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CAPÍTULO II
ОглавлениеLa muchacha efectuó el largo viaje felizmente. En Northampton se reunió con la señora Norris, que así pudo envanecerse de ser la primera en darle la bienvenida y saborear la importancia de conducirla a la casa de sus parientes, para recomendarla a su benevolencia.
Fanny Price tenía entonces diez años nada más y, aunque en su aspecto no se apreciaba nada que pudiera cautivar a primera vista, tampoco había, cuando menos, nada que pudiera disgustar a sus parientes. Era pequeña para su edad, no había color en sus mejillas, ni se apreciaba en ella otro encanto que pudiera impresionar. En extremo tímida y esquiva, procuraba siempre pasar inadvertida. Pero su aire, aunque desgarbado, no era vulgar; su voz era dulce y cuando hablaba quedaba graciosa su actitud. Sir Thomas y lady Bertram la acogieron muy cariñosamente, y, al notar él cuán falta estaba de ánimos, trató de mostrarse todo lo conciliador que pudo; y lady Bertram, sin esforzarse la mitad siquiera, sin pronunciar apenas una palabra por cada diez que empleaba él, con la simple ayuda de una cariñosa sonrisa, resultó enseguida el menos temible de los dos personajes.
Toda la gente joven se hallaba en casa y se portó muy bien en el acto de la presentación, mostrándose de buen talante y sin sombra de apocamiento, al menos por parte de los muchachos, que, con sus dieciséis y diecisiete años y más altos de lo corriente a esa edad, tenían a los ojos de su primita el tamaño de hombres hechos y derechos. La s dos niñas se mostraron algo más cohibidas, debido a que eran más jóvenes y temían mucho más a su padre, el cual se refirió a ellas en aquella ocasión con preferencia un tanto imprudente. Pero estaban demasiado acostumbradas a la sociedad y al elogio para que sintieran nada parecido a la natural timidez; y, como su seguridad fuese en aumento al ver que su prima carecía por completo de ella, no tardaron en sentirse capaces de examinarle detenidamente la cara y el traje con tranquila despreocupación.
Todos ellos eran notablemente hermosos: los muchachos muy bien parecidos, las niñas francamente bellas, y tanto unos como otras con un magnífico desarrollo y una estatura ideal para su edad, lo que establecía entre ellos y su prima una diferencia tan acusada en el aspecto fisico como la que la educación recibida había producido en sus maneras y trato respectivos; y nadie hubiera sospechado que la diferencia de edad entre las muchachas fuese tan poca como la que se llevaban en realidad.
Concretamente, sólo dos años separaban a Fanny de la más joven. Julia Bertram tenía doce años tan sólo y Maria era un año mayor. Entretanto, la pequeña forastera se sentía tan infeliz como quepa imaginar. Asustada de todos, avergonzada de sí misma, llena de añoranzas por el hogar que había dejado atrás, no sabía levantar la mirada del suelo y apenas podía decir una palabra que pudiera oírsele, sin llorar. La señora Norris no había cesado de hablarle durante todo el camino, desde Northampton, de su maravillosa suerte y de la extraordinaria gratitud que había de sentir y manifestar con su comportamiento; pero esto sólo consiguió aumentar la conciencia de su infortunio, al convencerla de que el no sentirse feliz era una perversidad suya. Además, la fatiga de un viaje tan largo no tardó en aumentar sus males. Fueron en vano la condescendencia mejor intencionada de sir Thomas y todos los oficiosos pronósticos de la señora Norris en el sentido de que demostraría ser una buena niña; en vano le prodigó lady Bertram sus sonrisas y le hizo sentar en el sofá con ella y el falderillo, y en vano fue hasta la presencia de una tarta de grosellas con que se la obsequió para consolarla: apenas pudo engullir un par de bocados sin que las lágrimas viniesen a interrumpirla. Y, como al parecer era el sueño su amigo preferido, la llevaron a la cama para que diera allí fin a su pena.
