería a montar perfectamente —dijo Julia—; parece hecha para eso. Tiene una figura tan esbelta como la de su hermano.

—Sí —agregó María—, y su espíritu es igualmente admirable, y tiene un carácter tan enérgico como él. No puedo menos que pensar que la buena disposición para montar tiene mucho que ver con el temperamento.

Cuando se separaron aquella noche, Edmund preguntó a Fanny si tenía intención de dar su paseo a caballo el día siguiente.

—No, no sé... No, si necesitas la yegua —fue su contestación.

—No la necesito para mí —dijo él—; pero, siempre que prefirieses mañana quedarte en casa, creo que a Mary le gustaría poderla disfrutar más tiempo... toda una mañana, en fin. Tiene unos grandes deseos de llegarse hasta los pastos comunes de Mansfield. La señora Grant le ha hablado de su magnífica panorámica, y no dudo que ella sabrá apreciarla igualmente. Pero, para eso, lo mismo da una mañana que otra. Ella sentiría muchísimo perjudicarte. Y estaría muy mal que no le importase. Ella sólo monta por placer; tú, por la salud.

—No pienso pasear a caballo mañana, la verdad —dijo Fanny—. He salido muy a menudo últimamente, y con más gusto me quedaré en casa. Ya sabes que ahora estoy bastante fuerte para andar.

Vio que Edmund quedaba complacido, y esto le sirvió de consuelo. El paseo a los pastos comunales de Mansfield tuvo lugar a la mañana siguiente. El grupo lo integraba toda la gente joven, excepto Fanny, y todos disfrutaron mucho durante la excursión y después, por la noche, al comentarla. Cuando un plan de esta clase resulta un éxito, lleva generalmente a otro; y la visita a los pastos comunales de Mansfield los animó a todos a planear una nueva excursión a otra parte cualquiera para el día siguiente. Había otras muchas panorámicas que admirar; y, aunque el tiempo era caluroso, no faltaban veredas sombreadas que conducían adonde quisiera ir. Un grupo juvenil siempre encuentra caminos sombreados. Cuatro mañanas deliciosas se emplearon sucesivamente de ese modo, mostrando a los Crawford la comarca y haciendo los honores a sus más bellos rincones. Todo respondía magníficamente, todo era júbilo y buen humor, el calor no proporcionaba más molestia que la necesaria para referirse al mismo con placer... hasta que al cuarto día se nubló la dicha de un miembro del grupo. Nos referimos a María Ber tram. Edmund yJulia fueron invitados a comer en la rectoría, y a ella se la excluyó. La idea y el hecho se debían a la señora Grant; medida que adoptó con la mejor intención y por deferencia a Mr. Rushworth, cuya llegada a Mansfield estaba anunciada como probable para aquel día; pero María lo tomó como una grave ofensa y tuvo que emplear a fondo el freno de su buena crianza, sometida a la más dura prueba, para ocultar su rencor y su rabia hasta llegar a casa. Como Rushworth no se presentó, se hizo más duro el agravio, y ni siquiera tuvo el consuelo de demostrar el poder que sobre él ejercía; tuvo que conformarse con mostrar su mal humor ante su madre, su tía y su prima, y proyectar toda la melancolía posible sobre la comida y los postres.

Entre diez y once Edmund y Julia entraron en el salón, tonificados por el aire fresco de la noche, animados y contentos, personificando el reverso mismo de lo que observaron en las tres damas allí sentadas. María se molestó apenas en levantar los ojos del libro que estaba leyendo, lady Bertram se hallaba medio dormida, y hasta la señora Norris, destemplada por el mal humor de su sobrina, y no habiendo recibido inmediata respuesta a las dos o tres preguntas que hizo acerca de la comida, parecía totalmente resuelta a no decir una palabra más. Durante unos minutos hermano y hermana estuvieron demasiado entregados al mutuo comentario sobre la magnificencia de la noche y el intenso brillo de las estrellas, para pensar más que en sí mismos; pero, al producirse el primer silencio, Edmund, mirando en derredor, dijo:

—¿Dónde está Fanny? ¿Se ha acostado ya?

