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CAPÍTULO V
ОглавлениеEntre el elemento joven se estableció desde el primer momento una corriente de simpatía. Por cada lado había mucho motivo de atracción, y el incipiente trato prometió convertirse en intimidad, tan pronto como la práctica de las buenas costumbres pudiera autorizarlo. La belleza de miss Crawford no perjudicaba la de las dos miss Bertram. Éstas eran demasiado hermosas para que pudieran ofenderse de que otra lo fuera también, y quedaron casi tan prendadas como sus hermanos de sus ojos negros y avispados, su tez morena y la gentileza de toda su persona. De ser alta, llena de figura y rubia, hubiese podido dar lugar a más de un disgusto; pero, tal como era, no cabía la comparación. Y con mayor facilidad se la pudo considerar una muchacha agraciada y gentil, mientras ellas seguían siendo las más hermosas de la comarca.
El hermano no era guapo. No; cuando le vieron por primera vez les pareció de lo más vulgar: feo y vulgar. Pero, no obstante, no dejaba de ser un gentleman, de trato agradable. En una segunda ocasión ya resultó que no era tan vulgar: lo era, sin duda alguna, pero tenía en cambio tanta prestancia, y una dentadura tan magnífica, y tan buena figura, que pronto hacía olvidar su vulgaridad. Y en la tercera ocasión, después de comer con él en la rectoría, ya no se admitió que nadie le calificase así. Resultó ser, en definitiva, el joven más agradable que las hermanas habían tenido ocasión de conocer, y ambas quedaron igualmente encantadas de él. El compromiso de María hizo que, como correspondía, se inclinase por Julia, y ésta se dio perfecta cuenta de ello; y antes de que Henry llevara una semana en Mansfield, estaba ya dispuesta a enamorarse de él.
La s ideas de María al respecto eran más vagas y confusas. A ella no le hacía falta ver ni comprender. «No puede haber nada malo —se decía— en que me guste un hombre agradable... todo el mundo conoce mi situación... míster Crawford es quien debe tener cuidado». Pero mister Crawford estaba lejos de considerarse en peligro. Las encantadoras Bertram eran dignas de ser complacidas y él estaba dispuesto a complacerlas; así empezó él sin otro objeto que el de hacerse querer. No pretendía que muriesen de amor por él; pero con un sentido y una sangre fria que hubieran debido hacerle sentir y juzgar mejor, se permitía en estas cuestiones una gran laxitud.
—Esas miss Bertram me gustan demasiado, hermana mía —dijo cuando regresó de acompañarlas al coche, después de la citada comida—; son unas chicas muy elegantes y muy agradables.
—Así es, en efecto, y me complace mucho oírtelo decir. Pero te gusta más Julia.
—¡Oh, sí! Julia me gusta más.
—¿Lo dices de veras? Porque, en general, se considera más guapa a María.
—Lo supongo. La aventaja en todas sus facciones, y yo prefiero su cara, pero Julia me gusta más. Es cierto que María es la más hermosa, y además yo la he encontrado más agradable; pero a mí siempre me gustará más Julia, porque tú me lo ordenas.
—No te diré nada, Henry; pero sé que al fin te gustará más.
—¿No te digo que ya me gusta más al principio?
—Y además, María está prometida. No lo olvides, querido. Ha elegido ya.
—Sí, y me gusta más por esto. Una mujer prometida resulta siempre más agradable que una sin compromiso. Ya está satisfecha de sí misma. Para ella no existen más preocupaciones, y sabe que puede ejercer todo su poder de atracción sin despertar sospechas. Con una mujer prometida todo está a salvo; no hay daño posible.
—Verás, en cuanto a esto, mister Rushworth es un muchacho de excelentes cualidades, y se trata de una gran boda para ella.
—Pero, a María, lo que es él no le importa un comino; esto es lo que tú piensas de tu gran amiga. Esta opinión, yo no la suscribo. Estoy seguro de que miss Bettiam se siente muy unida a mister Rushworth. Pude leerlo en sus ojos, cuando se le mencionó. Tengo formado un concepto demasiado bueno de María para suponerla capaz de conceder su mano sin dar el corazón.
—Mary, ¿cómo habría de tratarle?
—Mejor será dejarlo solo, creo yo. Hablando no sacaremos ningún provecho. Al fin caerá en la trampa.
—Pero yo no quisiera que cayese en la trampa, que le engañasen. Desearía que todo se llevara a cabo limpia y honradamente.
—¡Ah, querido! Deja que corra su suerte y que le engañen. Le valdrá lo mismo. Nadie se escapa de que le engañen alguna vez.