—No es un comienzo muy halagüeño —manifestó la señora Norris, cuando Fanny hubo salido de la habitación—. Después de todo lo que le dije antes de llegar, creía que iba a portarse mejor. Le advertí de la gran importancia que podía tener para ella el portarse bien desde el primer momento. Seria de desear que no tuviese un carácter algo huraño... Su pobre madre lo tiene, y no poco. Pero debemos ser indulgentes con una niña de esa edad. Al fin y al cabo, no creo que lo de estar apenada por haber dejado su casa se le pueda censurar; pues, con todos sus defectos, aquélla era su casa y aún no ha podido darse cuenta de lo mucho que ha ganado con el cambio. Pero, de todos modos, creo que está mejor un poco de moderación en todas las cosas.
Sin embargo, fue necesario más tiempo que el que la señora Norris había tendido a suponer para reconciliar a Fanny con la novedad de su vida en Mansfield Park, y para que se acostumbrara a la separación de los seres de que hasta entonces se había visto rodeada. Su sensibilidad estaba muy agudizada y sus sentimientos eran muy poco comprendidos, demasiado poco para que se los tratara en forma conveniente. Nadie se proponía ser poco amable con ella, pero nadie daba un paso para proporcionarle algún consuelo.
El día de asueto, que, después del de su llegada, se concedió a las niñas Bertram para que tuvieran ocasión de alternar e intimar con su primita, produjo poca unión. No pudieron por menos que despreciarla al enterarse de que sólo tenía dos cinturones y nunca había aprendido francés; y, al notar lo poco que se admiraba del dúo que tuvieron la amabilidad de cantar para ella, consideraron oportuno limitarse a regalarle algunos de sus juguetes menos valiosos y dejarla sola, para dedicarse ellas al pasatiempo del día: hacer flores artificiales o recortar papel dorado.
Fanny, ya estuviera cerca o lejos de sus primas, lo mismo en la sala de estudio que en el salón, que en el plantío de árboles, siempre se sentía igualmente abandonada, siempre le parecía que tenía algo que temer de todo el mundo y por todas partes. La anonadaba el silencio de lady Bertram, la aterrorizaba el aspecto grave de sir Thomas y la sobrecogían las advertencias de la señora Norris. Sus primos, tan grandotes, la mortificaban con reflexiones sobre su tamaño y la confundían subrayando su timidez; miss Lee se admiraba de su ignorancia y las sirvientas se burlaban de sus trajes. Y cuando a todas esas amarguras se mezclaba el recuerdo de sus hermanos y hermanas para los que ella siempre había sido un elemento importante como compañera de juegos, institutriz o niñera, la angustia que oprimía su corazón se hacía todavía más cruel.
La magnificencia de la casa la asombraba, pero no podía consolarla. Las salas le parecían demasiado grandes para moverse en ellas a gusto; no se atrevía a tocar nada sin temor a ofensa, y se escurría de un lado para otro constantemente atemorizada por cualquier cosa, y a menudo se retiraba a su habitación para llorar. Y la muchachita, de la que decían en el salón, por la noche, después que ella lo había abandonado para ir a descansar, que parecía afortunadamente tan sensible a su extraordinaria buena suerte, ponía un broche a sus amarguras de todos los días llorando hasta dormirse. Así pasó una semana, sin que nada de ello se trasluciera por su traza sosegada, pasiva, cuando una mañana la encontró Edmund, el más joven de sus primos, sentada en la escalera del ático, llorando.
—Querida primita —dijo el muchacho, con toda la ternura de un natural bondadoso—, ¿qué puede haberte ocurrido?