—No; que yo sepa, no —contestó la señora Norris—; hace un momento estaba aquí.

Su dulce voz, al hacerse oír desde el otro extremo de la sala, que era muy espaciosa, les indicó que estaba en el sofá. Tía Norris empezó a gruñir:

—Es un truco muy tonto, Fanny, esto de arrinconarse para pasarse la noche holgazaneando en un sofá. ¿Por qué no te acercas y te sientas aquí, y te empleas en algo como hacemos nosotras? Si no tienes labor tuya, yo puedo proporcionártela de la cesta de los pobres. Allí está todo el percal nuevo, comprado la semana pasada, todavía intacto. Te aseguro que casi se me quebró el espinazo al cortarlo. Tienes que aprender a pensar en los demás; y, puedes creerme, es un hábito muy feo en una persona joven el estar siempre recostada en un sofá.

Antes de que dijera la mitad del discurso, Fanny había vuelto a su sitio en la mesa y había tomado de nuevo su labor; y Julia, que gozaba aún del excelente humor que le habían proporcionado las diversiones del día, quiso hacer justicia a su prima exclamando:

—¡Pero, tía, si Fanny se sienta en el sofá menos que nadie de la casa!

—Fanny —dijo Edmund, después de observarla con atención—, estoy seguro de que te ha dado la jaqueca.

Ella no pudo negarlo, pero dijo que no era muy fuerte.

—Me cuesta creerlo —replicó él—; conozco demasiado bien tu semblante. ¿Desde cuándo te duele la cabeza?

—Desde un poco antes de la cena. No será más que un poco de insolación.

—¿Saliste a pasear con el calor de hoy?

—¡Que si ha salido! Claro que salió —terció tía Norris—; ¿querías que se quedase en casa con este día tan espléndido? ¿Acaso no salimos todos? Hasta tu madre salió hoy y estuvo fuera más de una hora.

—Sí, es cierto, Edmund —agregó lady Bertram, a quien había desvelado por completo la enérgica reprimenda de tía Norris a Fanny—; estuve fuera más de una hora. Durante tres cuartos de hora permanecí sentada en el jardín, mientras Fanny cortaba las rosas. Me resultó muy agradable, te lo aseguro, pero hacía demasiado calor. Allí estaba bastante sombra, por supuesto, pero la verdad es que temía el regreso hasta casa.

—¿Y dices que Fanny estuvo cogiendo rosas?

—Sí; y me temo que serán las últimas del año. ¡Pobrecita! Ella no pasó poco calor. Pero las rosas estaban tan abiertas que no era posible esperar más.

—No podía evitarse, ciertamente —dijo tía Norris, en un tono de voz bastante más suave—; pero me pregunto si su jaqueca no provendrá de entonces. No hay nada que dé tanta jaqueca como ajetrearse bajo un sol ardiente; pero yo creo que mañana estará bien. ¿Qué te parece si le dejases tu vinagrillo? Yo nunca me acuerdo de llenar mi frasco.

—Ya lo tiene —dijo lady Bertram—. Lo tiene desde la segunda vez que regresó de tu casa.

—¡Cómo! —exclamó Edmund—. ¿Además de coger rosas ha hecho estas caminatas, atravesando el parque bajo este sol abrasador, y nada menos que por dos veces? No es raro que le duela la cabeza.

La señora Norris se puso a hablar con Julia y no oyó nada.

—Ya me temí que sería demasiado para ella —dijo lady Bertram—. Pero, cuando tuvimos las rosas en la mano, tu tía manifestó deseos de quedarse con ellas; y, como comprenderás, fue preciso llevárselas a su casa.

—Pero, ¿tantas rosas había como para obligarla a hacer dos viajes?

—No, pero había que ponerlas a secar en el cuarto para forasteros y, por desgracia, Fanny se olvidó de cerrarlo y traer la llave; por eso tuvo que volver.

Edmund se puso en pie y empezó a pasear por la habitación diciendo:

—¿Y no se pudo emplear a nadie más que a Fanny para esta diligencia? A fe mía que ha sido un asunto muy mal llevado.

