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¿Cómo conservar la esperanza en épocas difíciles?

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El canto de un muecín que llamaba a la oración me despertó temprano, cuando ya se dejaba sentir el pegajoso calor veraniego de Tanzania. En la luz rosada del amanecer, mientras el agua y el cielo azul cobraban brillo, observé a un pescador en un pequeño bote de madera, más bien como una piragua, que arrojaba al agua una delicada red blanca con la esperanza de atrapar un pez. La tiraba una y otra vez, recogiéndola cada vez para eliminar los palos y hojas y las ocasionales botellas y bolsas de plástico que pescaba, pero ningún pez. Debía ser la esperanza —y el hambre— lo que lo hacía levantarse cada mañana para salir a conseguir el sustento para su familia.

Cuando llegué a casa de Jane, más tarde esa mañana, me recibió en el jardín trasero y señaló una mancha oscura en una rodilla de su pantalón.

—Es sangre —dijo. Pasamos a su amplio jardín silvestre y me mostró dónde se había tropezado la noche anterior y se había raspado la rodilla.

Me explicó cómo había ocurrido.

—Llevaba las velas así —dijo, levantando mucho las manos—, de modo que podía ver hacia dónde iba, pero no el suelo bajo mis pies. Alguien dijo: “Cuidado por donde pisas”, pero para entonces ya era tarde.

A Jane no parecía preocuparle lo más mínimo su herida.

—Mi cuerpo sana rápido —explicó.

—Estoy seguro de que te han tocado peores —dije, pensando en su actitud tranquila y despreocupada.

—Ay, sí. Mira ésta —dijo Jane, señalando su mejilla y casi disfrutando la hendidura que sugería un posible hueso roto en su historia.

—¿Qué fue eso?

—Una interacción con una roca en Gombe.

—Cuéntame qué pasó.

—Ah, pues si vamos a hablar de esto, te lo voy a contar con lujo de detalle, porque fue de lo más dramático…

Pero antes de que pudiera comenzar, los perros corrieron hacia nosotros y nos saltaron encima cariñosamente. Uno de ellos, Marley, era un perrito blanco de patas cortas, una especie de cruza entre un corgi y un terrier West Highland, con grandes orejas peludas. La otra, Mica, era más grande y de color negro y marrón, una mezcla con las orejas caídas típicas de los labradores.

—A todos los rescatamos —cuenta Jane—. Mica viene de un refugio que comenzó un amigo. Y Merlin encontró a Marley vagando por las calles, sin hogar. No tenemos idea de cuál sea su historia.

Lo acarició y dio inicio a la suya.

—Esto pasó hace doce años, cuando tenía setenta y cuatro. Estaba subiendo una pendiente que, la verdad, era demasiado empinada. Fue una tontería, pero una chimpancé había subido por allí y trataba de encontrarla. Estaba resbaloso y era la temporada seca, así que no crecía nada de lo que pudiera sostenerme, sólo hebras de pasto seco que se desprendían al tomarlas. Pero bueno, conseguí llegar casi hasta la cima, y allí, justo encima de mí, había una roca grande. Pensé que podría treparme en esa roca y luego sobre otra que podía ver más arriba, y listo, habría llegado. Así que me estiré, me sujeté de la roca y, para mi horror, se desprendió. Y era como así de grande —Jane sostuvo sus manos a sesenta centímetros de distancia— y era muy, muy sólida y pesada. De modo que cayó sobre mi pecho y nos derrumbamos juntas. Yo terminé tirada de lado, ¡como sosteniendo la roca contra mí! Como dije, la pendiente era muy empinada y de unos treinta metros de altura. Si algo no me hubiera empujado a un lado para hacerme caer en una vegetación que ni sabía que estaba allí, no estaría aquí ahora. Yo me salvé, pero la roca cayó hasta el fondo. Hicieron falta dos hombres con una camilla para llevársela; era demasiado pesada para que yo la levantara.

”La tenemos afuera de mi casa en Gombe —concluyó Jane, describiendo su trofeo con aire triunfal—. Siempre hacemos que la gente trate de adivinar cuánto pesa.

—¿Cuánto pesa? —pregunté.

—Cincuenta y nueve kilos.

—Pero si le sumas la velocidad de la caída, debe haber producido un impacto mucho mayor sobre tu cuerpo mientras rodabas por la pendiente —dije.

—¡Dímelo a mí! —respondió Jane.

—¿Qué te empujó hacia un lado?

—Alguien o un poder desconocido que me cuida allá arriba —respondió Jane, mirando hacia el cielo—. Esto ya había pasado antes.

—Alguien… —comencé a decir, pero Jane todavía iba a la mitad de su historia. No tuvimos oportunidad de conversar sobre qué o quién la cuidaba, pero estaba seguro de que retomaríamos el tema más tarde.

—Entonces, al hacerme una radiografía dos días más tarde, descubrí que tenía un hombro dislocado. Y mucho tiempo después, cuando los moretones habían desaparecido hacía rato de mi cara, estaba segura de que algo seguía mal. Así que le pedí a mi dentista que me sacara una radiografía.

—¿A tu dentista?

—Pues sí. Ya estaba allí, y no quería hacer todo el trámite de pedirle una cita al doctor. El dentista me dijo que no podía tomarme una radiografía de muy buena calidad, pero parecía que tenía una fisura en el pómulo. Me dijo: ‘Podrían ponerte una placa metálica’. Yo estaba bastante segura de que no necesitaba una placa en la mejilla. ¡Imagínate el lío de seguridad en el aeropuerto! De todos modos, no tenía tiempo para achaques. Tenía trabajo que hacer. Aún no tengo tiempo para achaques. Todavía tengo trabajo que hacer.