Y sentándose a su lado intentó vencer su vergüenza por haber sido sorprendida y persuadirla para que hablase francamente, lo que sólo pudo conseguir con gran esfuerzo. «¿Estaba enferma? ¿Se había enfadado alguien con ella? ¿Acaso se había peleado con Julia o con María? ¿Tal vez se había hecho un embrollo al repasar la lección, que él le pudiera explicar? ¿Necesitaba, en fin, algo que tal vez él podría proporcionarle o hacer por ella?» Durante un buen rato no consiguió más contestación que «No, no... en absoluto... no, gracias». Pero él siguió porfiando; y, en cuanto Fanny empezó a referirse a su hogar y a los suyos, sus crecientes sollozos le indicaron a Edmund dónde estaba el mal. Intentó consolarla.
—Te apena dejar a tu mamá, querida Fanny —le dijo—, lo cual demuestra que eres una niña muy buena; pero debes tener presente que te encuentras entre parientes y amigos, que todos te quieren y desean hacerte feliz. Vamos a pasear por el parque y me hablarás de tus hermanos y hermanas.
Al profundizar en el tema, Edmund descubrió que, no obstante lo mucho que ella quería a todos esos hermanos y hermanas en general, uno de ellos ocupaba su mente con preferencia sobre los demás: William era el hermano de quien más hablaba y a quien más deseaba ver, William, el mayor, que tenía un año más que ella, su constante compañero y amigo, el que siempre abogaba por ella cerca de su madre (de quien era el preferido) cuando se encontraba en algún apuro.
—William no quería que los dejase; le dijo a mamá que me echaría de menos, desde luego.
—Pero William te escribirá, supongo.
—Sí, me prometió que lo haría, pero me pidió que lo hiciera yo primero.
—¿Y cuándo piensas hacerlo?
Ella bajó la cabeza y contestó, vacilante:
—No lo sé... no tengo papel.
—Si la dificultad está sólo en esto, yo te proporcionaré papel y todo lo demás, y podrás escribir la carta cuando quieras. ¿Te gustaría escribirle?
—Sí, mucho.
—Pues hazlo enseguida. Ven conmigo al comedor auxiliar; allí encontraremos todo lo necesario y de seguro que nadie nos molestará.
—Pero, querido primo, ¿irá al correo la carta?
—Sí, de eso respondo yo... junto con las otras cartas; y, como tu tío la franqueará, no le costará nada a William.
—¿Mi tío? —repitió Fanny con cara de espanto.
—Sí; cuando hayas escrito la carta, la llevaré a mi padre para que le ponga el franqueo.
A Fanny le pareció un atrevimiento, pero no opuso más resistencia; y ambos se dirigieron al pequeño comedor donde se tomaba el desayuno. Enseguida Edmund preparó el papel y trazó en el mismo los renglones, poniendo en ello toda su buena voluntad, tanto como hubiese puesto el propio hermano de su primita, y probablemente con mayor regularidad. Permaneció a su lado durante todo el tiempo que duró el redactado de la carta para ayudarla con su cortaplumas o su ortografia en cuanto le fuese preciso; y a estas atenciones, que ella agradeció muchísimo, añadió unos amables saludos para su hermano, que colmaron su gratitud. Edmund escribió de su puño y letra este testimonio de afecto a su primo William y le envió media guinea bajo sobre cerrado. Los sentimientos de Fanny eran tales en aquellos momentos, que se sintió incapaz de expresarlos; pero en su rostro y en unas pocas palabras sencillas y espontáneas, desprovistas de toda afectación, iba implícita toda su gratitud y alegría, y su primo empezó a ver en ella algo interesante. Siguieron hablando y, a través de cuanto ella manifestaba, se convenció de que poseía un tierno corazón y sentía unos grandes deseos de portarse bien. Y Edmund se dio cuenta de que era digna de una mayor atención, tanto por lo muy sensible de su situación como por su gran timidez. Él nunca la había apenado a sabiendas, pero ahora se daba cuenta de que ella necesitaba de una benevolencia más positiva; y en consecuencia intentó, ante todo, quitarle el miedo que todos le inspiraban y darle, especialmente, muchos y buenos consejos a fin de que pudiera jugar con Julia y María y se mostrase lo más alegre posible.