—Pues te aseguro que no veo cómo hubiera podido hacerse mejor —gritó la señora Noms, incapaz de hacerse la sorda por más tiempo—, a no ser que hubiese ido yo misma, claro. Pero yo no puedo estar en dos sitios a la vez; y en aquel preciso instante estaba hablando con Mr. Green acerca de la lechera de tu madre, por deseo de ésta, y había prometido a John Groom escribir a la señora Jefferies dándole noticias de su hijo, y el pobre muchacho llevaba ya media hora esperándome. Me parece que nadie puede acusarme justamente de que me desentienda de las cosas en ninguna ocasión, pero la verdad es que no puedo hacerlo todo a un tiempo. Y, en cuanto a que Fanny haya ido andando por mí hasta mi casa (no hay mucho más de un cuarto de milla), no creo que fuera pedirle nada irrazonable. ¿Cuántas veces no hago yo el mismo recorrido hasta tres veces al día, mañana y tarde... sí, haga el tiempo que haga?... ¡Y no me quejo por eso!

—¡Ojalá tuviera Fanny la mitad de tus fuerzas, tía!

—Si Fanny hiciera sus ejercicios fisicos con más regularidad, no se rendiría tan pronto. No ha salido a caballo desde no sé cuántos días, y estoy convencida de que cuando no monta le conviene pasear. De haber salido antes con el caballo, yo no le hubiera dado el encargo. Pero creí que incluso le haría bien después de haber estado tanto rato con la cabeza inclinada sobre las rosas, tomando el sol; pues nada hay tan refrescante como un paseo después de una fatiga de esta clase, y, aunque el sol era fuerte, no hacía un calor exagerado. Entre nosotros, Edmund —terminó, indicando con un movimiento de cabeza a su madre—, fue el cortar las rosas y vaguear al sol entre las flores lo que le hizo daño.

—Me temo que esto fue, en efecto —dijo lady Bertram, mucho más cándida que su hermana y que casualmente oyó algo de lo que ésta acababa de manifestar—. Mucho me temo que fue allí donde cogió el dolor de cabeza, pues hacía un calor como para matar a cualquiera. No sé cómo pude soportarlo. Estarme allí sentada, y llamar a Pug, y vigilar que no se metiera en los macizos de flores, fue casi demasiado para mí.

Edmund no dijo más a las dos señoras. Se dirigió con paso lento a otra mesa, en la que estaba aún la bandeja de la cena, llenó un vaso de Madeira para Fanny y la obligó a bebérselo casi entero. Ella hubiera querido ser capaz de rehusarlo; pero las lágrimas, que asomaron a sus ojos impulsadas por diversos y encontrados sentimientos, hicieron que le fuera más fácil engullir que hablar.

A pesar de lo enojado que Edmund estaba con su madre y su tía, más lo estaba aún consigo mismo. Su propio olvido de ella era peor que todo cuanto las dos habían hecho. Nada de esto hubiera ocurrido de haberle guardado la debida consideración; pero se la había dejado cuatro días seguidos sin opción al ejercicio ni al trato con amigos y sin excusa alguna para eludir cualquier insensatez que pudieran encargarle sus tías. Se avergonzó al pensar que durante cuatro días se había visto imposibilitada de montar y se hizo la firme promesa, por mucho que le contrariase privar de un placer a miss Crawford, de no permitir que aquello volviese a ocurrir nunca más.

Fanny fue a acostarse con el corazón tan repleto de emociones como en la noche de su llegada a Mansfield Park. Su estado de ánimo había sin duda influido en su indisposición; pues durante los últimos días se había sentido abandonada y había estado luchando contra todo sentimiento de disgusto y envidia. Al recostarse en el sofá., en el que se había refugiado con el deseo de pasar inadvertida, el dolor de su alma superaba en mucho al de su cabeza; y el súbito cambio que en el estado de su espíritu habían producido las atenciones de Edmund hizo que casi no supiera cómo soportar su emoción.

Mansfield Park

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