—No es siempre así en los casamientos, querida Mary.
—Especialmente en los casamientos. Con todo el respeto debido a los presentes que tuvieron la suerte de casarse, querida hermana Grant, no hay uno entre ciento, de los dos sexos, que no sea engañado cuando va al matrimonio. Por dondequiera que mire, veo que es así; y comprendo que así tiene que ser al considerar que, de todas las transacciones, es en ésta donde cada uno espera el máximo del otro y procede con menos honradez.
—¡Ah, qué mala escuela para el matrimonio habéis tenido en Hill Street!
—Es cierto que nuestra pobre tía tenía pocos motivos para querer ese estado; pero, aparte de ello, hablando sólo por lo que he podido observar, creo que es un negocio de intrigas. ¡Conozco a tantos que se han casado esperando y confiando hallar alguna determinada ventaja al hacerlo, o algunas prendas o cualidades en la persona elegida, y que se han visto totalmente defraudados y obligados a resignarse con todo lo contrario! ¿Qué es esto, sino un engaño?
—Niña, en todo eso que dices tiene que haber algo de tu imaginación. Perdona, querida, pero no puedo creerte del todo. Te aseguro que sólo ves por un lado la cuestión. Descubres el mal, pero no aciertas a ver el consuelo. Habrá ligeros roces y desengaños por todas partes, y todos estamos capacitados para esperar siempre más; pero luego, si fracasa un proyecto de felicidad, la naturaleza humana se orienta hacia otro; si el primer cálculo resulta equivocado, hacemos otro mejor... siempre hallaremos consuelo en alguna parte. Y esos observadores mal pensados, querida Mary, que convierten todo lo poco en mucho, quedan más engañados y decepcionados que los mismos cónyuges.
—¡Muy bien, hermana! Respeto y admiro tu espíritu de compañerismo. Cuando yo sea casada, intentaré ser tan constante como tú; y desearía que todas mis amigas en general lo fuesen también. Así me ahorraría muchos pesares e inquietudes.
—Estás tan enferma como tu hermano, Mary; pero aquí os curaremos a los dos. Mansfield os curará, y sin nada de engaños. Quedaos con nosotros y hallaréis el remedio.
Los Crawford, sin desear que los curasen, se quedaron muy a gusto. A Mary le gustaba la rectoría como hogar en su presente, y Henry estaba igualmente dispuesto a prolongar su permanencia allí. Había llegado con el propósito de quedarse unos pocos días tan sólo; pero Mansfield le ofrecía buenas perspectivas y nada le llamaba a otra parte. A la señora Grant le encantó que se quedaran los dos y al doctor Grant le satisfizo enormemente que fuera así: una jovencita lista y habladora como Mary Crawford siempre es una compañía agradable para un hombre casero e indolente; y el tener como huésped a Henry le servía de excusa para beber clarete todos los días.
No es probable que miss Crawford, debido a sus costumbres, pudiera sentir ningún género de admiración tan arrebatada como la de las hermanas Bertram por Henry. Reconocía, no obstante, que los Bertram eran unos muchachos muy apuestos, que aun en el mismo Londres no era fácil ver juntos a dos jóvenes de sus condiciones y que sus modales, en particular los del mayor, eran excelentes. Este había residido largas temporadas en Londres y era más listo y galante que Edmund y, por consiguiente, debía ser el preferido. Aparte de que aquello de ser el mayor era otro motivo poderoso, desde luego. Ella tuvo enseguida el presentimiento de que habría de gustarle más el mayor. Sabía que éste era su camino.
Desde luego, Tom Bertram tenía que ser considerado un muchacho agradable por todos los conceptos; era el tipo de hombre joven que generalmente gusta; poseía esa clase de simpatía que a menudo convence más que ciertas dotes de orden más elevado, pues sus maneras eran naturales, su humor excelente, su trato familiar y tenía mucha conversación; y la herencia de Mansfield Park y de una baronía, que habían de corresponderle por derecho de sucesión, no perjudicaba en absoluto su atractivo personal. Miss Crawford no tardó en darse cuenta de que tanto él como su situación podían muy bien convenirle. Oteó las perspectivas que se le ofrecían con la debida atención, y acabó por decirse que, de todos sus posibles pretendientes, él era el que más ventajas ofrecía: un parque, un verdadero parque con cinco millas de perímetro; una casa espaciosa, de construcción moderna, tan bien situada y resguardada que merecía figurar en cualquier colección de grabados de residencias señoriales del reino, y que sólo requería ser totalmente amueblada de nuevo; unas hermanas agradables, una madre pacífica y, en fin, él mismo, hombre atrayente, con la ventaja de que entonces se había desligado bastante de su afición al juego debido a una promesa hecha a su padre, y la de que en lo futuro se llamaría sir Thomas. No estaba nada mal... decididamente, debía aceptarle. Y, en consecuencia, comenzó a interesarse un poco por el caballo de Tom que había de correr en las carreras de B...