A partir de aquel día, Fanny empezó a sentirse más a gusto. Sabía que contaba con un amigo, y las atenciones de su primo Edmund la hacían más animosa ante los demás. El lugar se le hizo menos extraño y las personas menos pavorosas; y, si alguien había a quien ella no podía dejar de temer, empezó cuando menos a conocer los caracteres de todos ellos y a discernir el mejor modo de adaptarse a su medio. Las pequeñas rusticidades y torpezas, que al principio producían una penosa impresión en el ánimo de todos, y no menos en el suyo propio, fueron desapareciendo, como no podía ser de otro modo, y la niña ya no temía presentarse ante su tío, ni la voz de su tía Norris le causaba gran sobresalto. Para sus primas se convirtió en una compañera eventual, que no dejaba de ser aceptable. Aunque la consideraban indigna, por su inferioridad en edad y en fuerza, de asociarla constantemente a sus juegos, para sus planes y diversiones resultaba a veces muy útil una tercera persona, sobre todo si esa tercera persona tenía un carácter dócil y complaciente. Y no podían menos de manifestar, cuando su tía les preguntaba sobre los defectos de la niña, o cuando Edmundo reclamaba que fuesen más amables con ella, que «Fanny era bastante bonachona y no se tomaba nada a mal».
Edmund era amable de por sí, invariablemente; y, en cuanto a Tom, lo peor que Fanny tuvo que aguantarle era esa especie de irónico regocijo que un jovenzuelo de diecisiete años siempre considera oportuno en el trato con una niña de diez. Puede decirse que justamente empezaba a asomarse a la vida, lleno de alegría y vivacidad, y con toda la liberal predisposición de un primogénito que se cree nacido tan sólo para gastar y divertirse. Las atenciones que dedicaba a la primita estaban de acuerdo con su posición y sus derechos: le hacía algunos bonitos regalos y se reía de ella.
A medida que su aspecto y su ánimo iba mejorando, sir Thomas y la señora Norris consideraban los alcances de su plan benéfico con creciente satisfacción, y muy pronto coincidieron en dejar sentado que, si bien no tenía nada de inteligente, la niña demostraba tener un carácter tratable y parecía que no iba a causarles grandes molestias. Desde luego, la pobre opinión que les merecían sus talentos no tenía límites para ellos. Fanny sabía leer, bordar y escribir, pero no había aprendido nada más; y al ver sus primas que ignoraba tantas cosas que a ellas les eran familiares desde hacía tiempo, la consideraron un prodigio de estupidez, y durante las dos o tres primeras semanas no hacían más que llevar de continuo al salón nuevas referencias del caso.
—Figúrate, mamaíta: mi prima no sabe componer el mapa de Europa... Mi prima no sabe nombrar los principales ríos de Rusia... Nunca ha oído hablar del Asia Menor... No sabe distinguir entre una acuarela y un dibujo al creyón... ¡Qué raro! ¿Viste nunca algo tan estúpido?
—Querida —solía replicar su considerada tía—, esto es muy lamentable, pero no debes esperar que todas las niñas estén tan adelantadas ni aprendan con tanta facilidad como tú.
—Pero, tía, ¡si es que es tan ignorante! Sólo te diré que, anoche mismo, le preguntamos qué camino seguiría para ir a Irlanda, y dijo que atravesaría la isla de Wight. No se le ocurre otra cosa que la isla de Wight, a la que llama la Isla, como si no existiera otra en el mundo. Estoy segura de que a mí me hubiera dado vergüenza saber tan poco, aun mucho antes de tener su edad. Ya ni me acuerdo del tiempo en que yo no había aprendido todavía muchas cosas, de las que ella aun ahora no tiene la menor noción. ¡Cuánto tiempo ha pasado, tía, desde que solíamos repasar el orden cronológico de los reyes de Inglaterra, con las fechas de su proclamación y los principales hechos de su reinado!
—Sí —añadió la otra—, y de los emperadores romanos, hasta los de la categoría de Severus, además de lo mucho referente a la mitología pagana, así como todos los metales, metaloides, planetas y filósofos notables.