Muchas personas mayores que conozco se la pasan concentradas en sus achaques, pero las que me parecen más sanas y felices son las que se concentran en algo distinto a sus propios problemas. Jane se revelaba como un poderoso ejemplo de resiliencia y persistencia frente a los obstáculos, atributos que los investigadores me habían dicho que eran indispensables para tener esperanza. Nada se interponía entre ella y sus objetivos.

—¿Siempre fuiste tan fuerte y ruda? —le pregunté.

Jane rio.

—No, de joven siempre me enfermaba. De hecho, mi tío Eric, que era doctor, me llamaba Weary Willie.* Yo en verdad pensaba que mi cerebro rebotaba dentro de mi cráneo; no sé por qué. Pero tenía unas migrañas horrorosas.

—Yo también tenía migrañas. Son horribles —le conté.

Me impresionaba su fortaleza mental, que al parecer la había hecho volverse muy dura en la vida adulta, a pura fuerza de voluntad. Me recordaba una de las historias más conmovedoras que había escuchado sobre el poder de la mente.

—¿Conoces el trabajo de la psicóloga Edith Eger? —pregunté, sabiendo que Jane siente fascinación por el Holocausto y lo que revela sobre la naturaleza humana.

—No, dime quién es.

—La doctora Eger apenas tenía dieciséis años cuando la llevaron a Auschwitz en un vagón de ganado junto a su familia. Allí su madre le dijo: “No sabemos adónde vamos. No sabemos qué va a suceder. Sólo recuerda que nadie puede quitarte las cosas que pones en tu mente”. Ella recordó estas palabas incluso después de que sus padres fueron enviados a los crematorios.

”Aunque todos los que la rodeaban, desde los guardias hasta los otros prisioneros, le decían que no iba a salir de allí con vida, nunca perdió la esperanza. Se dijo: ‘Esto es temporal. Si sobrevivo hoy, mañana seré libre’. Una de las chicas del campo de exterminio estaba muy enferma. Todas las mañanas la doctora Eger suponía que la vería muerta en su litera. Y, sin embargo, cada día la chica se las arreglaba para levantarse de su camastro de madera y trabajar otra jornada. Cada vez que se paraba en la fila de la selección se las arreglaba para verse lo suficientemente sana como para evitar la cámara de gas. Cada noche colapsaba de nuevo en la litera, jadeando.

”Edie le preguntó cómo se las arreglaba para seguir adelante. Ella respondió: ‘Escuché que nos van a liberar en Navidad’. La chica contó cada día y cada hora, pero llegó la Navidad y no fueron liberadas. Murió al día siguiente. Edie explica que la esperanza mantenía a la joven con vida, y cuando perdió la esperanza, también perdió la voluntad de vivir.

”Ella dice que quienes se preguntan cómo se puede tener esperanza en situaciones que parecen desesperadas, como un campo de exterminio, confunden esperanza con idealismo. El idealismo quiere que todo sea justo, o fácil o bueno. La esperanza, dice, no niega el mal; por el contrario, es una respuesta al mal.

Comenzaba a darme cuenta de que la esperanza no tiene que ver con los buenos deseos. Ésta reconoce los hechos y los obstáculos, pero no deja que nos abrumen o nos detengan. En efecto, esto ocurre en muchas situaciones al parecer desesperadas.

—Ya sé —dijo Jane, pensativa— que la esperanza no siempre se basa en la lógica. De hecho, puede parecer bastante ilógica.

La situación que enfrenta hoy el mundo puede considerarse desesperada, y sin embargo Jane siente esperanza aun cuando la “lógica” nos diga que no hay razón para hacerlo. Tal vez la esperanza no es una mera expresión de los hechos. La esperanza es cómo creamos nuevos hechos.

Sabía que la sensación de esperanza que sentía Jane a pesar de la dramática realidad que vive nuestro planeta descansa en cuatro razones principales: el sorprendente intelecto humano, la resiliencia de la naturaleza, el poder de la juventud y el indomable espíritu humano. Y sabía que ella viaja por el mundo compartiendo esta sabiduría y sembrando la esperanza en otros. Me sentía ávido por explorar y debatir estos principios con ella. ¿Por qué pensaba que nuestro sorprendente intelecto humano es una fuente de esperanza, dado todo el mal que es capaz de hacer? ¿No fue nuestra astucia la que nos llevó al límite de la destrucción? Podía imaginar por qué veía esperanza en la resiliencia de la naturaleza, pero ¿puede ésta soportar la destrucción que estamos desatando? Y ¿por qué los jóvenes son para ella una fuente de esperanza, considerando que las generaciones previas no han sido capaces de resolver los problemas que enfrentamos y los jóvenes aún no gobiernan el mundo? Y finalmente, ¿a qué se refiere con el indomable espíritu humano, y cómo es que eso puede salvarnos? Nuestro tiempo juntos había terminado por ese día, así que acordamos reanudar la conversación temprano a la mañana siguiente.

Pero nuestros planes estaban a punto de verse trastornados.

Tarde en la noche, sonó mi teléfono móvil. Era mi esposa, Rachel. Mi padre había sido llevado de urgencia al hospital, y la situación parecía grave. Compré un boleto para el siguiente vuelo de regreso a Nueva York y llamé a Jane para avisarle que tendría que posponer nuestras conversaciones hasta que mi padre estuviera estable. Para mí, la esperanza y la desesperanza ya no representaban meros asuntos intelectuales. Ahora lo eran todo para mí.

* Un payaso interpretado por Emmett Kelly, vestido de vagabundo y de gesto lastimero. (N. de la T.)


(Catalin y Daniela Mitrache)

El libro de la esperanza

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