Estas carreras le obligarían a marcharse poco después de haberse conocidos los dos; y como parecía que su familia, debido al proceder habitual en él, no esperaba que regresase antes de haber transcurrido buen número de semanas, la pasión del galán se vería sometida a una prueba inmediata. Mucho insistió él para inducirla a que asistiera a las carreras, y se hicieron planes para organizar una gran partida campestre, a fin de presenciarlas, con todo el entusiasmo de la afición; pero todo quedó en hablar.
Y Fanny, ¿qué hacía y pensaba entretanto? ¿Y qué opinión tenía de los recién llegados? Pocas muchachas de dieciocho años hubieran podido verse menos llamadas que Fanny a dar su opinión. De un modo discreto, y sin que sus palabras hallasen mucho eco, rendía su tributo de admiración a la belleza de Mary Crawford; pero como seguía considerando muy vulgar a Mr. Crawford, a pesar de que sus dos primas habían demostrado en repetidas ocasiones que ya no pensaban así, a él nunca le mencionaba. A su convicción, cada vez más arraigada en ella, respondía tal actitud.
—Empiezo a comprenderlos a todos, excepto a miss Price —dijo Mary, mientras paseaba con los hermanos Bertram—. A ver: ¿ha sido o no ha sido presentada en sociedad? Estoy intrigada. Asistió a la comida en la rectoría, como los demás, lo que parecía indicar que sí había sido presentada; pero, sin embargo, dijo tan poca cosa, que me cuesta creer que lo haya sido.
Edmund, a quien principalmente se dirigía la pregunta, contestó:
—Creo que sé lo que quiere decir, pero no quiero comprometerme a responder a esa pregunta. Mi prima es ya mayor. Tiene la edad y el juicio de una mujer; pero lo de las presentaciones o no presentaciones es algo que escapa a mis alcances.
—Y, no obstante, en general, nada tan fácil de acertar. ¡La diferencia es tan notoria! La actitud y las maneras resultan, siempre hablando en términos generales, completamente dispares. Hasta ahora, nunca había supuesto que pudiera engañarme en lo de si una muchacha había sido presentada o no. La que no, lleva siempre la misma clase de indumentaria (una capota cerrada, por ejemplo), se muestra muy recatada y nunca dice una palabra. Aunque se sonrían ustedes, así es, no lo duden. Y, aunque a veces se exagera, hay que reconocer que está muy bien. Las jovencitas deben ser discretas y modestas. Lo más censurable que tiene el hecho de la presentación de una joven en sociedad es que el cambio resulta con frecuencia demasiado brusco. A veces, en tan corto plazo, pasan de la discreción a todo lo contrario... ¡al atrevimiento! Ésta es la parte flaca del sistema. No agrada ver a una joven de dieciocho o diecinueve años tan súbitamente familiarizada con todo, cuando, a lo mejor, se la ha visto casi incapaz de desplegar los labios un año antes. Yo diría que también usted se ha encontrado alguna vez con cambios parecidos.
—Creo que sí; aunque esto no me parece muy leal. Ya veo por dónde va usted. Se está burlando de mí y de miss Anderson.
—¡No lo crea! ¿Miss Anderson? No sé a qué ni a quién se refiere. Estoy completamente a obscuras. Pero me burlaré con mucho gusto si me cuenta de qué se trata.
—¡Ah! Lo disimula usted muy bien, pero no crea que yo me dejé embaucar así. A la fuerza tenía usted en su imaginación a miss Anderson al describir la metamorfosis de una jovencita. Hizo de ella un retrato demasiado real para que pueda haber engaño. Fue exactamente así... ¡Vaya con los Anderson, de Baker Street! El caso coincide exactamente con la descripción que acaba de hacernos Mary. El día en que Anderson me presentó a su familia, hará de eso cosa de un par de años, su hermana no había sido aún presentada en sociedad, y no me fue posible conseguir de ella ni una sola palabra. Una mañana permanecí una hora sentado en su casa, esperando a Charles, sin más que ella y un par de niñas en el salón, pues la institutriz estaría enferma o se habría marchado, y su madre entraba y salía a cada momento con cartas de negocios; pues bien, apenas me fue posible conseguir una palabra o una mirada de la damisela. Echó el cerrojo a su boca... ¡y me volvió la cara con unos aires! No volví a verla hasta un año después. Entonces ya había sido presentada en sociedad. La encontré en c sa, de la señora Holford y no la reconocí. Vino a mi encuentro, me llamó como si fuésemos viejos amigos, me clavó la mirada con desparpajo y se puso a charlar y a reír de tal modo, que acabé por no saber qué actitud adoptar. Me di cuenta de que yo era también, junto a ella, motivo de risa en la sala; y está claro que a miss Crawford le contaron la historia.