—Muy cierto, desde luego, queridas mías; pero vosotras tenéis el don de una memoria privilegiada, mientras que vuestra pobre prima, es probable que no tenga ni pizca. Entre su capacidad de retención y la vuestra existe una diferencia enorme, como en todo lo demás; por esto debéis ser indulgentes con vuestra prima y compadeceros de su deficiencia. Y no olvidéis que, por lo mismo que sois tan cultas e inteligentes, debéis ser siempre modestas; pues, aunque sepáis ya mucho, todavía os queda mucho más que aprender.
—Sí, ya sé que es así, hasta que cumpla los diecisiete años. Pero debo contarte otra cosa de Fanny, que ya no puede ser más sorprendente y estúpida. ¡Imagínate, dice que no quiere aprender música ni dibujo!
—Efectivamente, querida, es algo muy estúpido y que revela una total carencia de sentido artístico y de espíritu de emulación. Pero, si bien se considera, tal vez sea mejor así; pues, aunque ya sabéis que los papás (debido a mí) son tan buenos que han querido educarla con vosotras, no es del todo necesario que su educación sea tan completa como la vuestra; al contrario, seria mucho más deseable que hubiera alguna diferencia.
Éstos eran los consejos de que se valía la señora Norris para formar la mentalidad de sus sobrinas; así, no hay que maravillarse de que, no obstante lo adelantadas en sus estudios y a pesar de sus prometedores talentos, carecieran totalmente de otras virtudes menos corrientes, como el conocimiento de sí mismas, la humildad y la generosidad. Se había cuidado de su educación admirablemente en todos los aspectos, menos en el de sus inclinaciones. Sir Thomas ignoraba lo que convenía, porque, aun siendo un padre celoso de verdad, no exteriorizaba sus íntimos afectos, y su actitud reservada hacía que se reprimiese ante él toda manifestación de sentimientos.
Lady Bertram no dedicaba la menor atención a la educación de sus hijas. No tenía tiempo para esta clase de cuidados. Era una mujer que pasaba los días sentada en un sofá, muy bien compuesta y haciendo alguna labor de aguja poco útil y nada primorosa; pensando más en su perro faldero que en sus hijos, pero muy indulgente con éstos siempre que ello no le reportase alguna incomodidad; guiándose por sir Thomas en todo lo importante y por su hermana en las cuestiones menores. De haberle quedado más tiempo para dedicarlo a sus hijas, seguramente lo hubiese considerado innecesario, pues estaban bajo el cuidado de una institutriz, tenían buenos profesores y no podían necesitar nada más. En cuanto a lo de que Fanny era torpe para aprender, «tan sólo podía decir que era muy lamentable, pero ya se sabía que hay gente así, y que lo que Fanny podía hacer era esforzarse más... no veía otra solución; y, dejando aparte esto de que fuera obtusa, podía afirmar que no encontraba nada ofensivo en la pobrecita; al contrario, siempre la tenía a mano y era muy diligente en llevar recados y traerle lo que le pedía».
Fanny, con todos sus pecados de ignorancia y timidez, quedó establecida en Mansfield Park y, habiendo aprendido a transferir al lugar mucho de su afecto por su antiguo hogar, fue creciendo entre sus primos sin sentirse desgraciada. María y Julia no le eran decididamente aviesas; y, aunque Fanny se sentía a menudo mortificada por el trato que de ellas recibía, se decía que era demasiado insignificante para considerarse ofendida.
Por la época en que Fanny fue a vivir con ellos, lady Bertram, a consecuencia de una ligera enfermedad y de su gran indolencia, prescindió de la casa de Londres, a donde solía trasladarse todos los años en primavera, y desde entonces permaneció siempre en el campo, dejando que sir Thomas atendiera sus obligaciones en el Parlamento, cualesquiera fuesen las ventajas o los inconvenientes que a él pudiera significarle el no tenerla a su lado. Por ello, en el campo siguieron las niñas Bertram ejercitando la memoria, cantando sus dúos y creciendo hasta convertirse en mujeres; y su padre las veía progresar en su desarrollo físico, talentos y refinamiento, o sea en todo lo que pudiera satisfacer sus anhelos. Su hijo mayor era manirroto y despreocupado, y le había causado ya muchos disgustos; pero de los otros no cabía esperar más que excelencias. En lo tocante a sus hijas, consideraba que mientras llevasen el nombre de Bertram no harían más que prestarle mayor lustre, y al abandonarlo lo harían aportando a la familia nuevos apellidos ilustres; y el carácter de Edmund, su firme buen sentido y su rectitud de pensamiento prometían, sin lugar a dudas, provecho, honor y ventura, así para él como para todos sus deudos: sería clérigo.
Entre las inquietudes y satisfacciones que le procuraban sus propios hijos, sir Thomas no se olvidaba de hacer cuanto podía por los de la señora Price: la ayudaba generosamente a educarlos en cuanto tenían edad para una determinada vocación; y Fanny, aunque separada casi por completo de los suyos, sentía la más profunda satisfacción al enterarse de cualquier fineza que se les hiciera, o de cualquier giro prometedor para su prosperidad y bienestar. Una vez, una sola vez en el decurso de muchos años, gozó la felicidad de tener a William a su lado. Nadie más se dejó ver; parecía que nadie pensaba en reunirse con ella otra vez, ni siquiera en la brevedad de una visita; nadie parecía echarla de menos en la casa. Pero William, habiendo resuelto ser marino poco después que ella se fue, quedó invitado a pasar una semana con Fanny en Northamptonshire, antes de hacerse a la mar. La vehemente efusión de sentimientos al encontrarse de nuevo, la dulce emoción de verse otra vez juntos, sus horas de jovial felicidad y sus momentos de grave conversación pueden ser fácilmente imaginados, así como los briosos propósitos y alientos del muchacho, puestos de manifiesto hasta el último instante, y la pena de la niña cuando él partió. Afortunadamente, esos días coincidieron con las vacaciones de Navidad, lo que permitió a Fanny hallar consuelo en la compañía de su primo Edmund; y éste le contó cosas tan maravillosas sobre lo que William haría y llegaría a ser en el curso de su carrera, que poco a poco fue reconociendo que la separación podía ser provechosa. La amistad de Edmund nunca le faltó. El cambio de Eton por Oxford no alteró en absoluto su comportamiento amable, sino que le dio oportunidad para reiterarlo con más frecuencia. Sin hacer ostentación alguna de que se ocupaba de ella más que nadie, ni temor alguno de que pareciese que hacía demasiado, era siempre fiel a sus intereses y considerado para sus sentimientos, procurando que sus buenas cualidades fuesen reconocidas y, al propio tiempo, vencer la cortedad que impedía hacerlas más patentes, y le daba consejos, consuelo y alientos.
Amilanada por el trato de todos los demás, su único apoyo no podía darle la seguridad deseada; pero, por otra parte, las atenciones de Edmund fueron de gran importancia para un mejor aprovechamiento de su inteligencia, proporcionándole a la vez un nuevo medio de esparcimiento. Él veía que Fanny era inteligente, que tenía una gran facilidad de comprensión y buen discernimiento, junto con una gran afición a la lectura, la cual, convenien temente orientada, podría proporcionarle una excelente instrucción. Miss Lee le enseñaba francés y le hacía recitar diariamente su lección de Historia; pero él le recomendaba los libros que hacían sus delicias en sus horas de ocio, él fomentaba su inclinación y rectificaba sus opiniones. Él hacía provechosa la lectura hablándole de lo que leía, y ensalzaba sus alicientes con sensatos elogios. En correspondencia a estos favores, Fanny le quería más que a nadie en el mundo, exceptuando a William. Entre los dos repartía su corazón.