—Una historia muy divertida que hace más honor a la verdad, diría yo, que a miss Anderson. Es un defecto demasiado frecuente. Las madres, ciertamente, no han dado con la fórmula acertada para educar a sus hijas. Yo no sé dónde está el error. No pretendo corregir a nadie, pero veo que en muchos casos se procede erróneamente.
—Las personas que saben demostrar al mundo cómo debía portarse toda mujer —dijo Tom galantemente— hacen ya mucho en favor de un mejoramiento general.
—No es dificil descubrir el error —dijo Edmund, menos galante—; tales jovencitas están mal criadas. Desde el principio les inculcaron ideas equivocadas. Obran siempre influenciadas por motivos de vanidad y en su conducta no hay más auténtica modestia antes, que después de ser presentadas en sociedad.
—No sé, no sé —dijo miss Crawford, indecisa—. Francamente, no puedo estar de acuerdo con usted en este punto. Para mí, éste es el aspecto menos censurable de la cuestión. Mucho peor resulta ver a ciertas muchachas que ya antes de ser presentadas tienen el mismo aire y se toman las mismas libertades que si lo hubieran sido, como he podido apreciar en más de un caso. Esto es lo peor de todo... ¡en extremo desagradable!
—Sí, eso lo encuentro muy inconveniente —dijo Tom Bertram—. Además, desorienta mucho; hasta tal punto que, a veces, uno no sabe lo que debe hacer. La capota cerrada y el aire de recato que tan bien describe usted (y nunca se dijo nada tan acertado) le advierten a uno a las claras. Pero el año pasado cometí un tremendo error debido a la ausencia de esos distintivos en una muchacha. En septiembre último fui con un amigo a pasar una semana en Ramsgate, a mi regreso de las Antillas. Allí estaban mi amigo Sneyd (tú me has oído hablar de Sneyd, Edmund), su padre, su madre y sus hermanas, a quienes no tenía el gusto de conocer. Cuando llegamos a Albion Place, todos habían salido. Fuimos en su busca y encontramos en el embarcadero a la señora con sus dos hijas y varios conocidos suyos. Saludé en debida forma y, como fuese que la señora Sneyd estaba rodeada de caballeros, me uní a una de las hijas y fui caminando a su lado durante todo el camino de regreso, procurando hacerme lo más agradable que pude. Ella se desenvolvía con la mayor naturalidad, mostrándose tan dispuesta a escuchar como a hablar. Yo no tenía la menor sospecha de que pudiera estar cometiendo alguna incorrec ción. Las dos hermanas tenían exactamente el mismo aspecto; iban vestidas y llevaban velos y parasoles, lo mismo que las otras. Pero después supe que había dedicado por entero mis atenciones a la más joven, que no había sido presentada en sociedad, y había ofendido muchísimo a la mayor. En Augusta, la menor, no había que reparar hasta seis meses después; creo que su hermana no me lo perdonará jamás.
—Eso estuvo mal, desde luego. ¡Pobrecita! Aunque yo no tengo una hermana menor, me pongo en el sitio de ella. El verse postergada antes de tiempo debe ser muy humillante; pero la culpa fue toda de la madre. Miss Augusta tenía que haber ido acompañada de su institutriz. Eso de hacer las cosas de un modo que se presta a confusionismos nunca da buen resultado. Pero ahora desearía ver satisfecha mi curiosidad acerca de miss Price. ¿Asiste Fanny a los bailes? ¿Va siempre a todos los convites, como asistió a la comida en casa de mi hermana?
—No —contestó Edmund—, no creo que haya ido nunca a un baile. Nuestra misma madre raras veces asiste a reuniones de sociedad ni come nunca fuera, como no sea en casa de la señora Grant, y Fanny se queda en casa con ella.
—¡Oh! Entonces la cosa está clara: miss Price no ha sido presentada en sociedad.